Les obsequiamos el cuento «La vecindad: el 41», de Jorge Manriquez Centeno. Que lo disfruten.
La vecindad: el 41
(1)
El Tote cantó “sol” en varios volados. Ganó. Las bolsas de sus pantalones estaban repletas de canicas. Era un día espectacular. De esos que te llevan a todos lados.
Con esos reflejos, recordó que, por los años sesenta, habían vivido un
“lanzamiento”, en Juan de Dios Peza # 69 (¿66?), pero esas cosas mejor que se queden en esa banqueta, ahí, resguardadas por la memoria.
Después, se fueron a vivir un tiempo al 292 de Isabel la Católica, vecindad de la que sólo recuerda sus cuartos sin puertas, y las ratas que dejaban ver sus enormes colas, y su tío Tano ya no lo lleva entre sus hombros, ni platica con la abuela Dolores. Está acabándose la noche, no hay té, café con “piquete” que lo tranquilice y ese olor a sangre podrida es tan intenso que el Tote quiere llorar.
Ahora está en el 41, vecindad que así la llaman porque se ubica en ese
número de la calle Vicente Guerrero de la colonia Magdalena Mixhuca, y por las noches le encanta escuchar los cuentos de los Hermanos Grimm, de Hans Christian Andersen, Las mil y una noches, De los Apeninos a los Andes, otros más, filtrados por los remolinos de la voz de su madre.
El Tote vivía con sus padres, así como con cinco hermanas y un hermano en un cuarto pequeño. Eran agradecidos con su tía, que les permitía vivir sin pagar la renta. Al Tote no le gustaban los huequitos del techo. En algunos de ellos, sus hermanitas Ana, Adriana y Silvia, la Gorda, veían el recorrido de un osito pequeño y otro más grande, iluminando el cielo. Él observaba puras pinches goteras.
También corría como caballo desbocado por el patio de la vecindad, y
traspasaba el inmenso zaguán, forjado por las patadas y gritos de la infancia, para dar su rol por la colonia. En todo ese trayecto, saludaba a las vecinas, quienes se afanaban en lavar montones de ropa en los lavaderos. Después la tendían al sol. Al quitar los tendederos, ese solar era una pista de baile para quince años, bodas, bautizos, amenizadas por grupos o sonidos, que deleitaban con todo tipo de música.
(Cuando escucho esas cumbias son un chispazo que incendia mi corazón.)
En las posadas, al Tote le gustaba más hacerla de “peregrino”, afuera del
zaguán, que a duras penas podían cerrar; con su “En nombre del cielooo, pedimos posaaada…”, y seguirle con esos villancicos hasta el desmadre final de “Entren, santos peregrinos, peregrinos, reciban este rincón, que, aunque es pobre la morada, la morada os la doy de corazón.” Ahí están sus cuates, primas y primos y se dejan llevar por el bamboleo de la piñata y los palazos en medio del patio.
Después, el golpe seco, que daba paso a la cascada de tejocotes, cañas,
jícamas, cacahuates, naranjas, colación. En la calle, jugaban una “cascarita”. Hacían partidos entre colonias. Mucha gente arremolinaba las porras. Al terminar, iban a la tienda de la esquina, y se recostaban en cualquier acera para reponer fuerzas. Recorrían esas calles con gritos, un madral de sonrientes gritos. Si querían irse, soltaban el cordel del papalote y se dejaban llevar por un buen viento. Siempre había buen viento.
Muchas veces no lo sabes, pero los momentos que te definen están a tu lado, como ramas enredándose en el cielo.
Sin embargo, el Tote seguía pensando en los días transcurridos con su tío
Ismael. Agradecía al difunto la intención de ver en él a alguien con futuro. Ahora no lo tenía. No había más que ver sus ropas, zapatos, las miradas de hambre de sus hermanas y la suya reflejándose en esos grandes espejos que son los ojos del hambriento. Pero todo es relativo y cambia con el trinar de los pájaros.
