Entristecidos por la noticia de la partida a la eternidad de nuestro amigo, el escritor, Francisco López Sacha, Café Naranjo publica su cuento, «Escuchando A Little Richard«. (Tomado del Libro Escritos con guitarra)
Escuchando A Little Richard
Francisco López Sacha
Pongo el disco en el plato con mucho cuidado, le doy al automático y le sale de pronto una voz áspera y antigua que se va por la aguja hacia arriba. Detrás viene la música, y un negro alto, de grandes ojos negros, sale también de allí gritando esas frases sin sentido de Tutti Frutti, mientras resuena el bajo y un saxo tenor allá en el fondo emite algunas notas graves, melosas y broncas como si estuviera dialogando con el absurdo, y el pelo negro negrísimo y envaselinado le cae hacia delante en unos rizos oscuros, y él abre la boca. Después mueve la cabeza, mueve la cabeza, y grita oh, my soul, ante las negras calientes y bellísimas de pelo planchado que se levantan con sus cuerpos rotundos y deslizan sus zapatos de piel por el piso pulido, y levantan las manos y estremecen las piernas, y hacen ondear sus blusas satinadas y sus faldas de hilo color crema y así muestran su ropa interior, como al descuido, y gritan frente a él, desordenadamente, con el ritmo tribal de la batería de saxos y el estruendo de la percusión.
Oh, Lucille, Lucille, oh, negras tan negras, tan bellas e inocentes, incapaces de traicionar a su ídolo y ensordecidas por el tam tam que también ensordeció a Paul Robeson, y esa guitarra rítmica que trina como un banjo, y ese piano antiquísimo donde no estaba el gato de Saint Saëns sino las manos negras que suenan de un lado a otro del teclado y brincan con la síncopa del rock and roll y siempre tocan así en este lado oscuro de la noche.
Little Richard toca para ellas esa sensualidad de moda que las hace desfallecer, que las hace entregarse y gritar, y por eso en el disco nunca amanece. Todo es como platinado e irreal porque tampoco entendemos las palabras. Son palabras, y gritos, y palabras, y un fondo que estremece.
Little Richard se dobla sobre el piano y salen de improviso aquellos días sin sol de Miramar, cuando escuchábamos Lucille con la boca abierta, mientras fumábamos y esparcíamos el humo, en medio de la oscuridad del sótano y de una bruma habanera que nos rodeaba desde el patio, hacha del escape negruzco de los carros, del olor a gas y de las casas extrañas de ladrillos rojos, que eran frías y cálidas por dentro, y las victrolas lejanas de los bares donde todavía estaban El rock de la cárcel, por César Costa, y Rock around the clock, por Bill Halley y sus Cometas, y No me dejes, por Manolo Muñoz.
La luz entraba siempre por la ventana izquierda del sótano de la casa de Séptima y 60. Obdulio sudaba y nos pedía silencio. Cerrábamos bien la puerta que comunicaba con la cocina y las persianas de madera, menos una, y entonces poníamos Lucille. La piel tersa de la cara y los brazos –la piel de Obdulio-, y las mujeres negras entregándose al ritmo, silabeando las frases y moviendo las manos con algunas sortijas baratas en los dedos, y ondulando el torso, el cuello y la cabeza para que se lucieran esas cadenas de plata mexicana, más baratas aún, y les cayera de golpe el pelo liso y oscuro por el efecto momentáneo del peine caliente, el pelo partido a la mitad para que se corriera por los hombros y luciera sedoso y bonito y Little Richard dijera hay que ripiarlo, vamos a ripiarlo, vamos a acabar con la tortura de ser negros en un país de blancos, de no tener dinero y estar solo en La Habana en 1963.
Estábamos en grupo en la oscuridad del sótano y teníamos un disco de Little Richard que se ponía por una y otra cara. Teníamos la luz que se filtraba por la izquierda y sentíamos sus manos oscuras sobre las teclas blancas y negras, y el sonido del bajo pegando duro detrás de los metales, y el drum que redoblaba, y esa penumbra de cuando cae la noche junto al foco de los cigarros Aromas que nos pasábamos de mano en mano hasta que sólo quedaba la brasa. Hacíamos el doo, encima del tocadiscos, y Obdulio nos enseñaba a bailar, y caminábamos así, como los negros, imitando a Mocosisi, al Richard, a Barceló, a los boncos de San Leopoldo, apoyando tan solo la punta de los pies y extendiendo los brazos por las calles tan anchas que tributaban a la Quinta Avenida, bajo esas luces de mercurio y esas cabezas de águila talladas en la roca del edificio de la Chrysler Corporation.
