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el cuento Lincon la voz, de Alberto Guerra Naranjo

El cuento Lincon la voz, de Alberto Guerra Naranjo

En El Café Naranjo publicamos el cuento Lincon la voz, de Alberto Guerra Naranjo.

Lincon la voz

        A las diez de la mañana del catorce de octubre pasado, después de treinta años sin ningún tipo de relación, tropezó frente al Banco de Línea y Paseo, el pianista Cuqui Sierra, director de una famosa orquesta de música popular, con otro anciano, Lincon la Voz, quien trató de apartarse ofreciendo disculpas, aunque no fuera culpable, pues su jabita de nylon, con cuatro guayabas maduras, le había manchado el pantalón.

             Discúlpame, hermano.

             Cuqui Sierra no llegó a mirar el rostro de Lincon la Voz; dijo, No hay de qué, mi socio, sin apenas contrariarse. Luego, hizo un gesto con los hombros como si explicara que quien se había interpuesto en el camino era él, quien estaba apuradísimo era él, y a quien esperaban en un carro mal parqueado era a él. Cuqui Sierra sacudió tres semillas de guayaba de su pantalón de marca, caminó con pasos de niño hacia el cajero automático y solo pareció desearse éxito en la extracción de billetes que haría con la tarjeta magnética que sacó de su cartera. Nada más.

            Lincon la Voz, en cambio, quedó impactado con el encontronazo. Su rostro adquirió una palidez semejante a cuando le subía la presión arterial en plena calle y recostado al muro de turno colocaba la pastilla de turno bajo la lengua, con los ojos en blanco y la mano en el bolsillo del resguardo, resignado a los caprichos de Oshún. Pero esa palidez era distinta, se dijo, al descubrirla en el reflejo de la furgoneta TRANSVAL, recién aparecida, de donde bajaron tres uniformados corpulentos, dos de ellos con escopetas nerviosas, que conminaron al público a apartarse, mientras el tercero corría al banco como si se tratara de alguna mala película donde estaban a punto de asaltarlos y hubo adrenalina en el entorno, miedo acabado de traer en furgoneta, hasta que regresó el recogedor de billetes más asustado que antes, montaron y se fueron veloces dejando pánico colectivo, temblores en la mano con tarjeta magnética de Cuqui Sierra y más palidez en el rostro arrugado de Lincon la Voz.

       Distinta, se dijo, era una palidez distinta. Parecida a cuando su glicemia bajaba de repente y cubierto de sudoraciones, con nata en la lengua, con resequedad, se sentía el ser más infeliz de la calle en que estuviera, sin otro remedio que apelar al caramelo de urgencia, al buchito de agua, a la respiración pausada, a los ojos en blanco, a la mano en el bolsillo del resguardo.

       Pero no. Esa extraña palidez que tenía no era por causa de la furgoneta, ni por los tipos fuertes y asustados de todas las mañanas, ni por sus escopetas nerviosas, ni por la corredera que armaban, ni por la presión arterial, ni por las sorpresivas descompensaciones de su azúcar, sino por ese inesperado encontronazo. ¿Quién iba a imaginar que hoy, catorce de octubre, después de tantos años, tropezaría nada menos que con Cuqui Sierra?

     Por suerte, apurado como estaba por entrarle al cajero, Cuqui Sierra no se había dado cuenta de que el viejo de la dichosa jabita de nylon era él. O tal vez hubiera fingido lo contrario para despistarlo ¿Acaso supo Cuqui Sierra que era Lincon la Voz ese viejito pálido y lo había disimulado con un No hay de qué, mi socio?, ¿qué ganaba Cuqui Sierra con detenerse, desde su altura de hombre que corre al cajero automático, a mirarlo en baja con cuatro guayabas en jabita de nylon y saludarlo con afecto artificial, como para pasarle una cuenta en la escena obligatoria que hoy le imponían los orishas?

      Cuqui Sierra, tal como lo exigían sus circunstancias, andaba detrás de unas gafas oscuras de las que se usaban ahora, con un pelo y unos bigotes negrísimos, tan teñidos como su realidad, aretes chillones en las dos orejas, barriga prominente y exitosa, dos o tres grandes anillos en las manos, papada de carnívoro inquieto, casquillo de oro intenso en varios dientes, prestancia de quien apela al formol y al maquillaje, en lucha sin tregua contra el paso del tiempo, frente a un cajero automático.

     Lincon la Voz, en cambio, con tantas arrugas como baches tenía la acera que pisaba, estuvo obligado a recostar su cuerpo pálido al murito, eructar discreto el huevo hervido del desayuno, chupar un caramelo por si acaso, poner la pastilla debajo de la lengua por si acaso y soltar un largo pedo cálido con sumo cuidado, porque nunca se sabe.

