épicas del sur

Siete cuentos premiados de Alberto Guerra Naranjo que usted debería leer

Cafe Naranjo publica siete cuentos premiados de Alberto Guerra Naranjo que a nuestra consideración deben ser leídos por los amantes de la buena literatura cubana y latinoamericana de nuestro tiempo.

FINCA VIGÍA

Esta vez navegarás con más suerte, dijo Hemingway. Estaba de pie, frente a su Royal, calzado en mocasines, y sobre la piel del viejo antílope. Con ayuda de un lápiz anotó la cuenta de las palabras escritas en el día y dio por terminado el trabajo. Limpió el sudor de sus manos en la bermuda, acomodó las cuartillas y se detuvo en los rayos de sol que filtraban por las ventanas laterales. La cabeza del venado colgada en la pared, la colección de dagas nazis, las escopetas y las cañas de pescar, relucieron con fuerza ante esos rayos. Caminó hacia la ventana del frente, apoyó los brazos en el marco y miró afuera. Los árboles aún daban buena sombra, aunque los más cercanos, con sus raíces, continuaban levantando el cemento y las lozas del interior. Miró a las mesas del jardín, el polvo de las mesas del jardín, luego se detuvo a contemplar, sin mucho asombro, los movimientos de un joven y de dos mujeres cargados de paquetes. Entraban, dejaban los bultos en la casita de madera y volvían a salir. Sobre un camión los brazos de otro joven, negro, descamisado, sudante, alcanzaban las cajas. Las piezas de cerámica quedaron para el final y una de las mujeres rogaba que tuviesen cuidado no fueran a romperse. Hemingway se aburrió de mirarlos, dijo: En esa casita de madera han dormido gentes muy raras, pero ningunos como Sartre y su media naranja, Simone. Luego, regresó frente a su Royal, tomó las cuartillas otra vez, las manoseó como si fueran lo mejor que había escrito en mucho tiempo, y las volvió a colocar. Miró al venado, al sinnúmero de objetos y de animales muertos que colgaban de las paredes y sonrió. Sobre el estante el vaso y la botella de whisky estaban vacíos. Tomaré ginebra entonces, dijo, y dio dos pasos en busca de la mesita donde le esperaban un grupo de botellas. Demoró unos segundos preparando el trago, inclinado, sonriente, como si fuera un niño de barbas muy blancas y bermudas enormes. No estoy trabajando muy bien, dijo, me impongo la maldita disciplina, pero es preferible parar, impedir que el pozo se seque. No permitas jamás que tu pozo se seque. Disfrutó el primer trago y lo acabó de un golpe, luego volvió hacia la mesita y repitió las acciones en busca del segundo. Cada vez que podía secaba las manos en su bermuda, miraba al sitio de la Royal y cambiaba la vista hacia fuera. Durante el cuarto trago eructó ginebra como si fuera un puerco, terminó bostezando y fue a sentarse junto a la veladora.

Ella era una de esas mulatas, aptas para contemplar por largo tiempo; aburrida, cruzó una pierna y por contagio quedó atrapada en su propio bostezo. Nada como un trago después del trabajo, dijo Hemingway. Desde su posición la veladora dejaba entrever un pedazo de muslo y el viejo Ernest, con suspicacia, me hizo señas. No está mal la chica, ¿verdad?, dijo. Pero veladoras como esta no me soportan, duran un par de meses y luego se largan. Hemingway se puso de pie, soltó un ruidoso pedo, muerto de risa, y la muchacha me miró como si fuera un asqueroso culpable. No supe qué hacer, me limité a sonreír ante la ocurrencia del maestro y la vi taparse la nariz, para después darme la espalda. El escritor caminó unos pasos en busca de la puerta y señaló a una vieja con uniforme semejante al de la joven mulata. Las resignadas son esas, dijo, todavía sonriente, llevan quince, veinte años aquí y se la pasan contando los días que les faltan para jubilarse. Después, volvió a mirar la botella de ginebra, frotó sus manos otra vez en la bermuda y me dijo: Si no fuera por estos raticos y por esos rayos de sol, no sé qué sería de mí. ¿Viste cómo iluminaban al venado?

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Pero el gordo me impidió responder. Con su Nikon en las manos, y los dientes muy amarillos, intentó enfocar el ángulo del estante, empecinado en la Royal. Faltó poco para que me aplastara contra la pared. Tuve ganas de empujarlo hacia adentro, verlo tropezar con la soga divisoria y que en el aire diera una voltereta. Era muy probable que la cámara se le hiciera pedazos y dejara en el piso de Finca Vigía un par de dientes amarillos como recuerdo. Hemingway, con un gesto, me pidió que lo dejara tomar su fotografía y se largara a otra parte. Cómo ha cambiado el viejo, pensé, por menos que eso, Lisandro Otero, aunque se empeñe en negarlo, fue trompeado en pleno Floridita por los años cincuenta. Cuando el gordo estaba a punto de tirar, la veladora se interpuso entre la cámara y lo que había enfocado.

 Permiso, señor, le dijo, ¿usted pagó la tarifa por la fotografía?

 ¿Eso también hay que pagar?, preguntó él.

 Sí, dijo la muchacha, y fue otra vez a sentarse.

La mujer del gordo, otra indiscreta con cámara, que no había escuchado la conversación, levantó el brazo y le pude ver los largos y goteantes pelos del sobaco. Sentí asco, para nadie resultaba agradable contemplar esos pelos; menos, después de oler la agridez del marido, excitado detrás de la cámara. Me molestaba, además, no responder por culpa suya la interrogante de un escritor de la talla de Hemingway. Como si abundaran semejantes oportunidades.

