épicas del sur

Dos cuentos de Haydée Sardiña de la Paz

Dos cuentos de Haydée Sardiña de la Paz

En Café Naranjo publicamos, dos cuentos de Haydée Sardiña de la Paz, para el disfrute de nuestros lectores.


Alternativas probables

Todo lo que uno quiere a veces es dar marcha atrás, un día, una semana, tal vez un poco más, los últimos 3 meses, un par de años, hasta el momento aquel en que metiste la pata de una manera tan evidente que no hubo forma de disimularlo, cuando aún no sabías que iba a ser tan grave ni tan serio, ni que tendría ese preciso significado que jodería tu vida de esta maldita determinada manera.

Momento en que no tenías idea de los futuros, alternativas posibles, que vienen de forma insospechada, como todos los cabrones futuros verdaderos de este mundo que, como dijo alguien, tienen la costumbre de caerse por la mitad. Futuros que a veces no se caen, solo siguen la peor de las alternativas, la que tú no querías considerar. De hecho, estabas tan lleno de tu ingenuidad o tontería, soñando con palomitas volando, ojitos encendidos, amores de ventana, cama, palabritas en el teléfono, sueños de una, dos, tres noches de verano, cómo ibas a imaginar que no, que era solo un disfraz detrás del cual amenazaba el verdadero futuro.

Como ibas a imaginar que las palabritas dulces, las miradas, aquel rostro que a veces pensaste te miraba encantado por tu simpatía e inteligencia,  y que pensaste (sabías) que no era para siempre, porque todos sabemos que nada es para siempre, pero, como dicen los americanos, o al menos los libros de autoayuda en inglés, sean o no americanos, what if, que tal si esta vez es para siempre, o algo parecido a para siempre, el tiempo suficiente para tener un pedazo de vida verdadera compartida.

La vida, tan buena o tan mala como sea, no tiene validez real si no es compartida, si no hay un testigo que te confirme que esta vida es real.

Así que estabas inmerso en tu sueño, fabricando tus ilusioncitas de papel o filigrana, volátiles ilusiones pasajeras, ignorando que el futuro es siempre – siempre  – diferente a lo que has planificado. Por eso Carmencita, tan  estrafalaria, tan maravillada por tus brazos y tu correspondiente locura periférica, por tus cualidades de hombre salvaje, silvestre, duro, natural, como decirlo, libre de las pequeñas mezquindades de este mundo, cómo pensar que Carmencita, que parecía igualmente libre, silvestre y suficientemente loca, no iba a ser tu futuro al menos duradero, ya que no eterno, ya hemos dicho que la eternidad es una cualidad no inherente a los seres humanos, mucho menos a los sentimientos humanos, a las etapas de deslumbramiento, sorpresa, conocimiento y encanto propios del protocolo de cortejo y seducción de los humanos, cómo pensaste, creíste, que esta vez sí.

Tal vez los años estudiando a la pareja monógama y única del lobo gris y ciertas aves del sur te hicieron creer que también los hombres y las mujeres estarían felices  con un nido bien hecho, lleno de cuentecitas azules y piedras de otros colores, y que ella , Carmencita, con su pelo largo y sus collares caprichosos, con sus piernas preciosas, sus poemas de Borges y de Dulce María, que ella iba a estar feliz con un nido donde había además un ejemplar masculino 100 % natural, que  conocía, memorizaba y aplicaba en su vida diaria, de cierta forma extraña que tal vez nadie sabía apreciar, los poemas de Borges y de Dulce María.

Pensaste que ella sí, Carmencita, con sus ojos oscuros y su desprecio por los fuegos fatuos, vengan de donde vengan, su desprecio por la moneda dura, el aire acondicionado, las marcas de todo tipo, excepción hecha de cierto tipo de zapatos particularmente resistente que ella portaba todo el tiempo, o al menos desde hacía cinco años, gastados, golpeados, con unos cordones de colores diferentes, y que seguían resistiendo aguaceros, solazos, caminatas, patadas  a las piedras, a las gomas de los carros de los tipos que le caían mal, zapatos con los cuales tenia una relación que aparentemente iba a ser eterna, hasta que la muerte los separe, la muerte de quién, de los zapatos, porque Carmencita con sus veinticinco años seguramente tendría oportunidad de conducir a la muerte al menos a tres pares mas de botas Caterpillar, botas de trabajo que, cómo puede ser,  lucían graciosas cubriendo sus piececitos menudos y dejando ver sus piernas hermosas, haciéndola lucir  una especie extraña de femineidad, puesto que no había artificio ni afectación en ella, ni en sus piernas ni en sus manos que también hacían trabajos duros, herrería, carpintería, albañilería y otras menudencia propias de los hombres, machos, tipos duros de cualquier siglo de este mundo y aún de los posibles futuros por venir que se vislumbran.

