Seudónimo: David
Salí a buscar a mi mujer. No sabría lo que iba a encontrar. Y salir era algo complicado. Salir era exponer el cuerpo. Y el cuerpo era muy fácil de capturar.
La puerta estará siempre: abro o cierro. La puerta con la voz inmortal. La puerta que devora comejenes. La puerta que renace en todos lados. Y derrumbé la puerta y pisé el asfalto. Vi la puerta destrozada y vi que no era invencible. Y vi la carretera y la distancia.
La carretera me dijo que un hombre no podrá recorrer la distancia. Los hombres morirán por sus caprichos, queriendo hacer corta la distancia. Pero por una mujer no habría distancia imposible, aunque por una mujer se pudiera vivir lo inesperado.
El asfalto no estaba caliente, no estaba frío, no estaba negro, no estaba blanco. El asfalto en verdad no importaba, ni la sal que podía meterse en mis ojos, la sal sobre el asfalto.
Recordé la mañana que vimos los peces bordear las esquinas altas de los edificios. Edificios hechos dentro del mar o el mar hecho dentro de los edificios, esa mañana en que vi a los peces estrellarse contra los edificios olvidados del pueblo, esa mañana que tomábamos café y ella dijo que algunas veces era mejor irse de donde naciste o de donde te pusieron para que sobrevivieras. Lo dijo cuándo todos nos dábamos la vuelta, olvidando el espectáculo de los peces, como si los peces necesitarán alas, lo dijo y no vio cuando los peces se estrellaron, cuando se desvanecieron sus sueños de volar y cuando la gente puso sus lamento de haber perdidos sus alas también y tal vez su sueños. La escuché y miré atrás para comprender que todo tenía que ser como siempre había sido, como se inventó.
Se me apretujó y le dije que la buscaría en cualquier lugar y ella me contestó que jamás se perdería, quizás dijo que no se perdería para calmarme, pero a la cabeza quien podía juzgarla, a la cabeza quien podía controlarla, quien era adivino, quién no era más que otra partícula del mundo.
Comprendí después que dos brazos no eran suficientes para agarrar a una mujer. Mis brazos fueron blandos para ella.
Los zapatos trituraban la sal y el paisaje me capturaba como diciendo que la carretera tenía la razón. No podía amilanarme como lo hizo ella. Tendría que sacar las fuerzas para soportar lo que el paisaje se dibujaba a su conveniencia. El paisaje que podría hablarte de los sucesos que llevaban desesperadamente a exponer el cuerpo.
Al borde de la carretera estaban las muchachas jugando dominó con los perros. Las muchachas ladraban quedándole el hilo de espuma en los labios. Los perros hablaban de que a las mujeres había que confinarlas por sus pecados. Hablaban y estaba seguro que ya habían notado mi presencia.
Ellos querían era estar allí por la eternidad, pensando de cómo las mujeres ladraban y ellos hablaban. O de por qué no jugaban otro juego. O no jugaban a nada. Creo que después que me fui pudieron pensar en eso, a la forma de un perro, a los místicos ladridos de un perro.
Estuve mirándoles para decidir a quién me dirigía, pero no me daban confianza sus rostros. Solo dije que si la habían visto, lo dije alto para que se encajara en cualquiera oreja. Para que de una vez aceptaran mi presencia.
Las mujeres ladraron furiosas y no ladraron por una mala jugada. Un perro me dijo que buscara una silla, luego me dirían si había pasado por ahí, dijo que no era la única ruta, que había rutas con atractivos mayores, rutas menos complicadas.
No existía más que aquellas sillas tambaleantes donde estaban ellos sentados, el perro insistió y no me quedó otra opción que decirle que me sentaría en el suelo, que no había sillas por ninguna parte. Me dijo que no mirara tan lejos y extendió una de sus patas para señalarme un montón de sillas, unas apiladas y otras dispersas que estaban allí al borde de la carretera, a la cercanía de mis ojos.
