Luna del amor inolvidable de Giraldo Aice. Tercera entrega.
Capitulo 3
(La gran felatriz)
Me busqué un manguito para darle celos y hacerlo volver. Eso es algo que generalmente funciona con los hombres. Es como una regla; pero él era la excepción. Pareció alegrarse mucho, y se fue del trabajo y de mi vida sin protestar, dejándome, de contra, los contactos que tenía para vender las piezas que sacábamos por fuera.
(El gordo del fondo)
El cuarto de ellos daba para mi patio. Con el primer matrimonio de ella nunca sentí la tentación de asomarme a las rendijas. Ese debió ser un matrimonio tan aburrido como el mío; pero cuando se juntó con él las cosas cambiaron.
Como a las diez de la noche del primer día comenzó el jaleo.
Los dos resoplaban como una yunta de bueyes bebiendo en un estanque con el agua sucia. A medianoche ya ella estaba gimiendo, totalmente enloquecida. Entré como una fiera en mi casa, y la flaca de lo más extrañada:
—Eh, qué te pasa, tú.
Pero entró en calor y lo hicimos como en los primeros tiempos. Yo, más loco que ella.
Cuando descubrió como me encendía, se puso perra. Estuvo una semana sin hablarme, pero la fui ablandando, hasta que aceptó oírlos una noche —y se asomó a darles hendija y todo.
Yo estaba sentado en una silla, debajo de la mata de mango, esa de allí y la flaca vino volando, me abrió la bragueta y se prendió a chupar como una demente. Ya se había contagiado con el virus.
Mira que yo la había toreado para eso, diciéndole que eso es normal, que todo el mundo lo hace. Hasta le enseño revistas porno y todo, pero nada. Pero esa noche la flaca cambió totalmente de mentalidad. Usted la ve con esa carita de mosquita muerta ahora, pero de noche cambia, es otra. Ahora hacemos todo lo posible para gozar lo más que se pueda. La vida es una sola, ¿no es cierto?
Y nos va muchísimo mejor desde que aprendimos. Todo eso se lo agradezco al hombre, aunque nunca se lo diga.
(La flaca)
Mi marido es un charlatán; no le haga mucho caso a lo que diga. Siempre inventa cosas.
(El envidioso)
Esa es una relación que iba a terminar mal. Ningún hombre normal puede estar la noche entera dale que dale. Tal vez se drogaba. O tomaba viagra. O se había comido un camión de picha de carey. A mí no hay quien me joda; ahí pasaba algo extraño. No tengo dudas; algo raro. Un día se sabrá.
(La vieja de al lado)
No le ande preguntando al comedor de caca ese. Es un envidioso. Un cornudo e mierda que todas las mujeres lo dejan. Un mamalón. Un faino que siempre vive cogiéndole defectos a
la gente y no se mira la tranca en el ojo.
(El tío mayor de ella)
Fue un cambio tremendo. Como vivir al lado de una familia de mudos y que de pronto se te muden unos negros bullosos,con un equipo grande y poniendo los bongoseros a toda mecha. No sé si me entiende: cuando se juntaron ya no me dejaban dormir. Yo dormía en este cuarto, como a tres metros y pico del de ellos, y hasta acá llegaban, claritos, los resoplidos y los gemidos de ella y los resoplidos y los como rugidos de él. Un par de locos, la verdad.
Pero luego no me molestaba. Estaba contento de que alguien al menos supiera gozar; nunca tuve esa suerte. No de esa manera. Me dormía oyéndolos y tenía sueños lindos, donde estaba con mujeres bellas y sensibles. Cuando pasó lo que pasó y se dejaron, de madrugada me despertaba asustado, como si me hubieran robado algo. Algo valioso, ¿comprende?
(La morena)
Fue una temporada tremenda. Él era algo así como un filósofo, todo el tiempo pensando. Escribía algunas cosas que yo no entendía muy bien, sobre el bienestar de todos, la palabra mágica, la combinación para abrirle el corazón al mundo, cosas por el estilo. Pero nada de eso me importaba. Lo importante es que cada día me gustaba más, y siempre estaba haciendo el amor, siempre estaba dispuesto a hacerlo.