     Con discreción, buscó el sitio de donde había salido Cuqui Sierra y, para su sorpresa, descubrió un lujoso carro detenido en la calle. Descubrió, además, a una despampanante veinteañera, también con gafas oscuras, que desde su asiento en el carro contemplaba al famoso pianista atareado en el cajero automático y, de paso, lo advertía a él, al viejo Lincon la Voz, pero como pura interferencia. Entonces, con remordimiento inesperado, con envidia de tipo en baja, miró a Cuqui Sierra de espaldas, miró a la joven contemplativa en el carro, movió la cabeza a ambos lados, hizo la mueca más amarga del mundo, e intentó reír junto a su jaba de nylon. Del carajo la vida, caballero, se dijo, inmerso en un inesperado ataque de risa, como si fuera un nuevo loco en la ciudad, pero de repente un nudo en la garganta le advirtió que ese catorce de octubre, a las diez de la mañana, si había tropezado con Cuqui Sierra, las cosas no estaban para risa, qué carajo.

     En todo caso era preferible apartarse, sacar lentamente la mano del resguardo, permitir que la joven continuara mirando hacia el cajero automático, hacia su Cuqui Sierra, hacia el temblor de la mano con tarjeta magnética, dar unos pasos como quien no quiere las cosas y quedar un rato así, contemplativo, como si estuviera en la entrada de un surco de caña y no frente a un banco.

      El viejo Lincon la voz, con jabita de nylon en mano, pudo imaginar, inclinado y con mocha, al joven negro que fue Lincon la voz, allá por los años setenta, y de inmediato, como lluvia en charco de acera, se le aguaron los ojos.

      Nadie con potencia como la suya, maestro; qué Frank Sinatra, Aretha Franklin, ni Barry Manilow; Lincon la Voz, ¿me entendieron?, el mejor de los mejores, la música en persona en un surco, caballo, así gritaba Bustamante, después que Lincon concluía A mi manera, entre las cañas, y hasta los gorriones quedaban petrificados por tanto vibrato.

      Así, con solemnidad de amigos de una estrella en ciernes, repitieron todos en el campamento, la noche del catorce de octubre en que apareció Cuqui Sierra con su grupo, quien quiso comprobar si era cierto lo que decían aquellos locos embarrados de caña y prestó el micrófono al tal Lincon, un negro flaco que subió al estrado como si siempre hubiera sido un grande al que ya le llegaba la ocasión de demostrarse.

      Lincon se hizo sentir con una suavidad que incitaba a borrar de un manotazo el campamento, pero no, esa noche había mucha gente, invitados de otras partes, muchachitas, incluso, y no fue fácil que la voz se impusiera como en un campo de caña; además, era su primera experiencia con micrófono, así que el campamento fue borrado poco a poco; primero, desaparecieron maletines, mochilas y maletas con jarros, cucharas, calzoncillos, cartas, retratos, toallas, direcciones; luego, tocó el turno a las incómodas literas, a las botas de trabajo, a las medias manchadas y con peste, a los sucios pantalones verdeolivo y a las camisas y pulóveres sudados, a las bandejas mal fregadas y grasientas, a la cuota ordinaria de ratas, guasasas, cucarachas, moscas y mosquitos, a las planillas de oficina repletas de cronogramas y de informes, al mal sabor del agua de turbina, al listado de la emulación por brigadas, al mural con indicaciones estrictas y con fango, a los sacos de arroz y a los de chícharos, a las latas de pescado y a las de carne rusa, a los teques mañaneros del teniente y a las muelas bizcas de sus sargentos incultos, al reglamento y a las mochas, a los campos de cañas y a las cantimploras; y por último, sin mucho esfuerzo, se borraron de golpe las infernales letrinas, con sus pestes de años.

      Cuqui Sierra, desde la vieja pianola, escuchó una voz con un vibrato impecable, capaz de colocarlo en otra dimensión, quizás junto a un astro lejano, o en un avión de cubana por primera vez; aquello era arte, simple beneficio de Dios posado en los pulmones de un negro flaco, con poderes trascendentes, y lo supo enseguida, al punto de no creer lo que estaba escuchando, con la potencia y la magia que lo estaba escuchando; quedó como otro gorrión en campo de caña al escuchar María, e imaginó detrás de su pianola, con la boca semi abierta, que aquella multitud emocionada, incluidas las muchachas de los otros campamentos, sobre todo la rubia alta que daba salticos eufóricos, era un grupo inmenso de gorriones, hechizados, extasiados, afiebrados, por la extraordinaria voz de ese Lincon.

      Cuqui Sierra, a punto de colgar los guantes con la música, había venido al chequeo de emulación de Unidades Militares a ver si escapaba; al grupo le faltaba filin, el público no los asumía ni en los cabaret de medio palo, no tenían swing; además, estaba loco por soplar al cantante, por creído, por indisciplinado, porque en asuntos de música, como en cualquier asunto, mi socio, había que ser hombre, tener principios, vaya, y como no habían encontrado a nadie cargaban con él, pero chico, tú tienes una voz tremenda, cantas como los ángeles, así que ya sabes, cuando termines aquí, búscame en esta dirección.