Me sentí un poco estúpido no por no ver las sillas sino por elegir a una de las apiladas o de las dispersas. Me sentí demasiado estúpido y el perro se dio cuenta y dijo que trajera la que me diera la gana, no iba estar mucho tiempo allí como ellos, como ellas. No tendría quizás la oportunidad de entrar en el juego, no había mucha oportunidad de salir del juego.
Traje la silla sin percatarme en que bando estaba y casi fui un jugador. El otro perro dijo que debía tener pareja por si alguna vez tendría la oportunidad de definitivamente sentarme a la mesa, que no se molestarían si tenía que irme, eran tristes los años en que se vagaba para encontrar pareja. Eran muchos los años en que ellos pudieron hablar y ellas ladrar.
La sal sobre la carretera se expandió en una oleada de viento y cayó encima de nosotros pero nadie se enfadó y siguió el mundo como estaba. Yo no abrí la boca, tenía que tener cierta paciencia para no criticarlos de lo mal que jugaban, para no presionarlos y me dijeran si por fin la habían visto. Una mujer comenzó a ladrar y el perro que me mandó a buscar la silla, me dijo que si no le pasaba la lengua a ella por su frente no se callaría.
No le pasaría la lengua, no podría pasarle la lengua aunque no se viera que ella tuviera una frente sucia, una frente arrugada. Era como traicionarme. Pero ella al darse cuenta de mi principio de negación, me mostró sus dientes y estaban casi negros como si hubieran masticado carnes sin cocinar y que esas carnes crudas pusieran los dientes negros.
Me dio asco pero tendría que elegir de nuevo o no me dirían si la habían visto de una vez. Me presionaban y yo que no quise hacerlo antes. No los presioné y no me resultó esa idea. Estaban esperando que me decidiera y lo hice.
Le pasé la lengua por su frente y el sabor de su frente hechizaba y no sabría explicar cuál era el hechizo que me decía que me detuviera en la búsqueda. Me miró como lo hizo ella antes de huir. Su mirada me pareció idéntica a la de ella cuando los peces se destruyeron contra los edificios.
Me volví a sentar y el perro dijo que ya tenía pareja, no podía quejarme. De que iba a quejarme si quejarse no valía de nada, si abrir tu alma te podía traer los peores malentendidos, de que iba a quejarme. Estaba atrapado en la red de sus deseos. La paciencia moriría en cualquier instante. Yo era un hombre con pantalones y traicionarla no lo haría jamás, que si ellos intentaban desviarme conseguirían que yo les metiera la silla por la cabeza y les virara la mesa y eso no se hacía, que las provocaciones eran peligrosas y uno no sabía cómo terminaban.
La otra muchacha se me acercó y puso su mano en mi pecho y ladró como si esperara a que yo la desnudara. Conocía bien la intención de una mujer cuando te pone una mano en el pecho. No deseaba desnudarla. No deseaba que fuera mi mujer. No debí detenerme, necesitaba encontrarla y decirle que los peces no estaban creados para tener alas y bordear los edificios. Le mostraría los brazos para que confiara en mi fuerza. Los ejercicios que hice para que mis brazos pudieran sujetarla como se debía. A una mujer había que saberla sujetar porque lo más triste era ver una mujer caer al suelo o despertarse uno sin su olor.
Ellas guardaron los ladridos y las miradas hacía mí. Se concentraron en poner fichas, creo que odiaban perder con los perros, perder en aquel paisaje desgraciado. Miraban detenidamente las fichas antes de ponerlas y los perros se impacientaron, dijeron que con mujeres era imposible tener paciencia.
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Los seguí en su juego, no deseaba tampoco perder con los perros, pues se veían más seguros, como si ya no le temieran, como si jamás volverían a llevar en su cuello el collar con la correa. Como si teniendo el poder de hablar le diera la fuerza de vencerlas eternamente. Me compadecí de ellas.
Miré por debajo de la mesa y sus piernas nerviosas se destrozaban mostrándome sus tejidos. Yo vi demasiada oscuridad debajo de la mesa.