Calles vacías, mundo vacío, con alguna farmacia pequeña en el cuchillo de Séptima y 44 donde vendían pastillas de altea y azúcar candy. Ancha la calle sobre la calle 60 en Miramar y el sonido lejano y percutiente y como asordinado en el sótano que ya es de Little Richard, él es su dueño, él y Elvis y Los Zafiros y Paul Anka, y nosotros tan solos.
Richard, que no es Little Richard, entra al sótano después de tocar dos veces, esperar, y tocar dos veces más. Inclina la cabeza y recibe el murmullo y el humo junto a la puerta y una luz nueva que pende del techo recubierta con papel de estraza. Levanta la cabeza, estira el brazo y nos dice, apaguen esa luz que les van a partir los cojones. Richard tiene un don de mando natural, un aire desenvuelto, un estilo de blanco que imita a los negros y que los negros copian para imitarlo a él. Enseguida saca a bailar a Obdulio y mete un pasillo de casino que aprendió el fin de semana en el Patricio Lumumba. Cuando bailan se tocan casi de costado, casi espalda con espalda, dan media vuelta y marcan dos compases con los pies y uno con las manos. Es un pasillo difícil, se ve, y Richard manda a poner a Little Richard, enseña su casquillito de oro –como al descuido, así como las negras enseñaban su ropa interior -, y nos cuenta que en el aula de Química citó a su novia del grupo 26, y a su novia del grupo 27, y las miró a las dos, y las dos se miraron, y luego lo miraron a él, y él les dijo: “Quedan despedidas”. Y nos deja con la boca abierta, escuchando por fin lo imposible, la voz aguda de aquel dios soberbio en la coda final de Long tal Sally en un sótano que ha crecido de súbito en los ojos de todos, con el brillo en la mirada de Esponda y el asombro en Roberto Natchar.
Pero nunca amanece. Brache levanta la mano a todo lo que da envuelta en un pañuelo y zafa el bombillo caliente.
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Ha terminado la sesión de hoy y se siente el sonido de la noche en Miramar, y el vuelo de los pájaros nocturnos, y el siseo de la hierba del jardín de la iglesia metodista que está enfrente. Ahora estamos más solos sin la música con el recuerdo de la mirada irónica de Richard, esa pesada y elocuente indiferencia que nos hacía pequeños y nos intimidaba, porque teníamos tan solo el rock and roll y Little Richard nos volvía locos, melancólicos y atormentados por un placer que no tuvimos entonces ni íbamos a tener jamás. Esa alegría y esa desesperanza cuando la noche nos lanzaba al sótano o a los baños del fondo del albergue que todavía se limpiaban con creolina y tenían pestillos y cerrojos para señoritas. Respirábamos a fondo el olor penetrante y viscoso y recordábamos esas palabras escritas o talladas en la piel de la madera de los baños del segundo piso de Manuel Bisbé, y movíamos la mano frenéticamente con la imagen de la secretaria docente que era altiva, sonriente y malévola, y tenía los senos redondos y los ojos castaños, y el pelo sedoso a lo garzón, y unas pecas encima de los hombros, y una piel, y sobre ella se montaba el recuerdo de un sonido de sus labios, una mirada, un guiño, una orden, y las piernas cruzadas de las mujeres putas del Coney Island que usaban cadenitas de oro en los tobillos. La vista se fijaba arriba, se nublaba y aparecía en la mente la oración que decía: “Ada, la secretaria docente de la escuela, tiene el bollo como una manzana”. Ahora un zumbido en la cabeza, un hormigueo, un chorro incontenible de palabras, imágenes, caricias, besos, oscuridad y chispas que se disparan a lo alto del cielo y caen en esos puntos de colores intensos que manchan el borde de la taza.
Las chispas se desparraman por el baño en la noche profunda y nosotros nos vamos a dormir. Valle, el responsable del albergue, apaga la luz. Esponda duerme en la litera de arriba y es alto, flaco, negro, y canta conmigo en el sótano sin conocer el amor y sin haber tocado a las preciosas mulatas que bailan en el Patricio Lumumba en la rueda de casino del Oso. Casi todas las noches sueña con la prima, y yo siento el meneo de la litera y el crujir del bastidor de palo. Todas las tardes me habla del Cerro y me dice que nos vamos a fugar. La música le corre por los dedos y echa de menos las fiestas allí, las suaves melodías de Pat Boone y la casi languidez de su prima cuando escucha los discos y lo mira. Ella no habla y se lima las uñas, viste unos pescadores rojos y cruza las piernas en actitud de mujer fatal. A veces fuma, y el humo le recorre la cara, y cambia el disco por el otro lado mientras él permanece en silencio. Cuando pone a Elvis, o a Little Richard, le desborda una melaza oculta, se arquea y baila sola con un temblor sensual, indetenible.