 Sabes, Henry, dijo contentísima la gorda, calzaba el mismo pie tuyo, mi amor. Ven a ver.

Pero el gordo apenas miró, se limitaba a secarse el sudor con un pañuelo empapado.

 Sabes, Marta, las fotos se pagan, le dijo. Ella, incrédula, miró a la veladora, que afirmó moviendo ligeramente su cabeza.

 Entonces la guardo, dijo, pero ven a ver, Henry, calzaba tu mismo pie, amor.

 Sabes, gustaría subir esa torre, dijo el gordo cambiando de tema, después caminó unos pasos hasta la escalera. Marta, contemplativa, disfrutó cada uno de esos pasos, suspiró y me dijo:

 ¿Verdad que es igualito?

 Se dan un aire, dije.

 Usan hasta el mismo número.

 Y son del mismo pueblo, concluí.

Busqué complicidad en la veladora, quería burlarme a lo cubano de esa gorda, pero la muchacha me cambió la vista.

 ¿Te animas y subes con nosotros la torre?, dijo ella muy bajo. Los precios son caros, arriba podremos tomar fotos sin que se den cuenta.

 Vayan ustedes, prefiero quedarme, dije.

 Nos esperas, entonces.

Jamás había tenido tanta relación con los turistas. Andaban conmigo a retortero desde muy temprano y ya me tenían harto. Los constantes, Sabes, Marta, y Sabes, Henry, estuvieron a punto de hacerme estallar. Cuando los vi en las escaleras sentí alivio, me libraría de ellos por un tiempo y eso reconfortaba. Quedé solo, para conversar con el maestro, hambriento, nervioso, con el cansancio de las calles de La Habana en mis pies. Iba a responder su pregunta, decir que había visto esos rayos, que iluminaban muy bien al venado, pero de repente otro par de turistas se interpuso. Me aparté como pude, mis tripas sonaron y la veladora me volvió a mirar. Para ella debí ser el tipo más puerco y desgraciado del mundo, me lo hizo entender solo con un gesto. Debí haber comprado el pan con pasta que encontré barato en La Habana Vieja, pero no lo hice, creí que mis obesos amiguitos me invitarían a almorzar. Estaba allí, con hambre, nervioso, frente al maestro, víctima de embrujos turísticos y de la mirada con odio de una hermosa veladora. Quise apartar de mi lado al par de tipos para no perder mi puesto en la ventana, pero ya era tarde, con sus cuerpos sudantes me bloqueaban y Hemingway hizo unas señas para que les cediera el lugar.

Esta vez navegarás con más suerte, repitió, cuando me hice espacio en una ventanita de los laterales. En ese ángulo nos sentimos tranquilos, había muy poco que husmear (la colección de botas, relojes, bisutería menor) comparado con las cabezas de antílopes, tigres, leopardos, colgadas en las paredes o alfombrando el suelo de otras habitaciones. Incluso, el torrente de cartas en eterno desorden sobre la cama, detenido como la última vez, superaba a esta zona de la casa. El grupo de turistas deambuló por los pasillos exteriores como si fueran ratones en busca de espacio. Sumergían sus cabezas, sedientos, descuidados, implacables, deseando a cualquier precio un poco de contagio. En varios orificios de la vieja casona pude ver sus gestos de tipejos en trance, subieron la escalera de la torre, caminaron afanosos rumbo a la piscina, enfocaron con sus cámaras la menor insinuante que les acercara al fantasma de un Hemingway, escurridizo para ellos, pero amistoso y cordial para mí. Esta vez navegarás con más suerte, había dicho. Unas palabras que conocía de memoria. Llevaba cinco años escuchándolas, el mismo día, y salida de los labios de la misma persona. Era una especie de cumplido que me desconcertaba. Navegar con más suerte no dependía de él ni de mí, sino de las velas, del estado del tiempo, de la angustia, del azar, de un jurado, de vicios, de clichés. A pesar de la oleada turística, esa vez las dijo como siempre. Luego miró a la veladora (la mulata continuaba abrumada en sus bostezos), al sitio donde estaba su Royal, a la mesita con botellas, a mis ojos de hombre nervioso, cruzó los brazos y preguntó:

 ¿Qué traes ahora, muchacho? Aquella era la interrogante impuesta detrás del cumplido. Yo debía apartar mi vista de sus ojos, dejarla correr hacia las mesas empolvadas de la pequeña terraza.

 Algo sin importancia, maestro, otro de mis cuentos raros.

Hemingway sonreía, descruzaba los brazos, los apoyaba sobre el marco de la ventanita, como si fuese una chica con barbas en plena serenata y sentenciaba a la manera de un clásico:

 Para un escritor todo tiene importancia, nunca lo olvides.

 Trata sobre lo que va a pasar en la premiación, le dije, como si ya estuviera pasando.

 Si es un buen cuento, siempre se puede explicar.

 Un escritor lleva años empeñado en ganar este concurso. Describo el día de la premiación, eso es todo.

 Eres tú mismo. ¿Entonces, dónde está lo raro?

 En el cómo lo digo, maestro, en describir con detalles.

 Muy bien interesarse por el cómo; se debe escribir para escribir cosas perfectas, decía el pesado de Sartre. ¿Pero eso es todo?

 Incluyo mi conversación con usted.

 ¿Y mis tomaderas de ginebra por falta de whisky?

