(Luna del amor inolvidable de Giraldo Arce. Cuarta entrega.)
(El padre de él)
Ese muchacho siempre tuvo mucha suerte con las mujeres. Su primera esposa es una gran mujer. La morita es una gran mujer, y ahora estaba con esa muchacha que prometía ser una mujer excepcional también.
Siempre fue un niño sensible; padecía al ver el sufrimiento ajeno. Y creció con la mirada triste. Pero ahora lo estaba viendo, por primera vez desde que murió la madre, alegre todo eltiempo, todo el tiempo sonriendo.
(La esposa del padre)
Se notaba que ella era una buena muchacha; pero yo le había tomado mucho cariño a la mora, y me costaba mucho aceptarla. La mora estaba sufriendo, y yo sentía como una traición hacia ella recibir y atender a su rival en mi casa.
Cada vez que estaba a solas con él le hablaba de la mora. Le recordaba lo buena que había sido, con la esperanza de que recapacitara. La verdad es que lo veía como un ingrato; usted no sabe las cosas que hizo esa morenita por él. La pasión, la entrega total, el sacrificio. Él agachaba la cabeza, me oía toda la perorata, y al final me decía:
— Es que la tengo metida en la sangre.
Yo creo que había algo de atraso en eso. Por lo menos ella tiene una tía medio santera, y aquí lo que más camina es la brujería.
(La tía médium)
Nací con esa gracia. Hay un muerto que me lo dice todo. Un negro cimarrón que murió en el monte solo, con el grillete en el pie derecho. Fíjese en esta llaga…, aquí, debajo del tobillo. Ahora está seca, pero no se me curaba con nada. Fui al médico millones de veces, mejoraba un poco; pero en cuanto dejaba de untarme los ungüentos volvía a supurar.
Fui a ver montones de santeros que me mandaron sacos de remedios, yerbajos y oraciones. Pero nada; aquello iba de mal en peor. Entonces me dijeron que fuera a Guantánamo, que es la mata de la brujería en Cuba, y tuve la suerte de toparme con una gente seria.
Mira como me erizo…
— Aquí tú no tiene que pagána, mi yina — me dijo el muerto—; tú tiene que desenvolví, jume. Tiene que abrí e trillo pan que tu negro santo salga a trabaja. Y me pasé un mes aprendiendo lo mío. Después de eso, cada vez que me da picazón en la llaga tengo que hacer una misa, montar como se debe y dar caridad —porque al cimarrón lo que le gusta es ayudar, especialmente a la gente que se siente sola.
— Ja… qué va, por cuanto. Si es verdad que usted no va a poner el nombre de nadie le cuento un secreto.—
Si yo hubiera tenido poder para amarrar, ese mango me lo hubiera comido yo. Ese fulano me gustaba un mundo. De verlo nada más se me ponía la carne de gallina.
— No. No es que sea tan lindo ni cosa que se parezca; es lo machote que es. Me encantan los hombres seguros de sí mismos, orgullosos. Y cuando la mora me contó lo buena hoja que era se me hizo la boca agua, la verdad.
(La abuela de ella)
Cuando regresaron del campo ya el mal estaba hecho. La tenía bobita. Figúrese usted: él, un gato viejo, lleno de picardía, que les había pasado el cepillo a cincuenta mujeres; y ella, casi una niña, sin malicia, que solo había estado con el faino ése —buen muchacho, pero zonzo— que parece que nunca la había sacudido como se debe, no sé si me entiende. Un abuso. La noche entera en aquello. La noche entera. Por las mañanas, de madrugada, ella salía a rastras para el trabajo. Menos mal que el día libre se lo pasaba durmiendo. De no ser por eso, la mata. Si ella hubiera tenido que trabajar todos los días, la mata. No se cómo pudo resistir tanto tiempo.
No sé, no sé…
(Ella)
La primera noche en casa nos acostamos como a las diez. Yo era un saco de nervios. Los frijoles me quedaron duros y salados. No los había echado en agua el día anterior —porque estábamos en el campo— y me dio pena pedirle dinero para comprar un pedazo de carne o unos huevos. Tal vez fue que le eché la sal antes de tiempo. También hice arroz y chatitos, y había ensalada de tomate o de lechuga, no me acuerdo bien.
Tenía la cabeza hecha un lío. Dejó los frijoles en el plato y me dijo:
—Guárdalos, por si vienen los yanquis.