Volví a ver las fichas y dije que tendría que tener mi oportunidad, no deseaba estar ni otro minuto de espectador. Todos me miraron y las mujeres no ladraron y los perros dijeron a coro, la tendrás. No me gustó eso de hacerlo a coro, me parecía que esperaban que yo de una vez deseara entrar en su juego. Volvieron a decir a coro, no te alarmes, al verdadero juego ya has entrado, esto de tirar fichas es para confundir a los que vienen y van. Ella estuvo aquí, habló la muchacha que quiso mi lengua en su frente, pero no nos alertó que tú vinieras, es probable que pensara que no la buscarías. Estás ocultándote de ella, en realidad no la busca. En verdad nosotros no ladramos ni estos tontos perros hablan ni estamos enamoradas de ti, tienes una lengua que no eriza, solo sabemos adaptarnos a la situación, es el paisaje a su conveniencia y también somos hechos a conveniencia de alguien aunque no sabremos nunca quién es. Lo ideal es que te vayas ya, que agarres la distancia y mueras en ella. Lo ideal es que nunca hayas pasado, porque nos recordarás hasta que caigas vencido. Lo ideal es que te lleves la nostalgia de los perros cuando le ordenamos que no hablen otro segundo y que ladren, que para eso lo crearon y que suelten purgas. Acábate de ir, que ella se fue por ahí, por donde te crecerá la ilusión, no te escondas de ella, ella no es peligrosa, escóndete de ti.
No necesitaba que estuvieran insultándome como si yo fuera esclavo de sus decisiones, solo me detuve para descansar y pensé que podría divertirme un poco hasta que me dijeran si la habían visto. Tenía que regresar a la distancia y enfrentar lo que viniera.
Afuera el cuerpo es fácil de distinguir y esto sucede porque tienes la cara de noble persona y se aprovechan de eso.
Me levanté y solo dije adiós para que me recordaran, para que se asustaran por si volvía. Los perros al ver que los dejaba, pusieron su cola entre sus patas y bajaron las orejas. Mientras que estuve a su lado hablaron, ahora vivirán perdidos en los pecados de ellas y en un juego sin fin.
Cuando me fui, observé, como el paisaje me seguía con su mirada. No podría decir que su mirada tenía alguna intención asesina sobre mí. El paisaje se veía asesino pero yo no creía que fuera su víctima.
Seguí caminando porque había descansado lo suficiente y oído algunas cosas que me gustaron y visto algunas cosas que también me gustaron.
Ella no estaría muy lejos, sus pasos fueron cortos cuando la aseché después de aquella noche de fiesta, huía de la noche como si llegado el amanecer pudiera estar a salvo. Esa noche no me le acerqué sino que solo la seguí hasta que se adentró en el bosque, que era su casa, así me dijo, el bosque es mi casa cuando le dije de qué huía después de la fiesta, a la noche, lo dijo como si no quisiera que le preguntara por sus miedos. Yo le dije que era un hombre de confianza adaptado a escuchar a la gente, a conocer sus miedos. Yo tenía mis miedos. Uno era de esa forma y se morirá pensando en la forma que está hecha su mente y los deseos que tiene.
Una tarde nos fuimos a pasear en un bote y anduvimos con unos conejos hasta que vieron que se no acaba los maníes y se largaron sin saber adónde iban. Los conejos, el bote y el agua; una buena tarde.
Esa mañana la esperé frente al bosque y me dije que era una mujer valiente, el bosque se escuchaba tenebroso con sus voces claras. Primero fuimos a tomar café para ver los peces volar y desde allí pensé que se escaparía pero contestó que jamás lo haría. Y ahora yo la buscaba.
Esa tarde acabó besándome las manos y escapó huyéndole a la noche. Presentí que la noche se la comía dentro de su bosque. Aunque podría también estar buscando a los conejos. ¿Los conejos sabrían de ella?
El paisaje no me perdía de vista y me mostró la plantación de maíz seco que relucía a un lado de la carretera, era mejor ver maíz que a las mujeres jugando dominó con los perros, me asqueaba pensar en ellos, tendría que olvidarlos rápido.
El maíz me insinuaba que entrara en él, era como si su cara estuviera marcada en las mazorcas. Era como si adentrándome la vería sentada, echándoles granos a los conejos.
