Por Alberto Guerra Naranjo
(Premio Internacional de Cuentos José Nogales, Huelva, España, 2018)
Por fin salía de la cárcel. Debía adelantar, despacio, un largo terraplén bajo el sol de mayo, y después, permanecer con inocencia de hombre libre en la parada hasta que llegara la guagua. Los camiones, como si supieran que el caminante era un tipo marcado, dibujaban nubes de polvo con tranquilidad. Pero él era optimista, siempre lo había sido. No era casual que fuera el único ex presidiario del mundo que caminaba a esa hora por una carretera. Había negociado con astucia veinte años turbulentos por diez de buena conducta que ya se cumplían y, aunque no le pararan los camiones, era un tipo feliz. Tanto, que ni por asomo imaginaba la desgracia. Al final del camino, justo en la parada, el hermano del muerto que le había costado diez años lo estaba esperando. Su desgracia. Cuando la distinguió con cuchillo afilado, lo estremeció un escalofrío. A eso llamaban “situación dramática”, dijo el profesor y la clase en pleno intentó copiar otra definición salida de sus labios. Luego, paseó el aula con los brazos apoyados en la panza, miró por la ventana, suspiró con calma. Como casi siempre a esa hora, la vecina tendía ropas con el culo inclinado hacia él. Era un ritual agradable, de paz, de mutua comprensión entre un aula y una azotea. Él sabía que ella sabía que la estaba mirando. Entonces, se inclinaba hacia las ropas en la palangana y se mostraba natural, perfecta para un viejo profesor de humanidades. O por lo menos, eso parecía. O por lo menos, eso demostraba. Ay, las mujeres, quien las entiende. Sonriente, conocedor de su ritual con celulitis a distancia, dijo: La situación dramática, muchachos, es el punto en el que nuestro héroe no cuenta con fuerza suficiente, para imponerse a una realidad superior que lo lastima. Ni más ni menos. Después, tomó agua de un hermoso pomo verde y puntualizó, ya fuera de la ventana, que jamás debía aparecer en escena un “hermoso pomo verde”, por el gusto de alguien. De ninguna manera. Ah, pobre país, aquí no saben contar buenas historias. Las joden siempre. No saben apreciar la situación dramática. Ni la intriga. Ni los puntos de inflexión. Ni los miedos eternos desde que el hombre es hombre. Lean las novelas actuales y se darán cuenta. Pocas pueden sostenerse. Por algo ustedes mueren de rabia con tantas películas insulsas. A todas les falta situación dramática. Son como el pianista del cine mudo que continúa tocando, aunque haya surgido la sonoridad. Pero con iracundia en la voz, Berta Arismendi dijo, Explíquese, profe, que no entiendo nada, y él quedó mirándola, sorprendido, tal como un presidiario en apuros miraría al camión que frenaba unos metros delante. El presidiario corrió. Al fin y al cabo era un tipo optimista que se dejaba arrastrar por los designios. Como por obra y gracia de una fuerza superior, para ponerle fin a su situación dramática, un camión repleto de gravilla había parado entre él, acabadito de salir de la cárcel, y la desgracia con cuchillo en mano. El modo imprevisto en que apareció ese camión frenando en seco aliviaba algo de agonía en nuestro héroe, en esta primera etapa crucial, donde suplicó como monja en apuros, No pare, por favor, no pare, ante la seña del otro allá abajo, sus palabrotas y el blandir de un cuchillo. Para su buena suerte, un chofer comprensivo obedeció la súplica levantando una nube de polvo superior a la de otros camiones. ¿Qué no entiendes, a ver, qué no entiendes? ¿La situación dramática? Hija mía, está más claro que el agua. Los humanos transitan de la desgracia a la felicidad y de la felicidad a la desgracia, todo el tiempo. A ese tránsito, desde los griegos, lo llaman peripecia. Pronto deberá aparecer otra situación dramática. De lo contrario se perderá el interés. Ciertos descansos como este son buenos, pero necesitamos tensión, que parezca que va a pasar algo. En una historia fluida el hermano del muerto tendrá que perseguir. Tal vez en otro camión, tal vez en la guagua que llega. Nuestro héroe, por su