 Sí.

 ¿Los pedos, y mis eructos con las veladoras?

 Sí.

 Recuerda, amigo, que a los mitos se les perdonan estas pequeñeces. Podrían acusarte de iconoclasta si no los convences. Eso hicieron conmigo. Escribí Aguas primaverales y se negaron a publicarla, solo el bueno de Scott pudo atreverse. Me burlaba de Sherwood, la suya era una novela tan espantosamente mala, necia y afectada, que no pude menos que satirizarla en una parodia. ¿Acaso te burlas de mí?

  De ninguna manera, maestro.

 Todo muy bien entonces. Está bien que te burles de los malos, pero no de los buenos. Ojalá convenzas a ese maldito jurado. ¿Qué edad tienes ahora, muchacho?

 Veinticinco.

 También tuve veinticinco y también viví de ilusiones.

 Pero los suyos fueron otros tiempos, maestro.

 No lo creas, quizás no había concursos como este, pero había que vivir con lo que te pagaban por un cuentecito en las revistas.

 Eso aquí es muy difícil.

 ¿Y piensas que en mis tiempos no lo fue? No todos los que escribieron a mis veinticinco publicaron sus cosas.

 No es igual, maestro, este mismo concurso jamás ha publicado al ganador.

 Ves, eso sí es grave. Publicar es el anhelo más preciado del que escribe. Creí que era un concurso importante.

 Lleva su nombre, eso lo hace importante.

 Gracias.

 Pero no lo es, porque no se publican los premios.

 ¿Y cuáles son los malditos concursos que publican, muchacho?

 La Gaceta de Cuba, y Revolución y Cultura, por ejemplo.

 ¿Son revistas?

 Sí.

 ¿Y cómo diablos no mandas a esas revistas?

 Mando, pero nunca gano, maestro.

 ¿Quiénes son los que ganan?

Tipos como Alberto Guerra, un negro con ínfulas de gran escritor, que hace unos cuentos malísimos. O como José Miguel Sánchez, tan narcisista que parece loco, lleno de andariveles, si usted lo viera dudaría mucho que fuera escritor. O como Ronaldo Menéndez, un friqui que se cree Dios porque ganó el Casa de las Américas. Y otros, que mejor no menciono.

 No conozco a esos tipos, muchacho, pero nunca muestres tan fácil tus rencores. Es bueno conservar el rencor solo para que los aplastes con tu escritura, para nada más. Siempre es difícil abrirse paso en cualquier parte, no lo olvides.

 Pero lo suyo fue en París.

 Cierto, París era una fiesta. Éramos muy pobres y muy felices.

 Usted, Scott, Gertrude.

 Pobre Scott, lo mató su corta vista, el espejismo de sus veintitantos y una maldita mujer llamada Zelda. Era muy bueno Scott.

 ¿Y Faulkner? ¿Qué tal las cosas con Faulkner?

 Hablamos de gente buena, muchacho, no de alcohólicos, ni de trasnochados.

 Perdone, maestro, pero Faulkner también era bueno.

 Eso es otro espejismo, un sureño resentido jamás podría serlo.

 Con su estilo influyó a los mejores de Latinoamérica.

 No me jodas. Si has venido a joder mejor te largas.

 Y usted también los ha influido.

 Ves, eso está mejor. Cuéntame de esas influencias.

 Casi todos los de ahora comienzan leyéndolo.

 ¿Y estudian la técnica del Iceberg?

 Y repiten lo del detector de mierda.

 Me alegro.

 Pero tratan de imitarlo demasiado.

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 Imitar demasiado siempre es grave, muchacho.

 Sí, siempre.

 Eso, nunca imites demasiado.

 No, nunca.

 Eso es.

Hemingway quedó pensativo, como si repasara cada una de nuestras palabras. Rascó su cabeza, miró a la veladora, al grupo de turistas que pasó junto a nosotros y dejó correr su vista hacia la altura de la torre. Pareció indispuesto, en la conversación algo no había funcionado. A ningún escritor, famoso en vida, podría agradarle que años después lo utilizaran para nombrar un concurso donde no se publicaban sus ganadores. Además, nunca debí haber criticado a quienes imitaban su estilo, al menos no en su presencia. Pero no pude contenerme. Demasiados escritores del país malograron sus buenas ideas tratando de lograr la economía hemingwayana, en una tierra completamente barroca. Muchos cuentos influidos por la técnica del iceberg quedaban como bodrios imprecisos, de tanto que ocultaban sus dos terceras partes bajo el agua. En los encuentros de Talleres Literarios fui testigo de cómo el fantasma de Hemingway sepultaba el talento de numerosos fanáticos de Los asesinos. A su vez, en los llamados escritores de primera línea, esa lógica (poco funcional para nosotros si se tomaba al pie) había lacerado por más de treinta años. Desde Finca Vigía, el maestro, resultaba un fantasma muy grande, peligroso y demasiado cercano.

 ¿Alguna otra cuestión en tu cuento, muchacho?, dijo.

 Me describo nervioso, con un telegrama en el bolsillo. A quienes les pasan telegramas probablemente cojan premios. Llegan temprano y se sientan a esperar en una de esas mesitas.

 ¿Y tienes ahora un telegrama en tu maldito bolsillo?

 Así es.

 Puta madre. Bien te dije que esta vez navegarías con más suerte. En literatura los premios no te hacen un buen escritor, pero el dinero hace falta. Y el reconocimiento por parte de algunos estúpidos con cierto poder. Así pasa entre nosotros.