Busqué más adentro y casi me pierdo hasta que aquel espantapájaros negro con su sombrero de cowboy me detuvo. Alzó su cabeza y me dijo que regresara a la carretera, no debía estar allí para cuando el niño llegara. No tuve miedo al espantapájaros pero si de aquella película que me hizo recordar.
Los niños le temíamos a las películas de terror. Debía darme la vuelta y seguir con mi destino. Casi lo hago, pero si yo no defendiera al niño, este espantapájaros loco se lo iba a comer como en la película. Él se dio cuenta y comenzó a sollozar. Las lágrimas mojaron el suelo haciéndole un círculo al poste donde estaba sujetado.
Él dijo que como se comería a aquel niño, jamás comía nada, solo hacia su deber de espantar a las aves y a algunos peces. Su pecado era haberse enamorado de una mujer. Sí, una mujer que no era de paja. La mujer que él deseaba vino y se detuvo en la misma posición donde yo estaba y lo besó y le puso el sombrero de cowboy. Le agarró las manos y dejó que se las pasara por su pelo. Los insectos se alojaron en el cráneo. Los insectos pasaron de sus manos de trapos y pajas a su cráneo sin importarle a ella que fueran insectos y que la picaran o defecaran en aquel amasijo de pelo.
Él contaba así, con sus ojos enloquecidos y lagrimosos, contaba porque la locura lo destrozaría. Yo quería saber de aquella mujer, tal vez era tan inteligente como la que yo buscaba. Tal vez le temía a la noche, tal vez huía del bosque.
Le pregunté por qué se había ido si se sentía tan feliz. Él contestó que ella huía de un hombre. Se escondía entre los surcos de la plantación cuando el paisaje miraba demasiado. El paisaje podía decirle al hombre que la perseguía su posición. La carretera sí que la protegía. La carretera era muy fiel a su pensamiento de huir del hombre. Me decía, sin parar, era las mismas palabras una de detrás de otra con mis manos dentro de su pelo. Cuando se calló me apretó por la cintura y me abrió el pantalón, no sabía qué era lo que intentaba hacer, la dejé que palpara, me hacía cosquillas. Tocaba tan bien que sentí que mi desdicha había terminado. Los desdichados eran la familia dueña de la plantación. La familia que me había hecho para sujetarme a un poste para espantar pájaros y peces. Luego se abrazó a mí para dejar que la noche pasara. Cuando amaneció, se fue.
Ahora lloraba por el niño y por ella. Le quise decir que yo también lloraba por una mujer, que había derrumbado la puerta y pisado el asfalto. Que había hecho ejercicios para sujetarla mejor. Que dos brazos blandos no podían detener a una mujer. Quise decirle eso y seguir diciéndole que debe tener experiencia con las mujeres. Uno no entrega su corazón así de fácil para que después lo hagan trizas. Que las mujeres escapan de noche y no de día.
El maíz comenzó a aplastarse, crujía el maíz y me decía él que tenía que marcharme. No le hice caso, si era el niño no dejaría que se lo comiera. Sus lágrimas eran improvisadas. El niño apareció con un mazo de piedras y comenzó a tirársela al espantapájaros y lo insultaba porque los pájaros y los peces se enguían los granos y el nada hacía. No estaba allí por gusto, tenía que cumplir con su deber o si no lo quemaban y no vería a la mujer.
El niño me miró por un instante y dijo que lo siguiera, mi boca se ponía chiquita y no era aconsejable tener hambre, quien tiene que recorrer la distancia. Ya no torné la vista. El niño corrió sobre el maíz aplastado y yo corrí igual. Iba a una velocidad estrepitante, podía yo caer de una fatiga. La plantación era inmensa, me parecía que se alargaba mientras corríamos. El niño con su ropa se me confundía con las hojas. Salimos al rato y caí sobre la hierba. El niño se mantuvo a mi lado y trató de levantarme. Un hombre salió de la casa y nos gritó. El niño dijo que tenía que levantarme, la comida estaba servida.