parte, deberá sentir la amenaza física. Contaminará con su parloteo, contará su vida carcelaria, transmitirá escalofríos sin contemplaciones, mirará constante por el retrovisor, mientras el otro, el ayudante en la historia, el pobre chofer, sudará a chorros, manejará nervioso. Escuchará sobre la vida en las prisiones. Imaginará traslados, conflictos de reclusos que se advierten el odio, malas comidas, cucharas afiladas, sangre, visitas familiares, pabellón. De haber sabido lo que le esperaba jamás hubiera frenado. No estaría ese tipo nervioso en su camión repleto de gravillas. Para aliviarse un poco el chofer prendió el radio. En vez de música prefirió escuchar un discurso. El oponente, en cambio, sentía amenazada la autoestima. Su misión será ir detrás de ese hombre marcado. Acumulaba un odio que ahora le brotaba feroz, en una calurosa carretera. No estaba complacido con diez años de sentencia, se trataba de su hermano, de amenazas a su ambiente familiar, del prestigio en el barrio, de un antiguo pacto religioso. Decidió hacer justicia por su cuenta. El profesor, por su parte, orinó satisfecho, bien sudado, pero detuvo la mirada en su vientre y se sintió mal. Por segunda vez en la semana. No debió haber venido, nadie debía verlo así. Esos desarreglos se resuelven en absoluta soledad. Aparecieron sudoraciones, un mareo que pudiera ponerlo en ridículo, temblores en el labio inferior. Ya ni podía mirarse el pito como antes. Emprender antiguas cabalgatas, horizontales, sobre alguna hembra rica, por supuesto, durante toda la noche. Con la propia mujer que tendía con el culo dispuesto a su ventana, por ejemplo, o con cualquier otra que no fuera su esposa de años. Así era la vida. Un constante mentir y mentirse, hasta que terminaba. Ahora, después de una simple sección de sexo, le daban sudoraciones, escalofríos, dolores, sacrolumbagia. Ay, mi pito, mi pito grande que ya no puedo ver. Y era por culpa de un vientre extendido con almuerzos de comedor obrero. Almuerzos urgentes de comedor obrero. Buena frase. Ay, mi pito grande. Embarrado ahora del orificio angelical de Berta Arismendi. Por suerte. Qué palo más rico esa Berta. Qué maneras de moverse y de hacerlo mover. La vida era otra cosa cuando se entraba en Berta Arismendi. Como manantial de siglo XXI. Entregaba su cuerpo y su alma, intensa hasta la máxima expresión, parecía como si llorara su propia situación dramática. Tenía cinco puntos en su clase, claro que sí. Intentó dar un paso, pero se sintió peor. Un mareo tremendo se apoderó del cuerpo, el mundo entero pareció agotarse, las cosas no andaban bien. Berta Arismendi, satisfecha, agradecida por ser la elección femenina de ese curso, lo admiró al por mayor desde la cama, y al darse cuenta de su estado, intentó socorrerlo, pero llegó tarde para evitar la caída estrepitosa. Ay, papi, qué pasó… Hidalgo Sarmiento era un ministro de un prestigio enorme y últimamente se apreciaban sus intervenciones. Decía que el país necesitaba cambios urgentes. Las fuerzas productivas, como olas artificiales en piscina olímpica, se sentían apresadas por obsoletas relaciones de producción. Habían llegado tiempos de cambios: de internet para todos, de locutorios en todas las esquinas, de producción inagotable, de construcción de viviendas, de béisbol profesional, de construcción de carreteras, de desarrollo agrícola, de fin de los eternos problemas de transporte, de permisibilidad para viajes sin distinción de puntos cardinales, de ventas y de compras, de unificación de monedas, de felicidad palpable en el presente. Pero de nosotros dependían esos cambios, compañeros. El ministro Hidalgo terminaba inflamado los discursos, sus arterias parecían a punto de estallar, pero se sentía responsable, comprometido, feliz. Tenía sesenta, y se desplazaba en el estrado como si fuera menor. Era pequeño, mestizo, ojigrande, bromista, carismático. Recibía aplausos rotundos en sus intervenciones. Todo le marchaba viento en popa. Hasta en la cabina, el presidiario y el chofer venían escuchando su discurso, pero nuestro héroe en