El amigo Alberto Guerra me hace el honor de pedirme este cuento para publicarlo en el blog de un proyecto suyo. Pues no faltaría más, y aprovecho para felicitarlo por el reciente otorgamiento de la distinción «Cisne salvaje» a dicho proyecto (Café Naranjo), en sus 20 años de notoria labor.
Resistencia Creativa
Roy Jorge
¡Doce sueldos por enrollar un motor de bombear agua!
Eso es lo que me piden los mecánicos, todos los que he ido a ver. Y a mí el único salario del mes ni siquiera me da para alimentar a mi familia como Dios recomienda. Pero el motor lo tengo que arreglar porque sin agua no se vive; el endeble hilo que cada tres noches humedece la tubería no logra subir por sí solo al tanque en la azotea. Y mi hernia no me admite cargar cubos de agua.
Por eso estoy aquí, en lo profundo de Santiago, a mil leguas de cualquier asentamiento urbano. Vine por recomendación de Felicia, la madrina de mi segunda hija, y todavía no me lo creo de tan absurdo que resulta.
Acabo de entrar a la casita de madera descolorida, empotrada al fondo de una extensa finca donde, según lo visto, tan solo se cultiva hierba. Aquí es donde don Picoloro realiza las reparaciones.
Para poder atravesar la puerta mi paciencia tuvo que anestesiarse ante una cola kilométrica, gente que como yo cargaba con su aparato desahuciado y la esperanza de lograr un milagro. Pero al fin soy recibido por la asistente, una mujer mayor de rostro campechano que me invita a sentarme en un banco contiguo a una pared.
Pasan a los clientes en grupitos de a cinco, por ello puedo ir viendo como el que me precede es atendido por don Picoloro, un mulato de mediana edad que, vestido de blanco y descalzo, permanece en el centro de la habitación, dentro de un círculo dibujado con cascarilla sobre el piso de tierra.
Tiene en la diestra un mazo de distintas hierbas, al cual sopla con humo del tabaco que tiene entre los dientes, para luego sacudirlo sobre el equipo roto. Es un inmenso «plasma» cuya pantalla exhibe la habitual telaraña de rajaduras producida por algún golpe. Picoloro la azota con el mazo, mientras entona un cántico en una lengua indescifrable.
No hizo preguntas acerca del TV, tan solo señaló para que se lo pusieran delante dentro del círculo, y le dio inicio al rito que ahora concluye sacudiendo las hierbas hacia arriba –«¡siá cará!»—, de las cuales se desprende aún cierto remanente de humo.
Al cesar los azotes la pantalla ha quedado bien visible ante los que ocupamos el banco y una unánime exclamación sale de nuestras bocas, la telaraña ha desaparecido.
El dueño y la asistenta llevan el TV hasta un tomacorriente en una de las paredes; lo encienden y comprueban como van desfilando los distintos canales, con buena imagen y mejor sonido. El dueño está encantado, le paga «lo que puede» a la asistenta, según lo sugerido por ella, y se marcha feliz entre nuestros aplausos.
Me toca.
Coloco el motor en el círculo blanquecino. A pesar de lo visto, aún me parece imposible que en mi caso esto vaya a funcionar. ¡Arreglar un motor con un mazo de hierbas, es ridículo! Soy ingeniero químico, mi brújula es la ciencia, no me logro tragar esta superchería.
Casi sin darme cuenta don Picoloro ha concluido y la asistenta me llama hacia el tomacorriente, adonde enchufo el largo cable, con muy corta fe en el resultado.
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Toco el interruptor y el ronquido del aparato se deja oír como estruendo glorioso. Los del banco baten palmas y yo saco de mi bolsillo «lo que puedo». Me muero de vergüenza, porque lo dado solo alcanza para una pizza de mal queso, pero el rostro afable de la asistenta calma mi turbación. Aunque, de algún modo, su gesto también me resulta humillante, es como si me dijera: «no se preocupe, sabemos su condición de pordiosero».
Al salir, un súbito recuerdo me asalta, el mismo que a mí, siempre tan distraído, en ocasiones más felices y bastante remotas me hizo regresar hasta el dependiente que me hubiera atendido (en una tienda, en un taller) para preguntarle cuánto tiempo tendría de garantía…
Por supuesto, esta vez no lo hago, marcho con mi motor camino a casa, atravesando el largo trillo hasta el portón de la salida. Debería estar contento, o al menos satisfecho, pero no lo consigo; aún no puedo admitir que un problema tan técnico como el mío fuera solucionado con un ritual atávico. ¡Que haya tenido que recurrir a eso!
–Lástima que esta finca esté tan lejos de la ciudad, ¿verdad? –escucho sorprendido a mis espaldas, es el que le tocaba atenderse detrás de mí, que ha logrado alcanzarme. Lleva una batidora en la mochila.
–Así mismo, más recóndito no pudiera vivir ese brujo de don Picoloro.
–Ja, ja. ¿Sabe que no es un brujo?
–Claro que lo es, y genuino; ante la evidencia lo tengo que aceptar.
–Nada de eso. El tipo es un científico, doctor en Física o algo así.
–¡Qué?
–Como lo oye. A mí me lo contó alguien que lo conoce bien.
–¿Y por qué un físico se dedicaría a esto?
–Dicen que descubrió una manera de manipular la materia, con mecánica cuántica o con energía oscura, qué sé yo; el asunto es que detrás de su manojo de hierbas hay toda una teoría matemática. Con ese mazo produce los efectos cuánticos necesarios para transformar el material dañado en los equipos, y sustituirlo por otro en buen estado.
–Buen chiste, pero no pretenderá que me lo crea.
–¿Entonces le parece más creíble que por arte de magia el tipo esté arreglando cosas?
–No sé ni qué pensar.
–Se lo digo yo que de buena fuente lo sé. Hay ciencia detrás de todo eso. Mire, hasta el gobierno está metido en el asunto.
–¿Cómo?
–Sí, le compraron a los rusos las ruinas del Burán, aquel transbordador que nunca llegó al cielo. Y están contando con que don Picoloro se lo arregle.
–¿Y para qué?
–No me crea a mí, pero se comenta que están planificando mandar un contingente a sembrar viandas en la luna; en el polo sur, donde hace poco se descubrió agua.
–¿Y por qué no las siembran aquí?, si tierras hay de sobra.
–En la luna no hay marabú.
–Ah.
El portón de dos inmensas hojas está abierto ante nuestros pasos, invitándonos a salir de tanta mala hierba.
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Roy Jorge (Orlando Jorge Rodríguez Gutiérrez; Holguín, 1966). Narrador y editor. Lic. En Cibernética por la Universidad de La Habana. Egresado del Centro de formación literaria Onelio Jorge Cardoso. Tiene publicados: Chanel y el rayo verde (Ed. El Abra, cuentos, 2007) y Eppur si muove (Ed. Extramuros, cuentos, 2009); relatos suyos han aparecido en varias revistas y antologías. Ha ganado los premios: Francisco Mir Mulet (Uneac de Isla de la Juventud, libro de cuentos, 2006); Ernest Hemingway (Museo Finca Vigía, cuento, 2014); Luis Rogelio Nogueras (CPLL de La Habana, libro de cuentos, 2023); Farraluque (cuento erótico, Tercer Premio, 2002); Farraluque (poema erótico, Tercer Premio, 2007).
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