     Fue leal para los enemigos y para los amigos traidor, era el filme soviético que anunciaba el Payret la tarde en que Lincon bajó de un tren con papelito en mano, dispuesto a comerse La Habana con su voz; repitió Nikita Mijalkov varias veces, para aprenderse el nombre del director, sin soltar la caja de cartón, repleta de plátanos manzanos, que brindaría a Cuqui Sierra y a los muchachos del grupo cuando los encontrara.

     Primero debía rastrear con cautela la dirección del papelito, evitar jodedores que pudieran timarlo, y mientras preguntó a los viejos, una ciudad bulliciosa, ruidosa, escandalosa, diferente a la calma habitual de su pueblo, lo perturbó como nunca, al punto de provocarle un cosquilleo nervioso en la boca del estómago.  Oh, La Habana, se dijo  contemplativo, dispuesto a conquistarla, y con caja de plátanos en mano, se enamoró para siempre de unas calles con más Fiat, Volgas y Moscovich que Cadillac y Chevrolet; con mucha gente colgada en los estribos de las guaguas, hombres en camisas de mangas cortas iguales y quillas en los pantalones campanas iguales; mujeres en beividores iguales y peinados iguales; tipos especulando en las esquinas con radios soviéticos enormes; ómnibus de transporte escolar vacíos sin detenerse en las paradas repletas; gente cargando agua en tanques sobre ruidosas chivichanas; guaposos de caminar ladeado, pañuelo en mano y brillosas botas de trabajo, rebajadas en las suelas para que parecieran zapatos de vestir; pipas con mangueras apostadas en las esquinas de las calles; balcones con gotas que desgraciaban hombros; gente sudorosa aglomerada en las paradas; negros y negras con llamativos peinados estilo afro, a lo Ángela Davis y peineta en los bolsillos; carros con música vendiendo helados, gente corriéndoles detrás; jóvenes con  uniformes del Destacamento Pedagógico, del servicio militar, de becados en las escuelas en el campo, de maestros primarios, de estudiantes en escuelas politécnicas; rastras enormes, repletas de hormigón prefabricado, con diseño soviético, para construir apartamentos de microbrigada; algunos afortunados con ropas traídas en secreto por marinos mercantes: Manhattan apretadísimas de colores chillones, pitusas marca Loise, Jordache o Levi Strauss, doblados en los tobillos; mataperros con gorras de Industriales jugando al cuatro esquinas; estantes repletos de cancioneros con letras de la década prodigiosa; muchachitas uniformadas y con libros locas por perder la virginidad; albañiles, electricistas y plomeros improvisados, con cascos blancos en los camiones; vidrieras de cristales intactos con pantalones chinos de colores pálidos y tiros imposibles de ajustar, maniquíes con ropa soviética chillona: camisas de nylon, pantalones de láster, abrigos de corduroi; barberos detrás de sus asientos ofertando pelados con motas sobre orejas; choferes de manejar ladeado, camisas de guinga, pañuelo en cuello y motas sobre orejas; colas enormes por todas partes; consignas patrióticas por todas partes, máquinas de frozzen, gente con barquillos chorreantes por todas partes, policías con apretadas camisas de mangas largas muriendo de calor en las esquinas, cafeterías vendiendo fritas a diez centavos, pan con mostaza a diez centavos, pan con croquetas a diez centavos, pan con pasta a diez centavos, pan con tortilla a diez centavos.

          Al fin La Habana, carajo.

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         El viejo Lincon, recostado al murito, se echó a reír cuando recordó al joven Lincon, nervioso, soltando la caja de cartón para abrazar a Cuqui Sierra y a cada músico que abandonó el ensayo, al verlo flaco, como un aparecido, en aquel cuartucho detrás del Payret. Eufóricos, no podían creer que hubiera venido tan rápido; entonces lo rodearon, destaparon una botella de aguardiente de siete pesos, echaron la ración de los santos en una esquina, brindaron por la limpieza indiscutible de su voz, por los tiempos fundadores, por el viraje que tendrían en lo adelante, por el cambio inmediato, por el punto de giro, hasta que el propio Cuqui ordenó silencio, caballero, dejen que Lincon hable, y escucharon su relato de viaje en un tren de mala muerte, la despedida de sus amigos reclutas, la fiesta que le hicieron en la unidad, la impresión de su primera vez en La Habana, la cantidad de cosas que había visto en una misma calle, y la cantidad de jevas buenas, también, qué carajo. El viejo Lincon los recordó muertos de risa metiéndoles mano a los plátanos, se recordó cantando por segunda vez detrás de un micrófono, y volvieron a salírsele las lágrimas. 

        Qué tiempos aquellos, Lincon la voz.