Esponda y yo nos fugamos una tarde al Cerro a buscar el disco de Little Richard y la vimos al salir del baño. Tiene la piel morena, el pelo rizado, los ojos claros, y usa unas sandalias de meter el dedo. Nos invitó a comer y nos dio pena, y hasta nos insistió. Comimos después en una fonda un plato de frijoles con arroz, y caminamos juntos en esa muchedumbre, sin dinero, sin novia, ni lentes de sol, sin Del Shannon, ni Steve Lawrence, ni Tony Randazzo, ni Chubby Checker, ni Paul Anka que nos traicionó pasándose al stereo, llevando tan solo a Little Richard escondido en un forro de la Orquesta Aragón por las calles vacías de aquel verano espléndido de 1963 cuando Brian Hyland tenía el número uno en todas las listas con esa mezcla de chachachá, calipso y rock and roll, y caminaba con su pelo rubio entre esas casas de grandes portales que comenzaban a caerse en la Calzada del Cerro.
Pero nosotros nunca lo supimos. Estábamos distantes en el sótano bailando con Obdulio y Nicolás Leonard que trajo al fin el Hit Parade de la Juventud. Esa noche escuchamos a Cliff Richard, y tomamos ron con Coca Cola por primera vez, de una botella sin etiqueta que trajo Brache cuando volvió de pase. Allí nos encerramos a comentar la muerte del presidente Kennedy, el Caso Profumo, la renuncia de Harold Mc Millan, a probarnos el primer pantalón sin pliegues, a escuchar el rumor de que había un grupo inglés que tocaba mejor que Elvis Presley.
Ahora tomábamos y fumábamos regularmente, bajo otra luz teñida de azul, oyendo a los Platters, a Blue Diamonds, a Johnny Mathis, asombrados con los botines de punta estilete que le habían mandado de afuera a Roberto Natchar. Bebíamos, a pico de botella, comíamos coffe cake que nos robábamos de la cocina, entraban y salían los discos de Billy Cafaro, Luis Aguilé, Los Camisas Negras, Tommy Sand, Chuck Robert, Richie Nelson, y se hablaba de las fiestas de perchero, de las descargas, del mozambique, de los bailes en el Salón Mambí, de las putas de medianoche en el Coney Island, de los chernas y los buganviles en el Paseo del Prado, de la carrera espacial, del rompehielos Lenin, de los tocadiscos checos como el que un día trajo Roberto Jiménez junto a un disco de Everly Brothers.
Nicolás me obliga a bailar casino para que deje la patobobería y me decida a fajarle a Gloria, la rubia de ojos verdes del grupo 26. Yo me había enamorado en un soplo y me sentía ridículo ante ella. Todos los días apostaba un coffe cake con Nicolás Leonard a que iba a fajarle mañana. Y mañana me quedaba lelo, sin palabras, junto a la cancha de basquet donde los grandes jugaban al duro y las muchachas se estremecían al verlos, y Gloria saltaba con las manos al pecho cuando Alberto Verde hacía canasta. A Gloria la veía muy poco, por el miedo, y me encerraba en la bibliteca o en el taller de artes visuales. A ella le gustaba Vicentico Valdés y se quedaba arrobada al escucharlo por el altavoz. Luego se paraba en un rincón del patio con sus medias blancas hasta las rodillas y su blusa gris donde a veces palpitaban sus senos, y con sus manos finas y blancas de uñas recortadas se arreglaba el pelo y se zafaba la hebilla. En los recesos, bajo los árboles, caminaba con su amiga Mercedes, que era fea y tenía un lunar de sangre en el mentón, y se detenía junto al carrito de granizado. Yo me quedaba detrás, mirándola fijo.