Mi familia me criticaba. Mis amigas me criticaban. Mis vecinas me criticaban. Todo el mundo me criticaba, pero a mí eso no me importaba.
Me despatillaba en la calle, comprando y vendiendo de todo, y era feliz cuando conseguía lo suficiente para hacer una buena comida para los dos. Pero lo mejor era para él, mi gran pensador, mi gran templador. A veces solo alcanzaba para él, y se lo daba.
(Él)
La mora es una tipa fantástica. Nunca me hizo sentir avergonzado por estar sin empleo. Y nunca sentí el menor remordimiento por ello. Debo aclararle que el ocio me hizo voltear la mirada a mí alrededor y quedé espantado.
Todo el mundo, la mayoría, para ser más exactos, corría alocadamente de un lado para el otro en un trajín interminable para completar los alimentos del día. Nadie pensaba en el mañana.
Pude mirarme en ese espejo, y me vi envejecer en esa agonía espantosa, agonizar en una vejez precaria, y morir finalmente sin haber disfrutado de las pocas cosas buenas que tiene la vida.
Era, y lo sigo siendo, demasiado ingenuo para intentar una carrera política y, desde las alturas, hacer el esfuerzo necesario para de algún modo mejorar la vida, de manera que todos —o por lo menos la mayoría—, envejecieron con calma, sin tanto estrés, y murieran satisfechos de haber vivido a plenitud.
Se me ocurrieron montones de ideas, todas irrealizables, y terminé por aceptar que, a fin de cuentas, no bastaría con transformar el estar siendo del país; que había que transformar el mundo.
Pero el panorama general se hace más desolador, si cabe, y el problema se agudiza, alcanzando el máximo de complejidad. Para lograr una prosperidad mayoritaria —no me atrevo a soñar con la absoluta— se requieren ciertas premisas básicas: la paz, la concordia, el entendimiento, la solidaridad, la responsabilidad, el respeto mutuo, el sentido de pertenencia a la especie; en fin, todo lo que por regla parece faltar en las relaciones humanas.
Escribí montones de borradores de carta a los gobiernos de todo el orbe, que terminaron en la letrina.
Desde la creación de las Naciones Unidas los estados se divierten mucho en reuniones cumbres, foros internacionales, debates regionales y otras majaderías. En pomposas declaraciones finales dan cuenta de la serie interminable de magníficos acuerdos que toman y que pocas veces llegan a cumplir. Por eso es que me olvido de ellos y me concentro en los pueblos.
Tenía los precedentes clásicos: la Ilustración Francesa, el Marxismo y sus textos, incluso Nietzsche con sus escritos, todo ese bagaje de obras y pensadores que con sus palabras propiciaron, para bien o para mal, cambios significativos en el estar siendo de la humanidad.
Ante mí se levantaba, por añadidura, una dificultad mayor: debía encontrar una fórmula mágica, para decirlo de alguna manera, en la que mis postulados no sirvieran de pretexto para generar cambios brutales y sangrientos.
(La hermana menor de la mora)
Él era un oportunista descarado, un mal ciudadano, un gigoló. Un individuo apático a las reglas de nuestra sociedad. Nada más pensaba en sí mismo. Y a mi hermana nada más la quería para templar y vivir a costa de ella. Me cansé de decírselo; pero, la pobre, estaba ciega. Por último, fui a la policía y lo denuncié por vago, vividor y trapalero y por escuchar emisoras extranjeras. Pero no sirvió de nada; lo dejaron hablar. Y el que lo deje hablar, se jode.
(La mora)
Me enseñó a hacer el amor. Hasta que lo conocí, yo me dejaba poseer y fuera. Te dije que quería complacerlo en todo.
