Con este título publicamos para nuestros lectores el cuento, «Destino final», de Kenia Rodríguez Poulout en Cafe Naranjo.
Destino Final
Kenia Rodríguez Poulout
Michel se balanceaba despacio y con los ojos cerrados en un sillón de mimbre a la espera del horario de comida. A través de la ventana, un aire fresco y un cielo semi despejado, le hacían recordar algunos pasajes
de su vida. Siempre lo atormentaba la misma pregunta ¿Por qué a mí?
Tiempo atrás, guiado por la falsa noticia de que el gobierno le quitaría la patria potestad, Michel envió a su único hijo de seis años a los Estados Unidos a través de la operación Peter Pan. En esa época, era un joven de veintiocho con la certeza de que pronto se reunirían. Durante un tiempo, hubo una total desinformación respecto al destino de los niños involucrados en aquél suceso. Michel vivía con la esperanza de volver a ver su pequeño y maldiciéndose por haberlo dejado ir solo a ese país ajeno. Luego de dos años de espera y sufrimiento, recibió una notificación de unos representantes del gobierno norteamericano para personarse en el aeropuerto. Desde allá, mandaron el cuerpo de su hijo en un ataúd. Al llegar a los Estados Unidos, el niño fue enviado a un colegio en Wisconsin donde murió de una neumonía complicada a consecuencia de las bajas temperaturas, fue todo lo que supo. Una mezcla de dolor e impotencia lo invadió. No podía ni quería aceptar aquello. Después de eso, sus padres emigraron a Norteamérica, pero Michel no quiso ir, quedándose solo en una residencia inmensa y decadente. Durante cinco años vivió de las remesas familiares hasta que sus padres murieron en un accidente. Su vida era un desfile de muertes y ausencias. Se convirtió en el típico borracho parlanchín y melancólico, enredado con mujeres que sólo querían divertirse y gastarle el dinero, contrayendo enfermedades venéreas en más de una ocasión. Así vivió por muchos años. La tristeza lo llevó a repetidos intentos suicidas, pero no tenía suerte ni para morirse. Su poca concentración lo convirtió en un obrero deficiente y lo despedían a menudo.
Gracias a la insistencia de un amigo, Míchel se unió a un grupo de alcohólicos anónimos que de anónimo no tenía nada, todos eran conocidos. Los mismos personajes con los que se cruzaba en bares y esquinas de la ciudad. Una psicóloga y una enfermera eran las encargadas de las sesiones de terapia y las consultas anti alcohólismo. Cuando Michel vio los ojos expresivos de Irina, la enfermera, fue como si un ángel le tocara el corazón. A pesar de sus treinta y cinco, Irina exhibía una piel tersa y suave, cuidada con cremas que repartía por todos sus lugares. Su rostro, resplandeciente como porcelana china, mostraba una sincera sonrisa. Su figura menuda y apariencia frágil la hacía lucir como muñequita de biscuit. Michel estaba embobado con su belleza. Una linda amistad surgió entre ellos. Él comenzó a sentirse liberado y seguro, era un sujeto ocurrente y divertido fuera de sus borracheras y la hacía reír mucho. Irina trataba de marcar distancia, no era de su interés entrar en una relación. Martes y jueves, al final de cada consulta, salían juntos envueltos en amenas charlas, filosofando sobre la vida. El temor al fracaso le impedía a Michel expresar sus sentimientos sin saber que el gusto era recíproco. Lo que más atraía a Irina era la blanca dentadura y la pulcritud de su paciente. Aquella tarde soleada, luego de la respectiva sesión de terapia, Míchel se armó de valor y la invitó a salir.
_De los cobardes no se ha escrito nada_ Pensó.
Hacía mucho tiempo que no se divertían tanto. La enfermera, que parecía tímida y fragil, resultó divertida y una bailadora excepcional. Un beso inesperado la sorprendió esa noche. Michel no iba a seguir esperando, en definitiva:
_Para pasarla bien, hay que portarse mal_ Pensó.
Fue el inicio de un hermoso romance. Hubo mucha empatía y complicidad entre ellos, las espectativas iban in crescendo. Por su parte, Irina tenía una preocupación, bueno, más bien una curiosidad, que es la misma curiosidad de muchas mujeres cuando inician una relación.