realidad se preguntaba otra cosa. No entendía cómo diablos el hermano del muerto lo estaba esperando. Un chivatazo. Algún enemigo encubierto que no pudo detectar. La vida en prisión era de madre, no tenías paz. Ni en la calle tampoco. La doble moneda nos estaba desangrando, mi socio. A nadie le daba la cuenta. El dinero parecía distanciarse como línea de horizonte. La gente andaba en su propia acumulación de traiciones, adulterios, miserias. Parecía un sálvese quien pueda a golpe de cuchillos, cabillazos, mal de ojos, brujerías. El chofer lo escuchaba sudante. Pasaba una pequeña toalla por el rostro, aireaba con su gorra de los yanquis, afirmaba con movimientos de cabeza, miraba ansioso a la carretera, al retrovisor. Detrás venían otros camiones. La guagua. ¿En cuál de ellos estaba el hermano del muerto convertido en desgracia, para un presidiario acabadito de salir? ¿Cómo habrá reaccionado cuando se enteró? Compro cualquieerpedaciito de oroo, coompro plata, coomproenchaapee. Tal vez haya sufrido una punzada tremenda en el estómago, y por la ira, dejado de anunciar sus pregones de barrio, corrido hacia los santos, al cuchillo. Era un punto de inflexión que apuntalaba la historia. Recurso programado con suma estrategia hasta llegar al clímax. Pero aquí se desconocen los puntos de inflexión. No saben usarlos. De ahí que haya tanto fracaso, indolencia, pesadez. Las inflexiones deben programarse como mecanismos de relojería. Eso no ocurre en Hollywood, a ellos los jode otra cosa. Pero tampoco falló en Shakespeare, ni en Chéjov, ni en Borges, en nadie que respete el buen contar. La meta es el clímax. Encontrar un punto alto y recordable en la historia. Debe ser por eso que apareció un negro viejo. El nuevo personaje, metido en un gastado uniforme militar, revisaba el latón de basura de un lujoso reparto. Era fuerte el negro viejo. Tan fuerte, que el resto de los pordioseros prefería no acercarse hasta que terminara. No querían problemas, sobre todo El Jabao Miranda y Cojo López, quienes ya habían probado sus trompadas, sus ladrillazos. La prueba la tenían en las propias heridas que no cicatrizaban. Era mejor dejar tranquilo al negro e mierda. Quedaban mirándolo, maldiciendo su fortaleza uniformada, odiándolo hasta que se marchara. El negro, como de sombrero de magia, sacó del latón zapatos casi nuevos que cambió por los suyos, sacó un reloj de pulsera casi nuevo, una bolsa de pan mohosa casi en buen estado, unos tamales intactos casi calientes, dos bolsas casi llenas de leche en polvo, una revista extranjera casi nueva y en idioma español, para su buena suerte. Maldito negro viejo. Ya se iba con casi todo en sus sacos, el resto de la tropa podría hacer lo suyo sin problemas, comenzaba la fiesta. El negro los dejó en el latón y se alejó despacio de aquellas residencias. Unas horas después se bañó en el río, acomodó los alimentos y decidió cenar tamales, no fueran a echarse a perder si los guardaba. Ya con el estómago lleno tuvo dos opciones: buscar a la gorda nueva que entró al grupo y templársela a cambio de un poco de leche en polvo, o ponerse a leer la revista. Acostado, prefirió lo segundo. Leyó un artículo sobre racismo que un importante funcionario había publicado, y se murió de risa. Quién dijo que aquí había tanto. No joda, compadre, la gorda nueva era rubia; El Jabao Miranda, mestizo, y Cojo López más blanco que esa leche en polvo que ahorita me pienso tragar. Había su dosis de racismo, pero no como se podría pensar con ese artículo. Ni somos mapuches, ni gitanos, ni kurdos. Cuando se escribía de esas cosas, había que hacerlo con peso. A los negros le pedían mucho carné en la calle, era verdad. Ser joven y negro era casi una desgracia. Sospechosos habituales. Apenas salían en televisión, no protagonizaban sus vidas como debía ser, y si los sacaban en sport educativos era cometiendo errores que un blanco corregía llamándoles la atención. Pero de ahí a que costara la vida ser negro como en otros lugares, iba un trecho enorme. Más preocupantes eran otras diferencias. Novedosos y