       Ensayaban hasta la madrugada por amor al arte; olvidaban los almuerzos y las comidas por pasar horas montando un buen repertorio; vendían cualquier cosa útil para mejorar los gastados instrumentos; llenaban el piso de colillas de cigarros; discutían apasionadas estrategias musicales a punto de caerse a golpes; estudiaban armonía con algunos profesores y canto con Luis Carbonell; consumían cantidades enormes de café; tomaban botellas de aguardiente de siete pesos, compradas en la bodega del barrio o fiadas por el propio bodeguero; resolvían picadura en tiempos de escasez y con una cajita de madera liaban cigarros Tupamaros; tomaban guafarina y alcohol de noventa; reían, gritaban, maldecían y soñaban, sin perder las esperanzas; templaban vecinas gordas y vecinas flacas, vecinas casadas y vecinas bellas, atraídas por el nuevo estilo del grupo, por su cambio rotundo y por el swing del nuevo cantante, un tal Lincon la Voz.

       Pero las condiciones no mejoraban a pesar del viraje estético del grupo y Lincon estuvo durmiendo por años en el piso del cuartucho, repleto de ratones, donde ensayaban; templaba sobresaltado en cualquier cama de admiradora que advertía, Rápido, mi amor, hoy no puedes quedarte; mal dormía en los butacones de la empresa eléctrica donde trabajaba o en maltrechas posadas de cinco pesos por tres horas, con agujeros pendientes de su intimidad; templaba sobre mesas de oficinas con secretarias patiabiertas de placer por su voz; recorría con Cuqui Sierra y el grupo decenas de cabaret de mala muerte o se dejaba llevar hacia pueblos extraviados en los mapas (Mango Dulce, Limonar, Ranchuelo, Calimete, Taguasco, Mayarí), hundidos entre alcoholes y sueños que nunca llegaban.

      Nadie con potencia como la suya, maestro; qué Frank Sinatra, Aretha Franklin, ni Barry Manilow; Lincon la Voz, ¿me entendieron?, el mejor de los mejores, la música en persona, caballo, así gritó Bustamante, el socio de los surcos de caña, su yunta en el servicio militar, ahora mucho más gordo, qué cosas tenía la vida, carajo, desde una mesa de cabaret, las vueltas que daba, acompañado por su prima, la rubia de los salticos eufóricos en el campamento, ¿te acuerdas de Olga Lidia, caballo?, y de repente, después de ese grito, de los fuertes abrazos, de tanto llantén y de tantos tragos, las cosas cambiaron.

         Ah, qué tiempos aquellos, Lincon la voz.

      Bustamante habló con su prima Olga Lidia, Olga Lidia habló con su padre, Octavio Lara, pincho en Cultura, y Octavio Lara, complaciendo a su hija, habló con su amigo de infancia, Rosillo, el famoso promotor de Progreso, quien después de comprobar la calidad de esa voz en los ensayos, susurró a los miles de oyentes de Alegrías de sobremesa, que pocos en el patio y en el mundo entero, fíjense bien, sostenían un registro tan alto, tan limpio y tan sólido como el de Lincon la Voz, un elegido que cantaba como los ángeles, si es que los ángeles podían hacerlo con semejante virtuosismo, ¿verdad, Cuqui?, porque la Voz era virtuoso en cualquier escenario, habitante de un panteón especial junto a los grandes, y la prueba eran esos rotundos aplausos.

      Como chasquear de dedos, del puro ostracismo en un cuartucho detrás del Payret pasaron a las páginas de los periódicos y no faltó programa musical, de radio o de televisión, donde no los acosaran con una ensarta de preguntas; grabaron un longplay en los estudios de la EGREM  y el éxito se les multiplicó gracias a la portada del disco, donde aparecían con gafas y espendrum a lo Ángela Davis, distribuidos por las vidrieras de casi todas las tiendas; sus estribillos eran tan tarareados como los de Rumba Habana, Los Bokucos, Irakeres, Van Van o La ritmo oriental; tocaban con regularidad en El Náutico, en La punta, en La Piragua y en el Salón Mambí; ordenaban coritos desafiantes a las multitudes (“manos pa´rriba todo el mundo”, “a recogerse”, “aguacero de mayo, agua que va a llover”, “saquen los pañuelos”) que eran cumplidos en el acto y a veces sobre cumplidos con violencia (navajazos, botellazos, punzonazos, pergas al aire con orina); en los carnavales eran solicitados por casi todas las comparsas, pero ellos preferían desfilar con la carroza de la construcción o acompañar en rumba a Los guaracheros de Regla; en las calles los fanáticos apenas permitían que caminaran, hacían preguntas inoportunas, solicitaban firmas en  discos, en hojas, en pulóveres o en las palmas de las manos, y las fanáticas los asaltaban a besos, proponiéndoles inapropiados encuentros furtivos con la esperanza de atraparlos en el brinco y convertirlos en esposos reales; ya no podían trastabillar borrachos de aguardiente como antes, ni discutir apasionados como antes, ni continuar en el mismo cuartucho de ensayos como antes; aquello era la fama, Lincon la Voz, y les llegaba limpia.

              Ah, qué tiempos, carajo.