Una tarde se dio vuelta bruscamente y me sorprendió con sus ojos verdes de largas y oscuras pestañas. Dime, tú eres bobo o qué. Lo dijo así, con esa lucidez y esa frialdad de las habaneras, y su amiga Mercedes se echó a reír, tapándose la boca. Ya no recuerdo qué hice. Al anochecer, me persiguió por fuera del muro de ladrillos que rodeaba a Bisbé y me pidió perdón. No. En realidad no me pidió perdón, más bien se recogió ante mí con una cierta pena que la hizo más bella, y se ruborizó. Sólo fue mía en ese instante, me dio la espalda y salió corriendo por 5ta. B Fue la primera novia que pude tener y no tuve. La primera de tantas csas idas, rotas. Caía una fina llovizna sobre los almendros del patio y me detuve allí hasta que oscureció. Luego fui al baño y me miré al espejo, y me vi joven como no he vuelto a verme. Esa noche no bajé al sótano a pesar de que Roberto Jiménez fue a buscarme porque habían traído un nuevo disco de Vic Damone.
Pero ha ocurrido algo en esos días, en esa bruma ancha y tenue de la calle 60 en Miramar. Ha ocurrido un silencio en el sótano bajo la luz teñida de azul del bombillo de cincuenta bujías que trajo Obdulio junto a un disco de Peggy Lee. En las noches, y en algunas mañanas, sólo se habla de un Cuarteto Inglés, y el sótano es un hervidero de gentes de los otros albergues que traen noticias de los dioses ocultos. Dicen que tocan distinto, y gritan en todas las canciones, y tiembla la tierra con Please, Mr. Postman. Nicolás ya los oyó en una descarga la semana pasada y baja la cabeza y levanta los brazos. Hay un humo alrededor de él, y hasta un halo de luz, y de pronto, Nicolás se ha convertido en un nuncio, un elegido. ¿Son como Elvis? No. ¿Son como Little Richard? No. ¿Son como Jerry Lee Lewis? No sé, asere, no se puede explicar. Bajan de los aviones rodando por las escalerillas, saltan sobre unas ruinas, y tocan Twist and Shout, y se visten con trajes oscuros sin solapas, y usan botines con tremendos tacones, y son altos, risueños, melenudos, dan vueltas de carnero, chillan y sueltan la batería a todo lo que da. Y Jorge Garciarena dice que sí, que Nicolás tiene razón, y ahora todos lo miramos a él y Nicolás se queda en la penumbra sin el halo de luz que lo rodeaba antes, Jorge nos dice que ya tienen dos long playings y están acabando en Inglaterra y arrasan con todo y ya son millonarios, y nosotros como sordos allí, en un silencio que se hace más profundo mientras se oye a Peggy Lee como lejana.
Esa distancia no la juzgábamos entonces, pero se hacía cada vez mayor, sobre todo cuando Peggy Lee cantaba Fever. La canción se quedaba detrás con una insinuación que no nos conmovía, a la espera de algo extraordinario que no conocíamos y que estaba destinado a llegar. Quedaba un rescoldo de su ritmo antiguo, algo de blues que no era nuestro, frente a una ansiedad por lo que ya existía y nos pertenecía enteramente porque aquellas noticias del Cuarteto Inglés se agrandaban y llegaban a nosotros y nos hacían crecer tan rápido como la luz que asoma detrás de los techos, cuando el amanecer enfría el aire y el cielo se ve pálido sobre los verdes almendros del patio.
Una mañana, oh, Lucille, Roberto Jiménez salió del sótano y me llamó en la sala. Corre, ven, para que oigas a los Beatles. Roberto está vestido con un pantalón verde olivo de grandes bolsillos, una camisa gris y un par de mocasines de suela fina como esos que usa Mocosisi. Lo veo venir, lo escucho, extiende un brazo para avisarme, y da media vuelta al estilo habanero, que es un salto en el mismo sitio y un giro en que parece que el cuerpo va hacia atrás, pero va hacia delante. Corre, ven. Y bajo por el descanso de la escalera, recorro el pasillo y entro al sótano, y escucho el impacto de unas voces acopladas y únicas, y extrañas, y las guitarras adentro de esas voces, y la batería junto a esas voces y esas guitarras, y un sonido de monedas que caen del bolsillo de Dios, y una tristeza. Veo a Rojas con la carátula de un disco en la mano, y allí mismo, un montón de fotos pequeñitas con las caras risueñas y múltiples, y escucho algo que no puedo captar, un estruendo sin melodía que lo estremece todo. Se cae el sótano con todos los discos de rock and roll, y las negras bellísimas retroceden, y Little Richard se levanta del piano y todos están muertos. Muerto Elvis, muerto Paul Anka, muertas la voz de Peggy Lee, la ansiedad de Gene Vincent, la locura de Jerry Lee Lewis y las ciudades muertas de Alabama y Missouri. Muerta la música y vuelta a renacer con el sonido que va a todas partes y entra y sale de los oídos en una órbita nueva, y yo miro las fotos, la cara de Rojas, de Roberto, aquel disco pequeño que gira sin cesar bajo la aguja del tocadiscos checo.
