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La Mansión de Birman Puig
Alberto Guerra Naranjo
A Birman Puig su nena acababa de ponerle 2 000 de los buenos en el bolsillo para qué aguantara la semana en el lugar que quisiera, y por si fuera poco, también le había llenado el tanque de gasolina al carro de último modelo, y como si no bastara, le había puesto un estuche especial con cuatro botellas de whisky, y para que la sintiera bien, primero se le había encaramado encima hasta exprimirle el plátano, y después le había sonado el beso más rico que una nena de salir como ella pudiera darle en la entrada de una mansión en Siboney.
Birman Puig debía aguantar una semana frente a cuatro botellas de whisky de primera calidad, en un apartamento alquilado, y así lo hizo, o trató de hacerlo, porque al segundo trago, como si le faltara el control, se dejó caer en el sofá mirando al techo.
Si se ponía a pensar en la mala suerte que atacaba a sus ex colegas de la universidad, él no podía quejarse. ¿De qué coño te quejas, Birman Puig? En años nadie había logrado levantar un centímetro del piso, todos iban a clases como autómatas, escuchaban con calma rayana en la lástima al profesor de turno, raspaban miseria e ilusión en el asfalto caliente, sucumbían despacio en sus vidas cotidianas, pero sin lograr los sueños.
Ayer mismo se encontró a El Ruso cerca de El Náutico y lo montó en el carro; verlo recorrer las calles para entregar papelitos promocionales de grupos aficionados al rock, que de seguro no iban a progresar jamás, le dio tremenda lástima, pero El Ruso, en cambio, estaba contento de verlo a él, a Birman Puig, el tipo más loco y adelantado del aula, con ese carro de primera y esa ropa de marca, dueño del mundo o, por lo menos, de esa calle ancha cuando se le miraba desde un carro así. Regaló 20 de los buenos al pobre Ruso, quien trataba de besarle los pies, mientras él, medio abrumado, decía, Vamos, vamos, no era para tanto, compadre, solo por los viejos tiempos. Por nada más.
Ah, los viejos tiempos en el edificio triste de microbrigada que les servía de albergue, con aquellos libros de Física Cuántica que nadie entendía, los apagones, los malos almuerzos y por las noches el sin número de botellas de alcohol macabro cerca de un juego de dominó; tiempos que ya se fueron, por lo menos para él, Birman Puig, desde que conoció a La Nena.
Cariñosa y productiva que era La Nena, complaciente y rica, tan rica que no bastaba que él se hubiera ido en el carro por una semana, como había hecho otras veces, a pescar rubias de culo ancho, trigueñas de tetas fértiles, negras libidinosas, jábicas desconcertantes, albinas sin ilusión, cojas de la ACLIFIN, cieguitas de la ANCI, funcionarias de cultura, empleadas de ETECSA, blogueras ilusionadas con los cambios, estudiantes de dramaturgia en el ISA, bailarinas del folklórico, o escritorzuelas del Centro Onelio que singaban, emplomaban, pisaban, follaban o templaban, según los casos, algunas bastante bien, después de todo, pero sin compararse jamás con La Nena.
Ven acá, Ruso, ¿tú qué haces con las jevas, las follas o te las tiemplas?, eso preguntó antes de darle los 20 y el pobre promotor no supo qué responderle, sólo miró a la mano y al billete. El asunto era que el vecino de al lado, el cuarentón medio calvo de los drelos que vivía en el garaje, hace poco le pidió que lo acercara a 5ta Avenida y cuando estaba a punto de bajarse del carro, frente a la Empresa de Teléfonos, Ruso, sabes lo que dijo el pobre diablo ese, Gracias por el aventón, ahora voy a pagar facturas, así dijo un tipo que tenía menos dinero que él, como si hubiera salido de una película sin subtitulaje, un tipo que ahora follaba chicas, pero ya no singaba, ni templaba jevitas, ni pagaba el agua o la luz como cualquiera, sino que pagaba facturas, y ya no iba a la playa sino a balnearios como los europeos, pero sin haber ido jamás a Europa, Ruso. ¿Cómo se llamaba aquello?, ¿qué nombre ponerle a un tipo así?, ¿cola de león?, ¿segunda temporada?, ¿Mike mouse?
Hace poco se encontró con otro muerto del barrio que también abandonó su carrera de leyes, uno de los más altaneros que conoce, se dijo, antes de darse un trago y morirse de risa; aquel primero había sido un punk medio loco, siempre con un libro de Derecho Romano bajo el brazo y unas botas enormes, especie de delincuente juvenil con cresta tiesa, que alquilaba los bancos de G en El Vedado para explayarse en su demencial mecanismo de conquistar jevitas, pero ahora, como si se hubiera iluminado en uno de aquellos bancos, andaba metido a musulmán, rodeado de carneros tristes, y no había querido mirarlo haciéndose el interesante, hasta que se le acercó en el carro, y ya no se pudo resistir cuando le prometió un trabajo de custodio en La Mansión, por 50 de los buenos al mes, y desde entonces lo tenía comiendo de su mano.