 Bueno ese consejo, maestro.

 Cuando terminé Fiesta, sabía que contaba con buen material, todo era cuestión de ubicarla. Debes saber ubicar tu maldita obra aunque no ganes concursos. No te des por vencido.

 Claro como el agua, maestro, no me daré nunca por vencido.

 Así me gusta que pienses. Un hombre puede ser destruido, pero no vencido. ¿Has oído eso, muchacho?

 Es como un lema para los luchadores.

 Y para los escritores.

 También para los escritores, maestro.

 Cuando la vieja Gertrude me dijo que Allá en Míchigan, era un cuento inacrochable yo tenía tu edad, podrás imaginarte mi cara en aquel cuartico parisino. Uno debe escribir con mucha confianza y también con mucho cuidado. Pero basta de sermones, tú debes conocer lo que dije sobre el iceberg y sobre el detector de mierda. Continúa, continúa.

 También hablo del par de gordos que vinieron conmigo.

 Ya los he visto.

 Ella insiste en encontrar un parecido entre su maridito y usted.

 ¿Crees que ese maldito gordo se me parezca en algo, muchacho?

 Él mismo no se lo cree, pero es la moda, ella responde a la moda.

 Menos mal que tiene más tino que esa gorda.

 Creo que lo odia por culpa de ella.

 Mucho mejor, amigo, mucho mejor. ¿Me quieres decir de dónde los sacaste?

 Los conocí esta mañana, él es escritor y ella profesora de alta cocina. Un amigo me envió un paquete de hojas, fui a buscarlo, y de paso me invitaron a salir.

 ¿Notaste que no quisieron pagar?

 Continúa siendo un buen observador, maestro.

 Y escribiendo quinientas palabras al día, muchacho.

 Me han hecho caminar por los lugares donde usted acostumbraba.

 ¿Por El Floridita?

 Y por La Bodeguita.

 ¿Quieres contar todo eso, muchacho? Desde el comienzo, a toda máquina y desde el comienzo.

Tuve deseos de negarme, contar podría ser tan abrumador como la caminata. Pero el rostro expectante del maestro pesó más. Calculé una hora para el comienzo de las premiaciones y cedí a la tentación. Escuché la voz de la gorda desde la carpeta del Hotel Vedado. Colgué el teléfono y me senté en el lobby. Fui observado por el custodio y por algunas carpeteras, como si fuese un pobre diablo. No hay quien sienta más desdén por un pobre diablo, que un pobre diablo con uniforme, recordé haber leído. Había quedado en encontrarme con ellos, los gordos, temprano en la mañana, luego caminaríamos por la parte vieja de la ciudad y en la tarde nos llegaríamos hasta Finca Vigía. Solo habíamos hablado por teléfono. Ella era de Jalisco y él de Míchigan. Así me contaron mientras avanzamos por Zanja en busca de La Catedral.

 Ese es mucho terreno, muchacho, debieron tomar algún taxi, ¿no crees?, dijo Hemingway.

 Preferimos caminar, dijo el gordo, ella asintió con cara de india en apuros, y yo, sencillamente, les señalé la calle. Recorrimos toda Zanja a mi paso. Un buen paso. Dos gordos renuentes y sudados en silencio maldijeron mi paso, hasta que nos vimos en el bulevar de Obispo. La mujer no pudo más y pidió recostarse en el muro del parque.

 Sabes, Henry, dijo, mis pies parecen jamones.

Henry no respondió, tampoco hizo intentos de mirar el par de jamones. Quedó extasiado en el letrero del restaurante de enfrente.

 Flo-ri-di-ta, dijo, y se rascó la cabeza, gustaría tomar mojito como Hemingway.

 ¿Verdad que se parecen?, me preguntó la gorda. Hasta tienen los gustos

      iguales.

 Maldita gorda, dijo Hemingway, ¿no tenía otro con quién comparar?

 El mojito es en La Bodeguita, dije.

 ¿Y aquí cuál ser?, preguntó el gordo.

 El daiquirí.

 ¿Te animas, Marta?, dijo Henry, y ella no lo pensó dos veces. Entramos. Otra vez me pareció que un portero me miraba como si fuese un pobre diablo. Convencido de que mis amiguitos no iban a consumir, al menos quise disfrutar del aire acondicionado y reponerme de la caminata. Nos sentamos.

 Debe ser bueno el trago que inventar Hemingway, dijo el gordo.

 Era un genio, Henry, hasta inventó tragos, dijo ella.

 Malditos imbéciles, dijo Hemingway, ¿no le dijiste que no fui yo quien inventó ese trago?

 Él no inventó el daiquiri, lo modificó un poco solamente, dije.

 En eso radica su genialidad, sonrió Henry, los genios no inventan, modifican.

 ¿Y quién fue ese inventor?, preguntó Marta.

 Le dijiste que Jennings S. Cox, un norteamericano, un poco menos imbécil que su maldito gordo, dijo Hemingway.

 No, no sé quién fue, dije.

 En sus ratos libres, este pobre ingeniero, muerto de calor, experimentaba con la coctelería en una mina de Oriente, explicó el maestro, hasta que una noche dio con la combinación perfecta: zumo de limón, ron, azúcar y hielo triturado. Le puso Daiquirí en honor a la playa, apréndete eso, muchacho.

 ¿Y cómo lo tomaba Hemingway?, preguntó ella.

 ¿Le dijiste a esa maldita gorda que doble y sin azúcar?, dijo Hemingway.