Como me lo dice serio, me pongo más nerviosa todavía. Las vecinas venían a preguntarme si era verdad que me había casado de nuevo, y se descogotaban mirando hacia el cuarto, tratando de verlo para salir con la nueva y hacer comentarios.
Usted sabe ya como es el barrio. Todo el tiempo me decía a mí misma: no puedes meter la pata, no puedes fallar de nuevo. Todavía no estaba segura. Todo el tiempo con esa idea fija en la cabeza.
Mientras estuvieron pasando el discurso en la Televisión, la casa estuvo llena de vecinas, y las jodedoras preguntando:
— ¿La tiene grande?
— ¿Es buen palo?
— ¿Te trata bien?
Y todas esas cosas. Este no es un barrio de gente recatada, de gente culta. La mayoría de las mujeres lo primero que preguntan son esas cosas. También hay muchos machistas,que por cualquier cosa le caen a tranca a sus mujeres.
No les respondía. No por hacerme la fina, sino porque no me gusta hablar de lo mío. Y le cuento todo esto, porque usted tiene fama de discreto y porque dice que amores como el de nosotros nunca debieran destruirse. Y porque creo que es verdad eso que usted dice que dijo el francés ése, que uno no sabe que está amando cuando está amando, que esto puede servir de ejemplo para que el que tenga algo así lo cuide. Solo por eso. Creo que, si yo hubiera leído una historia como la nuestra, lo hubiera pensado mucho. No me hubiera dejado llevar por el orgullo.
La verdad de la verdad es que nunca me he sentido igual.
— Ajá. Sí, en cuanto empezó la musiquita de la telenovela brasileña, salieron como flechas para los televisores. Esas novelas tienen cosas bobas, pero en el fondo tocan asuntos que a uno le han pasado. Fíjese que viendo la de Garibaldi una pila de veces se me humedece la mirada. Porque él era de anjá, y lo sigue siendo. Observe cómo mira a las mujeres; no tiene que ser tan bonita para llamarle la atención. Cualquiera, la más común, que sea normal. Vea como pone enseguida los ojos de fiera golosa, de pantera al acecho.
— Sí, sí; ya sé que estoy dando vueltas, pero es que me da pena contar esas cosas. Pregúntele a él, y luego yo le digo si es verdad o mentira lo que diga, ¿de acuerdo?
(Él)
La telenovela empezó tarde y las mujeres se fueron corriendo. La abuela de ella salió, con su cara avinagrada, detrás de las vecinas. Nos quedamos solos. Cuando la sentí colocando un banquito detrás de la puerta —para que la vieja empujara y entrara a su regreso— me quité la poca ropa que llevaba encima. Lo recuerdo como si estuviera pasando ahora mismo; puedo decirte todo, menos las idioteces que estaban diciendo por la radio.
Ella tenía un VEF-206 hecho leña, en el que podías oír la hora a pesar de los silbidos, y la parlanchina emisora local, que entraba fuerte y claro. La calle estaba silenciosa y los perros descansando, para formar tremenda bulla cuando se termine la novela y las mujeres salgan peleando porque la cortan en el momento en el que va a pasar algo importante. Si hago un esfuerzo te digo las rendijas que hay en las paredes y recuento, uno por uno, los agujeros que tiene el techo de cinc viejo, oxidado, justo encima de la cama. La cama está sobre la superficie cuarteada de lo que alguna vez fue un piso de cemento pulido, y el resto del piso es de tierra.
Puedo ver el fogón Pike, de kerosén, adosado a la pared del fondo, que da para el patio del gordo, y el tabique de cartón prensado ruso, delgado, que separa esta habitación de la otra, donde duerme la vieja. La puerta que da al patio interior está cerrada por una cortina raída —los ladrones no tienen nada que buscar en este rancho— y el escaparate, de cartón ruso también, tiene un aspecto lamentable.
En medio de toda esa pobreza, la presencia de ella resalta como un brillante en un basurero, como una estrella única en un cielo totalmente oscuro. Su apariencia de mujer robusta desaparece cuando se desnuda y viene a acostarse a mi lado.
Tiene esa sensualidad de las modelos de Rubens y me entrega con mansedumbre su boca fresca y jugosa. Hasta ese momento, habíamos hecho el amor varias veces el mismo día, allá en el campo, pero es la primera vez que nos vamos a hundir profundamente en la vorágine del sexo. No tenemos prisa. Vamos a estar intercambiando besos y caricias demoradas hasta que se termine la telenovela y los perros comiencen a ladrar furiosamente, como para estar a tono con la algarabía que forman las mujeres.
