Die Puppe
Barbarella D´Acevedo
Mi abuelo, el Rey de las Ostras, me puso plazo para casarme, porque dice que una mujer de mi estatus, precisa de un respaldo, como si yo misma no bastara. Él fue quien desencadenó todo. “Ok”, dije, sin saber bien qué inventarle a mi abuelo que no es rey de nada, aunque todos le llaman así porque consiguió sentar las bases de un negocio sólido en la Perla del Golfo, “ok, pero no me casaré con un hombre, me rehúso”, añadí para molestarlo, enfática. “Haz lo que quieras, pero cásate” contestó a regañadientes.
El asunto es que, si no cedo a las órdenes de mi abuelo, me deshereda. Por eso fui a ver a su tienda celta, a mi amigo el Brujo, que no es amigo de nadie, en tanto lo único que quiere es “money, money, money”. Conmigo se aprovecha: “Si te ganas el premio, me das una parte” requirió cuando me vendió un consejo para vencer en un certamen literario, en que participé por mi afán de convertirme en escritora…, necesidades materiales no tengo y el Brujo lo sabe. Esta vez prometió: “Te voy a decir qué hacer, pero por supuesto quiero una tajada, o más bien una caja de ostras gourmet. No voy a esperar la herencia ya que, al Rey, God save the King, le quedan años todavía”. “Ok”, di mi palabra, “consigo la caja, pero necesito un remedio santo, antes de terminar en la calle, maifrend”. “Lo que tienes que hacer…” susurró indicaciones en mi oreja y me aguanté el asco de su aliento. Después anotó una dirección en una carta de tarot, La Estrella. Su remedio sí fue santo…, gracias a él se dio mi cita con Tilda, una mujer espectacular. A Tilda la escogí idéntica a mí para poder soportarme y le puse ese nombre, porque la Swinton es mi actriz favorita de siempre…
Bueno, la verdad es que a Tilda la mandé a hacer con Hilarius, el dueño de la fábrica clandestina de androides, copias chinas de la mejor calidad, por recomendación del Brujo. Para clientes especiales hace productos únicos, ediciones limitadas. El nerd Hilarius trabaja solo, en una nave abandonada en Cubanacán y los muñecos que se salen de serie, requieren horas extras. Pero como pagué bastante, lo presioné con hasta quince llamadas diarias. “I can’t wait” le grité al oído varias veces. Al final demoró una semana y aguanté porque me prometió un regalo…
La primera vez que conocí a Tilda no quise verla en funcionamiento, por si no me agradaba el resultado. Pero me equivocaba. Parecía simplemente perfecta, éramos dos gotas de agua. La verdad es que, de las dos, ella resultó la versión mejorada. Hasta temí que gustara más a todos, inclusive a mi abuelo. Con piel en fibra de seda…; sus ojos claros, distintos a los que me concedió natura, los escogí para diferenciarnos. Tilda tenía mi olor favorito, oferta especial del catálogo: culo de bebé con talco. Me enamoré a primera vista, pero me dispuse al romance perfecto y le dejé una buena recompensa a Hilario para que nos preparase una primera cita. Solo entonces indagué por mi regalo. “¿Te gusta surfear?”, preguntó, “todos los ricos lo hacen”. “Sí, pero no. Odio el agua fría de otros lares, y aquí en el Caribe que es cálida, no hay olas”, dije ya sin que me importara. “Está bien, entonces voy a dejar este pequeño manuscrito con instrucciones en el oído de la muñeca y ya está”, respondió con desencanto, porque ignoré su dádiva…
La cita fue en La Guarida, el paladar más famoso de la Habana. Me gustó el detalle de que ella llegara primero, porque no soporto esperar. Por supuesto, ya estaba la alerta de la tormenta, pero aquí siempre es algo y mientras tanto se debe vivir, de eso se hallaban conscientes también los restantes clientes, porque no éramos las únicas en el restaurante. Ver a Tilda frente a mí fue como contemplarme en un espejo: raro, pero excitante. Había garbo en cada uno de sus gestos. La Guarida resultaba el telón de fondo ideal para mi pareja, con su ambiente de filme cubano decadente, paredes descascaradas y lámparas de araña, en contraste con mi belleza tecnológica. Afuera empezó enseguida el embate del aire, pero la canción indirecta de Bowie “The stars (are out tonight)”, inducía a la calma.
Es cierto que encargué a Tilda a mi imagen y semejanza, pero incluso así el milagro me dejó fascinada. El Brujo se merecía dos cajas de ostras, e Hilario, hasta la legalidad de la fábrica, o superar los límites del contrabando nacional. Imaginé por un momento un mundo donde Tilda se repetía hasta el infinito y me emocioné.
Mi novia tenía el hambre de quien come por primera vez, o por última, pero a mí los nervios me apretaban el estómago, los nervios, y su olor a talco, que trastocaba el aroma de los mariscos, aunque también atenuaba mi transpiración, cuando me pongo tensa sudo con olor a veneno de cucarachas, después de todo nobody is perfect, bueno, ella sí y antes de dejarme articular una palabra lo dejó muy claro: “Si soy perfecta, dime, por qué debería amarte”. Fue como si me lanzara encima agua con hielo, más fría que el daiquirí que intentaba beber. “Amarme…, no sé, por ahora solo requiero que nos casemos…” respondí dispuesta a reclamar mi inversión.
