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La Monina, de Jorge Manriquez Centeno

Le damos nuevamente la bienvenida a Café Naranjo, Épicas del Sur. En esta ocasión con el cuento La Monina, de Jorge Manriquez Centeno, deseamos una placentera lectura y, por supuesto le pedimos nos comparta en las redes para hacer llegar a más lectores nuestra literatura.

La Monina

Jorge Manriquez Centeno

La Monina era una hermosa perra raza collie, como la de la serie “Lassie”, que, según las instrucciones de mi tío Ismael, tenía que estar limpia en todos sus rincones, y eso era bien complicado, porque a la canija le encantaba revolcarse por todos lados.

Llegué a adorarla, porque los perros son agradecidos, nos quieren sin distinciones, más cuando saben quién les da de comer sus croquetas y agua, y juega con ellos. Si la tuviera enfrente, volvería a correr con ella, la bañaría con su samphoo especial, le cepillaría su hermoso pelaje, la abrazaría y la acariciaría una y otra vez, y le chiflaría con ese sonido que nos identifica y con el que nos abrazamos porque la quería tanto y ya no está, como tantas cosas que se han ido y no les dije adiós, en el momento justo, caray, cuando debí decirlo.

….

Cuando no estaba su tío y su hijo, al Tote le gustaba verse y chiflar en el gran espejo de la sala de su tío Ismael. La Monina iba de volada a su encuentro, y ahí, juntos, uno chiflaba y la otra ladraba un buen rato. Luego, la madre del Tote ponía fin a ese concierto, diciéndole: “Apúrate, hijo, a tu tío no le gusta que pierdan el tiempo las personas”.

(Más bien, madre, lo estoy redimensionando con esas imágenes.) 

También le encantaba lavar el larguísimo patio principal de la residencia de su tío, y, cuando nadie se daba cuenta y estaba todo enjabonado, hacía como que estaba patinando, y ahí iba en esa nieve blanca, blanca, bajando la ladera, supuestamente con esa bonita indumentaria que había visto en casa del otro tío materno, que, según esto, había ido hasta el monte más empinado, el “Everest”, y el pequeñísimo Tote se imaginaba llevar sus enormes gafas, gorra, chamarra, esos grandes esquís, en este caso palos de escoba, y cuando corría y se resbalaba, y llegaba a caer bruscamente, la Monina, desobedeciéndolo, iba a su rescate, y ambos terminaban todos empapados de agua con detergente, risas y ladridos, pero era el momento en que había que apurarse, darse unos buenos regaderazos de agua de la llave con aquella manguera, amarrar a la perra y terminar la faena.

La Monina entendía bien las cosas, y se quedaba tranquila; al rato había que bañarla bien, cepillarla y sacarla a caminar por la acera, quizás dar la vuelta a la manzana. Al pequeñísimo Tote no le molestaba recoger la mierda de la Monina y ponerla en una bolsita. La mierda de la Monina estaba durita y era fácil de levantar. Además, a la Monina le gustaba que la acariciara cualquier persona, ya que siempre le decían “qué bonito perro”, a lo que el pequeñísimo Tote les contestaba: “Es perrita, y se llama `Monina´, porque es bien monita.” La Monina parecía enojarse, dado que, de inmediato, se ponía a ladrar, y tenía que decirle: “No es cierto, eres como mi hermanita, Monina hermosa.” De repente, movía la cola, una y otra vez, y arrancaba a correr, y el Tote tenía que estar bien abusado para que no se le soltara de la soga y fuera a atravesar la calle. El Tote había visto muchos accidentes de perros por el Mercado de Jamaica; era feo verlos todos despanzurrados, sin que nadie les hiciera caso, sólo las moscas; por eso, se aferraba a aquella soga y corría a la par con la Monina, que pareciera que se dejaba vencer a las “carreritas”, y esperaba que el Tote rebasara la meta final que siempre imaginaban.

Al pequeñísimo Tote le hubiese gustado estar viendo la tele en esa enorme sala de la casona de su tío, acariciando a la Monina, o recostándose en su pancita como solía hacerlo cuando nadie se daba cuenta, y se echaba sus buenas “pestañitas” en el “cuarto de cachivaches” que era como su guarida cuando jugaba con la Monina.

Habían inventado muchos juegos, y otros se los iba explicando el pequeñísimo Tote, pero nada que les salían, como jugar a las “escondidas”. La Monina luego, luego, se dejaba atrapar, ya que, de repente, ladraba sin esconderse; lo mejor era cambiar de juego o amarrarla. El pequeñísimo Tote sabía que había que trabajar, ya que su tío Ismael, en tono severo, le había dicho: “Lo primero es lo primero. La vida no es un juego, a trabajar se ha dicho”, y eso fue cuando lo vio jugando con la Monina a las “carreritas” en el patio principal. 