 Doble y sin azúcar, dije. Después me llegué hasta el baño, al regreso los gordos me esperaban en la puerta. Siempre supe que no iban a consumir.

 Es muy caro ese trago, dijo Marta.

 Hemingway era millonario, pero nosotros no, dijo él.

 ¿Y no le diste un bofetón en mi nombre a ese gordo?, preguntó Hemingway.

 No vale la pena, dije.

 Pos claro que no vale la pena, dijo Marta apoyando el inmenso cuerpo en su adorado Henry, aquí los precios están disparados.

 ¿Y qué querían esos dos?, dijo Hemingway, el daiquirí es caro porque lo

      hice famoso.

 Cuando tú seas famoso, Henry, también tendrás que inventar un trago, dijo la gorda.

 Lo llamaremos Marta, en tu honor, dijo Henry, y ella se detuvo a besarlo en pleno Obispo. Caminamos despacio, ellos observadores, yo, con mi mano en el bolsillo palpando el telegrama. La gorda, con la curiosidad universal de las mujeres, nos hizo detener en las vidrieras, en portales con tarimas de artesanía nacional y en cualquier parte donde algún vendedor mostrara productos. Los manoseaba, preguntaba los precios, calculaba, para luego dejarlos junto a un dueño maldiciente y desilusionado. Por su parte, el gordo, con ínfulas de gran escritor, me invitaba a adentrarme en las pequeñas librerías particulares, comentaba la pobreza de las ediciones cubanas, encontraba autores y textos famosos de su país, se deslumbraba por mis conocimientos literarios, especulaba, comentaba sobre la gran novela que escribiría, pero tampoco compraba. En mis paseos por Obispo jamás fui tan importunado como en esa mañana. A la vista de todos era un jinetero en compañía de dos puntos muy gordos. De tanto proponerme langostas, camarones, chatinos y arroz moro, sentí hambre. Pude ver un carricoche vendiendo pan con pasta, pero era probable que mis amigos también fueran vencidos por el hambre y decidieran comer algo.

 Ese es el Ambos Mundos, dije.

 No me estás ayudando, muchacho, dijo Hemingway.

 Yo no admirar tanto a ese escritor, dijo Henry, aborrezco sus novelas. Son ridículas, mal escritas, prefiero sus cacerías en África que su literatura.

 Imbécil, dijo Hemingway, repite lo que otros escriben. Nunca hagas eso, muchacho, piensa siempre por ti mismo.

 No le creas, él lo admira, dijo la gorda, también sabe de Hemingway, y mucho que se le parece. ¿Verdad que se le parece?

 Claro, maestro, debo pensar siempre por mí mismo.

 Deja ya de contar sobre esos gordos, dijo.

 Como quiera.

 Jamás fui un gringo tacaño, de eso puedes estar seguro. Y ese gordo lo es tremendamente.

 Lo odia a usted por no odiarla a ella. Aunque se sea gordo no es fácil dejar de ser uno por los caprichos de su mujer.

 Cierto, debe ser terrible que lo comparen conmigo siendo tan gordo y tan mal escritor. Porque debe ser un mal escritor, eh, muchacho.

 No he leído nada suyo.

 Sigue contando, entonces.

 Después nos llegamos al mar.

 ¿Estuvieron en la bahía?

 Sí.

 ¿Qué tal los llevó el sol de las doce?

 Muy fuerte, maestro, pero no se quisieron mover.

 ¿Miraban los barcos, El Morro, La Cabaña, la estatua de Jesús en la otra orilla, y te preguntaban?

 Sí, pero ¿Cómo usted lo sabe?

 ¿Y la gorda se apartó y comenzó a rezar, mientras él te llamaba?

 Así es, maestro, así es.

 Lástima de aguas tan sucias, dijo el gordo, ¿Te gusta el mar?

 Ese gordo esperaba que dijeras, claro que me gusta, pero escuchó otra cosa, dijo Hemingway.

 No soporto el mar, dije.

 Es extraño que no gustes del mar, sonrió Henry con cierta malicia, a Hemingway privarle el mar.

 Y en el Pilar, maldito gordo, pesqué las mejores agujas y los mejores atunes que se hayan visto.

 Dicen que con su barco detectó submarinos en la guerra, pero no lo creo, dijo Henry.

 Dicen no, idiota, lo hice, y cuento con testigos para confirmarlo.

 Y que Gregorio, el capataz, le inspiró El viejo y el mar.

 Gregorio y muchos otros Gregorios, dijo Hemingway, en literatura los personajes nunca son uno mismo, sino muchos. Pero dime, ¿por qué rayos aborreces el mar?

 Porque perdí un hermano, dije.

 Lo siento, dijo el gordo.

 Eso es muy duro, muchacho, dijo Hemingway, también he perdido amigos en el mar.

 Fue cuando los balseros salían a montones, dije, en el 94, se ahogó, o lo ahogaron, nunca se supo.

 Buena razón para odiar, dijo el gordo, y señaló las aguas sucias, a mí tampoco me gusta.

 Mejor nos vamos, dije.

 Y saliste de allí con tremendo nudo en la garganta, dijo Hemingway. Luego miró hacia la pequeña terraza. En las mesas con polvo había rostros nerviosos y conversadores; alrededor de la casita de madera comenzaban a rondar un numeroso grupo de personas. Pude ver algunos amigos, gente que participaba por primera vez, y otros, con caras de miembros del jurado.