       Pero la vida era azarosa, impredecible, repleta de alturas y de abismos para tipos como él, destinados a jabitas de nylon; y a cargar sobre sus hombros la culpa, la pérdida, la intolerancia, el posible desajuste de otros. Lincon lloró como un niño al ver a Cuqui Sierra, de espaldas en el cajero automático, y, por segunda vez en mucho tiempo, pensó en matarlo. Cuando era joven, siempre concibió ese acto apretando al pianista con suma lentitud; en sus sueños de cárcel aparecían unas manos aferradas al cuello, unos ojos fuera de órbitas, una lengua babeante. En cambio, ahora, imaginó que daba pasos en busca de una piedra, se acercaba despacio y la dejaba caer, varias veces, con fuerza, en el famoso pianista, hasta que se jodiera. La sangre de Cuqui manchaba su camisa de marca, su pantalón de marca, manchado ya por las guayabas, y lo manchaba a él, a Lincon la Voz, quien soltaba la piedra con susto y apretaba el resguardo, como si Oshún lo increpara. Algunos curiosos, espantados, ignorarían las causas por las que un viejo en baja, sin ton ni son, en la mañana del catorce de octubre, frente a un cajero automático, ejecutaba a otro viejo con ropa de marca, aretes en las dos orejas y tarjeta magnética. La vida era azarosa, impredecible, repleta de alturas y de abismos para tipos como él, pero a Lincon ya se le había secado el odio y no contaba con fuerzas para piedras ni venganzas; prefería llorar o reír con sus recuerdos, según fuera el caso, o sacar una sucia toallita del bolsillo, limpiarse los mocos, contemplar a Cuqui en el cajero o desviar la vista hacia el carro mal parqueado donde la veinteañera de turno aguardaba detrás de sus gafas.

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      Bien mirada, aunque alcanzara cierto parecido con Olga Lidia, la muchacha no era tan despampanante como había creído; pequeña, sin clase, tan raquítica como cualquier mujer de ahora. ¿Y qué carajos pasaba con las mujeres de ahora?, ¿por qué eran más menudas y sin clase que las de su tiempo? ¿Serían los drásticos cambios en la dieta nacional? Aquello daba vergüenza ajena. Casi todos los muchachones nuevos parecían liliputienses, integrantes de una peligrosa generación falta de fibras; ninguno llegaba a los hombros de Lincon la Voz, cuando el sentido común indicaba lo contrario.

           Olga Lidia era alta, fogosa, alegre, rubia con culo de negra; jamás negó la sangre africana en sus venas y esa actitud a él le encantaba. Bien pegada a la tarima, era capaz de bailar con todas sus canciones; daba salticos eufóricos como en el campamento o subía a los escenarios a moverse sabroso, hasta abajo, cuando ya no aguantaba; lloraba a moco tendido con cada bolero tierno salido de su voz; lanzaba besos apasionados al escenario, improvisaba coreografías de ocasión con otros bailadores que le quedaban perfectas; sudaba henchida de goce y esperaba en un rincón, como buena estudiante, a que concluyeran los conciertos; bailaba rico, pegada a él, en las oscuridades del Karachi, en La red, en el Saint John, en La zorra y el cuervo, en El gato tuerto y en cuanto club nocturno descubrieran; se dejaba besar apasionada en los bancos del parque Maceo, en los de la calle G, en Monte Barreto, y en el muro del Malecón; consentía que la amara en la posada de Once y veinticuatro y en casi todas las de Playa; cocinaba rico, desnudita y en delantal, espaguetis al dente con vita nova, orégano en polvo y queso parmesano; frijoles negros dormidos, arroz blanco, papas fritas, ensalada de aguacates y bistec encebollado; en el peor de los casos: arroz amarillo con chicharro, ensalada mixta de tomates, espinacas y zanahorias, sin que faltaran las cajas de cervezas, en las casas en la playa de Guanabo, Santa María, Jibacoa, resueltas por un fanático del sindicato de Cultura que nunca fallaba; Olga Lidia hacia el amor con una rabia inusitada, despacio, como si bailara horizontal en el mejor escenario; Olga Lidia se sentía feliz, con su culo de negra, dueña y señora de la voz de un cantante, en el Jagua de Cienfuegos, en el Habana Santiago de Ciego de Ávila, y en cada hotel de provincia donde el grupo era invitado.

        Pero un domingo de ensayos Cuqui Sierra no aguantó más, llamó aparte a Lincon y en la terraza, sin mirarle a los ojos, le dijo, Negro, no te me pongas bravo, en asuntos de música, como en cualquier asunto, había que ser hombre, tener principios, vaya, ser sincero, y lo de Olga Lidia y tú no procede, caballo. Lincon lo vio encender un cigarro, soltar el humo nervioso, mover las manos, continuar diciendo que los del grupo se quejaban por los privilegios, que Olga Lidia no formaba parte, pero se hospedaba en los hoteles de provincia, que tenían que soportarla entrometiéndose en todo, que no podía ser, que los demás también tenían derecho a llevar a sus mujeres, pero no había espacio, transporte, ni dinero para tanto gasto, mi hermano.