Después de esa semana, como siempre, las cosas volverían a la normalidad, continuaría gastando los 500 diarios en el billar de Marina Hemingway; alquilando cocineros A, de los mejores restaurantes, para que los domingos se esmeraran en La mansión con recetas especiales; continuaría actualizando las marcas de ropa según las revistas francesas de La Nena; invitando a los mejores cantantes del país para que amenizaran alrededor de la piscina, a El Corcel o a Lamarta, por ejemplo, quienes mantenían el voltaje alto, tan alto en los escenarios de La Macumba, La Casa de la Música o de El Café París, donde a veces él no escatimaba en enviarles 100 de los buenos, enrollados en una nota con los camareros, para que dedicaran una o dos canciones a La Nena.
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Así que lo mejor era darse tragos de whisky una semana, seguir tranquilo, como pionerito que ganaba la emulación en su escuela, hasta que se largara el austriaco. Total, La Nena iba a estar una semana mal singada, mal templada, mal cogida o mal follada, por un austriaco repleto de euros que se extendían hasta él en ese apartamento recién alquilado con todas las de la ley, así que no podía quejarse. Tenían que quejarse los muertos, cagaos como El Ruso, el de los drelos o el musulmán, que nunca sabían para dónde virarse y lo envidiaban con furia desde que lo vieron salir del edificio de microbrigada para instalarse con La Nena, en un tronco de mansión como aquella.
Pero en vez de estar comparándose con los muertos del barrio, debería pensar en socios de su misma altura, las jirafas andaban con jirafas, jamás con carneros, así que debía llamar a Lamarta o a El Corcel, darles la dirección por si no tenían concierto esa noche, para que se aparecieran con sus carros plateados y con 5 o 6 putas, siempre que les tocara proyectarse a ellos, porque hasta cuándo iba a ser él quien asumía los gastos, como la última vez, cuando La Nena estaba en Austria con el mal palo del austriaco, el mala hoja ese, y La Mansión estuvo a punto de estallar por el voltaje que pusieron. Alguien tropezó con el estante de la vajilla y muertos de risa vieron caer copas y platos al piso, otros jodieron para siempre el yacusi, aún no se sabe quién coño vomitó sobre el colchón de agua, corrió el polvo blanco en las narices durante tres días, una patrulla policial tuvo que tocarles fuerte en el portón para que abrieran y ellos tuvieron que tocarlos fuerte para que continuaran. Pero se salvó en tablitas, prueba de que La Nena lo quería, ella me quiere, se dijo antes de empinarse la botella, me quiere y perdonó aquel desastre, lo repuso todo, mejor y más caro que antes, y el austriaco tampoco dijo nada.
No puedo quejarme, pensó, porque nadie en la zona tenía tantos pares de zapatos de marcas como este servidor. Ni Lamarta, ni El Corcel, ni ninguno de esos locos tenía semejante actualidad en las ropas de marcas. Entonces, al terminar la primera botella, recordó la vez en que Lamarta detuvo su vista de águila en la camisa amarilla que La Nena le trajo de Austria, Me encantó tu camisa, bróder, le dijo y él se sintió a gusto porque un tipo como Lamarta envidiara una camisa así, pero lo que no pudo perdonarse al día siguiente fue ver al propio Lamarta con una camisa amarilla idéntica, Oh, qué le pasa a este, se dijo preocupado, nervioso, casi temblando por el atrevimiento de Lamarta y tomó el móvil para que viniera el sobrino enseguida, Toma esta camisa amarilla, no la quiero ver más, te la regalo, y también esta jaba de zapatos de marca, y estos pantalones de marca, pero vete ya.
No, Birman Puig no podía quejarse, de ninguna manera, en vez de estar pensando tanto debía tomar el carro y perderse solo por ahí, llegarse a una piscina de hotel, cazar alguna sirenita nocturna y gozar un día o dos o tres hasta que transcurriera la semana y La Nena volviera a ser suya como siempre. Ah, ¿pero acaso no era suya La Nena?, ¿qué coño estaba pasando, Birman Puig?, ¿de quién era La Nena, entonces?, ¿suya o de ese austriaco repleto de pesos?, ¿suya ahora o suya después que transcurriera la semana y el austriaco malahoja ese se fuera al aeropuerto?, ¿de quién cojones era el totico de La Nena, del austriaco o de él, Birman Puig?