2
El fragante olor de la chocolatera “La Corona” inunda la colonia de buenas vibras. Con ese suave vaivén, escribo: “El 41 son noches de amigas y amigos platicando afuera del zaguán, en el patio o en el ‘puente’; novios enlazándose con la luna, ataviándose de sus besos, abrazos y suculencias de sus ‘caldos’. Amaneceres de estornudos, gripes, toses, convalecencias, recaídas y ánimos recobrados; padres yendo por el pan, ‘blanquillos’ o leche, o dando la vuelta a la esquina para ir por unos buenos tacos al Mercado Jamaica o unos huaraches con su costillita bien asada con salsa verde en el ‘Huarache Azteca’, bueno, sí había lana, sí no, pues puro café negro de olla con algún pan. Hijos pintándole ‘mocos’ a los malos amigos que no los quieren acompañar al parque. Madres buscando a sus hijos, sus dichosos hijos que a altas horas de la noche todavía están jugando una ‘cascarita’ de fútbol, pero es hora de descansar.
Al otro día, la escuela. Todos vamos a la primaria. Ahí está el Pocholo, está enojado, no quiere caminar tan despacito, quiere correr. Agarra la muleta y la avienta. Tiene coraje. Lo entendemos. Es de la colonia y queremos al Pocholo, que ni es lisiado ni es pobre, es un alma con chispa que pronto encenderá la fogata.
Estamos en la primaria, participa en clases, se para, brinca, intenta correr, y todos entendemos sus destiempos. Quien quiere arremedarlo o hacerse el gracioso conoce las consecuencias. El Pocholo es bueno para pelear con sus puños y sus muletas, más con sus muletas que duelen un montón.
A la salida, nos vamos a jugar canicas a la esquina de la calles Cucurpe y
Vicente Guerrero, mejor conocida como ´el puente´. Tenemos gis. Pintamos el círculo. Jugamos. Estamos en esa intersección de calles, donde todo llega, se pierde, pero nunca se olvida, menos los gritos del “burro tamalada”, las ‘risas recorriendo las aceras, los juegos de ‘tacón’, ‘bolillo’ o ‘yoyo’, y vamos corriendo a lo largo y ancho de la calle Vicente Guerrero, y damos la vuelta a la esquina, y nos echamos a correr por todo Cucurpe hasta Avenida del Taller, y con ese impulso ascienden nuestros papalotes que llegan hasta el cielo, tanto así que por la noche
buscan la luna.
Hoy hay luna llena, nos quedamos mirándola, hay muchos globos a su
alrededor, de todos los colores, porque estamos escuchando la música del Monstruo que está tocando en la fogata, avivándola. Es diciembre, hace frío, pero qué importa, esa música es grandiosa. Esas melodías de rock dan vuelta a la manzana y se quedan con los ecos de esa esquina que siempre está en mi memoria.
Veo salir a la Pocha de su casa y se para justo en medio del patio. Está
descolgando la ropa. La luz de la luna la ilumina. Es preciosa, porque las estrellas la están haciendo sonreír. Se lleva esos pantalones, suéteres, blusas. Entra a su casa. El patio se oscurece. Está a punto de amanecer. Y no quiero que termine este sueño.
Quiero estar con mis primos: El Pichos, el Ruso, el Queso, Coco, Lupillo,
Carmelita, el Gude, Cristina, Pepe, Lalo, Pepón, Irma, el Gusi, Chela, Rosa, el Comino, muchos otros, que son un chingo y crecen como arroz.
Hermosos primos paternos, cabrones y toda la cosa, pero los quiere a rabiar, porque estuvieron ahí, en el momento justo, desde antes de ir a la primaria y la secundaria y se peleaban, abrazaban y volvían a pelear y a abrazar, porque son primos, como todos los primos, unos cabrones, otros tranquilos, altos, bajos, güeros, pelirrojos como el Ruso, diferentes como la vida, pero primos, al fin y al cabo, sangre de mi sangre, que corre a raudales por la Magdalena Mixhuca.
Quiero ir a la iglesia de la colonia Del Parque y cantar los coros con ellos, y jugar a ´La víbora de la mar´, ´Coleadas´, ´Escondidas´…; mandar a la chingada, otra vez, los ´chochos´, ´activo´, ´chemo´. Es mejor ir al billar con mi primo Pepón, el más chingón de la colonia y todos los alrededores, por sus efectos en la carambola de tres bandas, cuatro bandas, cinco bandas, y lo que se les ocurra.