       Lincon escuchó en silencio, miró a los techos de una Habana ya conquistada con su voz, a las mujeres que lavaban ropas en las azoteas, a los muchachones atendiendo sus jaulas de palomas rabiches, buchonas, mensajeras; a quienes empinaban maltrechas chiringas junto a hermosos papalotes con cuchillas en los rabos; miró a las antenas de los televisores soviéticos, Krim, Electrón, en blanco y negro, por donde había logrado conquistar tantos fanáticos; miró a un viejo destupiendo con calma su cocina Piquer de Luz brillante; miró a las tendederas con sábanas blancas, ajustadores, calzoncillos mata pasiones y anchísimos blúmeres de lastiflé; miró a los enardecidos jugadores de dominó que tomaban aguardiente y fumaban cigarros Aromas, Dorados, Vegueros, Ligeros, o Populares de uno sesenta; miró a los apartamentos con barbacoas, donde tal vez a esa hora estuvieran escuchando sus canciones; miró a una anciana recogiendo en su puerta el litro que los lecheros ponían todas las madrugadas sin fallar; miró a un avión de Aeroflot que se perdía entre las nubes, y, por último, con calma de hermano menor, detuvo su mirada en Cuqui Sierra, su yunta de años, creyendo inoportuno responder a esa diatriba de domingo, descarga pasajera, berrinche, o punto alto de un malestar acumulado; y para que las cosas no pasaran de ahí, optó por abandonar el ensayo y regresar al día siguiente, como si nada hubiera ocurrido. Pero se equivocaba, aquello no era una simple descarga. Te equivocaste, Lincon la Voz, se dijo triste, recostado al murito y volvieron a salírsele las lágrimas.

     Con pesadumbre, hecho talco, en vez de explayarse en la intimidad sobre el conflicto con su amigo, prefirió alcanzar la jarra y servirse dos vasos de agua fría, disfrutados delante del Impud que cerró de un portazo; prendió un veguero largo, se sentó en el butacón con Olga Lidia sobre las piernas y susurró en su oído, Cuando venga de Bulgaria, mi amor, me meto a solista. Pero en casa de Bustamante fue más explícito; hilvanó la cadena de motivos que le impedían continuar con Cuqui Sierra y el grupo, estableció un balance justo de todos esos años, repitió que no le quedaba más remedio que volverse solista y en un arranque brutal terminó soltando frases de odio, interrumpidas por su yunta, muerto de risa, Deje la envolvencia, caballo, que usted es el talento en persona, para llegarse al cuarto, traer una botella de whisky y una revista; Olvide eso, aquí la bestia es usted, olvide eso, le dijo Bustamante abriendo los brazos y Lincon terminó contaminado por la alegría, puso la revista sobre la mesa, destapó la botella con calma, echó la ración de los santos en una esquina, sirvió un trago en el vaso de Bustamante, otro en el suyo, brindaron por el viaje a Bulgaria, por el Festival de la Canción de los Países Socialistas, vaciaron los vasos de un golpe, los volvieron a llenar, fumaron populares con filtros de a dos pesos, pusieron un longplay en el Arcord soviético, comentaron que los búlgaros decían no moviendo la cabeza como si dijeran sí, murieron de la risa imaginándose con búlgaras desnudas, imaginaron a Bicer Kirov cantando Cuba Bulgaria, un machete y una rosa, Cuba Bulgaria, significa amistad, y se murieron de risa; imaginaron  a Benchi  Shiromakova cantando Cecilia Valdez como si fuera Alina Sánchez y se murieron de risa; imaginaron  el trío de Alla Pugachova, Karel Gott y Lincon la Voz cantando Cuba, qué linda es Cuba, y se murieron de risa; y cuando apenas quedaba whisky en la botella, Bustamante dijo, No le has echado un vistazo a mi regalo, caballo, y Lincon hojeó una brillosa revista extranjera, donde las imágenes de Frank Sinatra, Aretha Franklin, y Barry Manilow, sus cantantes preferidos, idealizados hasta el delirio, aparecían en su vida por primera vez.

      Llenar planillas, tirarse fotos, hacer colas para trámites de viaje, alteraba los nervios en el grupo, sobre todo los de Cuqui Sierra, quien interrumpía el ensayo a mitad de canción para advertir, controlar o exigir, como si marcara territorio, diciendo, en el mejor de los casos, que había que recoger los pasaportes en Cultura, que faltaba el autorizo para comprar ropa en la tienda especial, que todo el mundo debía tener el mismo safari carmelita, las mismas gafas, el mismo estilo afro en los pelados, que compraran mocasines iguales, maletas iguales, los mismos Poljov y que debían agregar al repertorio dos canciones búlgaras y tres rusas, por si acaso. Pero si andaba de mal humor, interrumpía de golpe la canción de turno y gritaba, Cierra esa puerta, Lincon; baja el tono, Lincon, eso es La menor, compadre; yo soy el jefe aquí, qué está pasando; dice el traductor de búlgaro que no entiende nada, hay que pronunciar más claro, Lincon; caballero; pónganse pa´aesto, que así no vamos a ninguna parte; y el ataque de nervios de Cuqui Sierra, con sus salidas ridículas, terminaba perdonado por el grupo, y por el propio Lincon la Voz, para que ese primer viaje al Festival de la Canción de los Países Socialistas, en Sofía, la capital de Bulgaria, se convirtiera en una inobjetable realidad.