Cuando entré había sentados el hombre y una mujer. Me senté a lado del niño y comencé a comer. Ellos no dijeron nada hasta que los platos se habían quedado vacíos. La mujer fue quien inició la conversación. Me preguntó que yo hacía por esos parajes. Antes de contestarle, la puerta se cerró detrás de una muchacha que se marchaba corriendo. Nadie le prestó atención, no quisieron darle importancia. La puerta siempre tapando el hueco o abriéndose a sus antojos. Luego la atendí y me repitió su pregunta. Le respondí que andar por estas zonas me agradaba, eran hermosos los paisajes, las gentes, el cielo por supuesto. Miró al hombre y dijo que tenía toda la razón, que su esposo siempre pensaba en vender sus tierras e irse juntos a la ciudad. Nunca estuve de acuerdo. Las tierras aquí son fértiles, comemos los alimentos sin estar contaminados. Las personas no escapan, no salen por la puerta sin antes decir adiós. El hombre le dijo al niño que trajera la pecera. La mujer se calló y se levantó dirigiéndose a la cocina.
La silla frente a mí me recordó a la que me había sentado junto a las mujeres y los perros. Esa silla antes, alguien tuvo que ocuparla, alguien tuvo que usarla cada día.
El niño regresó con la pecera entre sus manos con unos pájaros nadando. El hombre puso sus ojos sobre mí y dijo que los pájaros se divertían mejor en el agua que en el aire. Agregó que su hija se cansaría de andar por ahí y que tendría que volver. Los hijos vuelven por sus padres antes que mueran. Los hijos tienen que venir al lecho de muerte a escuchar las últimas palabras, el último aliento. Mi hija no teme a nada. El hombre que la ha perseguido se agotará en la distancia.
El niño salió para adentrarse de nuevo en la plantación. El hombre con su mujer se asomó a la puerta y vieron al espantapájaros alzarse con el niño en los brazos. El hombre cogió la escopeta y le disparó. Los dos corrieron hacia una loma tratando de que el hombre pudiera acercarse con sus balas. Yo vi a los pájaros ahogarse.
Me apuré en dirección a la carretera. Todo quedó para darle la razón al hombre. Tenían que haberse ido a la ciudad.
El paisaje continuaba cerca, ahora sí estaba como si quisiera asesinarme, como si fuera su víctima o como yo fuera su asesino. Podía pensarse de esa forma, uno no debía sacar conclusiones apresuradas, creo que lo justo no era sacar conclusiones. Me sentí triste por lo que había visto desde mi partida. Me sentí también alegre. Cuando sales el cuerpo se expone. Lo pensé antes de salir pero por una mujer era lo inesperado lo que te esperaba.
El paisaje se alejó al ver como un auto se detuvo. Era una muchacha quien conducía. Entré al auto y me preguntó hacia donde me dirigía, le dije que buscaba a mi mujer. Ella dijo que buscaba a su novio. El muy tonto se había pensado que ella no lo amaba. Entonces ella tendría que perder sus días adentro para salir en busca de su novio. Exponer su cuerpo, su cuerpo perfecto no era agradable. Ella sabía que no habría vuelta atrás sin lograr su objetivo. Lo traería amarrado sobre el techo. Le enseñaría a que huir no era lo correcto, sí ella estaba toda para él. La mujeres como ella están para sus hombres. No las detienen sus pecados ni la tranquilidad de los fuegos que trajeron desde el principio. Ella dejó de hablar cuando vio que yo no la interrumpía.
Solo se escuchaba el ruido del motor, y las ruedas chocando con la carrocería y moliendo la sal. Al rato comenzó el paisaje a penetrarse en el espejo retrovisor. Le dije que era mejor vivir con la ilusión de encontrar a mi mujer que quedarse dentro. Le dije que yo no la perseguí aquella noche por algún motivo que no fuera amarla. Le dije que los conejos que estaban sentados en el asiento trasero, se parecían a los que nos acompañaron la tarde en que andábamos en el bote, al final se nos acabó el maní y nos dejaron. Ella dijo que imbécil me veía cuando estaba en silencio. Ella dijo que los hombres teníamos que vencer la distancia, los hombres no eran cualquier cosa. Y no habló más de los hombres en plural y dijo su novio. Agarró el timón con las dos manos y dijo que su novio era alguien quien le gustaba probar desmedido las comidas. Las diferentes comidas que se le regalaban. No despreciaba la variedad, sino iba cogiendo de a poco para que el placer no lo confundiera.