Iba contigo, Carmencita, sin palabritas dulces, solo ella misma, solo su aleteo de avecita salvaje, y tu aleteabas también, aunque hacia adentro, hinchabas el pecho de hombre curtido, duro, bárbaro, reacio a las relaciones exclusivas y eternas, excepto hasta este momento en que ella, Carmencita, paloma mía, cosa que nunca le dijiste pero pensaste mil veces mientras la veías ir y venir entre las piedras, los escombros, las latas de cervezas vacías que debían machucar todas las noches para llevar a reciclar, los latones de basura que había que registrar bien hasta el fondo, Carmencita, mariposa, florecita azul y tantas otras tonterías que cruzaban por tu mente, mientras iban luego hasta tu nido adornado con afiches recogidos de la Casa de la Poesía, o de la galería de arte Génesis, hermosas composiciones en colores desvaídos, marchitados a veces por la lluvia o las pisadas, cuadros llenos de historias, de huellas de pies desconocidos que habían pasado por encima de ellos ignorándolos.

Pero tú no, tú habías visto, tú podías apreciar la belleza, la poesía, el ritmo de las imágenes y contárselo luego, a la luz de la luna, o de la chismosa si era noche cerrada, en medio del zumbido de los mosquitos describías para ella las historias imaginarias de cada huella que encontrabas en los pliegos colgados de las paredes de madera, y su risa era como una aceptación y un deslumbramiento, por eso pensaste, idiota, que ella era, que esta vez sí, que no iba a irse de este barrio, ni de esta provincia, que no iba a aburrirse del salvajismo y la libertad de los nidos silvestres como tantas otras a las que, claro, ni siquiera llegaste  a mostrar  tu sitio. En el mejor de los casos lo intentaste pero siempre estaban mirando hacia otro lado, como si no existieran Borges, Dulce María, ni las rosas que al final nunca florecen, ni esta ni aquella, ni la próxima primavera van a florecer.

Pensaste, imbécil, qué pensaste, es que no fuiste a la escuela, no te dijeron que en este país no existe la primavera, ni verano ni invierno, existe la estación de las lluvias y la estación de la seca, nada más, así que las pobres rosas como van a florecer, cuándo, y tú esperando, esperando qué. Pensando que como era mayo ya era primavera también aquí, y viste dos o tres framboyanes encendidos, ¿acaso no están siempre encendidos los framboyanes?, ¿acaso no son arboles engañosos que pretenden hacerte pensar lo que no es? Como, por ejemplo, que existen primavera, verano, otoño e invierno en estos parajes, en este país absurdo, pero sobre todo en este basurero al que tú llamas mi casa, idiota, y luego le dijiste a ella puedes quedarte si quieres, y ni siquiera le habías dado un beso, pero llevaban tres meses vagando juntos por las calles, riéndose de los chistes que se le ocurrían a cualquiera de los dos y discutiendo a veces por tonterías insondables, que si el alma de los peces, como van a atener alma los peces decía ella, que sí, decías tú, y citabas revistas donde se hablaba del tamaño del cerebro de los peces y de cierta sensibilidad a determinados sonidos, y luego hablabas de Cristo, del cuerpo y la sangre, noches enteras sin dormir, solo vagar y hablar y reírse, y a veces estar triste, ella sin decir por qué, no muy triste,  solo un poquito y jamás lo reconocería pero tú podías verlo, entonces iban hasta la acera del Bar Las Vegas, veían entrar y salir a los travestis con sus vestidos de lentejuelas, a los extranjeros ya borrachos con jineteras de bajo costo, a los alcohólicos habituales ensayando coros religiosos, y Carmencita se alegraba y te miraba otra vez como enternecida o deslumbrada y tú volvías a dejar tu mente vagar y soñar, y empezabas a hacer planes unilaterales. Total y completamente unilaterales, cosa que descubriste cuando dijiste: What can I hold you with? Te ofrezco mi casa y el hambre de mi corazón, pretendiendo ser casual y gracioso, y efectivamente lo fuiste porque ella se rió, aunque con una risa nueva, con un ligero tono de burla que nunca le habías escuchado, un tono breve e hiriente como el cuchillo que derramó la sangre de Ignacio sobre la arena o algo por el estilo.