 ¿Ese de barba y espejuelos quién es?, preguntó el maestro. No tardé en descubrir, entre la multitud, a un personaje mediano, casi encorvado, rostro pálido y brazos con ausencia total de agricultura, que saludaba a la especialista literaria.

 Debe ser del jurado, dije.

 ¿Y ella?

 Es la especialista, se llama Ángela, corre con casi todo lo del concurso.

 Ángela, bonito nombre, dijo, hace un rato la vi cargar paquetes en compañía de dos negros.

 Son regalos para los premiados.

 También bajaron bocaditos y dulces.

 Necesito ahora varios de esos bocaditos, dije.

 ¿Y son buenos los regalos?

 Más o menos, maestro. A quienes ganan el Premio del Mar, por ejemplo, les regalan corales o agujas disecadas, también los invitan a cenar con los gastos pagados en cualquier restaurante de primera.

 Ese premio no es tuyo entonces, muchacho, tú odias el mar.

 Cierto, yo odio el mar.

 ¿Y qué otros regalos dan en este maldito concurso?

 Mil pesos al Gran Premio y esas cenas que le dije.

 Pero no publican los premios.

 No, no publican los premios.

 Mierda, entonces, dijo.

 Algo es algo, maestro, me gustaría estar un par de noches en Marina Hemingway, aunque no me publiquen el cuento. Llevaría a mi jevita y la pasaríamos muy bien. Cogeríamos buena borrachera en su honor.

 ¿Es buen lugar Marina Hemingway?

 Pregúntele a esas muchachas que piden botellas en 5ta Avenida.

 Háblame de eso, amigo, ¿quiénes son esas muchachas?

 Es una historia que mejor no le cuento, maestro.

 Ves, nunca dejes de contar lo que insinuarte, de lo contrario fracasas.

 Pero el asunto de esas muchachas es preferible dejarlo.

 Como quieras, pero ten presente el consejo.

 Lo tendré presente.

 Tampoco veo que sea desastroso el paseo con los gordos.

 Póngase en mi lugar, fue un paseo donde no me invitaron siquiera a un refresco. No merece que siga contando, además, estoy nervioso, dentro de poco dan los premios.

 ¿Quieres decir que vas a dejar el cuento de los gordos a medias?

 Por los gordos me preguntó usted mismo, no fui yo quien quise contar.

 ¿Sabes el riesgo que corres?

 Me imagino, maestro, pero no puedo.

 Haz un esfuerzo, estás con un telegrama en tu maldito bolsillo y puedes ganar.

 Mejor lo dejo así. Nosotros hablando y ellos allá arriba.

 Como quieras.

 Gracias, maestro.

 Esos también deben ser del jurado, dijo, y señaló a una mujer delgada, entrada en los cuarenta, con unos labios intensamente pintados, que saludaba con la efusividad de quien conoce al detalle las interioridades del concurso. Junto a ella un joven, pequeño, barrigón, sonriente, insistía en saludar a quien fuera, con aires de buen funcionario.

 No los conozco, pero deben ser del jurado, dije.

 Ella parece buena persona, aunque se pinte de esa manera los labios.

 Sí, tiene mirada de buena persona.

 Pero el joven trata de serlo.

 ¿Por qué dice eso, maestro?

 Desconfía de los que saludan demasiado.

 Al menos es joven, no es malo que en un jurado se cuente con jóvenes, dije.

 Ojalá sea buen escritor; si lo es, no importa mucho que sea buena persona.

 ¿Por qué?

 Porque ningún escritor es así, muchacho, ninguno. Somos demasiado individuales para intentarlo. Nos llevamos bien con un grupo y odiamos a otro con la misma intensidad.

 Usted sabe más de esas cosas. Lo tendré en cuenta.

 Si uno gana es bueno no conocer el jurado. Quedas libre de remordimientos.

 Tengo en el bolsillo un telegrama y no los conozco.

 Cuando me dieron el Nobel desconocía al jurado.

 Eso fue en el cincuenta y cuatro, maestro.

 En el cincuenta y cuatro, muchacho.

 Ha llovido bastante.

 Recuerdo que después de un banquete, aquí mismo, dije: Como ustedes saben, hay muchas Cubas. Pero al igual que La Galia, se pueden dividir en tres partes: los que pasan hambre, los que subsisten y aquellos que comen demasiado.

 Ustedes eran del último grupo, maestro.

 Y tú perteneces al primero.

 Llegarás tarde a la premiación, dijo Marta tocándome la espalda. Los gordos me miraron complacidos y señalaron hacia la casita de madera. Sentí escozor en el estómago, mi corazón multiplicaba su bombeo, apenas quedaban personas en la parte de afuera.

 Nos hemos tirado muchísimas fotos, dijo Henry. Esta Marta ser lista, muy lista.

 Y tú, amorcito, serás tan famoso como Hemingway, dijo ella.

 Ojalá Dios te oiga, dijo él, pero vámonos ya.

Caminaron. Quedé atrás, mis pies apenas me respondían. Miré a la veladora, a la Royal, al venado, al maestro por última vez, y le dije:

 Que tenga un buen cumpleaños, deséeme suerte.

 Ya lo hice antes, muchacho, dijo, esta vez navegarás mucho mejor, pero recuerda que los concursos no importan. Escribe, aunque no ganes, que vas a ganar.

