épicas del sur

Por no querer caldo, Kenia Rodríguez Poulot

Por no querer caldo, Kenia Rodríguez Poulot

Nuestra querida escritora Kenia Rodríguez Poulot nos obsequia el minicuento, «Por no querer caldo», que lo disfruten. Café Naranjo está muy agradecido que los queridos lectores compartan nuestras publicaciones.

Por no querer caldo.

Siempre sentí respeto por los trenes. Desde pequeña escuché un montón de historias, pero agotados los boletos en autobús, sólo me quedó esa alternativa. El avión no está ni a mi alcance, ni a mi gusto. Ya sé que es el medio más  rápido y seguro, incluso  para morirse. De manera que puse pensamiento positivo y abordé. Todo lucía normal, los empleados, impecables. Coloqué el maletín en el guarda paquetes encima del asiento, por suerte me tocó ventana, al menos podré disfrutar del paisaje con tranquilidad. A mi lado se acomodó un señor nonagenario que su único  mérito durante el viaje fue roncar. Salimos en hora (9.00 p.m.) de Santiago de Cuba. La ferromoza, que lucía como maniquí de vidriera con aquel uniforme extremadamente ajustado, nos dio la bienvenida. Habló, entre otras cosas, de las paradas, la hora de llegar, que los menores debían ir acompañados al baño y que cualquier inquietud le informáramos. Pasada una hora vendieron una merienda barata a los pasajeros. Los  refrescos estaban calientes y las pizzas frías, no se podía pedir más por ese precio. Pronto percibí que el aire acondicionado a penas enfriaba. Le pregunté a la amable ferromoza y me dijo, como si yo no supiera,  que el país vivía momentos difíciles, la falta de presupuesto, el bloqueo, la crisis mundial. En fin, y la cara dura de algún que otro dirigente, pensé. Un triste bombillo fue la única luz que hubo en todo el coche. Estuve a punto de volver a preguntarle a la aprendiz de maniquí pero vino a mi mente el interminable período especial, la escasez de recursos, el hueco de la capa de ozono, la ineptitud de la ONU, las decisiones del pentágono etc, etc, etc. Todo transcurría en total penumbra, acogedora solo para las pequeñas cucarachas que deambulan de un lado a otro en busca de alimentos, colándose en bolsos y maletines para luego reproducirse en nuestras casas. 

Ya a las once de la noche, aburrida por no tener con quién conversar, el sueño me venció.  Desperté a eso de las tres de la madrugada por un gran alboroto. Mi compañero de asiento no se dió por enterado. Cerca de Camaguey, un hombre se lanzó del tren en plena marcha, como todo un ninja, y con un gran maletín negro a cuesta. Miré hacia arriba y no vi mi equipaje. Busqué con más detenimiento pero nada. Vinieron las autoridades, tomaron declaración de mis pertenencias, mi dirección y dijeron que me avisarían en caso de encontrar al malechor. No derramé una lágrima. Un nudo en la garganta mantenía mi respiración entrecortada. Perdí el habla durante largo rato. Al menos me quedaba el consuelo de tener mis documentos personales y el dinero en mi bolso amarillo de mano. Un fuerte dolor de cabeza me hizo tomar las tabletas de la presión.  Era mi primer viaje a la Habana y venir a sucederme algo así. Me sentí angustiada, lo mejor de mi clóset iba en ese maletín, sería muy difícil volverme a hacer de unos buenos trapos.