Se rió y se fue andando, sin decir ni pío, ni medio verso ni media broma, y tú te quedaste allí, herido y humillado, enfrentando la caída del futuro que habías estado construyendo, un futuro tan bien diseñando, tan fuerte  que eran ladrillos, sacos de cemento, arena sílice y losas de mármol cayendo  sobre tu cabeza, varios camiones y camionetas caían sobre ti mientras ella se alejaba, y pensaste Dios mío, será que los peces no tiene alma, será, Dios mío, Jesús, será que no tienen alma los peces, que no van a florecer nunca los rosales, será que no hay más que estrellas fugaces y espejismos que se alejan con esa risa dolorosa, y era demasiado duro, y no sabías qué hacer, porque cómo borrar los días, las semanas, las horas, los minutos y los años de vida juntos que tú había construido ya en tu cabeza, cómo dar marcha atrás al futuro que habías vivido ahora que ya sabías que estabas equivocado.

Entonces, qué decir, qué hacer, cómo aguantar el pecho que se parte, verdaderamente parece que se abre, duele como si se abriera y dejara salir montones y montones de peces sin alma, qué hacer, te preguntas, y solo se te ocurre pedirle a Dios, tú que en realidad no sabes si creer o no creer, o en qué creer, pero enciendes las velas, pequeñas velas encontradas en disímiles lugares, iglesias abandonadas, restaurantes sofisticados, casas de citas, restos de velas, fragmentos, y piensas, Dios mío, aparta de mí este cáliz, y no me importa cuál sea tu voluntad, por favor, Dios mío, quítame este dolor y ruegas rodeado de tus velas, lloras y te quedas dormido, y cuando despiertas, en medio de las llamas y el griterío de la gente, ves que de cierta forma lo lograste, has dado marcha atrás al tiempo, volviste al punto de comienzo cuando no tenías casa, ni estúpidos afiches , libros de poesía, porcelanas agrietadas ni un nido que ofrecerle a ninguna hipotética Carmencita que volviera a aparecer en tu camino.

Y te preguntas si Dios sabe lo que hace y si lo sabe por qué coño  no te explica o te manda al menos una señal para que tú también puedas entenderlo.

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Negros pensamientos

Hay que decir que el negro era bien negro. Y caminaba de una manera rara. Un negro grande, con la camisa por fuera, caminando con aquel estilo sospechoso por la avenida oscura y desolada resultaba bastante preocupante.

Los hombres solos en la noche, o en cualquier lugar despoblado, incluso justo al mediodía, con largas camisas por fuera, le hacían imaginar cosas muy poco tranquilizadoras. En todos estos años había tenido siete encuentros con personajes así, hombres semiocultos masturbándose detrás de los arboles, llamándola para que mire. A esta altura las camisas por fuera la hacen temblar. Aunque son inofensivos, dicen los especialistas, solo necesitan exhibirse.

De cualquier modo, no es agradable tener caminando detrás de ella al hombre que quizás no es un inofensivo exhibicionista, sino algo peor, un ladrón, un enfermo sexual, un depravado, o tan solo otro hijo de puta con ganas de joder a alguien. Esconde su cadenita de oro que apenas es visible a la escasa luz, pero quien sabe y piensa en los pocos dólares que lleva en el monedero y que no puede darse tampoco el lujo de perder ni siquiera con ese negro atemorizante.

