épicas del sur

Luna del amor inolvidable, de Giraldo Aice. Décima entrega.

Luna del amor inolvidable, de Giraldo Aice. Décima entrega.

Publicamos en Café Naranjo, la décima y última entrega de “Luna del amor inolvidable”, de Giraldo Aice. Agradecemos a nuestras lectores que compartan el texto.

10

(La estrella dormida)

Yo estaba participando en un concurso de poesía. Por una extraña razón, lo habían puesto de jurado. El presidente del panel hizo una crítica demoledora al discurso manifiesto de mi poema; no había entendido nada. El otro jurado fue más condescendiente, pero tampoco había captado el sentido metafórico del texto. Entonces él toma la palabra y describe, con asombrosa exactitud, el estado de ánimos que me lleva a escribir y el grito de desesperación y soledad que se esconden bajo mis palabras.

Dijo cosas de las que no me había percatado a la hora de escribir, pero que eran reales. Eso me impacta con mucha fuerza y lo espero a la salida del evento. Ahí me dice dónde está trabajando. Y al otro día le caigo.

(Él)

El Ángel es una mujer sentimental. Nunca tendrá el coraje suficiente para romper su matrimonio, darle el zarpazo de la separación al esposo y los hijos, y decido quedarme con su amor para siempre, renunciando al acoso sexual.

 Es la primera vez que hago algo semejante, eso de tener en cuenta los eventuales sufrimientos que pudiera acarrear la complejidad del enlace. Con ella y con la estrella alcanzo la completud.

Si algo me faltara, todavía tengo a una puta joven y bonita que está encaprichada conmigo. Siempre recordaré el día que estoy sentado en un banco del parque con las tres. 

Es un día luminoso; ahí se termina de cerrar la herida. Me quedará la huella para siempre y, como las cicatrices en los temporales y el frío, cuando me sucedan otros golpes espirituales volverá a sangrar —pero jamás con el dolor y la desesperación de aquel año aciago.

(El Ángel de amor)

Me di cuenta del arrebato de la estrella por él; pero algo me impedía dejarle el camino libre. Si bien es cierto eso de que un día estuvimos a punto de hacer el amor, también lo es el hecho de que nunca más él ha intentado llevar la relación más allá de ese cariño sosegado y tierno que nos ha unido para siempre. Lo amo y sé que me ama, pero es un amor diferente. Una manera de amar inédita.

(Él)

Sí. Un día estuvimos a punto de hacerlo. A la hora del almuerzo nos quedamos solos en el laboratorio. Cerré la puerta. Momentos antes nos habíamos besado en el salón de reuniones. Yo le había dado un mordisco en el cuello, en el nacimiento del pelo, y ella me había dicho:

—Nunca me había excitado tan rápido.

Entonces es cuando la llevo casi a rastras hasta el laboratorio y cierro la puerta y nos fundimos en un abrazo ardiente, besándonos con pasión. Casi suelto un relincho cuando le palpo el sexo y noto que lo tiene húmedo. Y ella empieza a gemir y a murmurar:

—No, no, no…

Y de golpe me viene la imagen del niño, de mi hijito, al que en días anteriores he tratado de explicarle que su madre y yo no podemos volver a vivir juntos —y él se pone a gimotear, murmurando lo mismo: no, no, no… Y enseguida pienso en los hijos de mi Ángel de amor, destrozados por una separación desgarradora, y detengo el ataque.

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(La estrella)

Es verdad. En el parque nos juntamos las tres. Hay mucha hipocresía en las mujeres. La verdad es que cuando un hombre te atrae, entre más mujeres lo codicien más aumenta tu deseo. Entonces, luego de hacer el amor de aquella manera, aquella primera vez —totalmente satisfactoria, pese a que las condiciones no eran las mejores—, me estoy creyendo que es mío, que ya me pertenece, y una tarde llego, lo encuentro con esa diablesa que ahora usted le llama el ángel, y me les planto al lado.

