épicas del sur

Cuento El hueco de Alberto Guerra Naranjo

En esta estrada nuestro amigo y escriba Alberto Guerra Naranjo nos regala de su autoría el cuento El hueco, disfrútenlo.

El Hueco.

Autor: Alberto Guerra Naranjo

Justo en la frontera donde termina la luz, el guardia detuvo al prisionero. Cumplía una orden. Solo era un guardia que cumplía una orden. Eso pareció decir con su mano sobre el hombro, antes de empujarlo al hueco. El prisionero, que ya había perdido la noción del tiempo en el interrogatorio, supo que había caído en el mundo de las sombras con el empujón. Pero lo comprendió mejor cuando el guardia cerró la puerta. Absoluta oscuridad. Absoluta soledad. Así era el mundo ahora.

El guardia, en cambio, secó el sudor del cuello con un trapo y entregó las llaves a otro guardia. Ya estaba viejo para estos trajines, se dijo. En el camino a casa, como siempre, intentó borrar la imagen del prisionero; silbó una antigua canción de infancia, contempló palmas en lo alto de las lomas, pájaros volando alrededor, ciertos riachuelos. Ya estaba viejo y cansado, repitió, mientras amarraba el caballo. Entonces le llegó el olor a comida y sintió hambre. Necesitaba olvidar insultos, quemaduras, bofetones, pinchazos, con una buena comida. Huele bien, se dijo y fue a lavarse en el barril. Descamisado, inclinado, como mismo había visto que sostenían al prisionero, se echó agua en el torso, mucha agua en el torso, y se detuvo. Con las manos apoyadas en el borde del barril contempló a sus indias preparando cazabe, miró al perro que lamía sus botas, miró las palmas, las lomas, pero no pudo borrar al prisionero. Recordó sus gritos de espanto y caminó a la casa chorreando mucha agua.

La mujer, como siempre, lo esperaba en la mesa. Había fabada, pan duro y negro, carne de puerco, papaya en dulce. La mujer, sudorosa, gorda, diferente a las indias de afuera, contemplaba a su marido comer como una bestia.

     ¿Y cómo andan las cosas?

     Andan

  Dicen que un tal guamá quema encomiendas, mata inocentes, arrasa con lo que encuentra…

     ¿Quién lo dice?

     Todos.

     No andes creyendo en nadie, mujer.

     Pero eso es lo que dicen que pasa.

     Aquí no pasa nada, cojones.

En la madrugada la cama dejó de hacer ruidos por causa de otro ruido. Venía de la ventana. Alguien estaba en la ventana. El cuerpo del guardia salió de encima del cuerpo de su mujer para estirar un brazo, tomar la espada, levantarse y enfrentarlo. Pero no era ruido de indio ni de cristiano, era un pájaro.

Al día siguiente, soñoliento, el guardia recibió la llave del hueco de manos de otro guardia. Aquel extraño pájaro posado en la ventana no le había permitido dormir. Pasó la noche recordando sus ojos, la extraña manera en que aleteaba, la altura que tomó para esquivarlo. El prisionero, en cambio, desconocía las horas. Vivía en el mundo de la oscuridad. Esa causa lo hizo gritar, herido por la luz, cuando el guardia abrió la hendija de la puerta. Le había traído un plato de bazofia. El prisionero soltó un grito y una frase algo rara. Loco, estás loco, dijo el guardia y cerró. El prisionero, desesperado, tanteó en la oscuridad. Llevaba tiempo sin comer. Acercó el plato a su nariz, sintió un asco inmenso, pero se contuvo. Respiró fuerte, debía respirar fuerte. Luego cerró los ojos y devoró la bazofia como si fuera manjar, fabada en mesa, carne de puerco, papaya en dulce, comida recién hecha por una mujer gorda.

El guardia, agotado por la noche anterior, entregó las llaves a otro guardia y salió a la calle. Un chevrolet 56 estuvo a punto de golpearlo, pero subió a la acera mientras le gritaban comemierda. Tenía sueño. Además, estaba entretenido con la frase que había dicho el prisionero. Disgustado, quedó mirando al chevrolet que se alejaba. Le habían gritado comemierda porque iba vestido de civil. Con uniforme era otra cosa, se dijo frente a una vidriera. No le quedaba mal el traje, la corbata nueva, los zapatos de dos tonos, siempre y cuando no le gritaran comemierda. Compraría una botella de cidra y correría a casa de la mulata para borrar el grito; también lo que había dicho el prisionero. Por la cidra no pagó un centavo; el dueño de la bodega cercana a la estación era un buen tipo, nunca fallaba. Pero la máquina de alquiler sí tenía que pagarla. Él no era Ventura, no era Carratalá, solo un simple guardia. Así pensó mientras miraba anuncios, vidrieras, cines, vendedores de lotería, caminantes, desde la ventanilla.

