No hay luz al final del arcoíris Cuento de Jorge Manriquez Centeno
La carretera no es eterna
¿Aulló el viento?
Escúchalo.
Tus recuerdos son de porcelana rota. Inmensidad derramada. En tus manos llevas un puñado.
Viste dormitando a un teporocho en la estación de autobuses. No deja de roncar. pero ríe, y es una risa displicente. La señora de al lado no deja de maldecirlo con la mirada. Como otros, está amarrado a una pared vacía: observa ladrillos resecos.
Sigues caminando y recoges piedras para tu resortera. Escuchas el sonido agudo y seco de los botes al caer. Ganas volados. Armas rompecabezas, y vas derritiendo ese algodón rosa de azúcar en tu boca. Ríes al ver subir los globos de todos los colores, pero no los puedes atrapar. Se están perdiendo, te van hundiendo… La neblina de las mantas con sangre te va rasgando, ciudad.
Te dejas arrastrar por el viento, los cláxones, el smog, las mentadas de madre, los gritos en los pasos a desnivel, el metro saliendo a la luz del sol; las risas, los ladridos de los perros saludándote, enderezando tus calles. Pero un día se van las palabras en esos ventanales, no se pueden abrir. Las sombras pueblan los espejos de la noche: ya no hay luz de neón. Las esquinas son cuchillos.
Abren ingratas vísperas.
Quieres ir colgado del “pasamanos” y no tocar tierra, pero la tierra es un imán
La cantina “La Guadalupana”: cerrada. Hoy, en este febrero de 2019, nunca pensé verte así, con las cortinas hasta abajo, sucias, más en esta hora, las tres de la tarde, y con este silencio a tu alrededor. La espera te ha maltratado
Estás frente al espejo, abres la ventana y no puedes caminar.
El frío de la envidia no me volverá a corromper.
La memoria se perderá en esos surcos resplandecientes que arrasan con todo. No podré levantar la taza de café, ni vaciarla con mis palabras, se fueron con la música. En el cenicero, no habrá colillas por aplastar, y las risas se apagaron. Queda un vaho de sorpresa al abrir los ojos y verte llegar, con tu voraz empecinamiento. Quieres todo de mí, de ti, cuando yo sólo quiero, ahora, acariciar a mi gato.
Cascajos
Tenías razón, Seferis, “la memoria donde se le toque, duele”pero necesitamos esa como resurrección, ese ver el cadáver, esos como cascajos de todo lo que vamos dejando atrás para seguir viviendo. Cierto: “El dolor es un cadáver como Patroclo y ya nadie se deja embaucar.” Pero despertaste, Aquiles, y quieres regresar el tiempo para escuchar el sonido seco de las espadas de madera de los primos entrechocando, los escudos cubriéndote de las arremetidas de las risas que te van rasgando, porque todavía están en el patio de la vecindad, y el glorioso grito “ganamos”, cuando logran entrar las espadas en el pecho, espalda de los fugaces enemigos, quienes tienen que aceptar la derrota, pero viene el desempate y ahora pierden; mejor jugar cualquier cosa en el centro del patio para irse en ese sueño.
¿De qué sirve tener un reloj, si no nos miramos en sus horas?
Quieres estar en la plancha de concreto del Zócalo para correr en su derredor; subir a la Torre Latinoamericana para volver a ver al DF: estar bailando con el sonido “La Changa”, con esos ecos maravillosos, con esos sonidos crispados. Sentir las buenas vibras del sonido “Polymarchs”, deslumbrarte por sus luces, y caminar muy “sácale punta” con tus pantalones acampanados. Persignarte en la Basílica de Guadalupe y volver a creer en ti, San Judas Tadeo.
Es mejor seguir detrás de la puerta.
1987
Subo al trolebús. Fija la mirada en el firmamento, sin ver al público. Empiezo a cantar, así, de imprevisto. Es una melodía del Tri. Las personas voltean a verme, y hay serias y sonrientes personas. Un tipo está absorto en leer su periódico. Una señora se me queda viendo, inquisitiva, extrañada porque voy trajeado.
Me encanta mi guitarra acústica que fui a comprar al Monte de Piedad con lo que me quedaba de mi finiquito. Voy rasgando malas jetas. Los acordes son fenomenales, más la alegría de estar ahí, abriéndome paso entre las piedras: voy rodando, rodando, y no hay nadie quien me pare.
Estoy contento, y no importan las risas, malas jetas, los llantos de bebés que no se hayan en los autobuses atestados de gentes y de pedos. Voy bamboleándome, pero agarrándome recio de ese pasamanos.
Sigo cantado, me siento de poca madre: voy rumbo al mar. Estoy escribiendo.