Por si fuera poco empezó a llover, lo cual no hubiera sido un problema de no ser por las inesperadas filtraciones del techo. Traté de esquivarlas hasta que recordé que traía una pequeña sombrilla en el bolso. No lo pensé dos veces. Lo mismo hicieron otros pasajeros. Fue un espectáculo hermoso, digno de un filme de fantástico. Miré al estirado maniquí y encogió los hombros con inocente sonrisa.  Al cabo de una hora escampó afuera, porque adentro las goteras continuaron. Durante la travesía, en las correspondientes paradas, cada vagón era invadido por una  avalancha de vendedores con tentadoras ofertas y singulares pregones, promocionando sus productos. Casi que corrían por los pasillos para aprovechar los escasos minutos de estancia del tren en los pueblos. Compré unas barras de guayaba, turrón de coco, cremita de leche y hasta un pedazo de queso. Comí todo lo que pude, solo paré de masticar cuando sentí un ligero dolor de barriga.

 Para nuestra desgracia, el tren atropelló a una res y al parecer  provocó algún desperfecto que arrastramos hasta Santa Clara, allí nos hicieron bajar para repararlo. Tuve un mal presentimiento, no debí montarme nunca en ese artefacto. Al cabo de dos horas el tren regresó con tres coches diferentes, uno de los cuales  era el mío, por supuesto. Y yo que pensé que la situación no podía empeorar. Al menos en el coche anterior los asientos eran de esponja rota y vinil. Estos eran de madera y las ventanillas no tenían cristal. Faltaban unas horas para llegar a La Habana y el pronóstico era reservado. El tren tomó velocidad.  Un viento desalmado sacudía nuestros rostros como brazo de  boxeador en plena discusión del oro olímpico.

Mi vecino de al lado seguía dormido, al punto que puse mi dedo debajo de su nariz para comprobar si respiraba. Ya sería el colmo que al anciano se le ocurriera morirse justo a mi lado. Cerré mis ojos por largo rato, traté de dormir pero no pude. A esas alturas, de los baños emanaban todo tipo de olores desagradables. Pero cuando el mal es de lo que ustedes saben, no queda más remedio que  hacer lo que hay que hacer. Por más que lo evité, un fuerte dolor de barriga me obligó  a dar del cuerpo, como decía mi abuela. Al parecer, alguien perdió la puntería y la taza estaba cubierta de heces. Se me quitaron las ganas, en cambio, de mi estómago brotó un torrente con toda la chatarra que comí en el viaje. Quise enjuagarme la boca y para mi sorpresa, no había agua. Salí disparada como flecha. Cuando llegué a mi puesto no vi el bolso. Le pregunté al bello durmiente de al lado, quien al fin se recuperaba de su sueño, pero hizo un gesto de negación con la cabeza.  Lo informé al objeto semidecorativo y una joven en un asiento detrás del  mio dijo haber visto algo amarillo salir volando por la ventanilla. Sin dudas era mi bolso. Sentí un fuerte dolor en el pecho, me desplomé al piso y no supe más de mí. Vinieron los paramédicos pero ya era  tarde. 

– Es un infarto. No hay nada que hacer.

Me llevaron a un hospital en Matanzas y avisaron a mis familiares  la novedad.

– ¿Pero por qué a ella que era tan buena? Hay que darle sepultura en su natal Santiago_Dijeron mis parientes entre llantos y gritos.

No me extraña la falta de originalidad de mi familia, todos los muertos son buenos. Estuve dos días en congelación hasta que llegó mi parentela a disponer regreso y  funeral.

– Tenemos que llevarla en tren, no hay dinero para avión. Además, nunca le gustaron las alturas.

Volví a sentir dolor en el pecho. Esta gente quiere que yo me muera otra vez. Saqué la cabeza del ataúd y grité:

– En el tren no, por favor. 

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Por no querer caldo, Kenia Rodríguez Poulot.

Kenia Rodríguez Poulout.

Natural de Santiago de Cuba, Cuba, 1972.

Escritora de poesías y cuentos. Miembro del Taller Literario Félix Rodríguez Carralero del Proyecto Cultural Arte XX. Punta Brava y del Taller Literario Municipal de La Lisa, Sindo Garay, forma parte del Café Naranjo.

Ha participado en numerosos festivales y eventos literarios en Cuba, recibiendo numerosos premios y menciones.


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