(El Ángel)

Lo recuerdo perfectamente. Pese a renunciar al sexo — porque él es el que renuncia— tenía, y aún la tengo, una certeza absoluta de su amor por mí. Y esa tarde estamos allí, haciendo el amor psíquicamente, como a él le gustaba decir — nadie, jamás, me ha penetrado el alma con semejante profundidad —, sintiéndonos de maravilla, cuando llega esta fulana de aguafiestas y toma una silla y se le sienta al lado, del otro lado, y se planta allí. Él y yo seguimos como si nada, con el jueguito ese de palabras a medias, de sonrisitas —y ella ahí, con una cara que, vaya…

(Él)

Ya la estrella y yo hemos hecho el amor un par de veces. La segunda y última es en el patio de una institución cultural y le pasa algo —no voy a entrar en detalles—, se avergüenza de aquello y cae en un estado de angustia que me asusta. Hasta ese momento la he visto como una mujer normal, pero me empieza a contar su situación y me asusto más todavía.

Tengo una especie de don para ayudar a personas traumatizadas. Y se me ocurre dejar a un lado la relación para tratar de hacer algo por ella, pero ya eso es casi un imposible. Y ella no entiende. Cree que la estoy despreciando por otra. No escucha. Le estoy pidiendo que trabajemos juntos para que ella supere sus traumas, pero no entiende. Y tampoco puedo seguir, porque sus traumas me reactivan los míos. No acepta que le diga que amo al Ángel inevitablemente y para siempre, porque es así como siento mi inclinación hacia ella —y soy uno de esos idiotas que todo el tiempo dicen lo que sienten.

Así están las cosas, cuando viene la escena de ellas dos a mi lado. Siento su ira contenida, pero estoy envuelto con mi Ángel en un flirt de palabras y gestos, lo estoy disfrutando, hasta que mi amada platónica mira el reloj y se despide. La estrella y yo nos quedamos solos.

Todo el tiempo he sabido que eso va a pasar, que ella se irá enseguida, y no tengo por qué retirarle mi atención en esos minutos preciados; pero la estrella no sabe nada de eso. Tal vez no quiere saber. Y cuando trato de besarla, aparta el rostro. Ese es el capítulo final de mi relación con ella. Al cabo de un tiempo la veo y le digo, con la mejor intención del mundo, que si se siente sola puede contar conmigo. Pero sigue herida.

Me dice:

—Agua pasada no mueve molino.

Renuncié a la puta porque el SIDA está dando leña; pierdo a la estrella, por tratar de ayudarla; y decido tener y no tener al Ángel.

La escena queda lista para propiciar una reconciliación con el amor de mi vida.

(Ella)

Está triunfando, tiene dinero y lo veo airoso, desenvuelto, lindo. Siempre que tiene dinero lo veo así, no me vaya a malinterpretar; no es por el interés: es que se ve lindo cuando tiene dinero y puede ayudar a la gente que aprecia. Todavía no estoy arrepentida de lo que ha pasado, pero ya tengo una cosita por dentro. Le pierdo el interés a salir, a andar fiesteando, y cada vez pienso más en él.

Pero no creo que esté pensando en volver; es algo que me está pasando. Nada más. Entonces me decido a ir a su trabajo. Los zapatos del niño, los de llevarlo al círculo infantil, se han roto, y él me había dicho que fuera a verlo para lo que hiciera falta.

Cuando llego, lo veo sentado en el lobby. Frente a él esta esa, la que usted le pone el angelito, y los dos se están mirando a los ojos, tienen los ojos brillantes y están olvidados del mundo. Ya usted sabe lo que eso significa, ¿no? Muy acaramelados. Casi al estar yo encima de ellos es que él voltea la mirada y me saluda.

Le digo lo que pasa, me da el dinero y salgo. Desde afuera y a través de los cristales de la puerta vuelvo a mirarlos. Ella se ha inclinado hacia él y le tiene una mano cogida. Vaya, me entró un vapor que para qué contarle. Voy a estar con la cabeza hecha un lío hasta que él venga a mi casa.

(Él)

Ya la herida del desamor se me ha cerrado. Estoy bastante satisfecho con mi trabajo. Tengo el Ángel de amor haciéndome la vida muelle y no me falta alguna que otra mujer ocasional para tener sexo. El sexo nunca ha sido un problema demasiado difícil para mí. He tenido mucha suerte con eso. El problema es que no encuentro un amor visceral como el de ella —que fue un amor animal, un amor salvaje, algo predestinado, qué se yo—, ni descubro una mujer libre y sosegada que me inspire un amor estratosférico como la estrella, un amor etéreo, como el Ángel.

