épicas del sur

El peor de los guerreros – lectura





Paitanás, 19 de septiembre de 1939

La sonajera de mi reloj no logró despertar a la pareja porque ya estaban muertos. El ramo de rosas quedó desparramado sobre la cama; los sedosos pétalos rodeaban a la Inglesa tumbada, como si hubiera peleado con el ramo que había traído mi amigo. Su cara angelical parecía cubierta de polen y sus ojos de culebra apuntaban hacia algo espantoso. Sofanor estaba sentado en un rincón del cuarto. El hilillo de sangre que salía del agujero de su frente se había secado, pero los mostachos aún conservaban una sonrisa fresca.
         Yo corrí las dos calles para verlos, Benito, por eso te lo cuento. Se hizo tradición contar esta historia en el desierto de Atacama. Muchos creen que esta pareja es parte de una leyenda, pero sucedió de verdad. Todo te parecerá ajeno, extraño y nuevo, desde el nombre de Sofanor y la Inglesa, hasta las calles polvorientas en que tu madre corría rodeada de perros. Procuraron encerrarte en la burbuja de la orden                                                                                    
marcial y en gran medida lo lograron, pero veo que tu intuición ha conseguido esos recortes viejos de diarios, esas novelas policiacas que tienes debajo de la cama, supongo, te han llevado a buscar un camino. Pero no nos adelantemos. Como te estaba diciendo, aquél fue el acontecimiento de las fiestas patrias en Paitanás, del que todavía se habla entre los que visitan la pensión. La muerte de la pareja le dio publicidad al Chanchoquín. A partir de entonces esa habitación subió de precio. La Ojerosa, su dueña, empezó a tener numerosas visitas gracias a la tendencia morbosa de los capitalinos, que querían pasar la noche en el lugar del crimen.
         La música de los tambores, platillos y trompetas callejeras no había dejado oír el disparo, y todos se retiraron a dormir tarde. La Ojerosa debía de estar alerta para velar por el descanso de los paisas, pero el sueño la venció hasta que la alarma estalló sus campanillas a las cinco y media.
         La dueña y viuda del músico italiano abrió los ojos. Se levantó aplastando sus canas con una mantilla de lana. Todavía adormilada, no entendía que nadie callara ese cacharro ensordecedor. Después de sacudir la puerta a golpes, se decidió a utilizar la llave de la recepción. Apresuró el tranco por el pasillo y cruzó el umbral pensando que no había nadie en el cuarto, que Sofanor y la Inglesa habían marchado antes, dejándose olvidado ese maldito reloj. Ya no goteaba el grifo sobre el pequeño lavadero de mármol. La Ojerosa pasó por el lado del cadáver y lo cerró fuerte. Pensó que desde ahí había llenado el jarrón italiano con agua para las rosas. El estruendo de las campanillas y el grito de la dueña, atrajeron a otros pensionistas, que salieron rápido para llamar a López- Cuervo II.
         No sé cuánto llevaba temiendo aquel momento, una última gota desprendida del grifo después que vino al Arca para comprarme el reloj de campanillas. Yo los había
acompañado muchas veces en algún atraco, cuando la pareja había formado un dúo explosivo, así que eran como de mi familia. Pero la cerveza tibia con una ramita de cicuta o el revoltijo de pétalos de rosa sobre la cama no tuvieron nada que ver conmigo. Yo creo que la Inglesa le tenía prohibido hablarme. Como me había pasado un tiempo en el calabozo, ella tenía la preocupación de que yo la pudiera delatar, cosa que jamás me interesó en lo más mínimo. La Inglesa sabía desmontar los mecanismos de seguridad que tenían los barcos. Aquello se lo enseñó a Sofanor, a mí también, pero yo jamás tuve el arrojo de mi amigo. Fui el peor de los guerreros incluso antes de mi nacimiento. De chico me dijeron que era lo peor. Me lo repitieron tanto que me lo terminé creyendo. Los viejos de antes eran brutos con la crianza de sus hijos. Pero esto ahora no viene a cuento. La cosa es que de nuevo habían robado una caja de caudales en uno de esos barcos ingleses que ella conocía tan bien como el revólver brillante de Sofanor; ese que tienes sobre la mesa para que te inspire.