Apura el paso tanto como es posible sin que se note que está tratando de poner espacio entre ellos. ¿Y si no es nada de eso, si es sólo un tipo normal que tampoco encuentra guagua para regresar a su casa? Le avergüenza esa posibilidad y trata de no hacer evidente que la asusta el hecho de que estar sola con él en las varias cuadras que se vislumbran. No vaya a pensar que es porque es negro.

Pero, ¿no está también él apurando el paso? Por delante quedan cuadras y cuadras oscuras y vacías de la Avenida Lacret. Maldita sea la hora, la ruta 79, las otra guaguas que no pasan, los carros de alquiler, no pasa un condenado carro de alquiler.

Y todavía es temprano. Son apenas las 11 y la calle parece ya un desierto. Oye el ruido de un carro que se acerca, se vuelve y hace señas. El carro sigue. ¿Y si dejara que él pase delante? ¿No será mejor que esta carrera disimulada? Pero tendría que esperar un momento propicio, quizás aquella luz que se ve en la otra cuadra, no se atreverá a hacer nada si ella está bajo un farol. ¿Y si ha tomado, y si está borracho, o algo peor? ¿Y si la luz no lo detiene? Siente la mirada en su espalda y decide apurar el paso un poco más.

En medio del miedo se le desliza una insistente sensación de desamparo. Si tuviera alguien a quien llamar, un amigo incondicional, incluso una amiga. La única persona incondicional con que cuenta en estos momentos no tiene medios para venir a rescatarla. Y la persona con los medios ya no es su amigo incondicional. Ni siquiera es su amigo.

Es terrible el desamparo femenino. ¿Cómo vivirán los hombres el desamparo? ¿Sentirán también esa necesidad de alguien que venga a rescatarlos, una princesa a caballo, veloz y bien armada que llegue en el momento preciso y los arrebate de la presencia enervante de ese negro grande, que camina raro y mira insistentemente?

Una lágrima esta a punto de escapársele por el borde del ojo. Siente la angustia.

No hace mucho que descubrió la angustia. La angustia es el precio de ser uno mismo, dice una canción. La angustia de decidirse, de romper, de lanzarse sola a la vida, de hacer daño inevitablemente. Y ahora descubre la angustia del desamparo. Todos los días se aprende algo nuevo.

Esta es la angustia del perro callejero, libre y feliz, que no tiene quien lo proteja de las escobas de las señoras que odian a los animales feos y sarnosos, del cocinero que prefiere guardar la comida para el cerdito que va a merendarse en fin de año, de los perros más grandes, más fuertes, agresivos, perros decididos con corazón de lobo. ¿Serán felices los perros callejeros?

Otro carro pasa por su lado sin que la angustia y los deseos de compadecerse la hallan dejado verlo a tiempo para hacerle señas. Ahora se siente casi suicida. El negro está bien cerca y las preocupaciones anteriores por su cadena de oro, los 6 dólares del monedero, han sido sustituidas por el deseo, casi, de ser lastimada. A ver si le pasa algo. Él se va a reprochar, va a pensar «esto no habría pasado si yo hubiera estado disponible, si no hubiera roto con todo tan definitivamente». Él va a pensar «no puedo perdonármelo».

Los pensamientos oscuros ahora sí le arrancan una lágrima y hasta dos. El negro está llegando hasta su altura. La alcanza. La mira bien directo. ¿Se siente mal? pregunta, con su manera rara de caminar y su camisa sospechosa, ¿la puedo ayudar en algo?

Mujer ridícula. Se sopla fuerte la nariz y sonríe, las lágrimas siguen cayendo ahora sin medida, pero sonríe y le dice, gracias, no se preocupe, es el divorcio. Y las guaguas.

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El negro sonríe también. Bueno, no hay que dejarse abatir. Lo de las guaguas no tiene remedio, lo del divorcio no sé, pero… No se le ocurre ninguna frase de consuelo y se ríen los dos. La angustia cede. El desamparo también. ¿Cómo sentirse desamparada con ese negro grande caminando al lado de ella?

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Haydée Sardiña de la Paz

(Villa Clara, Cuba, 1966)
Narradora. Tiene publicados tres cuadernos de relatos: Historias de Amor y fastidio (2007); Recortes del paraíso (2009); Fosforera Bill y otroscuentos (2010). Sus textos han aparecido también en revistas y antologías.


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