Muy pronto me di cuenta de que le encantaba la felación y, aunque al principio no me gustara tanto, comencé a hacerlo para verlo disfrutar, y terminé enviciándome. Después eso fue como un ritual: me esperaba desnudo y con las piernas abiertas, acostado en el centro de la cama, y yo trepaba como una gata, avanzando lentamente, hasta que mis rodillas estuvieran a la altura de las suyas, colocaba las palmas de mis manos a ambos lados de sus caderas, me dejaba caer sobre los codos y comenzaba a besarle con ternura los genitales, en un preludio que lo iba erizando, hasta que iniciaba una felación demorada, sin apuro. Me concentraba en eso, manteniéndome de rodillas, con las nalgas levantadas —de manera que él pudiera mirarmelas—y luego comenzaba un movimiento coital, hasta que él me detuviera un instante, para no llegar tan pronto, y después de un breve respiro reiniciaba ese tipo de movimiento bucal hasta la nueva detención, una y otra vez, una y otra vez, hasta llegar al punto en el que ya los dos éramos un par de animales enloquecidos por el deseo, y nos enroscábamos a besarnos, mordernos, mirarnos —de manera que en cuanto me penetraba sentía el primer orgasmo, y casi enseguida un segundo, un tercero, un cuarto orgasmo, antes de que él tuviera la primera eyaculación.
Ahí estábamos unos minutos abrazados, respirando como corredores de fondo al final de la carrera; nos aseábamos, y comenzábamos desde el principio, haciendo cambios de estilo.
Con una buena felación, y eso lo descubro gracias a él, los hombres no tienen límites para hacer el amor. Y aunque creí morirme cuando me abandonó, sus enseñanzas me sirvieron de mucho. Después de él, los hombres que han estado conmigo se han sentido unos súper machos; terminé enrollando a un belga, que me hizo esta casa y me tiene viviendo como una reina. Por eso cuando él viene no hallo que darle.
Todo lo que tengo se lo debo. Y lo sigo queriendo, aunque ya nunca más viviremos juntos; creo que no soportaría perderlo por segunda
vez. La separación fue terrible.
No me gusta recordar aquello. Fue horrible para mí.
(Él)
No tengo sabiduría especial alguna. Todo lo que sé lo aprendí de las mujeres. La mayoría de los hombres son egoístas sexuales. Buscan su propia satisfacción de manera instintiva, animal. Ese era mi comportamiento en la adolescencia. Recuerdo que M. fue mi primera noviecita, descontando dos o tres contactos esporádicos y casuales que tuve antes de estar con ella, y al cabo de dos años, en la cabina del Estadio de Béisbol de Manatí, después de varios encuentros donde ella no había llegado a sentir nada especial, por fin pude hacer que llegara al primer orgasmo.
Yo había caído, la semana anterior, en las garras de una adúltera insaciable que me enseñó a esperar el momento propicio para la penetración. Y me fue aleccionando sobre sus puntos vulnerables —las famosas zonas erógenas—, las caricias más apetecibles, al menos para ella, y la calma necesaria para gozar los preludios, sin buscar ciegamente la consumación.
Pero no me dice lo más importante: el goce infinito de ver a la hembra deshojándose como una rosa, abriéndose a la entrega, implorar la penetración como si en ello le fuera la vida.
(La flaca de la esquina)
Me parece verlos todavía, sentados en la acera alta de mi portal, besándose. Él debe andar por los treinta y tantos, y ella apenas rebasa los veinte; pero hacen una buena pareja. La única pareja adulta que se comporta como los noviecitos de la secundaria, mirándose a los ojos, con chispitas en la mirada, riéndose constantemente y cayéndose a besos. Siempre se están besando. Son los que más se besan.
Acaban de juntarse, son así, y pasan los meses y los años y siguen igual. Eso es cuando está uno al lado del otro. Cuando él sale a vender sus cosas por ahí, ella vuelve a estar seria, hermética, nostálgica. Viene a mi casa, y se sienta tranquila, silenciosa, a ver la Televisión. Cada vez que hay ruido de pasos en la calle se voltea, comprueba que no es él, y vuelve a mirar la pantalla, con el ceño fruncido.