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Puerta al mar
La vida tiene muchas puertas, de las que vas perdiendo las llaves, otras se van cerrando con sutil monotonía, otras abruptamente, como cuando dejé de escribir.
Quieres regresar, abrir esa puerta y entrar para volver a ser feliz, pero ya no te está permitido. No hay vuelta atrás, amigo. Sólo queda recordar todos los momentos transcurridos, las risas, la música, los viajes, las idas en lancha por las playas de Acapulco, esa agua prodigiosa.
Quieres regresar en aquella lancha, nadar en aquellas aguas frescas, tomarte unas cervezas, reir y gozar la dicha bendita de estar en medio de aquellas aguas anchurosas como este recuerdo.
Más de 35 años y pareciera que estás ahí, en medio del mar, y estamos haciendo esas olas, con el vaivén de nuestros cuerpos, y todo es un momento en el mar, en ese sumergirnos y darnos un beso, conteniendo la respiración: un flashazo que está por terminar.
Abres los ojos y el sol te deslumbra, los cierras y todo termina.
Quiero sentir los aleteos del colibrí.
Sentir el fluir de las gotas de la vela derramándose sobre mis manos. Se cristalizan al momento, están formando tu nombre.
Eres ese dolor.
¿Dónde estás?
Hay melodías que tocan fibras sensibles, así como cuando vas en la calle y te encuentras una moneda y la avientas y el eco te repite los nombres, las caras, las voces de aquellos amigos, amigas, que nunca más volverás a ver.
Hay voces, sonidos y sensaciones que verás algunos instantes. Prolongados instantes. Es como cuando estas por el Gran Hotel de México y, enfrente de ese armatoste están esos jóvenes, tenores, barítonos, alternándose para cantar, dejándose acompañar por una bocina, y su voz es suave, violenta, y ahora toca el turno de “Granada”, y aprecias los susurros de la vida. Otras veces, los dejas pasar y te das la vuelta, pero cuando regresas y volteas hacia el mismo sitio, la moneda ya no está en el aire, se perdió o sigue rodando sin caer hacia ningún lado. No todas las monedas caen hacia los lados, se enfilan entre tus sueños, haciéndolos rodar.
No podemos regresar para decir las cosas que debimos haber dicho, darles un beso a los momentos que valieron la pena. No podemos pedir perdón mirando a los ojos de las personas que destruimos con nuestras malas decisiones.
Estoy cansado y de la “reseca piedra no mana agua”; no hay luz al final del arcoíris.
Quiero ir a la esquina de la calle Cucurpe, saludar a los amigos y primos, escuchar tu música, amigo, hasta sentir el olor fresco del amanecer. Vamos a tomar unos tragos, escuchar algunas melodías, ritmos, de Morrison, Alan Wilson, Keith Moon.
Quiero saludarlos, tomar unos tragos,
morir,
pero antes
escuchar a Dylan,
U2,
Rolling Stones,
Nirvana,
hasta que se desvanezcan
quiero tomar unos shots de tequila de un solo golpe, muchos shots de tequila de un solo golpe, para escuchar “My way”, y saludarte Sid Vicious, a tu manera, siempre a tu manera, cantando siempre a tu manera y que chingue su puta madre el mundo; Morrison, bailemos “Shaman Dances” y tomemos unos tragos,
Jagger, por siempre; Dylan, eterno como las piedras que van formando los caminos, nuestros caminos, el tuyo y el mío, que quizás en algún punto se entrecruzaran, no quiero despertar.
¿Por dónde empezar?
Aunque escuches, una y otra vez, aquellas rolas y quieras regresar, no sabes por dónde y cómo regresar: Te perdiste en el camino, amigo.
Quieres compaginar esas hojas para poder volverlas a leer con los ojos de la distancia y de los años, con la amarga tranquilidad de saber que eso que amaste lo has perdido.
Tlalpan es una larga prolongación de luces, sonidos.
El Tote quiere todo lo de antes y hoy no tiene nada.
Vienen en cascada otros momentos. Va caminando por la playa. Ve el sol. Se deslumbra. Recoge arena. La deja caer entre sus manos, pero es de ella. Su cuerpo se va ocultando entre la arena. Queda el corazón con sus iniciales en su mente. No hay arena entre sus manos. Sólo recuerdos.
Escribe: No hay luz reflejándose en la luna, y faltan muchos kilómetros para olvidarte.
“Todos se bañan en la sangre del sol”, piensa y le da la razón a Joyce.
Romperás las piedras, ladrillas, y volverás.
“El tiempo pasa volando”, dice, pero avienta una piedra al cielo y le regresa el tiempo.
Jorge Manriquez Centeno es reseñista y está en proceso de publicar su obra poética y narrativa. Es egresado de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM y de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO).
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