épicas del sur

Último anochecer en la tierra

Por Rodrigo Díaz Cortez

Camino sin dirección en medio de una calle nocturna. Cargo un botellín de vino bajo el chaleco vagabundo, concentrado en mis propios pensamientos, que a veces se me escapan de la boca. Desde los ocho años en que mi madre me subió al escenario con ella, conozco al público. Junto a mi querida Tana lo estudié a fondo. Ahora avanzo poseído por el espíritu del licor. Quizá por este motivo no comprendí los insultos que me soltaron, me olvidé de las luces rojas y bocinazos, hasta que sucedió el atropello en la avenida. Algunos golpes en la cabeza son complicados.   

      Yo quería actuar para seguir ganando dinero. Quería regalarle a mi mujer una casa en la que no le faltara nada. Pero todos sabemos cómo es la vida de un artista. Solo quería recuperar lo que había perdido. Tana quería tener un niño que fuera mi reencarnación, pues se temía que yo muriera pronto. Creía que estaba loco, idea que se le ocurrió por pensar demasiado. Yo pienso poco, y gracias a ello comprendo todas las cosas que siento. Compruebo mis sentimientos a través de la carne, del pellejo, no a través del intelecto. Ahora un penetrante olor a alquitrán, la desviación del tránsito, la luna oculta entre las ramas de los árboles, los rostros familiares que nunca tuve, pero sobre todo la joven mujer se reiteran en largas secuencias por mi mente.

     Quiero imaginar que aquella joven es Tana, la misma que me esperó en su día en casa, cuando recibimos la carta del desahucio. Abro los ojos. Miro por un instante alrededor. Es extraño que no esté herido, increíble que nadie haya notado el accidente, pienso, el licor te juega malas pasadas a veces, y no sé por qué todos se esfumaron, la loca carrera de los vehículos siguió en la avenida.

      Tana estará preocupada por no darme tiempo para responderle. Porque Tana me llamó de una manera insistente, es decir, repetidas veces al bar, en el transcurso de la misma semana, preguntándome cuándo la visitaría en el centro. Y yo le di varias veces largas al asunto, unas alegando un exceso de trabajo en las tabernas, otras alegando que aún no me pagaban la pensión o que tenía la guitarra en el taller. A lo que contestó Tana que ella podía escaparse del centro y venir a verme al espectáculo. Así me llamaba: el hombre del espectáculo, aunque ya ni recordara el día en que acompañé a mi madre arriba del escenario. Tampoco las décadas en que procuré maravillar al público.

      Sin saber muy bien por dónde camino, ni cuánto tiempo he estado dando vueltas, las calles me parecen iguales. No las puedo diferenciar para situarme. ¿Dónde está mi casa? Es la pregunta que se hizo Tana al llegar ahí, tras golpear la puerta y ver que tenía otros propietarios. Nuestra casa ya no nos pertenecía y esa era la realidad que mi mujer se resistía a aceptar. Si me llamara otra vez al bar o se escapara para visitar esa casa nuevamente, se lo impediría a través del teléfono. Ella tampoco tiene por qué conocer mi situación. Si está tocada o perdió un tornillo aún no comprendo por qué llama preguntando por el hombre del espectáculo que alguna vez fue su marido.

      Un dolor en la cabeza y otro vuelo fulminante cruza por mi memoria, indicando la esquina de mi refugio. Es raro, contemplo el entorno una vez más, y parece ser que la bruma se desplaza al compás de los pasos. La mujer joven tan idéntica a la mía surge de pronto desde la esquina, avanza con la mirada fija en las texturas poco visibles de la acera. Pienso que no puede ser otra más que Tana. Más joven sin lugar a dudas, pero con la belleza intacta de la época en que la conocí. No sé si habrá visitado la casa. Desde cierta distancia observo su piel fresca, hermosa, la sonrisa que yo atrapaba con la boca en nuestros años mozos.

      Casi sin darme cuenta las sombras de mis pasos la siguen en medio de la bruma, y bajo el peso de la oscuridad se detiene y cruza la puerta de una taberna. Entre diferentes melodías que empiezo a escuchar, ingreso sin ser visto por nadie, deteniendo de algún modo el tiempo; avanzo en este lugar único. Quiero explicárselo todo. Que había sido el dolor, la irritación que nos había producido el ver cómo nos íbamos deteriorando, separando, cómo, en el lugar donde había estado lo que habíamos vivido arriba de los escenarios, lo que habíamos sentido y buscado los dos, cómo en ese lugar iba surgiendo el Alzheimer, una enfermedad que no era ni desprecio, ni odio, ni enemistad, era lo contrario del amor. Pero no había necesidad de explicarle nada, ya que ella era otra chica con su misma sonrisa. O eso me pareció a mí. No había ni siquiera necesidad de usar pantalones, ni la barba tupida estaba en mi cuerpo ya. Acumulación de resacas mal llevadas, pensaba yo. El viejo chaleco grasiento se había desvanecido de mis hombros como si hubiera estado tejido de ilusiones o formado por hebras de humo, lo que en realidad no importaba nada, pues solo quería entender lo que estaba ocurriendo en el bar, y saber dónde carajo tenían escondida mi guitarra.