_¿Este será bate corto o bate largo?
Para su suerte, Michel estaba provisto de diámetro y largo perfecto. El primer choque sexual entre ellos fue todo un éxito. No hubo limites, fueron dos cuerpos de piel infinita, las fronteras desaparecían ante el deseo y el placer. Ambos entregaron sus mejores y más creativas sapiencias en asuntos de amor. Michel creía que Irina era una mojigata pero se equivocó.
_Tú eres la loca que yo estaba buscando_ Le dijo con mirada diabólica.
_¿Qué pensaste? Yo no fui a la escuela a comerme la merienda_ Dijo ella con sonrisa pícara.
Por fortuna, cada uno tuvo lo que quiso, no es con cualquiera que los sentidos se despiertan, que el cuerpo reacciona y se nos pone la piel de gallina. Tuvieron muchos encuentros después de ese día, porque como dice el refrán:
_»Cuando el palo es bueno, el comején vuelve».
Michel vio que su vida, por fin, cogía un rumbo. El placer que sintió con Irina nada tenía que ver con lo experimentado en sus andanzas con mujeres pagadas. No es lo mismo tener sexo que hacer el amor. Comenzaron a vivir juntos en casa de él y la convivencia resultó una aventura maravillosa. Michel poco a poco fue perdiendo el interés por la bebida y controlando su adicción. Comenzó a enfocarse. No era un analfabeto, tenía varios cursos de administración y comercio que le sirvieron para conseguir un empleo fijo como carnicero, que es mucho más rentable y beneficioso que tener una maestría o un doctorado en cualquier especialidad. Todos los fines de semana se iban de parranda. Playa, piscina, hoteles, restaurantes, fiestas, y todo eso con bebidas analcohólicas. Tenían una intimidad muy especial. Cada día, después del mañanero, Irina salía rumbo a su trabajo contenta y con ganas de comerse el mundo. La llegada de un embarazo muy deseado, luego de cuatro años, fue el mejor regalo que les dió la vida. Michel era feliz, aunque de vez en cuando Irina lo sorprendía pensativo y lloroso, probablemente recordando a sus muertos. Fuera de eso, se sentía un hombre realizado, no podía pedir más, una esposa cariñosa y buena amante, un hijo en camino, uno de los mejores empleos que hay en este país y un techo. Nada más le faltaba comprarse un carro, pero eso era solo cuestión de tiempo.
Sin embargo, hay personas a quienes le molesta ser felices, es como si disfrutaran su autodestrucción, ese era el caso de Michel. Un mal día, sin motivo aparente, tuvo una recaída y se emborrachó.
_ Yo no sé dónde tú te metes que llegas a esta hora ¿En que tú andas?_ Le gritó a todo pulmón y con voz tropelosa, aquella tarde en que Irina demoró en llegar.
La pobre mujer solo estaba luchando con el transporte. Tenía tres meses de embarazo y el disgusto fue tan grande que le provocó un aborto, un embarazo de alto riesgo que por culpa de él, no llegó a feliz término. Irina sufrió mucho esa pérdida, con treinta y nueve, quizás era su última oportunidad de ser madre. Michel también sufría en silencio, le pidió perdón y le juró por todos los santos que no volvería a tomar. Ella quiso luchar por su amor, darle un voto de confianza y no privarlo del beneficio de la duda porque aún lo amaba. Michel era un excelente cocinero, como suelen ser los borrachos. Cuando Irina venía del trabajo, encontraba casa limpia, comida hecha, música alta, a Michel con los ojos rojos y en el piso, al lado del sillón, una botella a medio tomar. Su juramento había sido en vano.
_Viste mami, ya todo está hecho_Le decía tambaleante y con aliento de bar barato.
_Tú limpias y cocinas para tapar tus faltas, para que perdone tus borracheras_ Decía ella decepcionada.