      Pero la vida era azarosa, impredecible, repleta de alturas y de abismos, para tipos como Lincon la Voz, destinados a jabitas con guayabas maduras; por mucho que soñó compartir escenarios con Bicer Kirov, Irina Ponarovskaya, Helena Vondrackova, con la excelente Alla Pugachova, con el grandísimo Karel Gott, o con la propia Benchi Shiromakova, sus sueños no se convirtieron en una inobjetable realidad. Lincon no pudo ir al aeropuerto con safari carmelita y pelado estilo afro, ni se sentó en un avión de Aeroflot con destino a Bulgaria, ni estuvo en el Festival de la Canción de los Países Socialistas; fue sorprendido con reunión urgente, puro golpe bajo del propio Cuqui Sierra, acompañado por una comisión de última hora, quien comenzó a mover las manos nervioso,  delante del grupo, argumentando que en asuntos de música, como en cualquier asunto, había que ser hombre, tener principios, vaya, y ellos entendían, nosotros entendemos, la comisión entiende, que el compañero Lincon, buen artista, con mucho camino por delante, y espero que lo comprendas, mi hermano, pero nosotros entendemos, la comisión entiende, que el compañero no contaba con requisitos suficientes para el viaje; que andaba con revistas extranjeras, que exaltaba a cantantes foráneos, a tipos como Frank Sinatra, Aretha Franklin,  Barry Manilow, y eso era diversionismo ideológico, caballo.

         Lincon en la prisión, intentó hacerse sentir con la misma suavidad con que incitaba a borrar de un manotazo el campamento, en aquellos años de servicio militar y de zafra, cuando era un negro flaco y feliz, pero su voz ya no respondía como antes; faltaban juventud, motivación y riesgo. En los Encuentros Culturales de Reclusos, no fue capaz de convertir a sus oyentes en gorriones ni una sola vez; descreídos, desconfiados, mal sentados, los reclusos más fieles aplaudían sus esfuerzos de artista en desgracia, por cantarles La gloria eres tú, de José Antonio Méndez, Contigo en la distancia, de César Portillo, Fusil contra fusil o La era está pariendo un corazón, de Silvio Rodríguez, pero del aplauso cortés no pasaban. Los reclusos eran tipos con marcas eternas, y él en el fondo comprendía que era uno de ellos, incapaz de borrar su pasado por más que lo intentara; incapaz de borrar aquella tarde de ensayos, la declaración de Cuqui, su puñalada pública. Lincon era un recluso que por lo menos hubiera deseado borrar, con sus canciones, el instante en que cerró los ojos mientras escuchaba el lamentable discurso de su amigo; o el minuto en que los abrió, dispuesto a matarlo; hubiera querido borrar de un manotazo aquella manera de ponerse de pie, sin que le hubieran dicho, Compañero Lincon, póngase de pie; sobre todo, hubiera querido borrar la silla en alto, los rostros espantados de los tipos de la comisión, el brazo protector de Cuqui Sierra, el sonido metálico, el golpe.

      Nadie con potencia como la suya, maestro; qué Frank Sinatra, Aretha Franklin, ni Barry Manilow; Lincon la Voz, ¿me entendieron?, el mejor de los mejores, la música en persona, así decía Bustamante, cada vez que le llevaba la jaba de comida al Combinado, todo se va a arreglar, no te preocupes, caballo. Pero vendió el Arcord con sus bocinas, la Sanyo doble casetera, la colección de discos de jazz, una vieja pianola, dos pitusas nuevos de paquete, el refrigerador Impud, y cuando tuvo miles en el bolsillo se fue con su prima Olga Lidia en una lancha rápida, que, según las malas lenguas, nunca había llegado a la costa conveniada, porque de ellos no se supo más; Lincon, en cambio, salió de la prisión varios años después directo a una botella de alcohol; hundido en la miseria olvidó cantar cuando descubrió que lo olvidaron; la voz se fue rajando para siempre y el delirio de haber tocado el cielo alguna vez, de haber tenido fama alguna vez, lo hacía sentir bien solo cuando alguien de su tiempo se lo recordaba. Cuqui, por su parte, aparecía en los periódicos con frecuencia, recorría mucho mundo con otros cantantes, sustituidos según las circunstancias; cambiaba de mansión a cada rato, mejoraba el carro, se comprometía con rubias de corte similar al de Olga Lidia; se teñía, se compraba ropas de marcas, se colgaba aretes chillones en las dos orejas, anillos en casi todos los dedos, hasta llegar al Banco de Línea y Paseo, un catorce de octubre, como si nunca hubiera matado una mosca.