Volvió a callarse y soltó una mano del timón, lo dejó casi libre y me dio a entender que jamás lo encontraría. Me dio a entender que las mujeres también pierden sus hombres en la distancia.
Para que el silencio no fuera perpetuo le conté lo que había vivido desde mi salida. Lo hice porque no sabría cuando le pediría que frenara para bajarme. Ella dijo que no me preocupara por lo que había vivido, a ella le ocurrió algo parecido. El juego de dominó era hombres con perras y que los hombres nunca hablaron. El espantapájaros la vio cuando se bajó el blúmer para orinar y el niño la invitó a comer con su hermana. Ellos tres rieron viendo al dichoso espantapájaros llevarse hacia la altura a sus padres, rieron a causa de lo lindo que se veían lejos de ellos. Después me descubrió como un reflejo en la carretera, chilló sus gomas porque era imposible frenar de otra manera en una carretera infinita. Me invitó a meterme en su auto.
Estábamos los dos muy plácidos y los conejos esperando que le diéramos maníes. Los maní ya no se acababan.
El paisaje se fue alejando de nosotros como si estuviéramos lejos de su territorio y no daríamos macha atrás. El auto dejó de andar. No se molestó y tampoco yo. El auto no era imprescindible, caminar era tan plácido como estar en el auto. Cargó a los conejos y los puso al borde de la carretera. Le dio los maníes y les besó su cuero peludo. Los conejos se fueron para perderse en su mundo y no en el nuestro.
Caminamos por el medio de la carretera, caminamos por la misma línea central de la carretera, caminamos oyendo el crujir de la sal que aplastaban nuestros zapatos.
Iba delante abriendo el destino, yo tratando de que el paisaje fuera solo pasado sin huellas. Ella se detuvo y dio la vuelta para preguntarme si su novio y mi mujer querían en verdad que lo buscáramos. Le dije que no podríamos saber si antes no lo encontráramos. Siguió dando sus pasos pero más lento, volvió a dar la vuelta y me preguntó si los conejos habían aparecido por casualidad aquella tarde en que andaba con mi mujer. Le dije que no sabría, no pensaba en lo absoluto en los conejos, no eran de este mundo, bastante que habían comido maníes y montado un bote y un auto. Luego fui yo quien le tocó el hombro y le preguntó si los conejos ella los había metido dentro del auto. Dijo que no, que cuando compró el auto ya estaban allí, no los iba a botar, se veían muy lindos.
Nos sentamos y le hice la invitación para que viera a los peces bordear las esquinas altas de los edificios, tomándonos una taza de café. Ella rió y dijo que ya los había visto pero que nunca había probado el café, que sí, la taza de café debía probarla, así conversando mientras que la gente solo le interesaba ver a los peces volar y no como se estrellaban. La muerte no le interesaba a nadie, le dije. Podemos ir sin nuestras parejas, total no le gustarán nuestro diálogo. Dijo que a veces pensaba que no lo buscaba sino que se escondía de él. Recordé a las mujeres del juego de dominó y me sentí fatal.
Nos levantamos y conseguimos que la carretera se entrecruzara. Nos pusimos a pensar y no concordamos hacia donde era correcto dirigirnos. Cada cual tenía la noción de que haría su pareja en un caso como este. La puerta apareció. Se abrió sobre el mismo cruce. No iríamos a otro lugar donde la puerta se cerrara por la eternidad. Entramos. Vimos lo necesario. Después cada cual siguió al destino. Ya no tenía tantas ganas de buscarla, pero no me detendría. No era invencible. Salir había sido, como siempre, algo complicado, más de lo que uno espera.
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