Si él llega y ella no está, no ha llegado del trabajo, entonces es el tipo serio de siempre, con la mirada de piedra, que medio que sonríe al saludarte. Con las persianas entornadas lo estoy mirando. Abre la casa, conversa con la viejita de enfrente, y a cada momento le echa una ojeada a la esquina. Cuando ella aparece, puedes notarle el cambio; pone esa ca-
ra de niño feliz y sale a su encuentro. Se besan. Siempre se besan. Te digo que son los que más se besan. Hago una apuesta con mi socia, la de los espejuelos como fondos de botella, que no quiere hablarte, sobre el tiempo que estarán así.
— Te apuesto un cocotazo que no llegan a seis meses — dice.
— Jugó —le digo.
Y a los seis meses le sueno el primero. A los nueve, el segundo. Al año, porque doblamos la apuesta, el tercero y el cuarto. Me pone la cabeza, le sueno sus coscorrones, y ella me
dice:
— Ganaste, no juego más. Con ellos no hay quien pueda.
(La abuela de ella)
La verdad es que él no me caía mal. Era un poco mayor para ella, tenía buena estampa y parecía un hombre serio y luchador. Recuerdo que cuando empezaron siempre andaba con dinero. Invirtió para que montáramos un negocito y todo. La cosa estaba más dura que ahora, pero cualquier cosa de comer se vendía.
El primer día quedaron como cien pesos de ganancia. Él apartó la mitad y le dijo a mi hija:
— Esto es para la comida de mañana.
Lo otro era para invertir. Eran bocaditos de morcilla, empellas y jamonada, acompañados de refrescos de frutas naturales. Creo que también se hacían turrones de coco y cremitas de
leche, no me acuerdo bien. Pero al otro día parece que toda la familia se pone de acuerdo para visitarnos, y nos da pena no brindarles algo, viendo como tragaban en seco mirando aque-
llo. No pensamos que el gasto fuera a ser tal que al final no hubo ganancia.
Cuando él viene a cuadrar, se pone como una fiera. Hubo comentarios de que el menor de mis hijos metió la mano, pero fue como le dije. Ahí se pone a decir que no se podía tocar el
capital de inversión, que el negocio para ser negocio tiene que dejar ganancias y toda esa bobería. Entonces mi hija, la menor,le dice que lo único que habíamos hecho era comer algo, porque no habíamos tenido tiempo de hacer el almuerzo.
— ¡Coño, pero aquí comió un regimiento! — dice él, y yo me sulfato y le digo un montón de cosas.
Je. Es muy prepotente. Me dio la espalda, y nunca más meha dirigido la palabra. Yo dormía en casa de mi nieta, y me daba rabia que se pasaran la noche entera en la gozadera; no
me dejaban dormir. Eso es un cuento, eso de que yo les tenía envidia. Me daba rabia, y el lindo gozando; figúrese usted. No
es fácil. Ahí es cuando empiezo a hacerle la campañita con todo el mundo en el barrio, y a buscar información sobre él. La morenita estaba despechada, y me dice que es un vividor; la
suegra del primer matrimonio, lo mismo. Todo se lo digo a mi nieta, pero ella se sonreía y me decía:
— Ta bien, mima; no cojas lucha.
(Ella)
Cuando el que fue mi primer esposo se va, le digo a él que tenemos que esperar un tiempo. Y eso no le gusta mucho. De todas maneras, viene a verme todas las noches, conversamos,
y nos damos un beso al despedirnos. No insiste más, y empiezo a preocuparme. Tenía mis dudas, y mi tía menor me dice:
— Vamos a ver a la mora.
La mora estaba desquiciada. Nos dice que este cabrón se le está corriendo con alguien. Que ya no es tan buena hoja como antes. Y eso me alegra: parecía ser cierto lo que él me había dicho, que ya había terminado con ella. Estando allí, en un momento en el que la mora sale, creo que a comprar una hechurita de café, él entra en la casa.