Los cambios de conducta de Michel eran insoportables, le molestaba todo. Sus gritos de ¡Yo no necesito que me perdones nada, esta casa es mía y aquí hago lo que me dé la gana!, eran escuchados por los vecinos. Irina, avergonzada, no se atrevía ni a mirar sus caras. Hechos similares sucedieron durante dos meses. Michel amanecía con las manos temblorosas y solo anivelaban luego de darse un trago. Cosas como probar tres bocados y luego meter el plato de comida en el refrigerador para desayunarselo al otro día sentado en la taza del baño, eran algunos de sus clásicos y desagradables hábitos pos resaca. Michel se dormía temprano y a las diez de la noche, cuando Irina iba a la cama con necesidad de cariño y conversación, él estaba roncando como puerco en ceba. A las tres de la madrugada, cuando ya se sentía recuperado y con ganas, entonces Irina dormía profundo y no estaba para eso. El asunto es que ya no coincidian en casi nada. Él se convirtió en un hombre despreciable y descuidado con su apariencia, incapaz de dar amor, ni mostrar la más mínima delicadeza. En una ocasión, casi la golpea y por no hacerlo le dio un puñetazo a la pared. No tenía nada que ver con el conquistador de hacía años le regalaba flores y le dedicó tantas canciones y serenatas. Para poner la última gota al vaso, ni siquiera lograba mantener una erección concistente las pocas veces que hacían el intento. Ninguna mujer quiere un desperdicio así. Ella, como muchas, trató de salvar su relación, pero cuando el perro es huevero, no le importa que le quemen el hocico.
_Me voy.
Con cincuenta años, Michel se quedó solo y sin trabajo una vez más, en aquella mansión decadente, herencia de sus padres burgueses. Irónicamente, el ron lo había llevado al amor y el mismo ron lo alejó. Cuando se le acabó el dinero que tenía ahorrado, vendió casi todos los muebles y objetos de valor para seguir bebiendo. Se volvió un ermitaño, sucio y de mal carácter, nadie quería acercarse a él. Algunos síntomas alarmantes lo aquejaban, rigidez, espasmos, convulsiones y agresividad. En ocasiones, cuando no tenía dinero, la abstinencia involuntaria le provocaba episodios de Delirium Tremens. Una mañana lo encontraron inconsciente en medio de una acera, el olor a alcohol le salía por los poros. Luego de varios días de ingreso, los exámenes dieron como resultado muy bajos niveles de dopamina en su organismo y junto a otros signos clínicos, le diagnosticaron, la enfermedad de Parkinson. Comenzó un tratamiento que sería de por vida. Con un estricto regimen hospitalario, pudo controlar, una vez más, su adicción al alcohol en ocho meses, aunque ya el daño a su hígado devenía en inminente cirrosis hepática.
Al regresar a su casa, apenas podía valerse por sí mismo. Era lamentable verlo en ese estado, pero su mala leche alejaba a todo el que quería ayudarlo. Una trabajadora social, sabiendo las consecuencias de estas enfermedades crónicas, lo visitó y le fue asignada una pensión mínima, casi simbólica. Luego de algunas gestiones burocráticas, lograron encontrar un lugar para él. Pasaron varios meses hasta que lo convencieron de ir a un asilo donde tendría atención y cuidados. Sus manos temblorosas le impedían sostener una simple cuchara. A veces, casi no podía mantenerse en pie. Aquella dolencia prematura iba rumbo a un total deterioro de sus habilidades.
Aún seguía sentado en el sillón de mimbre y mirando por la ventana cuando, por fin, trajeron la cena. Irina, su ex, quien había empezado a trabajar en el asilo recientemente, lo miró con desprecio y con el poco cariño que le alcanzaba para dar su salario inmisericorde, le dijo:
_Michel, abre la boca, hoy no tengo paciencia para tus demoras.
Kenia Rodríguez Poulout.
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Kenia Rodríguez Poulout
Natural de Santiago de Cuba, Cuba, 1972.
Escritora de poesías y cuentos. Miembro del Taller Literario Félix Rodríguez Carralero del Proyecto Cultural Arte XX. Punta Brava y del Taller Literario Municipal de La Lisa, Sindo Garay, miembro además del Café Naranjo.
Ha participado en numerosos festivales y eventos literarios en Cuba, recibiendo numerosos premios y menciones.
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