El pequeñísimo Tote llegó a tener muy claro el significado de las palabras “horas laborales”, ya que se fue enrolando en un “hábito de trabajo serio y responsable”, como decía aquel tío que tanto admiraba y que andaba siempre trajeado, con un bonito portafolios que al Tote le gustaba tanto acariciar cuando no lo veían.

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También le gustaba admirar ese enorme comedor y cómo su madre lo iba adornando con flores en el centro, cada día un ramo diferente, tantos tenedores, platos de diversos tamaños, especiales, según los “tiempos”: primero la entrada, luego la sopa, posteriormente una ensalada, hasta llegar al “plato principal”, y para terminar un postre y alguna copa con “un digestivo”. El pequeñísimo Tote llegó a pensar: “Es un titipuchal de trabajo y sólo para dos personas”, es decir, el tío y su hijo. Cuando había invitados era mucho trajín, y pues, ni modos, a servir se ha dicho.

El pequeñísimo Tote comía con su madre en el “antecomedor”, que constaba de una mesa donde preparaba los guisos y muchos gabinetes. Al lado estaba la cocina, que era muy grande y tenía, entre otras cosas, un área para lavar los trastes, otra mesa, sillas, dos refrigeradores, una gran estufa con horno. Luego, la madre del pequeñísimo Tote debía tener un “ojo al gato y otro al garabato”, como decía, dado que los “dueños de la casa” estaban comiendo y podían requerir un poco más de sopa, agua, sobre todo el hijo de mi tío, pequeño miserable que siempre comía de más. Y al Tote le encantaba que la Monina lo acompañara y no ladrara cuando se escondía debajo de aquella mesa, y comiera lo que le convidara su amiguito.  

El pequeñísimo Tote, al lado de su madre, y de la Monina que lo seguía como su sombra, prosiguieron trabajando en el “servicio activo”, razón por la cual perdió tres años de estudios de la primaria, que su madre lamentaba, pero “ni modos”, le decía a manera de consuelo.

En todo ese periodo, que se va diluyendo como esa agua enjabonada de aquel largo patio, estuvo presente la Monina.

Eran los años mozos del Tote, que era buen mozo, bueno para arrasar con la maldita mugre, anduviera donde estuviere, y llegó a apreciar los consejos de aquel tío, que, al principio le llamaba “chamaco”, y tiempo después “hijo”, en una lenta e increíble transformación, que asombraba al Tote, que en otras hojas se desenreda para entender los momentos de ese cuate, que es a toda madre, sobre todo cuando se ve en el espejo, sonríe y le vale madres el mundo, y no como ahora que de todo se está quejando, el infeliz.

El cambio de trato de su tío hacia el Tote fue gradual como las olas en busca de la luna. Algunos momentos son como esos tercos cabellos que deben cepillarse suavemente, acariciarse, para que fluyan entre tus dedos. Los cabellos desenredados huelen mejor. Son como los recuerdos.

Luego entramos en detalles, lo mejor es seguir pensando en la Monina, escuchar sus ladridos, que nunca volverán, pero que aún están ahí, retumbando en los huecos de la memoria del Tote.

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A partir de entonces, he visto muchos perritos y perritas de la raza collie, pero les doy la vuelta. No puedo tocarlos ni verlos, más sabiendo la muerte accidental de la Monina de la que ya no quiero hablar y que aconteció años después de que falleciera mí tío, y dejará de trabajar en su casa, como veremos en otras hojas.   Hoy 1 de octubre de 2023, pasados más de 50 años, estoy escuchando unos ladridos. Una persona chifla a la distancia. Me acerco. Te acaricio. Mueves la cola efusivamente. Veo tus ojos, cristalinos, y nos vemos en ese gran espejo de la sala de mi tío. En tus ojos nada ha cambiado. Te veo y me reconozco. Somos los mismos. Estamos en el mismo lugar. De repente, ladras, y chiflo, y, otra vez, hay un concierto de ladridos y chiflidos, ahí, en remolino. Está vez, nadie nos interrumpe. Y lloro por estas imágenes, pero estoy feliz, porque estoy acariciando tu hermoso pelaje, Monina.

Hasta aquí La Monina, de Jorge Manriquez Centeno, le invitamos a compartir.


Jorge Manriquez Centeno

Jorge Manriquez Centeno es reseñista y está en proceso de publicar su obra poética y narrativa. Es egresado de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM y de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO), así como de otros estudios de posgrado.

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  1. […] Te puede gustar la lectura de La Monina, de Jorge Manriquez Centeno […]

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