Mi tía suelta una carcajada, como diciendo: mira que separado está de ella. Y él sonríe, me mira a los ojos, y sigue sin detenerse hasta el cuarto. Escuché el ruido de las botas al caer al piso, y luego el crujido de los muelles del colchón. Esa imagen de él acostado en la cama de ella me estuvo atormentando toda la noche. Apenas pude dormir.
En el trabajo me estaba cayendo de sueño. Mis compañeras hacían chistes sobre la nochecita que yo debía haber pasado. Estuvieron en eso, hasta que me llenaron la cachimba de pólvora y les conté toda la verdad para que me dejaran tranquila.
Leer Segunda entrega de Luna del amor inolvidable de Giraldo Aice.
Le digo que todo parecía empujarme hacia él. Mis compañeras me dijeron estúpida, faina, idiota, come gofio. Y me describen un cuadro espantoso, donde la mora se vuelve una fiera para hacerlo sentir bien y recuperarlo. Una de ellas me dice:
— Tienes que luchar, imbécil —pone los ojos en blanco, se relame los labios y concluye diciendo: — y esa es la lucha más sabrosa del mundo.
De manera que ese día, cuando llegué por la tarde, lo abracé temblorosa, en la casita de mí tía menor, y él me llevó hacia la cama y lo hicimos por primera vez.
No fue nada del otro mundo. Teníamos el temor de que alguien llegara de momento y nos sorprendiera. Quedamos en vernos al día siguiente para irnos para un río cercano.
Hecha una maraña de nervios lo estuve esperando como media hora antes de lo acordado. Y casi en el momento exacto lo vi doblar la esquina en bicicleta.
A medida que nos alejábamos de la ciudad me fui calmando. El río estaba casi seco. Avanzamos por la rivera, buscando una charca más honda y discreta, pero no la encontramos. La tarde se oscureció de improviso y empezó a llover. A la izquierda del camino había una arboleda y cruzamos una cerca y nos fuimos hasta allá.
Ya estaba cayendo un aguacero torrencial cuando nos desnudamos e hicimos el amor por segunda vez, sobre la hojarasca y el lodo. También fue un poco frustrante. Cuando apenas me había acabado de vestir, de la vegetación frondosa que nos rodeaba emergieron tres hombres. Estaban armados con machetes; pensaron que éramos ladrones, y nos habían estado espiando desde el principio. Sentí una vergüenza tremenda. Salimos del camino bajo la lluvia inclemente y entramos por un sendero un poco más adelante, hacia unas casitas, para guarecernos. Nos trataron amigablemente. Una señora mayor nos trajo chocolate caliente y nos miraba con ternura. De alguna manera conocía la historia del bosquecillo. Hizo alusiones a las jóvenes parejas, con escasas posibilidades de tener casa.
Nos invitaron a comer, pero había escampado y decidimos irnos. Nos despedimos como familia, y nunca más he vuelto a ver a esas personas. Entrando en el barrio descubrí las miraditas de picardía de la gente. Mi abuela estaba seria y empezó a pelear, diciendo que me podía enfermar y esas cosas.
Ni siquiera nos besamos al despedirnos. Quedamos en vernos el sábado siguiente. Era martes o miércoles, pero me pareció una eternidad. Todo el tiempo estuve recordando su mirada, y repasando mentalmente aquella frase, cuando me dijo que con el pelo mojado me veía más hermosa todavía. Sé que no soy una belleza, pero a él le creía —no tanto por las palabras, sino por la manera en que sus ojos brillaban, por la ternura de sus manos en cada caricia.
(El)
La vida es una elección continua. Generalmente cuando escoges algo renuncias a otra cosa. Racionalmente hubiera preferido quedarme con ella y con la mora; pero instintivamente sentía que con la primera lo tendría todo. Aun cuando los primeros contactos fueron un desastre. Yo quería a la morita, todavía la sigo queriendo; pero la atracción que sentía hacia la
otra era, y lo sigue siendo, inexplicable.