Ella está ardiendo de deseo, pero nos seguimos besando y acariciando en silencio, desde que sentimos el ruido de la puerta al abrirse, el chasquido del pestillo y los pasos de la vieja. Las voces que se alejan.
(Ella)
Es verdad. Estuvimos en eso hasta que sonó el despertador. Me pasé todo el día cayéndome de sueño. Menos mal que mis amigas me cubrieron, y dormí un par de horas en los bancos del baño donde tenemos las taquillas, que es un poco más amplio que esta sala. Pero lo más curioso de todo esto es que me pasé toda la jornada pensando en él, loca porque el turno se acabara, y cuando llego a la casa cerramos la puerta y comenzamos de nuevo.
Mi abuela me dejó un recado que se iba para la casa de una de mis tías, y me alegró mucho saberlo. Como a la una nos dimos cuenta de que no habíamos comido y me levanté y le hice un saladito y le colé un trago de café. Él estuvo todo el tiempo besuqueándome, tocándome, y en cuanto comió nos tiramos a la cama. Yo me sentía la mujer más hermosa del mundo. No porque me lo dijera, que me lo decía, sino por ver cómo me miraba, sentir sus caricias, y porque me parecía insaciable, parecía no tener fin su deseo.
(El rey de la hendija)
Nunca me había fijado en esa casita. Mi cráneo era la blanquita de un negro gordo que vivía en la otra esquina. El tipo la obligaba a mamar, porque ella se notaba que le tenía asco, y luego la ponía en cuatro, en el borde de la cama, y se la encajaba. Ahí quedaba de frente al hueco, y yo me reventaba, mirándole el sufrimiento —porque estaba claro que lo de ella era por interés: el prieto ese tenía plata. Mucha plata.
Ya usted sabe que hay un burujón puñado de mujeres casadas por interés. Entonces yo fantaseaba que ella sufría porque no estaba conmigo. Cuando ella se le fue al negro, yo creía todo eso, y le dije, el día que me la topé:
— Ahora podemos ser felices.
Ja ja ja. Y ella se asustó y se apartó rápidamente de mí, mirándome como si yo estuviera loco. Pero loco en verdad me dejaron estos dos. Me había sonado un par de pajas con mi blanquita y venía de regreso cuando los oigo. Era bastante tarde, no había nadie a la vista, y la rancha tenía como mil hendijas… o tal vez más.
—Rendijas le dirán ustedes; aquí todo el mundo le dice hendija. Entonces busco la que me dé una vista mejor. Y saco el rifle. El tipo la tenía madurita, pero no se la metía; con un par de movimientos de la mano le solté el primer disparo. Iba a guardar, cuando el hombre se la encaja, y ella se vuelve loca. Nunca había visto una nena tan enferma (después le di hendija con otro, cuando se jodió la relación esa, y ya no era lo mismo). Se
me puso tieso el AK, y me soné otra; si usted lleva la cuenta, era la cuarta de esa noche. Para no alargar la historia, me rallé tres más y me fui. Si me quedo allí, me matan. Como a diez cuadras todavía me parecía oír los resoplidos del tipo y los llantitos de ella.
(La abuela)
No debiera hablar con esa gente. Ése es un delincuente, un descarado, un mira huecos, un pervertido. Usted tiene que hablar con la gente seria y honesta, las mujeres de su casa, los hombres de respeto. No con la chusma, y menos que menos con el loco e mierda ése, que es peor que el hendijero.
(El loco)
Esa vieja es una desguatada del culo. Desde el principio hablando mierda de los muchachos. Como si ella fuera una santa. Pregúntame cómo era. Dale: pregúntame, pregúntame, pregúntame…
— Más puta que las perras. Que no me haga hablar, que no me ande jodiendo. Se templó cuarenta, cincuenta, sesenta, cien tipos; mil, dos mil, tres millones de tipos. Ahora dime que por culpa de ella se separaron, y lleno este bolso de piedras y le arremango cuarenta, cincuenta, sesenta, cien piedras por el fotingo. Dale: dímelo, dímelo, dímelo…
(La vecina de al lado)
No. Ella no tuvo nada que ver. Es verdad que se pasaba todo el tiempo criticándolo, diciendo barbaridades de él y diciendo que la nieta era una faina. Pero con todo y que él no tenía un trabajo fijo, todas las mujeres jóvenes la envidiaban. Ella estaba feliz, y eso es raro. Aquí todo el mundo vive en la sufridera, que si falta esto, que si la electricidad es una desgra cia, que si el agua, que si el aceite. Y no le voy a decir que estamos bien, porque todo el mundo sabe lo jodía que está la cosa; pero con todo y eso, uno puede vivir sin tanta amargura en el alma.