      Conocía todas las tabernas del barrio, pero jamás imaginé un lugar así, en el que cada sonido musical, cada humareda de cigarro, cada resplandor envolvente, cada sombra precisa, cobrara una presencia absoluta, exacta, una presencia como solo la eternidad podía poseer. Pero aún estaba ahí el golpe recibido en la cabeza. Es probable que Tana me hubiera preparado una de esas sorpresas de juventud. Pronto tuve la certeza de que la luz manejaba los movimientos. Era muy distinto al bar en que recibía las llamadas telefónicas desde el centro. Esta taberna parecía no tener principio ni final bien definido. Algunas parejas se entrelazaban como si se estuvieran despidiendo. Otros hombres me miraban con los ojos bien abiertos, como pidiéndome el camino de regreso, pero los muros cubiertos de vapor daban la sensación de que todo flotaba continuamente. Mantuve firme esta imagen para evitar nuevas ráfagas en mi cabeza. Era lo mismo que me ocurría cuando tenía uno de esos sueños del que no quería despertar. Deambulé trasladándome de un extremo a otro del salón. La mujer joven con la misma sonrisa de Tana estaba ahí, sentada en algo que no alcanzaba a ver, disimulando nuestro vínculo. Su vestido blanco celestial parecía variar de tonos. Me acerqué para verla mejor, y la verdad, era demasiado dulce e ilusoria. Me arrimé para preguntarle:

      ―¿Bailamos?

      Obligada por la pregunta, sintió el duro trance de reconocer palabras, sacó la misma sonrisa de Tana, pero no quiso contestar. Ella veía las partes de nuestra historia, y en la medida en que me era imposible ver otra cosa más que a mí mismo en ella, la luz vaporosa se movió hasta donde estábamos nosotros.         

      ―Perdona pero te equivocas conmigo. Vengo de un mundo muy distinto al tuyo, digamos que soy un gran espacio que ocupa tu memoria, nada más, no tengo consistencia.

      ―La verdad es que no importa si no te entiendo ―le dije tomándola por la cintura.

      ―Yo solo vengo aquí para despedirte, así como hacen todas las parejas.

      ―Yo no tengo ganas de morirme todavía, Tana. Aunque te empeñes.

      ―Todos vamos hasta un punto donde dicen que llegan, si llegaron, otros recuerdos. Fuera de las imágenes que se agitan confusamente en tu cabeza, quiero desearte lo mejor. Tampoco quiero que te preocupes por la vieja con Alzheimer que fui, estaremos allí, sin que nadie lo imponga, nuevamente en cualquier escenario donde estuvimos actuando alguna vez.

      Aferrada tan cerca de mí, casi no puedo tocarla. No sé cómo se desunió el contorno de nuestras figuras. La despedida inevitable de su voz resonó fragmentaria en mis oídos.

      ―Lo olvidarás pero volveremos otra vez ―repetía moviendo los labios para que pudiera entender.

      Ya no sentía los pies firmes en el suelo. Ni sentía estabilidad alguna, como si mi cuerpo sin vida fuera cayendo contra él mismo. Y otra vez me sentí borracho, acostado y vestido en la avenida con vehículos que evitaban tropezar con mi cuerpo. Poco a poco tomé conciencia de la muerte, pues me llevó sin posibilidad de regresar a la taberna y disfrutar de la sonrisa de Tana. Vi su rostro proyectado hasta mí por la extrema intensidad de su hermosura. La vista no se me apartó de la bruma que se interponía, disipada por la periferia oscura, fría, en la que todo el mundo descansaba, la mujer en la distancia se desprendió de su vestido blanco, dejando en evidencia un cuerpo etéreo, irreal.


Lee más sobre este y otros escritores


Publicado

en

Autor:

Etiquetas:

  • seis poemas al amor y la vida del Café Naranjo

    Tenemos el gusto de presentar seis poemas de nuestros autores del Café Naranjo, Que los disfruten, no olvides compartir y comentar, gracias infinitas. Carmen de la Caridad Tejedor González Cansada de fingirestoy sobre la tierra entre la brumade todo lo que existe:el horizonte, el árbol, y la espuma;yo no me sé morir. Carilda Oliver Labra.…


  • Los deseos que no calman la lluvia

    Los deseos que no calman la lluvia

    Café Naranjo publica el cuento, Los deseos que no calman la lluvia, de Ariel Hernández Reyes, con el cual ha obtenido Mención del Premio Farraluque 2025 de Literatura Erótica. Felicitamos profusamente al escritor e invitamos a nuestros lectores a disfrutar de su lectura. Los deseos que no calman la lluviaAriel Hernández Reyes (Ar Herey) Habían…