         Y aunque la voz me sale más rasposa que la brisa que cruza un arbusto seco y espinoso, ya me estás oyendo, Benito, deja esa historia policíaca y concéntrate en la nuestra. Sofanor, la Inglesa, la Tita, tu padre, y todos los que vivimos en otra época, te podemos dar las claves para que tú te conozcas mejor, porque eres el resultado de todos ellos. Invocarme con el viejo Webley Mark de Sofanor, es una bellísima manera de que se perpetúe el desconocimiento hacia tu familia. Ese nudo lo debes soltar redactando esto que te llama la atención. Quizás haya dos o tres instantes a lo largo de cualquier vida en que sea posible ver concluido lo que apenas ha empezado a suceder. No se trata de premonición, sino del vértigo que obliga a cerrar los ojos y permanecer quieto sobre el silencio de la última gota que cae sobre un pequeño lavadero de mármol.
         Venían arrancando de Iquique o Antofagasta, ahora no lo recuerdo bien. Se habían apoderado de las joyas y de una considerable suma de libras. No obstante, había ocurrido distinto a las veces anteriores. Digamos que las autoridades tenían cercados los caminos habituales. Por este motivo Sofanor se vio obligado a pedir consejo a la Lorenzona. Nadie conocía mejor las huellas del desierto que ella, bandolera de ganado que robaba en Argentina y cruzaba la cordillera para vender las reses en los mataderos nacionales. En algún momento la Inglesa debió ceder y seguir adelante con su empresa, pero con la mujerona como guía, y aquí yo imagino que tuvieron sus disputas. La Inglesa sufría de celos de cualquiera; conforme iba aumentando este sentimiento, crecieron también las ganas de matarlo. Para que lo entiendas, mi querido Benito, la relación de Sofanor y la Inglesa era bastante peculiar. La Inglesa tenía unas piernas tan largas como su pelo, que siempre lucía cepillado. Sus grandes ojos verdes parecían captarlo todo al primer golpe de vista, y aquella piel blanca, no voy a negarlo, era la causa de que los rotos anduvieran pisando su sombra, inventándole piropos al oído y absorbiendo la estela de perfume que dejaba al pasar. Para que lo apuntes en el cuaderno en el que recoges ideas, Benito, los rotos con ojotas eran campesinos del sur que la fama del salitre había arrastrado hasta el desierto para tentar a la suerte. Las vidas eran tan cortas que resultaba imposible hacerse cargo de lo que arrastraban algunas decisiones.
         Al parecer, Sofanor mantuvo firme el viejo Webley Mark entre los dedos; su frente tenía el agujero limpio del balazo y sus gigantescos bigotes congelaron la sonrisa. Resultaba imposible que se hubiera disparado a sí mismo. Antes de morir, las manos de la Inglesa agarraron con fuerza el ramo. Dijeron que había forcejeado con una tercera persona; que la estranguló con algo, hasta que su cuerpo cayó sobre la cama y
quedó cubierto por el revoltijo de pétalos de rosas rojas. Así quedó la escena del crimen y sus circunstancias no se aclararon porque el asesino era un profesional. Si hay algo que te puedo asegurar es que murieron satisfechos de que todo ocurriera de esa manera. Aunque te parezca un disparate sin lógica, es tal como te lo cuento, Benito. Siempre notaba que querían decirme algo, quizá solo querían decirme que se daban cuenta de que yo me había dado cuenta. Si bien pasaban más rato discutiendo que amándose, eran pareja desde hacía años. La Inglesa había trabajado durante largas temporadas en los barcos y por eso planificaba los atracos y lo manejaba a Sofanor con el contoneo de sus caderas. Pero luego le pedía que recapacitara, se cansaba de sus borracheras, y cuando se le figuraba que el pelo largo se le estaba marchitando lo dejaba por uno de su país; después pasaba el tiempo y aparecía buscándole en el Arca, y se lo llevaba hasta su cama, donde se reconciliaban. En uno de esos reencuentros, engendraron a la Tita.