Ellos estaban en el cielo. No tenían que decirlo. No se deje llevar por los comentarios. Aquí lo que sobra es la envidia. Si tienes dinero, si no te falta la comida, si tu sobrina es jinetera, si tienes un pariente en la grande. No digo yo la felicidad.
(El jefe de Sector de la policía)
Unos parientes de ella hicieron una denuncia. Que era un vago habitual y hacía negocios ilícitos. Mandé a un agente a que hiciera una averiguación. El hombre se pasaba todo el tiempo leyendo o escribiendo. No daba escándalos ni se le veía con dinero.
Teníamos muchos problemas serios en los que ocuparnos — tráfico de drogas, hurto y sacrificio de ganado mayor, robos con fuerza —y a pesar del esfuerzo, de que no había semana en la que no agarráramos a tres o cuatro, la cosa seguía. Y todavía sigue. De manera que me olvidé del asunto. A fin de cuentas, tampoco había tanto trabajo disponible, y ya era una buena noticia eso de que alguien sin empleo no estuviera metido en problemas mayores.
Después supe que de tarde en tarde hacía algún negocio ilícito, pero si usted encierra a los que compran o venden objetos de dudosa procedencia, va a tener que hacer más cárceles que edificios de apartamentos.
(La jineta exitosa)
Todo el mundo habla de lo templones que son. Ella tiene su carácter, es medio celosa, y no me atrevo a preguntarle. Estuve con un sueco, y el tipo se hace el más sueco que nadie, me da veinte dólares y si te vi no me acuerdo. Me decepciono mucho. Luego me empato con un pepe y me pasa lo mismo. Me doy cuenta de que no soy muy buena en esto, y trato que alguien me enseñe. Entonces veo a mi socita, la tortillera que usted conoce, porque todos dicen que ellas saben mucho, pero ella me dice:
— Aquí en el barrio el hueso es el hombre.
Me lleno de coraje, porque no tenemos confianza, y voy y le pregunto. Él me mira con extrañeza y me dice:
—Lo que más le importa a un hombre es sentirse el macho más duro de la tierra.
—Y eso, ¿cómo lo consigo?
Me da una clase teórica, pero estoy tan insegura que me parece que se me va a olvidar. Le pido que me dé una clase práctica. No es que yo sea tan putona, como ahora dice la gente, ni que estaba loca por acostarme con él. Le juro por lo más sagrado que lo que yo quería era ser una fiera en la templadera.
Eso fue en las ruinas de aquel kiosco. Había unos curdas alcoholeros mirando. Alguno seguro que se fue de lengua, porque esa fue la única vez que hablé con él en público. Fíjese que lo primero que me dice es que ella no puede enterarse. Y yo le digo:
—Okey; no se va a enterar.
Y lo segundo fue:
—Tienes que buscar un cuarto lejos del barrio.
Y estoy de acuerdo. Quedamos en vernos pasado mañana en el parque, a eso de las nueve y media. Ya es ese día, le digo donde es la cosa, y él:
—Espérame allí; en media hora estoy contigo.
Porque se cuidaba mucho, la verdad. Y yo lo estoy esperando, esta es la casa de una amiga que ahora me pide la cabeza — quería que le diera dinero cada vez que me la encontraba por ahí, como si una fuera millonaria, como si los favores de un día hubiera que agradecerlos toda la vida—. Bien, ella nos deja solos. Entonces él me sorprende diciendo:
—Lo primero es la imaginación.
Y me pone a imaginar con mucha fuerza que él es el hombre de mi vida, que esta es la única vez que estaremos —porque supuestamente se va para una misión en el extranjero—, y yo tengo que hacer de este encuentro algo inolvidable —de manera que tengo que fantasear todas las caricias que le haré— algo único. Y así es como entro en el juego, me pongo a imaginar todas esas cosas, y me voy calentando. Pero no lo suficiente.