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“Cálmate, chica…, era broma. Si vieras la cara que has puesto”, empezó a reírse de mí, con sus dientes pedacitos de nácar, de manera estridente, por lo menos en eso flaqueaba su belleza pero, de todas formas, debí mirar hacia afuera, a través de la ventana, para sustraerme de su efecto. Llovía…, las escasas luces de la ciudad en el cristal me hicieron evocar otras humedades. En un rincón del restaurante percibí una gotera.
“¿Sabes? Siempre soñé con alguien como tú”, confesé.
“Como tú”, me desafió, aunque enseguida se dispuso a ceder: “Chica, pero si algo te molesta, lo cambio. Recuerda que una IA, también tiene su etapa de aprendizaje”.
“No, no te preocupes”, contesté para frenar nuestro desencuentro, sobre todo porque casi pude escuchar junto a mí al abuelo decirme: “Nunca te gusta nadie. Todo lo dejas a medias”.
Tilda llamó al camarero para pedir un plato de arroz con leche y al tipo casi se le cayó la baba al atender, aunque a mí ni me miró. “La obra supera a su autor”, pensé con desazón. Mientras, ella se justificaba: “Ay, chica, tengo tanta hambre y como no corro peligro de engordar…”
“¡Qué ventaja!”, exclamé con envidia: pero su boca húmeda, que no dejaba de tragar, me provocó deseos de desnudarla.
“Supe que eras escritora. A mí lo de escribir podría gustarme”, dijo y ahí sí la interrumpí, la corté: “Terminas y nos vamos”. Una tiene sus límites, y no me encantaba la posibilidad de que escribiera. Después de todo, no se puede competir con una inteligencia artificial.
Tilda, como niño al que regañan, me siguió a la puerta. Para abrirla, tuvimos que empujar. Entonces nos ayudó una ráfaga y el agua entró a chorros en La Guarida, casi cubrió la mesa, pero nadie pareció inmutarse. Los comensales levantaron sus platos, en una coreografía al ritmo de Bowie, para seguir la degustación. Nosotras avanzamos hacia afuera con el agua a la cintura, nos apoyamos una en el cuerpo de la otra. Sentimos que claveteaban en La Guarida a nuestras espaldas. El ciclón había hecho estragos y costaba descifrar la fisonomía de la ciudad. “No te preocupes” suspiró Tilda al abrazarme con fuerza… “Lo dice fácil…, si es de las que sobreviven, con o sin Arca”, y pensé en un mundo sin humanos, con una copia falsa de quien fui. El viento me hizo sentir frágil. Un mar de agua caía denso y en diagonal desde el cielo techo oscuro. Parecía imposible que volviese a escampar. El aire se arremolinaba.
“Chica, ¿te gusta surfear?” Tilda tuvo que gritarme. No entendí la pregunta ni su cara triste, la misma que a veces encuentro en el espejo al mirarme; la situación era más para dar pánico que tristeza. Al percibir que yo no contestaba se sacó de la oreja, el rollo manuscrito por Hilarius, en papel impermeable. Leyó las instrucciones a toda velocidad. Ya el fango casi nos daba al cuello y yo intentaba mantenerme a flote. “No te voy a decir que fue un placer conocerte”, volvió a gritar y como buen robot transformer desechó las piezas que le sobraban, brazos y piernas, y cabeza. Fue terrible ver que se arrancaba la cabeza, pero me aferré a su cuerpo tabla de surf, como un milagro. En un bramido cedieron el piso y el mundo. Me costó equilibrarme en la ola, por el viento y la lluvia, pero me dispuse a surfear La Habana, ya que la humanidad de Tilda me salvaba. Me conmovieron su humanidad y, asimismo, el horror de la pérdida. Tilda, mi Tilda, era irremplazable. Mi abuelo no me perdonaría el fracaso. Esta vez sí iba a quedarme sin herencia, y el Brujo sin caja de ostras.
La ciudad se hizo invisible bajo el agua, sin embargo, quise salvarme, vivir… Aún en la bruma del diluvio, vislumbré a otros, que también surfeaban las olas y el naufragio, sujetos a las soledades de cuerpos que nunca consiguieron amar.
Barbarella D´Acevedo
(La Habana, Cuba, 1985). Escritora. Profesora y editora. Teatróloga, graduada del ISA y del Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso. Ha obtenido múltiples galardones, entre ellos: V Premio Internacional de Poesía Juan Ramón Jiménez de Coral Gables (2024), Premio en el Campeonato Internacional de Literatura Creativa desde La Habana (2024), Premio de la Ciudad de Holguín en Narrativa (2022), Hermanos Loynaz en Literatura infantil (2021), XIX Certamen de Poesía Paco Mollá 2020 (España), La Gaveta (2020), Bustos Domecq (2020), y Beca de creación El reino de este mundo por el disco de poesía Discurso de Eva (PM records). Ha publicado entre otros: Músicos Ambulantes, El triunfo de Eros y Blanco y azul con Editorial Primigenios, Basilio y el deseo (DMcPherson Editorial), Érebo (Aguaclara Libros), El triunfo de Eros (Editorial Ácana), Habana pulp mission (Ediciones Solaris), Tren para Salinger (Ediciones Loynaz), La casa, el mundo y el desierto (Ediciones Hurón Azul), y Marea roja (Ediciones Enlaces). Su obra ha sido editada asimismo en diversas antologías a lo largo del mundo.
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