         A López-Cuervo II le vi venir dos o tres pasos, pero estaba preocupado por estudiar la escena del crimen. Detrás suyo iba la Ojerosa que lo acompañaba para rellenar un formulario. Un informe básico de los últimos movimientos de la pareja. Luego a punto de rozarme, y con el dolor en algún punto concreto, casi acusándome por ocupar un sitio que no me correspondía en aquella pensión, un fuera de aquí por chismoso, o tal vez con la sospecha de lo que había ocurrido con su padre en Valparaíso, muerto por una bala del mismo Webley Mark que tenía Sofanor en la mano. Su mirada era de todo, menos amistosa. Yo tenía cuatro años fuera de la cárcel, y López-Cuervo II pensó que un socio o un rival podía haberlos matado para robarles la maleta bajo la cama. Ese sospechoso, según él, tenía que ser yo, no había otro que cuadrara con el perfil. Pero me presenté muy pronto por la
mañana en el Chanchoquín solo para comprobar que era mi amigo el muerto. La Ojerosa dijo que salté por la ventana y así quiso enredarme en el asunto. Me acusó diciendo que me había visto cerca de su pensión. Era lógico, le refuté, todos los que entraban por la calle Serrano pasaban primero por nuestro local, y a las dos calles siguientes estaba el Chanchoquín. La Ojerosa, amiga de la infancia de mi mujer, tenía envidia del Arca de Noé, porque a nuestro buque venía más gente que a su pensión.
         La Ojerosa era una viuda con mucho dinero, pero maltratada por el músico italiano con el que se había casado. La pobre era una especie de vaca petrificada por la artritis que se pintaba la cara hasta convertirla en caricatura. Tenía un sillón de paja detrás de la ventana de su pensión y su deporte favorito era husmear al vecindario. Con tu abuela se conocían desde pequeñas, por eso sabíamos que era metódica hasta la obsesión. Se quedaba hasta bien entrada la noche secando cucharas y platos para hacerlos relucir.
         Tanto a ella como a mí, López-Cuervo II y sus agentes nos interrogaron varias veces por separado. La Ojerosa, secándose unas lagrimillas con la punta del pañuelo, destacaba que Sofanor y la Inglesa habían llegado a su pensión de lo más tranquilos sobre las seis de la tarde del día anterior. Decía que a Sofanor se le veía feliz. Quizás la Inglesa le contó que desde la última vez que se vieron había parido una bella criatura; o tal vez prefirió guardar el secreto para no complicar más las cosas. Yo creo que nunca se lo dijo, aunque no podremos saberlo. Mi amigo le dijo que se quedarían tres días, que estaban recién casados y que después cruzarían la cordillera para pasar la luna de miel en el Atlántico. A la Ojerosa le entusiasmó el atuendo de mi amigo y su novia, y por alojar a una pareja tan elegante en el Chanchoquín. Por eso cuando vio cargado a Sofanor con un ramo de rosas y una caja de
cerveza de la más cara, la viuda se apresuró a buscar su jarrón favorito. Dos días después López-Cuervo II le informaba de la peligrosidad de esos dos delincuentes, y la Ojerosa lloraba por su reliquia hecha pedazos al costado de la cama.
         Por supuesto que fue una época salvaje, aquélla, en la que el bien no tenía razón de ser y la más descarada de las aberraciones se convertía en pan cotidiano, eso no te lo voy a negar, pero Sofanor y su sonrisa de bigotes cuadrados estaban lejos de la estampa de asesino que le achacaron los periódicos.
         Yo llevaba meses sin verlo, no sabía que había vuelto con la Inglesa. Mucho menos que le estaban metiendo mano a los clippers atracados en Iquique. Dos días antes de su muerte, cuando aún no llegaban las chiquillas al Arca, Sofanor apareció con una camisa impecable y el cuello rodeado de un fino pañuelo. Sobre la cabeza un sombrero de cowboy.
         —Ahora sí que pareces un vaquero agringado —recuerdo que le dije.
         Apenas necesité decirle esto para saber que su mirada ya no coincidía con la mía. Le puse un taburete detrás de la barra y le serví una botella de cerveza.
         —¿Qué te pasa, huevoncio? ¿Te comió la lengua el mandamás? —le pregunté, porque entró más callado que una momia.
         Sofanor se empinó la botella, se la tomó casi toda de un sorbo y me preguntó si aún tenía el reloj-despertador.
         —Claro que lo tengo —le informé—. La Trinidad me lo guarda bajo siete llaves.
         —¡Qué bien! —exclamó, sacando su típica sonrisa de dientes blancos.
         —¿Y para qué quieres mi reloj si tienes uno de oro en el bolsillo? —le insistí—. ¿A quién se lo afanaste?
         Mi amigo sonrió alegremente, pasándose una mano por el bigote con deleite.
         —Estamos de camino a la capital. Por eso tengo que levantarme temprano y necesito unas campanillas que me despierten.
         —¿Y por qué no le pides a la Ojerosa que te despierte?
         Levantó los ojos a las ampolletas de colores que había de guirnaldas.
         —Veo que te está yendo bien, Samu...