Todavía no sé qué ocurrió. El disco entró y salió del sótano aquella mañana y se quedó la noche y Little Richard. Los Beatles no volvieron a pasar por allí y se creó un vacío inmenso ante Los 15 de Paul Anka y el Elvis regresa. Nadie volvió a escuchar a Los Camisas Negras ni a Manolo Muñoz, desterrados de pronto por sus voces antiguas. Ni Roberto ni yo volvimos a fugarnos a los bares de Séptima a escuchar a Luis Bravo y a Luis Aguilé. La nostalgia empezó de otra manera, es decir, al revés, antes de que empezara la alegría, y los que no pudieron escuchar a los Beatles renunciaron a todo. Ahora sólo soportábamos Lucille en esa oscuridad azul del sótano, y poníamos a los otros para recordarlos. Obdulio se agachaba frente a los discos viejos y los volteaba una y otra vez. Daba lástima escuchar esa música, bailar casino, comer coffe cake y sentir la nostalgia que crece entre nosotros al final de la noche cuando la luz se filtra por la ventana izquierda y Brache zafa el bombillo azulado, y nos quedamos solos, más solos que nunca.
En ese fin de año, un poco antes de las Navidades, o de aquel simulacro de Navidades donde no hubo ni cena ni turrón, nombraron a Carrasco administrador de la escuela y nos quitaron también el desayuno.
Y llovió, llovió mucho durante aquel invierno, y nos dieron abrigos enguatados de color verde olivo y unas botas pesadas de casquillo redondo que resonaban encima de los charcos. Demetrio Pila se hizo novio de Gloria y prometió una noche que iba a traer a Los Beatles. Estaba medio en nota y juró que tenía en su casa el último long playing. Yo me enfermé de gripe y me internaron en la clínica de 20 y Primera, y Armando Almaguer y Aldana, el Amigo del Amor y la Amistad, me dijo allí que ya los Beatles se habían desintegrado, muchacho, y que ahora sonaban los Kings. Cuando regresé, con las ojeras y la palidez de la fiebre, ya sólo se escuchaba con placer el Little Richard´s Greatest Hits que era de la prima de Esponda.
Pero aún continuaba la noche y el desplome del sótano y las ruinas de Billy Cafaro, Richie Nelson, Pat Boone, los cigarros furtivos y las órdenes precisas de Richard de que apagáramos de una vez esa luz. Valle lo sabía. Pero no actuaba, o lo hacía de un modo invisible, mientras caminaba como dando tumbos antes de llamar a formación. Valle miraba rápido y apenas sonreía. Tenía la piel de un negro azulado y los ojos saltones, con un brillo inteligente en la mirada. No imitaba a los negros, ni usaba pañuelos en el cuello, ni mocasines, ni zapatos de hebilla y tacón hollywood. No mostraba tampoco ningún atisbo de frivolidad. Ya era un cuadro, con don de mando y todo. Le gustaba la Física y el ajedrez y prefería el silencio de la noche. En el fondo era buena persona, de Las Villas. Pero era de la Juventud.
En esos días, a pesar del desplome, que era más bien íntimo y sentimental, y aún invisible para los extraños, el sótano se entendía con otros por medio de señales de humo y ya éramos como las hormigas topándonos cabeza con cabeza y comunicándonos un nuevo disco. Ese ritual imprevisto afectaba los intereses de la dirigencia de convertirnos a todos en estudiantes modelos, asépticos y uniformados. El rock se transformaba en enemigo y creaba un ambiente disoluto, un humus mental que nos volvía rebeldes, inconformes. Solamente en el sótano nos sentíamos a gusto, lejos de los matutinos y las marchas diarias para entrar y salir de la escuela. En el sótano se nos olvidaba que salíamos de pase una vez al mes, que teníamos que vivir encerrados, que había una frontera en la Séptima Avenida que no podíamos sobrepasar. Por eso limpiábamos mal, a disgusto, y tendíamos las literas a disgusto, y comíamos también a disgusto aquella especie de papilla rusa que comenzaron a dar en el almuerzo. Algo nos oprimía desde afuera cuando Valle inspeccionaba la limpieza, el agua de creolina y los turnos en el fregadero. Valle nos miraba actuar y masticaba lentamente y a veces le reía un chiste a Brache o a Guillermo el cómico. Tamborileaba con sus dedos oscuros, revisaba las bandejas de aluminio y la altura del pelado alemán. Todo lo miraba y todo lo tocaba y hasta elogió una vez el pantalón estrecho con el que regresó de pase Roberto Natchar.