florecientes campos de golf, con sus campeonatos incluidos, por un lado, y que creciera un ejército de pordioseros, de todos los colores, por el otro. Justo en ese momento reflexivo el primer cabillazo entró por la revista y fue a darle en la cabeza. El Jabao Miranda y Cojo López lo habían madrugado. En la carretera, las cosas tampoco iban bien. El hermano del muerto, de modo increíble, había logrado entrar el torso en la cabina de un camión repleto de gravillas, para prenderse al cuerpo del ex recluso, quien dio un grito de espanto y se orinó de golpe por semejante sorpresa con cuchillo. Trató de detener el brazo del oponente después de sentir la primera puñalada, pero no tuvo fuerzas para evitar una segunda, una tercera, y otra y otra, mientras su sangre se convertía en elemento salpicador de cabina, y un chofer aterrorizado frenaba en seco para salir de su camión como un bólido. Era la máxima expresión de la historia, el punto alto al que por fin se llegaba. El clímax. Desde la carretera, un chofer tembloroso pudo ver las piernas en el aire del hermano del muerto, y, por el parabrisas, el ejercicio pleno del cuchillo. Mientras más recreación hubiera en este punto alto, mejor. Garantía eficaz contra el olvido. Un chofer espantado, un hermano sediento de sangre, un presidiario. Aquel ejercicio de muerte, por más que lo contara, parecería increíble. Siempre cuestionarían su honestidad, a pesar de su esfuerzo por resultar verosímil. ¿Cómo pudo entrar así, en plena marcha?, ¿de dónde había salido?, ¿de la guagua o de uno de aquellos camiones?, ¿acaso había montado detrás, en las gravillas, agazapándose? Las preguntas no importaban ahora. Masacraban, delante de él, al ex presidiario que hacía unos minutos era todo análisis sobre la situación del país y aquello resultaba espantoso. Muerte en forma de cuchillo. Furia que entraba y salía en cuerpo ajeno. Grito infernal de ex recluso. Cabina embarrada. Rabia intensa de hermano ejecutor. Parabrisas teñido hasta ocultarlos. Adrenalina total. Mareo. Calor. Mareo. Ahogo. El chofer sintió peste a mierda, se comprendió cagado por el susto, sintió calambre intenso en brazo izquierdo, dolor fuerte en el pecho, se arrodilló y, despacio, cayó en una carretera que hervía. Hidalgo Sarmiento, en cambio, no llegó a tocar el suelo. Más pálido que nunca, recostó su cuerpo al muro del centro deportivo, cerró los ojos, y al abrirlos ya estaba en la sala de urgencias de un hospital. Alguien lo había socorrido, un alma solidaria de las muchas que abundaban. Entonces, descubrió que aún tenía puesta su ropa deportiva, que descansaba sobre una sábana manchada por tanto uso, que había perdido el habla de manera inexplicable, que apenas podía moverse y que nunca había estado en semejante hospital. Descubrió ajetreo de camillas, enfermeros, algún médico de paso apurado, varios acompañantes en sillones, mezcla intensa de olores difíciles, gritos, quejas, risas, llantos. Descubrió, además, frente a su cama, a un viejo barrigón tomando agua de un hermoso pomo verde, acompañado por una gorda que debía ser su esposa. Descubrió, empotrado, un televisor chino en lo alto de una pared y se dejó llevar un rato por las palabras de un desconocido, a punto de estrenar un filme, que despotricaba con suma altanería contra la incapacidad de otros realizadores argumentando fallas, punto por punto, e imponiendo su obra como ejemplo contrario. Descubrió que el filme tenía un nombre raro, El pianista del cine mudo, y que a su derecha un solitario con cara de espanto y gorra de los yanquis de Nueva York intentaba ir al baño, no sin antes mirar a todas partes, como si sospechara; y descubrió a su izquierda que un negro viejo, metido en un gastado uniforme militar, con la cabeza vendada, sufría intensamente sus dolores y no iba a permitirle dormir en toda la noche. Pero cerró los ojos y sintió la melodía de un piano en la distancia, logró sentirla, e imaginó una irremediable carretera, con un ex presidiario que avanzaba despacio; y un camión de gravillas dibujaba una nube de polvo intensa.