Me vio bajar los escalones detrás del par de gordos, tomar el pavimento y entrar en la casita. Miró a la veladora, que continuaba con la mitad del muslo al descubierto y preparando las primeras condiciones para cerrar. Sobre sus piernas apoyaba la cartera y un pequeño espejito; se peinaba, se maquillaba y, de vez en vez, soltaba un bostezo. Hemingway pensó: Buena hembra. Caminó hacia la mesa de los tragos, sirvió otra ginebra y se plantó frente a la Royal. Claro que puedo intentar, se dijo, hay todavía suficiente agua en este pozo. Dejó el trago a medias encima del estante, secó las manos en la bermuda, tomó el lápiz y escribió que, en compañía de un par de gordos, un joven de veinticinco, con telegrama en el bolsillo, se abría paso entre la multitud. No pudieron avanzar demasiado, pero distinguían lo que pasaba delante sin mucho contratiempo. Frente a un público ansioso por conocer los resultados de otro azaroso concurso, los personajes que representaban a las diferentes instituciones ya tenían entre sus dedos las piezas de cerámica, los cuadros, las agujas disecadas y los diplomas que recibirían algunos elegidos con telegrama. Mientras, los tres miembros del jurado se disputaban la lectura del acta y Ángela, la especialista, pronunciaba las palabras inaugurales. Dijo que el concurso contaba ese año con el apoyo de prestigiosas instituciones: El Instituto Cubano del Libro, La Unión de Escritores y el Partido Municipal, que más de doscientos trabajos, en su mayoría con excelente factura y gran derroche literario (sic), llegados de todos los rincones del país, hicieron al jurado realizar un esfuerzo encomiable. Señaló hacia la esquina donde continuaba el susurro sobre el asunto del acta y pidió un fuerte aplauso. Ellos se sintieron jurado ante tantas palmadas de tipos nerviosos y lo demostraron con buenas sonrisas. Hemingway estaba agotado, jamás en su literatura había descrito ceremonias tan singulares. A duras penas pudo colocar el papelito del acta en las manos de la mujer, porque el integrante más joven, con sumo descontrol egocentrista, estuvo a punto de arrebatarla. Pero el maestro insistió y, a fuerza de escritura, dejó al joven barrigón desconcertado. Ella sonrió con la pintura a flor de labios y se hizo un profundo silencio. Los concursantes desearon por enésima vez que fueran sus nombres los que salieran de esa boca. Algunos cerraron los ojos para no mirar. Otros se imaginaron felices con un cheque de mil pesos o sentados ante una mesa repleta de alimentos nostálgicos. Los labios de la mujer mostraron otra enorme sonrisa y luego dijeron: Acta, Finca Vigía, a los veintiuno del mes de julio del año en curso, se reúne el jurado integrado por. El muchacho apretó el telegrama, sus tripas volvieron a sonar y los gordos lo miraron expectantes. La mujer, convencida de que su rostro, sus labios, eran los más atendidos, entonó la voz para pronunciar un nombre, un simple nombre, el nombre del nuevo ganador. Pero basta por hoy, dijo el maestro, señalando hacia la veladora, me conformaré con mirar esos muslos, antes de que se vaya.

Mayo,1998. Premio Ernest Hemingway.

OTRA VEZ ARNALDO

                                                        para mi carnal Manolo Valle.

La sinceridad con el lector es un preciado atributo de quien intenta servir con la palabra. Algo así he leído en las páginas de un prestigioso maestro. Lástima no haber encontrado su reflexión en mis primeros balbuceos con la escritura. Entonces, no hubiera concebido un comienzo de esta manera: «Por la parte mejor transitable de la calle, una mujer camina de prisa y con los ojos clavados en el pavimento». Comienzo fatal para cualquier historia. Por mucho que apelase a otros recursos, en lo adelante, el resto quedaría mutilado. No en vano los escritores se pronuncian a favor de la eficacia de la primera frase. Luego de escribirla, una avalancha de palabras marcadas por esta, persigue hasta el último de los puntos y aparte. Pero ya fue escrita. Y algo más triste: publicada.

Sólo resta, en mi caso, enmendar de algún modo lo que el ímpetu de la juventud no advierte. En aquella ocasión el deseo de contar se impuso sobre la propia historia. Hoy, ese mismo deseo persiste, sin embargo, considero prudente reelaborar el texto sin traicionar un ápice la intención anterior. Yo descubrí a una mujer caminando contraria a un mar de gentes. De haberlo meditado sin apresuramientos frente a la página en blanco, el texto no hubiera sido víctima de los estereotipos. Olvidé, arrastrado por la racionalidad de turno impuesta en los corrillos literarios, que más que escritor, había sido personaje. Si fui personaje nunca debí asumir la narración desde otro punto de vista que no fuera el de la primera persona.

Yo y no otro la contempló varios segundos en su intención de atravesar esa mole de gentes. Pero narré el instante en que insistí en detenerla, (él insiste en detenerla, dije, que beba su cerveza un poco tibia), cuando era imprescindible, a tenor de la eficacia, haber ahondado en los motivos que me impulsaron. Error. Gasté oraciones en precisar que la ciudad se encontraba en carnavales, de una forma ridícula, escamoteando la palabra carnavales. Quise parecer cosmopolita, que cada cual encontrara su ciudad en mi ciudad por el simple recurso de ocultar su nombre. No mencioné el malecón habanero en todo el texto, ni la palabra guagua, ni la calle veintitrés. Elegí el camino de los estereotipos, y dentro de éste, la pretensión de un halo místico y universal obviando palabras esenciales.