La mulata lo contempló comer como una bestia. Había potaje de frijoles negros, arroz blanco, plátanos fritos, bistec de puerco, papaya en dulce.

     ¿Y cómo andan las cosas?

     Andan

     Dicen que los alzados están tomando pueblos, que a esto le queda poco…

     ¿Quién lo dice?

     Todos.

     No andes creyendo en nadie, mujer.

     Pero eso es lo que dicen que pasa.

     Aquí no pasa nada, cojones

El guardia dejó de comer por el insulto y caminó a la ventana. Sacó un tabaco y lo prendió despacio, muy despacio. Afuera todo estaba en orden, tranquilo, no pasaba nada. No podía pasar nada, se dijo. Pero de repente recordó al prisionero, lo que había dicho el prisionero. Loco de mierda, pensó, mira que decir que era un pájaro. Más libre que yo porque era un pájaro.

Al día siguiente, malhumorado aún, el guardia salió a la calle. Tan mal se sintió en la cama que poco le importó tener el cuerpo de la mulata. Caliente y desnudo el cuerpo. Llevaba días sin dormir. El país andaba patas arriba, se dijo. Había que tener cuidado. La ciudad era un hervidero. Puro grito de vendedores, putas, ladronzuelos, conspiraciones, laborantes. Mezcla de peste y de buen olor en las esquinas; de señoritos bien vestidos y de harapientos; de blancos pobres y de blancos ricos; de mulatos pretenciosos y de negros arrogantes. Había que tener cuidado. Sobre todo con los coches. Y con los charcos pestilentes. Y con las palanganas de agua sucia que lanzan sin avisar desde las puertas. Y con los lecheros que descuidan sus vacas. Y con los negros que se desquitan metiendo el coche y sus caballos en los charcos, salpicando, embarrando de agua sucia. Joden la vida y no los puedes tocar. Los dueños oyen la protesta del caminante, sacan la cabeza, y ya está. Como si estuvieran de acuerdo con el negro.

El guardia recibió las llaves de otro guardia y se sentó despacio. Ya estaba viejo y cansado para estos trajines, se dijo. Iba siendo hora del retiro. Quedó dormido pensando que ya no era guardia, pero despertó para darle la ración de bazofia al prisionero. Insurrecto de mierda, pensó. Mal nacido. La madre patria es sagrada. El guardia revolvió en el caldero y tapó su nariz. No era comida de cristianos lo que revolvía. Era bazofia, comida de prisioneros. La de cristiano pudiera ser un plato de garbanzos servido por una mujer, aunque fuera mulata, aunque fuera gorda. Ella lo estaría mirando comer como una bestia, después de llegar de su oficio de guardia, y habría queso de cabra en la mesa, pan blanco, vino de uvas y amor, mucho amor. Pero el guardia no tenía mujer, solo sueños y un viejo cansancio. Abrió la hendija del hueco donde estaba el prisionero y, como de costumbre, puso el plato. Disfrutaba ver las manos del prisionero tanteando ese plato, intuir el nerviosismo con que llevaba la bazofia a su boca. Lo disfrutaba. Sin embargo, contrario a la costumbre, el plato quedó allí.

     Parece que hoy no tienes hambre.

El guardia inclinó el cuerpo tratando de mirar por la hendija. Absoluta oscuridad. Pasó minutos mirando por la hendija. Fue en vano. ¿Acaso habría muerto? Si estaba muerto no era su problema. Él no quería problemas. Ese murió en el turno anterior, no en el mío, se dijo. El guardia sonó el silbato y pronto hubo otros guardias frente al hueco.

Abran de una vez, dijo el jefe y abrieron. Los faroles alumbraron, pero no había prisionero. El guardia miró a los otros con asombro. No lo podía creer. Estos querían complicarlo. Os advierto que no soy cómplice, gritó, pero un ruido extraño lo detuvo. Era un pájaro, el fuerte aleteo de un pájaro, que ganaba la altura deseada, sin esforzarse demasiado.


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