Algo visceral. Algo profundo. Algo misterioso. Una especie de llamado de la selva, un desgarrador sentimiento animal, saturado de una ternura inmensa.
Cuando comenzamos pensaba mucho en ella y constantemente me preguntaba qué era lo que la hacía tan especial. Conozco un montón de personas que pueden dar fe de las cosas que los han llevado a elegir su pareja. Hay quienes dan cuenta de las cualidades morales, las virtudes y los dones; mientras otros se refieren únicamente a los detalles corporales, el andar característico, los ojos, la sonrisa.
Me gustaba todo lo de ella, en conjunto, y cada cosa en específico me parecía única. De hecho, toda persona es única, pero sus ojos me parecían los más hermosos del mundo, y su sonrisa la más diáfana y sincera. Parecía flotar cuando caminaba, y ella se reía y decía que era porque tenía una cadera más alta que la otra. Desnuda sobre el lecho su belleza era sorprendente. Solo necesitaba algo de entrenamiento para ser perfecta. Es muy sensible a las caricias.
Después de los primeros contactos apresurados, decidimos irnos de luna de miel un sábado. Ella había arreglado las cosas para que le cubrieran un turno —trabajaba en días alternos— y de esa manera tendríamos tres días libres. Las cosas no me estaban saliendo como yo pensaba —hubiera preferido llevarla a algún hotel de cierto nivel—, pero no renunciamos por ello, y salimos de viaje en mi bicicleta.
A la salida Norte de la ciudad llegué con el aliento disparado, y esperamos un camión que nos llevó hasta la entrada del Cerro de Caisimú. Luego avanzamos a pie algunos tramos, un trecho sobre la carreta de un tractor, por terraplenes polvorientos y llenos de baches, y finalmente tomamos un sendero que nos llevó hasta los muros de una presa.
Nos detuvimos frente a un canal maestro, y bajamos y nos bañamos junto a las grandes llaves de paso. Hicimos el amor sobre las paredes de hormigón inclinadas, todo lo incómodo que te puedas imaginar, bajo el ataque furibundo de un enjambre de mosquitos. Tuvimos que salir corriendo al terminar, nos montamos sobre el auto nupcial —la bici— y enfilamos por el terraplén que nos llevaría hasta la casa de mi padre.
El viejo y su mujer nos atendieron de maravilla. No hubo manera de hacerlos dormir en la cama matrimonial, nos la cedieron, y sobre de ella tuvimos el primer contacto medianamente aceptable. Al final nos quedamos rendidos, y fue hermoso despertar a su lado y mirarla como dormía, con el rostro apacible y la respiración acompasada.
Detrás de la casa estaban los sembrados y el frutal, y luego del desayuno la llevé a conocer la finquita. Ella estaba radiante y nos volvimos a amar junto a un árbol, respirando el olor fuerte y dulzón de las guayabas maduras.
Por la noche nos fuimos hasta la alberca, junto al camino desolado y bajo las estrellas. La senté en el borde superior de la cisterna e hicimos el amor un par de veces seguidas. Se había dañado la piel de los glúteos con la superficie irregular, pero solo se dio cuenta al día siguiente. Sonreía pícaramente cuando me mostró las rozaduras.
(Ella)
Durante nuestra luna de miel en bicicleta hicimos el amor tres o cuatro veces al día como promedio. Lo curioso del caso es que yo no sabía que era tan fogosa. Bastaba con que me tocara para humedecerme, que me mirara como un tigre para que me entraran escalofríos. Creía que eso era lo máximo, por lo menos lo fue en aquellos momentos, y me sentí todo lo feliz y satisfecha que pudiera haber deseado.
Estaba muy lejos de sospechar que eso era un preludio paliducho de las intensas jornadas de amor y sexo que estaban en el porvenir de nuestra relación.
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