      ¿Quién iba a pensar que treinta años después, frente a un cajero automático, como en escena obligatoria impuesta por orishas, tropezarían Lincon la Voz y Cuqui Sierra?, ¿quién hubiera imaginado que la aparición de una furgoneta TRANSVAL, con tres tipos corpulentos, dos de ellos con escopetas nerviosas, conminando al público a apartarse, mientras el tercero corría al banco como si se tratara de alguna mala película, iba a ser un hecho que se reflejaría en un dictamen médico, unas horas después?, ¿quién hubiera advertido que la adrenalina en el entorno, el miedo acabado de traer en furgoneta, habrían de provocar más palidez en el rostro arrugado de Lincon la Voz, y mucho temblor en la mano con tarjeta magnética de Cuqui Sierra?, ¿acaso supo Cuqui Sierra que era Lincon la Voz ese viejito pálido y lo había disimulado con un No hay de qué, mi socio?, ¿qué ganaba Cuqui Sierra con detenerse, desde su altura de hombre que corre al cajero automático, a mirarlo en baja, con cuatro guayabas en jabita de nylon, y saludarlo con afecto artificial, como para pasarle otra cuenta?

           El asunto era que Cuqui Sierra tenía una tarjeta magnética en la mano, una veinteañera con gafas de las que se usaban ahora, un carro de lujo mal parqueado, y una extraña sensación, remordiéndolo, desde que había descubierto al viejo Lincon, recostado al murito.

            Cuqui Sierra contó el dinero, sacó la tarjeta del cajero automático, se acercó al viejo amigo de antaño, puso una mano con temblores sobre el hombro, tuvo intención de obsequiar un billete de los grandes, pero la mirada de Lincon lo contuvo; entonces, entrecortado, sin atreverse a mirarlo, dijo, que en asuntos de música, como en cualquier asunto, mi socio, había que ser hombre, tener principios, vaya, que lo perdonara, que no debía remover ciertas cosas, pero por algo estaban allí, que a usted se le tenía mucha envidia, caballo, que no era fácil, la vida no era fácil, que se acordara de aquella revista, que Bustamante los había presionado, y que él, Cuqui Sierra, trataba de ayudar en la reunión, cuando vino el sillazo, ah, que tampoco lo querían con Olga Lidia, mi hermano. 

             Lincon vio partir a Cuqui Sierra en su carro de lujo y apretó su resguardo; nervioso, muy nervioso, miró con desprecio al cajero automático, luego soltó un escupitajo, colocó la pastilla de turno debajo de la lengua, y fue  sintiéndose mejor, como en sus buenos tiempos, música en persona en un muro de banco, cuando se recordó frente a un público, convertido en un millar de gorriones, gracias a sus limpios registros; no podía imaginar que dos horas después, a causa de un susto, de una fuerte impresión recibida, el famoso pianista sufriría un infarto, probablemente, por los aparatajes de una furgoneta, según dictaminaron los médicos.

            Lincon metió su toallita sucia en un bolsillo, pensó en Olga Lidia, en Bustamante, en una lancha rápida, y en aquella revista. Luego, se levantó del murito, hizo el signo de la cruz cerca del pecho y apuró el paso, muy pálido, con su jaba de nylon, no fueran a volarle el turno en la cola del almuerzo, como casi siempre.



Alberto Guerra Naranjo

Alberto Guerra Naranjo nació en La Habana en 1963. Es Licenciado en Educación, especialidad Historia y Ciencias Sociales, promotor cultural, profesor de humanidades, de guiones audiovisuales y de Escritura Creativa. Cuentos suyos aparecen en revistas y antologías junto a cuentos de Navokov, Tarkovsky, Carpentier, García Márquez, Rulfo, Borges y otros. Varios de sus textos han sido traducidos a idiomas como el inglés, portugués, francés, italiano, alemán, danés, checo, croata y chino mandarín. Ha publicado varios libros de ficción entre los que destaca su novela La soledad del tiempo, que cuenta con 4 ediciones y su novela Los conjurados (editorial Malpaso, Barceloa, España, 2022). Es el único escritor cubano que ha obtenido dos veces el importante premio nacional de cuentos convocado por la revista La Gaceta de Cuba, en 1997 y en 1999. En 2018 obtuvo el Premio Internaciona de Relatos Cortos sobre Discapacidad en Valladolid con su cuento Miserias del reloj y el Premio Internacional de Cuentos José Nogales con El pianista del cine mudo, ambos en España. Con el audiovisual de su cuento Los heraldos negros, donde fue guionista, obtuvo el Premio Internacional Broad Casting Caribe, 2012.


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