Una tarde, a pesar del elogio, nos llamó a Brache y a mí a su litera del segundo cuarto. Nos miró desde arriba con ese brillo inteligente en sus ojos. No vayan más al sótano, nos dijo, con el tono de una advertencia definitiva. Brache y yo nos miramos con temor y luego lo miramos a él. No vayan más, repitió. Ustedes tienen el mejor promedio del grupo y no quiero que se vean envueltos en un Consejo Disciplinario. Brache empezó a sudar muy tenuemente, y yo sentí un escozor en la espalda, en las rodillas, una rápida sensación de miedo. Un extraño silencio nos selló los labios mientras Brache se acomodaba arriba y acercaba su cara a nosotros. Ya saben por qué se los digo y ahora no se hagan los inocentes. Allí fuman y toman ron y bailan hasta las diez de la noche. Y eso está prohibido. Y no es que un día escuchen esa música, es que ya lo sabe todo el mundo y vienen de otros albergues a reunirse aquí. Estamos informados de lo que hacen y es está en contra del reglamento, de nuestros principios. N me gusta amonestar a nadie, pero están advertidos. Si ustedes dicen algo a los demás, y el sótano no vuelve a reunirse, sabré que están de parte de ellos, y si deciden no ir, de parte de nosotros. En ese instante la cara de Valle tomó un color cenizo y sus ojos oscuros y saltones brillaron intensamente. Levantó una mano con displicencia y ni siquiera hizo un amago de sonrisa. Ni Brache ni yo hablamos entonces. Valle nos comprometía en su decisión y nos castigaba de la peor manera, poniéndonos un secreto en las manos que no podíamos revelar.
Esa noche salí al patio y vi la luna llena sobre el cielo de Miramar. Un frío interior me nublaba por dentro y me hacía temblar. Yo no podía regresar a casa expulsado de la beca, pero tampoco podía callarme. Estaban los otros, mis amigos, mis verdaderos amigos. Estaba esa unidad invisible que había nacido sin ningún interés, como nace la amistad en la música. Estaban Nicolás, Obdulio, Esponda, Roberto Jiménez. Y estábamos solos, Brache y yo. Sudé frío en la noche bajo la frazada e imaginé mi expulsión, y no pude concentrarme al día siguiente para la prueba de control de Química. Las fórmulas me bailaban en la cabeza mientras observaba por la ventana del aula el patio vacío, y el muro de ladrillos, y los carros que pasaban veloces por la Quinta Avenida.
Aprobé, sin embargo. Durante dos días no bajé al sótano y los demás notaron mi ausencia. Brache bajó al tercer día con el rostro sombrío y un asomo de barba en la cara. Yo lo seguí, en silencio, y tocamos de nuevo en la puerta. Estuvimos un rato, sin fumar, y sin hablar con nadie. La música me atravesaba sordamente pero no la sentía. Me atormentaban el ruido y el silencio y el rasponazo del disco entre canción y canción. No podía hablar, no podía gritar con Little Richard en la vaga traición que me ponía de un lado, y en la vaga distancia que me ponía de otro.
Una noche, otra noche.
Un solo de violín en un instrumental de Percy Faith y el humo azulado que asciende y envuelve las cabezas y los rostros en un tiempo nocturno, indefinido.