         Y dejó que la frase se arrastrara, sin intentar o sin querer completarla. Yo no supe qué decirle. Traté de hablarle con la complicidad de antaño, pero como te digo, Benito, su mirada ya no era la misma. Digamos la avaricia se había apoderado de su persona. Él sabía que ese reloj era todo cuanto me había quedado de Petronila. Entonces se quitó el sombrero, el pelo ensortijado de la frente, miró a ambos lados, atusándose el mostacho, y puso unos cuantos billetes sobre la barra. La oferta fue tentadora, no le costó convencerme. Quise preguntarle en qué movidas andaba, pero era absurdo viendo cómo enseñaba las libras. Entonces le expliqué con detenimiento el mecanismo de la cuerda, la colocación de las ruedas dentadas que hacían girar las manecillas, y la fina aguja que se arrastraba del todo y que activaba el timbre despertador. Pensé que lo quería para regalárselo a la Inglesa, y después descubrí que me había equivocado. Para ellos era importante tener un despertador que les sacudiera el cansancio y el sueño para continuar cuanto antes con su viaje al infierno. Luego el jetón me puso una victrola sobre la barra y quiso darme un abrazo que rehusé. No me di cuenta que venía con ella cuando entró por la puerta.
         —Esta victrola es para tu local, Samu, ¡así que ponle un disco y a bailar!
         Fue lo último que me dijo antes de largarse. No tenía la menor idea de que sería la última vez que lo vería con vida. ¡Qué sabía yo del nuevo método que utilizaron para abrir la
caja de caudales! Eso fue lo que le expuse a López-Cuervo II, que insistía en que había alguien de su pasado que quería verlos muertos y que ese sospechoso tenía que ser yo. Durante los dos años de encierro, el dinero dentro de un frasco me había esperado paciente entre las rocas alejadas de las olas, claro está. Recapacité bastante cuando me visitaba tu abuela Flor. Por eso cuando salí, dejé el carretón del marisco, y enseguida lo invertí todo en el Arca de Noé, un negocio rentable para matar la soledad en el desierto. Como te digo Flor me esperó. Ella trabajaba de mesera en una cantina; se marchó de allí para venirse conmigo y ambos hicimos crecer el negocio. Tu abuela Flor era tan tierna que daba gusto quererla. Tenía afición a recoger perros vagabundos. Recuerdo el día en que apareció con un cachorro en los brazos. Después otro. Y otro más. Las ganancias del Arca para alimentar a los perros que mi mujer recogía era un asunto que me fastidió bastante al comienzo. ¡Tanto guacho hambriento pidiendo trabajo en las calicheras que cierran cada día! ¡Tanto engendrar y parir para después tirarlos a la calle!, reclamaba mi Flor, apesadumbrada al saber que ella no podía tener hijos.
         Durante el día el Arca de Noé funcionaba como cantina, y a última hora venían las chiquillas a demostrar su talento nocturno. Yo era el encargado de abrir por las tardes. Detrás de la barra, disfrutaba viendo llegar a los rotos del sur, perplejos al contemplar el desierto y sentir el fuego del sol en el pellejo. Cada día arribaban los rotos con ojotas engañados desde el sur. Todas las promesas se les desvanecían cuando agarraban el pico y la pala. Los pocos ahorros que traían se los gastaban en la cantina. La sed era tremenda y ellos no estaban acostumbrados a este sol sulfuroso que quema, agrieta y despelleja la piel. Los soldados que también venían para mantener el orden y custodiar el pueblo, tampoco aguantaban mucho y apenas tenían la oportunidad desertaban. Los
acuchillados que amanecían en las calles después de las fiestas patrias o la cuadrilla de jotes que bajaban para picotear un trozo de carne y levantar nuevamente el vuelo, eran un espectáculo demasiado grotesco para jóvenes recién salidos del servicio militar obligatorio. Pero ahí estaba el cura Alzamora para bendecir algunos atropellos y reclamar al alcalde por el nombre de nuestro putiferio. Yo siempre alegaba lo mismo.
         —Qué quiere que le haga, señor. En casa manda la patrona, y ella vive enamorada de sus animales. Supiera usté cómo me tiene la casa. Por eso lo del nombre, el Arca de Noé. Además es un tributo a su amiguita Trinidad, una de las más solicitadas.
         Al cura se le encendía la cara de indignación al recordarle a la Trini, la chica que le hacía el favor algunas noches. A mí me daba igual el asedio de Alzamora.














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