Quiero ir a jugar fútbol con mi primo Pepe, el mejor defensa central de la
Mixhuca, que no llegó a más por falta de patrocinadores; jugar fútbol americano en esas calles, taclear como Jack Lambert, y hasta pintarme de negro varios de mis dientes para verme chimuelo como Jack, y no dejar pasar a ningún pendejo del otro equipo como Jack suele hacerlo. Claro, con algunos de mis primos formamos la ´cortina de acero´. Jugamos contra otras colonias, y ganemos o perdamos, me siento a toda madre. Además, está Polo, mi hermano, que pega tan fuerte de ´pijo´,
que hace estremecer hasta las nubes.
Quiero ir al autódromo e imaginar ir piloteando esos magníficos autos, y
hablar a gritos, ´porque casi no te escucho, pinche primo, habla más fuerte y deja de estar diciendo p e n d e j a d a s´, grito, y lo mejor es regresar al 41.
Quiero bailar “Chambacú” con mi prima Chela y escuchar el ´Sonido la
Changa´ saludándonos con esos ecos increíbles. Escuchar las anécdotas de mi tío Chavo sobre la Segunda Guerra Mundial y las infames historias del holocausto.
Quiero jugar frontón con Andrés y mi primo el Queso, atrás de la chocolatera. Luego, sacamos nuestras resorteras. Alisto la mía. Ponemos unos botes. Atino.
Desatino. Genial el sonido de las piedras derribándolos, y cómo que los van vaciando. Encuentro una buena piedra dura y afilada. Apunto a una nube. Le doy y empieza un gran aguacero. Claro. Es octubre. Vamos corriendo, alcanzamos a llegar a la esquina. Es el ´Cordonazo de San Francisco´.
Mejor irme a mi casa. Llueve a raudales. Truenos y trinos salen del cielo,
porque unos pájaros están por ahí; escucho sus tenues trinos, o, a la mejor, es ese ruido negro de la conciencia, que me decía: ´¡No, no, no, eso está mal! ¡No lo hagas!´, y me valió madres y solté los dedos de la liga, dejando salir disparada esa piedra dura y afilada en contra de ese gorrión. No me sentí nada bien al verlo tirado en la acera, con ese hueco y esa sangre regada por el pavimento. Rezo. ´Nunca más lo volveré a hacer´. (Y lo he cumplido: trato de no ser culero.)
Estoy observando a mi tía Lucha y le vuelvo a decir: ´¡tía, llévanos al cine
‘Francisco Villa!´ Sonríe. Al rato estoy en el cine con muchos de mis primos y nuestras palomitas son, otra vez, peras, perones y manzanas, a las cuales, mi tía le quitó lo podrido con una cuchara. El trasto va pasando de mano en mano. ¡En verdad están ricas esas jodidas peras, perones y manzanas!, más que tienen limón con sal y chile ´piquín´ en polvo. Vuelvo a sentir el sabor agridulce de los recuerdos.
Es otro día, estamos dándole vueltas a los círculos de los días, trazándolos. Bien vistos, los días son inmensos círculos y nosotros, momento a momento, vamos delineando ese 3.1416, ese π particular o colectivo que todo lo envuelve con su deliciosa sonrisa o cruel desencanto.
El zaguán suele ser el inicio o infinito de todas esas vueltas, círculos. Sueños.
El patio es el vértice de nuestras vidas: ´Todos los caminos llegan al patio de la vecindad´, pienso en este momento, con los efectos del ron dándome vueltas por todos lados, pero llevándome a aquel zaguán, atravesándolo, para voltear al cielo y estar en medio de ese inmenso mar de nostalgia.
¡Sí, quiero estar en medio de aquel gran patio!
Las canicas están en medio, justo debajo de la ropa tendida. El sol está en todo su esplendor. Tengo ganas de correr, arrastrarme hacia ellas, y, de a ´huesito´, irlas sacando de una en una, de ese enorme círculo, para ir colmando mis bolsillos y volver a ser feliz.”
No tengo ron y mañana tendré una cruda de los mil demonios.
Has leído en Café Naranjo, “La vecindad: el 41”, de Jorge Manriquez Centeno. Gracias por visitarnos, no olvides compartir nuestras historias.
Jorge Manriquez Centeno es reseñista y está en proceso de publicar su obra poética y narrativa. Es egresado de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM y de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO), así como de otros estudios de posgrado.
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