Entonces, Birman Puig, alguien que debía estar tranquilo por una semana y sin quejarse, tomó el móvil después de terminar la segunda botella de whisky para preguntarle eso mismo a La Nena, quien escuchó con paciencia su enredo de hombre enamorado, y le dijo de modo impersonal que en esos términos no aceptaba las condiciones de venta de ese producto, que lo llamaría mañana a primera hora, señor, pero que en ese momento no podían atenderlo y Birman Puig, con dos mil de los buenos en uno de sus bolsillos para pasar la semana, el carro de último modelo con tanque repleto de gasolina, dos botellas de whisky en la caja y dos botellas de whisky en su estómago, se sintió el tipo más triste del mundo.
Puta de mierda, gritó Birman Puig lanzando el móvil contra la pared, luego comenzó a dar vueltas en el cuarto, no se sentía nada bien, la cabeza estuvo a punto de estallarle, ¿Pero qué coño creían que era él?, se dijo descompuesto en el balcón, él no era ningún cagao, él era Birman Puig, cojones, y entró al cuarto y estrelló las dos botellas vacías contra la pared, pero cuando fue a sentarse en la cama se cortó la mano con un pedazo de cristal y la sangre le embarró la ropa de marca. Estaba bien borracho, así no debería salir a las piscinas ni a ninguna parte, ya no tenía móvil para llamar a nadie, ni fuerzas, ni ánimo, entonces fue al baño, se echó agua en la cabeza, bastante agua, apenas se secó con la toalla y caminó trastabillante hacia el carro.
Manejó a duras penas hasta la entrada de La Mansión y se detuvo. Un airecito nocturno le recordaba que él era durísimo, el éxito en persona, la bestia, y miró a la ventana a media luz donde supuso a La Nena con su austriaco. ¿De quién era el totico ese, del austriaco o de él? Ya que estaba cerca, debería bajar a preguntarlo, se dijo.
Birman Puig abrió con calma de dueño la puerta principal de La Mansión. Acarició a los dos perros pastores alemanes que él mismo había comprado, hizo una señal de saludo al musulmán que él mismo había puesto de custodio nocturno, caminó trastabillante hacia las escaleras y el musulmán, al verlo en ese estado, solo cerró los ojos.
Birman Puig intentó subir la escalera como si no estuviera borracho, pero resbalaba, se levantaba, lo intentaba otra vez y volvía a caer, total, era el dueño de aquella mansión y solo necesitaba hacerle una pregunta a La Nena, luego se iría a sus whisky otra vez durante una semana.
Cuando por fin llegó al segundo piso se sintió poderoso, amigo de sus amigos, jirafa de sus jirafas, compartidor de alto voltaje con El Corcel y con Lamarta, alguien que, desde su altura de éxito, desde su control de hombre fuerte, iba a preguntarle a La Nena, ¿de quién era ella, de ese austriaco o de él?, ¿era su totico de ese austriaco con dinero o de él con su reconocida sabrosura de macho nacional? Nada más.
Pero no pudo hacerlo, Birman Puig abrió la puerta del cuarto y quedó pasmado, petrificado, comprendió allí mismo que estaba terminado para siempre. Un austriaco en bata de dormir se masturbaba lento, mientras un tercero, El Ruso muerto ese, el de las promociones, clavaba a La Nena por la espalda con cierto frenesí y, como si no pudiera creerlo, a él, al mismísimo Birman, antes del penoso grito de dolor que soltó aquella noche, una lágrima inquieta comenzó a resbalarle.

Alberto Guerra Naranjo nació en La Habana en 1963. Es Licenciado en Educación, especialidad Historia y Ciencias Sociales, promotor cultural, profesor de humanidades, de guiones audiovisuales y de Escritura Creativa. Cuentos suyos aparecen en revistas y antologías junto a cuentos de Navokov, Tarkovsky, Carpentier, García Márquez, Rulfo, Borges y otros. Varios de sus textos han sido traducidos a idiomas como el inglés, portugués, francés, italiano, alemán, danés, checo, croata y chino mandarín. Ha publicado varios libros de ficción entre los que destaca su novela La soledad del tiempo, que cuenta con 4 ediciones y su novela Los conjurados (editorial Malpaso, Barcelona, España, 2022). Es el único escritor cubano que ha obtenido dos veces el importante premio nacional de cuentos convocado por la revista La Gaceta de Cuba, en 1997 y en 1999. En 2018 obtuvo el Premio Internacional de Relatos Cortos sobre Discapacidad en Valladolid con su cuento Miserias del reloj y el Premio Internacional de Cuentos José Nogales con El pianista del cine mudo, ambos en España. Con el audiovisual de su cuento Los heraldos negros, donde fue guionista, obtuvo el Premio Internacional Broad Casting Caribe, 2012.
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