Café Naranjo publica el cuento, Maldita Circunstancia del escritor Alberto Guerra Naranjo.
Maldita Circunstancia
Sobre olas de cinco metros, El vikingo intentaba saltar como nunca. Pretendía, ante la mirada inquisitiva del grupo, que su tabla lo acompañara orgánica, ligera, natural, en su salto de trescientos sesenta grados. Y para lograrlo, El vikingo calculó la mejor de las olas, como si fuera un auténtico nativo de Hawái, antes de que llegara James Cook a exterminarlos. Nadó cauteloso, agazapado, tomó impulso, se paró sobre su tabla y saltó, como mismo debieron hacer los hawaianos, varios siglos atrás, para caer sobre ese inglés.
Minutos antes, El vikingo conversaba con el grupo. Discutían. Desde que lo habían descubierto fabricándose tablas, leyendo revistas especializadas, demorándose horas en el mar, lo bautizaron El Vikingo, y siempre terminaban debatiendo sobre surf. En Cuba eso no existe, compadre. Aquí no hay grandes olas. No venden buenas tablas. Eso es cosa de yumas, de rubios, de gente con plata. Vas a tener que largarte a Hawái, a las costas de California o de Australia. Las boberías del primer mundo cuestan caras, mi socio. Tu tabla es mierda, hecha de simple poliespuma. Somos cubanos. Además, quién ha visto a un negro surfeando, compadre.
Claudia Linares, su mujer, comandaba la oposición. Pero El Vikingo, sin alterarse, sentado frente a ellos, lograba colocar sus argumentos. Decía que surfear era un asunto complejo. Muy complejo. Luego, dejaba el vaso de ron sobre la mesa, acariciaba su tabla como si tuviera entre sus brazos a Claudia Linares, e insistía en que surfear, lo que realmente llamábamos surfear, era otra cosa. Aquellos que lo veían como pérdida de tiempo, jamás podrían 65 comprenderlo. No tenían derecho. Colocar la filosofía del surfer junto a la de otros juegos extremos era no tener en cuenta el peso de su práctica milenaria. Surfear era algo más que arrastrarse en la humedad del pavimento colgado de una guagua, algo más que descender por las peores barandas de los edificios, algo más que saltar incómodas alturas sobre las patinetas. Surfear era otra cosa, muchachos.
El Vikingo, sin soltar la tabla, aprovechando el silencio del grupo, se dio un trago. Amigos míos, continuó, surfear es alcanzar el espíritu Aloha. Pero ustedes no saben qué coño es el espíritu Aloha. Tendrán que leerse esas revistas para comprenderlo. El vikingo señaló hacia los estantes que adornaban la sala, cerró los ojos, abrazó la tabla, y dijo: Cuando estoy en el mar, cuando entro en el mar con mi tabla, mi vida fluye, dejo de ser yo definitivamente. Encuentro una paz inexplicable. Y me importa un bledo que critiquen. Me siento bien, eso, me siento bien. Es como si hiciera el amor allá dentro. Encuentro el equilibrio entre mi cuerpo y mi alma, entre esta vida que llevamos y la que me invento con mis sueños. No importa que ustedes me llamen El Vikingo. No importa que se burlen. No importa que sea negro. Al diablo con eso. Al diablo con todo. Surfear, muchachos, es un camino que ustedes desconocen.
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Entonces, sonó el teléfono y lo atendió Claudia Linares. Era una llamada para El Vikingo. Otro surfista, otro imbécil del barrio, pensó Claudia Linares, pero no lo dijo, gritaba que salieran al balcón, que miráramos al mar. Y el grupo salió. Y miramos. Olas de cinco metros en el Reparto Flores. Primera vez, madre mía. Aquello resultaba difícil de creer. La Tierra era un planeta impredecible, dijo alguien. Nunca llegaríamos a saber qué fábrica, qué automóvil, qué cocina, qué cigarro, con su poco de dióxido de carbono, habría contribuido a recalentar 66 nuestra bolsa de aire, a provocar el deshielo en los polos y llenarnos la costa de semejante disturbio.
El Vikingo, emocionado, tomó el teléfono, mandó a correr la voz por el barrio y decenas de surfistas se enteraron que en el Reparto Flores, por primera vez, podrían correr olas como habían visto en las revistas. Luego, ante nuestros ojos, y ante los mismísimos ojos de Claudia Linares, sin apenas poder contenerse, nuestro socio, El vikingo, abrazó la tabla, gritó, Al fin, madre mía, al fin, y bajó las escaleras. Nosotros tampoco pudimos resistir la tentación. Corrimos tras Claudia Linares y un vikingo veloz y con tabla. Desde la orilla, observamos a decenas de surfistas entrarle a esas olas inmensas. Como si fuera un nativo de Hawái, El vikingo nadó cauteloso, agazapado, tomó impulso, se paró sobre su tabla y saltó.
Eso mismo debieron hacer los hawaianos, varios siglos atrás, para caer encima del maldito James Cook y ajusticiarlo. Más o menos así dijo alguien del grupo. Fuimos testigos de un buen salto acompañado de una simple tabla. Aplaudimos a El Vikingo hasta el delirio. Gritamos. Movimos nuestras manos para que nos viera. Pero las olas aumentaron su tamaño y permanecer en el mar resultaba peligroso. Muy peligroso. Sale ya, Vikingo, gritábamos. Sale ya, Vikingo, repetíamos.
Con aquellos gritos, ahora puedo comprenderlo, nuestro grupo intuía algo más. Tal vez, la presencia del fantasma de James Cook, achantado en un sitio del infierno, fumando un enorme tabaco, para recordarle a El vikingo su condición de cubano, de simple cubano, que por suerte o por desgracia, como dijera un poeta, solo contaba con una gran verdad: su endeble tabla de poliespuma y la maldita circunstancia del agua por todas partes.
Alberto Guerra Naranjo nació en La Habana en 1963. Licenciado en Educación, especialidad Historia y Ciencias Sociales, promotor cultural, profesor de humanidades, de guiones audiovisuales y de Escritura Creativa.
Cuentos suyos aparecen en revistas y antologías junto a cuentos de Navokov, Tarkovsky, Carpentier, García Márquez, Rulfo, Borges y otros. Varios de sus textos han sido traducidos a idiomas como el inglés, portugués, francés, italiano, alemán, danés, checo, croata y chino mandarín. Ha publicado varios libros de ficción entre los que destaca su novela «La soledad del tiempo», que cuenta con 4 ediciones y su novela «Los conjurados» (editorial Malpaso, Barcelona, España, 2022). Es el único escritor cubano que ha obtenido dos veces el importante premio nacional de cuentos convocado por la revista La Gaceta de Cuba, en 1997 y en 1999. En 2018 obtuvo el Premio Internacional de Relatos Cortos sobre Discapacidad en Valladolid con su cuento «Miserias del reloj» y el Premio Internacional de Cuentos José Nogales con «El pianista del cine mudo», ambos en España. Con el audiovisual de su cuento Los heraldos negros, donde fue guionista, obtuvo el Premio Internacional Broad Casting Caribe, 2012.
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