Ni Brache ni yo nos dimos cuenta pero la noche se vino abajo. Estábamos casi todos, fumando. Esa vez trajeron una placa de Los Beach Boys que sonaba bastante difusa y un montón de cigarros mentolados con el nuevo sistema de meterlos adentro de un pomo y dejarlos así, a la intemperie. Tocaron a la puerta, pero no fue con dos toques primero, un silencio, y dos toques después. No. Fue un toque imperativo, violento, con una voz de mando que resonó en el pasillo y un corrientazo que sacudió el sótano y los cigarros desaparecieron por la persiana abierta y Esponda empezó a ahuyentar el humo y se olvidó de apagar el tocadiscos. Brache alzó los brazos. Richard abrió la puerta con la serenidad de los habaneros ante el peligro, y entró Carrasco, el administrador, con su abrigo enguatado verde olivo encima de un pulóver blanco que tenía en un círculo rojo a un becado con kepis, inclinado sobre un libro, un becado como se suponía que fuéramos nosotros, y dio un par de zancadas con sus botas de casquillo redondo hasta el tocadiscos, levantó el disco de Little Richard y lo estrelló contra la pared. Aquí está prohibida la música americana, gritó, con un ligero temblor en los labios, mientras los pedazos del disco caían para siempre en cámara lenta y las negras de sortijas baratas hacían silencio. Valle entró detrás, mohíno, con sus ojos oscuros y saltones. Aquí está prohibido beber, y agarró de un tirón la botella sin etiqueta que tenía un fondito y la lanzó contra el piso de cemento. Los cristales se dispersaron ante los pies de Roberto Jiménez con una implosión extraña, como si la botella no se hubiera roto de esa manera y un aire de adentro separara los cristales uno a uno para que no se volvieran a juntar. ¿No lo saben? Está prohibido fumar, y le arrebató el pomo a Obdulio y se le vieron sus ojos claros y su pelo canoso pelado al cepillo. El pomo se hizo añicos cuando cayó de sus manos nervudas de hombre viejo y el olor a mentol subió y subió. Están prohibidos los mocasines y el pantalón estrecho y se fue encima de Nicolás Leonard, que como había imitado a los negros, conservaba una calma tensísima y hasta desafiante. Vamos a desintegrar el albergue, e hizo así con el índice de derecha a izquierda entre el resto de humo que quedaba en la última noche del sótano. Todos van al Consejo Disciplinario, dijo, resoplando por la nariz, azulado por el bombillo y dirigiéndose a Valle. Todos.
Durante una semana vivimos en un sueño, o en el acto mecánico de levantarnos, asistir a la escuela, regresar y dormir. Sentíamos la levedad en los cuerpos, el miedo de que fuera mañana, o pasado mañana, un sentimiento de culpa y extrañeza, la sequedad en los labios cuando Valle nos llamaba a formación. Yo sentía una íntima quietud al marchar hacia el portón de la escuela, al liberarme de una culpa personal que se atenuaba en mí por la desdicha del destino común. Ya la música salía de nosotros, y nos rodeaba una aureola, una vibración de luz que alcanzábamos sin querer porque el rumor de una fiesta hecha con ron, discos de rock y cigarros mentolados nos perseguía a todas partes.
Al final no se hizo el Consejo, pero el albergue fue desintegrado. El sótano fue convertido en almacén por unos obreros de la Subzona, y Roberto Natchar fue a parar al grupo 24, y Brache se fue de la beca, y Nicolás cayó con Obdulio, y Roberto Jiménez con Jorge Garciarena, y yo con Esponda en el Infierno Verde, el albergue del grupo 26 que estaba en la esquina de 44. Allí escuchamos a Los Beatles por segunda vez en una placa que trajo Nelson Vila envuelta en un papel de estaño. La sensación no fue la misma. Recuerdo que no bailamos, nos situamos alrededor del tocadiscos y escuchamos en silencio. Esponda lloró esa noche sobre la litera porque no tenía como pagarle a su prima el disco roto.
Después fuimos a recoger café y nos dispersamos por las montañas de Baracoa. Al regreso, nos vimos algunas veces en el receso del patio, o de formación a formación, en las tardes, y volvimos a dispersarnos al terminar los estudios de Secundaria, y Nicolás se fue a Tarará, y antes de irse me regaló una novelita de vaqueros de Marcial Lafuente Estefanía que se llamaba El jinete del diablo, con una dedicatoria: “A mi amigo el Francis, a pesar de todo, de su amigo en la beca Nicolás Leonard Cribeiro”. Me sonreí y me temblaron las manos. Nicolás tenía la mochila en la espalda, y algo en la voz le había cambiado. Nícolo, me atreví a preguntarle, ¿por qué a pesar de todo? Sí, a pesar de todo, porque tú lo sabías, tú y Brache lo sabían y no nos dijeron nada.
Hay un violeta oscurecido al fondo y una luz que se pierde en un punto de la calle 60 en Miramar. Obdulio se difumina en ese tono, y Roberto, y Esponda, y el muro de ladrillos de Manuel Bisbé, y yo conocí a Julio César Imperatori una mañana en el Instituto Preuniversitario Héroes de Yaguajay y le vi la cara de hijo de dirigente que viaja al extranjero y enseguida le pregunté a bocadejarro si tenía discos de Los Beatles. Inclinó la cabeza con suficiencia, como hacen los habaneros, y me dijo que sí. Fue el comienzo de una larga amistad.