De eso nadie me habló nunca. Todo lo que me decían era de mamar así y asá, de formar la gritería, de decirle al fulano qué rico, papi; qué dura la tienes, mi vida, y ese tipo de cosas. Pero nada de nada de fantasía o de imaginaciones, nada de eso. Todo el santo día lo pasamos en aquello, y a cada rato él me tocaba los bembos, me introducía la punta del dedo, y se decepcionaba porque yo no estaba húmeda. Al final me dice:
—Sigue practicando sola. Cuando te mojes de pensar en lo que haremos nada más, me avisas. Pásate la mano por la cabeza, cuando me veas, y luego ven a esperarme donde mismo. Tenía ese tipo de misterio, para que ella no llevara carta. Me gustó eso de tomar las clases en serio y no tratar de aprovecharse. Me pasaba todo el tiempo tratando de concentrarme. A los tres días, por la mañana, en la cama, me puse a imaginar todo aquello, como lo besaría, como se la iba a chupar, como me la iría metiendo de a poquito. Y primero los pe pezones se me pusieron duros —ahí cierro los ojos y sueño despierta como se me prende de ellos a mamar como un niño— y lo veo en mi mente, arriba de mí, y luego soy yo la que está encima, en todas las posiciones que me sé— y cuando me toco estoy ensopada, y empiezo a llorar de alegría.
(El curda)
No, eso es un cuento. Si la muchacha se enteró, fue por boca de otra gente. Me acuerdo del día en el que esa putica estaba conversando con él. Ya él tenía fama de templón y lo más natural del mundo era que alguna se pusiera para su cartón. Lo asombroso es que, con lo putas que son la mayoría de las nenas del barrio, ninguna se hubiera puesto. Dígale que no se haga.
(Ella)
Yo lo celaba mucho. Era una perra celosa, pero él siempre me decía que yo nunca daba en el clavo, que me dejara de tanta bobería.
No. Nunca me enteré de que estuviera con alguna jinetera. La que de verdad vacilaba era a una sobrina de la flaca de la esquina, que vive en la otra cuadra. Esa si le gustaba, se quedaba bobo mirándola. Esa sí le gustaba; pero, como le dije, se quedaba mirando fijo a toda mujer que estuviera más o menos.
Y cuando lo sorprendía en eso, soltaba la risa y me decía:
— Soy macho, ¿no? Si no te cuadra que lo sea puedes buscarte un maricón; seguro que no te dará ese tipo de disgusto.
(La jineta exitosa)
Hice todo como me lo dijo. Nos vimos en el parque y me dio dos horas para que lo esperara trabajando el imaginario… Ay, mijo: cuando llegó me corría la babita por los muslos. Ahí me enseña cómo tengo que mirarlo, cómo tengo que ir desnudando a los tipos, de manera que eso los vaya desquiciando. Y hasta como tengo que apartarme el pelo de la cara, la manera de dejar caer las pestañas. Una pila de detalles.
Vaya, que ese fue el primer gran palo de mi vida. Y luego, la manera de succionar los pitos, con calma, sin cambiar bruscamente el ritmo, prohibiéndome decir obscenidades o gritar por gritar —más bien gemir bajito, concentrada en lograr que el tipo sea el que goce. Y un montón de cosas más que pocas mujeres tienen en cuenta, como eso de cerrar los ojos al final, y ponerse a pensar que una está en el mejor sitio del mundo, que estás a punto de cumplir el mayor de tus sueños, el más ardiente deseo.
Según él, con eso pones cara de felicidad. Y no hay cosa más importante para un hombre que eso de hacer feliz a una mujer en la cama.
Creo que él llegó dos veces; no sé cuántas veces me vine. Lo último que me dijo fue que no aceptara dinero la primera vez. De ninguna manera. Y que mirara con tristeza al pepe, cuando me tendiera los dólares, y me alejara con los hombros caídos. Me aconseja, además, que en la primera oportunidad me comprara ropa decente, a la moda, pero no tan escandalosa, no tan de puta.
Y así lo hice. Probé con un tembo macetón del barrio y lo dejé loco. Si tenía alguna duda, ahí se me borra de la mente. El hombre es un bárbaro, la verdad. Pero no me quiso prestar los libros. Después del puro, un blanco casposo igual que los suecos, nunca me ha faltado nada. Siempre tengo algún pepe babeado, un par de jefazos lloriqueando por echar un polvo, como dicen los españoles, y tres o cuatro gigolós bonitillos persiguiéndome.
Pero soy agradecida. A cada rato le regalo unos duros, veinte o treinta, porque nunca más se acostó conmigo —y la única vez se puso par de condones, que yo sabía que era para no enfermarla a ella. Sabía que la quería con el alma, de eso puedes estar seguro; esa era la mujer de su vida. Y me duele mucho que le pasara eso… tal vez por mi culpa. Quizás ella se da cuenta al verlo cada rato con dinero. Así es la vida. Así es la vida, carajo.
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