Ellas tres me han condenado a vivir incompleto de por vida. A cadena perpetua. Pero puedo vivir con eso. Entonces voy a ver al niño y noto que ella está nerviosa. Ha dejado atrás el desbarajuste emocional, las salidas, el cambio loco de parejas y está siendo la muchacha simple y seria que yo había conocido.

Me dice:

—Tengo que hablar contigo.

Y yo le digo:

—Dime. 

—Y ella:

—No, ahora no puedo, ¿puedes venir más tarde?

—¿A qué hora?

Se encoje de hombros.

—No sé. Más tarde. A las nueve o las diez.

Bueno. Te dije que puedo leer el discurso emocional. Tengo ese don. Y estoy leyendo que lo que quiere es volver —y eso me deja perplejo—. Le digo que sí, que vendré, pero me voy con la mente enmarañada —porque la verdad es que en aquel momento yo había aceptado la idea de jamás volver con ella. Y esta situación era un imprevisto, algo sorprendente e inesperado.

De manera que esa noche no dormiré con la enfermera insaciable que me ha estado llenando las apetencias carnales en los últimos días —y voy y me excuso con ella—. Pero estoy hecho un lío. Hago tiempo por el parque, mirando distraídamente a las puticas cazadoras de extranjeros, con sus maquillajes extravagantes y su vestuario provocativo, y cerca de las diez arranco para su casa. Está sentada en una silla. Y da un salto cuando me ve parado frente a la puerta.

Viene. Me abraza. Tiembla. Arde. Y me ofrece la boca jugosa y tierna como en los buenos tiempos. Entramos al cuarto. Abrazados. El niño duerme apaciblemente. Siento una ternura indescriptible al volver a verlo así —hace un año que no lo veo dormido—, y ella viene y me abraza junto a la cuna. Recordé la escena mil veces repetida donde tratábamos de besarnos al mismo tiempo los tres. Después, el niño nos pedirá, a cada momento:

—Ahora los tés.

Cada vez que coincidíamos, las veces que fueran, desde que habla el niño nos dirá ahora los tés. Y esos recuerdos terminan por enternecerme más. La miro. Tiene esa mirada de entrega absoluta, esa dulzura en el rostro que tanto amé, que me hará quererla en ese instante como antes. Y volveremos a hacer el amor con frenesí, casi toda la noche, como en nuestra mejor temporada de amor.


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11

(Él)

Eso pudo haber sido un nuevo comienzo, si hubiéramos vivido en Londres o París. En Ciudad México o New York. La primera noche será otra noche inolvidable. Cuando ella se queda dormida, casi al amanecer, me quedo pensando. Esto es lo que necesito para estar completo, para tenerlo todo. Pero la realidad exterior, la cultura ambiental, se irá interponiendo.

 Y el pasado se irá levantando como un muro fantasmal entre los dos.

(Ella)

Yo había salido varias veces en compañía de una vecina, una muchacha mucho más joven que yo, que había estado llevando una vida un poco desordenada, cambiando frecuentemente de pareja, y teníamos una amistad bastante sólida; pero él se volaba cuando me veía hablando con ella. Y le aseguro que esa niña jamás me trajo un recado de nadie.

Y si venía mi mejor amiga del trabajo, con la que también salí varias veces, se sulfataba igual. No me decía nada, pero había que ver la cara que ponía. Un día salimos para el campo, a visitar a la hermana de él, y nos topamos con un cochero — que había estado en el grupo, en una de aquellas fiestas— y el hombre me dice algo, me habla con mucha confianza, y él se puso como una pantera. Tal vez fuera cierto lo que me decían:

que esto no iba a funcionar.

(Él)

Podía leer la censura en la mirada de la gente. Descubrirla en el trasfondo de las palabras, pero también había quienes me hablaban claro, como el curda que me dice:

—Si recalaste de nuevo ahí, que sea para hijeputear.

Y luego mi familia, haciéndose los que no les importa, los desentendidos, los indiferentes. Demasiado indiferentes. Y eso lo podía captar: la censura sorda, solapada —en definitiva, mucho más abrasiva que la desembozada—. Por eso te digo que es un problema cultural. Una atmósfera que me va calando, me va llenando de resentimientos, de violencia contenida. Recuerdo que un primo me hace un chiste sobre los cornudos, y estallo y llego a retarlo incluso. Menos mal que no aceptó batirse; nos hubiéramos destrozado a machetazos.