Ahora está nevando sobre Estocolmo y yo sigo siendo pobre, pero ya no me importa. También soy un dirigente-que-viaja-al-extranjero –por un tiempo, claro, y mi sobrino Ricardo Arturo me pide discos de BoyzIIMen, AC/DC, Nirvana, y todo lo que encuentre de rock alternativo. Voy a una tienda de segunda mano en Riddarholm, o Islote de los Caballeros, en un enorme descampado donde venden comida y ropa usada. Los copos caen sobre los techos rojos y se dispersan movidos por el viento. La tienda está metida en un sótano, atiborrada de lámparas y trastos y muebles desechados, pasados de moda. Un chileno gordo y risueño con cola de caballo me invita a ver los discos antiguos que vende por treinta coronas cada uno en unas cajas clasificadas de cartón. Tiene decenas de discos de acetato de tantos cantantes que desconozco y que nunca voy a escuchar, y saco uno y otro y otro, y encuentro el Originals Hits del viejo Paul, y su ayudante, o algo así, quizás para que compre el disco, me mira sonriente y me pregunta. ¿Cuál es la mejor canción de Paul Anka? My way, le respondo, pero no es suya, sino de Claude Francois; él sólo hizo la versión al inglés y se la dio a Sinatra. Después la grabó en vivo y suena maravillosamente. El hombre me mira con cierta sorpresa. Por cierto, añado, Sinatra está grave, se está muriendo. Ah, me dice, qué pena, no lo sabía. Más tarde encuentro el Paul Anka´s Greatest Hits –el disco con que nos traicionó pasándole sus viejos éxitos a la RCA Víctor-, y el The Times on your Life, que nunca había escuchad, y tengo que decidir entre uno y otro, y puede más el recuerdo. Escojo el disco de la traición, a pesar de todo, el disco que grabó en la cumbre con la Orquesta de Joe Sherman y en el que destruyó para el futuro la belleza original de sus primeras canciones. Después veo el Anka at The Copa, que trae “My home town”, y la mano me tiembla, pero no puedo gastar tanto dinero, y el Twist and Twist de Chubby Checker, y el Todos los éxitos de Neil Sedaka, y detrás de ese álbum encuentro el disco de Esponda, el mismo disco que llevó al albergue, el Little Richard´s Greatest Hits que milagrosamente estaba intacto.
Pongo el disco en el plato con mucho cuidado, le doy al automático y le sale de pronto una voz áspera y antigua que se va por la aguja hacia arriba. Detrás viene la música con un saxo tenor, y esa nostalgia, que es algo que nadie me puede arrebatar, y viene a mi Little Richard con su flus blanco de seda revelándome que alguna vez tuve trece años, catorce años, quince años, una nostalgia antes de la nostalgia, y un destino, que pudo ser otro, y unos amigos que creyeron en mí, y esa música de rock and roll, el sonido original de Lucille que me lleva muy lejos como al humo en el sótano, y unas palabras que para salvar esta memoria entre todas las memorias posibles, y por eso amanece, amanece en el disco por primera vez, cuando puedo entender que Little Richard perdona a Paul Anka y me perdona a mí mientras sigue tocando para esa inmensidad.

Francisco López Sacha
(Manzanillo, 1950, La Habana 2025).
Narrador, ensayista y crítico. Licenciado en Letras, Universidad de Oriente, Santiago de Cuba, 1974. Ha publicado La división de las aguas (cuento, 1986), El cumpleaños del fuego (novela, 1986, 1990), Descubrimiento del azul (cuento, Premio Caimán Barbudo, 1987), Análisis de la ternura (cuento, 1988), Dorado mundo (cuento, Premio Alejo Carpentier 2002, que incluye su relato «Escuchando a Little Richard», uno de los Premios Juan Rulfo, París, 2000), Variaciones al arte de la fuga (cuento, 2011) y El que va con la luz (novela, Premio de la Crítica, 2017); Voy a escribir la eternidad (novela, Premio Razón de ser, 2000 y Alejo Carpentier 2023) además de varios libros de ensayo, entre ellos Pastel flameante (2011) y Prisionero del rock and roll (2017). Le han sido otorgadas la Distinción por la Cultura Nacional (1994) y la Medalla Alejo Carpentier (2021). Fue profesor adjunto de la EICTV de San Antonio de los Baños en las especialidades de Pensamiento Narrativo, Pensamiento Dramático y Guion de Cine.
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