Y también los cambios. Cuando una mujer está con un hombre es una cosa; cuando está con otro, cambia. Es algo sutil, algo que tal vez nunca se haya estudiado científicamente —y mejor que no lo hagan, porque habrá montones de matrimonios destruidos, relaciones donde hay tríos o sabe Dios qué tipo de combinaciones—, pero lo cierto es que hay transformaciones. Y no es fácil vivir con eso.

Después he pensado mucho, pero en aquel momento noté que estaba regresando al infierno de la duda. Y la duda, la desconfianza y la inseguridad son incompatibles con el amor. No puedes amar y ser al propio tiempo un detective, un policía acucioso tratando de adivinar el engaño, la doblez en el otro. Y no se sufre tanto por lo que sabes que es real como por lo que imaginas.

Pero entonces no sabía que el imaginario te engaña, que la imaginación se pervierte. Estaba de nuevo en el infierno y no esperé a tocar fondo. Los cambios en ella los podía asimilar. Con el tiempo todo volvería a la normalidad; pero la censura social, directa o solapada, era una avalancha de rocas que terminaría por aplastarme. Eso no hubiera pasado en Europa, en cualquier ciudad grande. No tenía otra salida que la de renunciar.

(Ella)

Se estaba desplomando. Estaba perdiendo la gallardía. Eso me decepcionaba. A veces tenía esa extraña mirada de animal furtivo. Se iba bien temprano y regresaba tarde en la noche. Me daba cuenta de que eso lo hacía para que no lo vieran. Estaba avergonzado de haber vuelto. 

Y supe que en cualquier momento se iría. Lo sabía. Sabía que se largaría, pero me aferré al sexo como a la última oportunidad. 

Trataba de amarlo de la mejor manera posible, pero él iba perdiendo entusiasmo. Las últimas veces apenas estábamos una hora en eso.

(El hermano)

Conmigo lo hablaba casi todo. Pude darme cuenta de la guerra interna que estaba padeciendo: una parte de él quería seguir intentando el arreglo, olvidar el pasado, pero la otra parte estaba sufriendo, descubriendo a cada paso los detalles que remitían a la historia de ella en la separación, a la censura que flotaba en el ambiente. Puedes estar seguro de eso. Estuvo luchando consigo mismo hasta el minuto final, pero no pudo con aquello. Era demasiado.

(Él)

La noche en la que decidí marcharme no pude dormir ni un segundo. Curiosamente, la mayor preocupación era la de que ella volviera al desorden sexual de la primera ruptura.

(Ella)

—Yo trabajaba ese día. Ya estaba despierto cuando sonó el reloj. Me dijo: 

—Me voy.

Supe que era definitivo. Sentí un dolor inmenso, pero también sentí alivio. Trataba de ser fuerte, pero también me estaba descompensando. 

Era lo mejor. Nos abrazamos.

(Él)

Fue una despedida corta y emotiva. Mientras me alejaba de su casa con el corazón luctuoso, la mañana se fue abriendo y los gorriones comenzaron a piar con estridencia. Respiré profundamente y sentí los mil olores de la ciudad. 

Un hombre harapiento estaba hurgando en los depósitos de basura frente a un edificio; tuve deseos de darle parte del dinero que traía encima, pero me contuve. En esos momentos levantó los ojos, y tenía la mirada agresiva. Me entraron unas ganas tremendas de reírme a carcajadas: el hombre llevaba con dignidad su pobreza y me pregunté qué significado tendrían para él mis tribulaciones amorosas.

Fin

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Luna del amor inolvidable

Giraldo Aice

(Manatí, Las Tunas, 1955) poeta, narrador e investigador independiente.
Ha obtenido una docena de premios en los géneros de poesía, cuento y teatro. Tiene 5 libros publicados. Tres de narrativa (agotados en su versión impresa), una antología de poesía y un libro teórico. Poemas y relatos suyos aparecen en antologías de Cuba, México y España.
Tiene varias novelas inéditas, un libro de ensayo (Los caminos que convergen en la ópera prima, una guía para la escritura de una primera novela, Premio Taller de la Crítica 2006) y tiene en terminación la versión definitiva de su trabajo teórico, tal vez la primera teoría general psicológica de Cuba, cuya aplicación clínica apareció publicada en 2012 (Terapia Cauzal, eae, Alemania)


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