 En su lugar, hablé de la frialdad en las pergas de cerveza, del hedor en los baños improvisados al borde de las aceras, de tambores alimentando el ritmo en las distintas comparsas, de tarimas destinadas a la aglomeración y el desorden para favorecer al dependiente, de algarabía, de serpentinas, de fuegos de artificio, de hembras con cintura muelle encima de las carrozas; pero nada de las otras palabras. Error, repito. Una mujer caminaba contrario a un centenar de personas, y no sería desatinado, en honor a la sinceridad que debo profesar a los lectores, exponer el motivo que me impulsó a interceptarla. Un sencillo, único, intrascendente motivo, obviado en el texto anterior: estaba solo. Represento desde la infancia el prototipo del hombre solo. Jamás he deseado sobre mi espalda esa cruz que todavía me persigue. Necesitaba creerme injertado en aquel carnaval.

Lejos de hombre extraviado detrás de algún libro, quería rozar ambientes marginales, desprenderme de la estampa culta que se me imponía. El carnaval era un escape ante tanta palabra elaborada en boca de mis contemporáneos; los aprendices de escritor que me rodeaban. Ya tenía entre mis dedos la frialdad de una perga de cerveza, y en el cerebro, todo el desdén que proporcionan unos tragos en un ambiente de fiesta. Faltaba otro contacto. La aparición de alguien que desconociera hasta qué punto hablaría con un hombre literalmente solo. Esa posibilidad la proporcionaba ella. Otro trago bastó para pensar que ambos seríamos emparentados por el mismo principio: hombre solo, intercepta camino, de mujer sola. Además, demasiados calores recorrían mi cuerpo durante ese carnaval. Necesitaba sexo. En mi almanaque, contaba casi un año sin sexo.

Se comprende, entonces, la incapacidad de utilizar otra variante que no fuera comenzar esta historia a partir del instante en que ofrezco un trago de cerveza.  (…él insiste en detenerla, escribí; que beba su cerveza un poco tibia y se deje llevar.) Atrapé la intención de cierta atmósfera con escasas palabras, y un tiempo narrativo donde en apariencia el propio escritor desconoce lo que sería contado. (Por fin ella acepta un buche corto y da las gracias, continué, sabe que la noche está arreglada, de ahora en adelante, con un desconocido que será súper amable). Desconocido estuve imaginándome en otro frente a la página en blanco; asumiendo de modo maniqueo la actitud de un personaje; olvidando, exprofeso, que segundos antes de abordar a esa mujer, en mi mente se instalaba esta frase: Todo caribeño necesita a su lado una mujer sabrosa. Fue durante mucho la frase ideal para un poema. Hoy, ausente de prejuicios, descubro su sentido absoluto. Pero un hombre solo, atravesando un inmenso gentío, puede permitirse la idea de que en él se encierran todos los caribeños. Permitírsela y olvidar, por ejemplo, el mundo gay.  Olvidar que en ese mundo una mujer sabrosa podría resultar una actitud cuestionadora. El asunto es que yo, es decir, el personaje, me encontré frente a ella ofreciéndole un trago; digo más, descubriendo que de ninguna manera aquella era una mujer sabrosa. Se trataba de una mujer, no más que eso, suficiente para que un hombre solo decidiera abordarla.

No creo prudente, como lo hice en el texto anterior, detallar sobremanera cada giro de la conversación que sostuvimos. Para quienes se interesen en esas circunstancias, se lo recomiendo. Al margen de premuras sintácticas, allí fui más explícito. Sólo diré que, sin mayores contratiempos, la convencí para que me siguiera. Se dejó llevar, como ya expuse, sabiendo que yo resultaría súper amable. Nos sentamos en el muro del malecón. Demasiado era el tiempo que no conversaba con una mujer sobre ese muro. Si algún sentido místico posee su superficie rocosa, más allá de la humedad que trasmite en las asentadoras, es la sensación de triunfo que propone cuando alguien conoce a una mujer y ya ha logrado sentarla. Yo era un hombre enteramente feliz, la noche marchaba de acuerdo con mis planes. Era feliz, pero no debo negar que, además, era un hombre nervioso.

Temí que descubriera a su lado el parloteo de un hombre nervioso. Disimulé cuanto pude sumergido en los buches de cerveza. No obstante, debo decir que consumimos cierto tiempo en comparar los carnavales de La Habana con los de Santiago. Los de Oriente sí pueden llamarse carnavales, dijo ella. Luego argumentó, mostrándose conocedora del asunto, que en los de La Habana las propias cercas establecían las distancias, que dentro de un rato la atracción de las carrozas pasaría y en los pies de todos se quedaría el deseo. Dijo que en Oriente se arrollaba detrás de las comparsas hasta el amanecer. Habló maravillas de Santiago. Ella era de Santiago. Permití que arremetiera con furia contra mis carnavales. Conspiré a su favor, como buen condotiero, cuando señalé hacia los palcos. Dije que allí estaban los verdaderos aburridos, quienes sentían placer al poseer a mano la comida y la cerveza, sin moverse del asiento. Me ensañé contra el mundo que hacía un rato glorificaba en mi interior. No era yo quien hablaba, eran mis nervios. Deseé que esa mujer no abandonase jamás el espacio ocupado en el muro.  Repito, me sentía como un hombre feliz.

Pero debo confesar que si describo el instante en que junté su mano entre las mías y luego le di un beso, estaría mintiendo. En el texto anterior pretendí describirlo, quienes lo hayan leído coincidirán en que fue un verdadero fracaso. Utilicé palabras barrocamente frágiles. No había comprendido que entre la realidad del escritor y los momentos que éste considere reales, debe mediar un paréntesis para la duda. He aquí otro atisbo de mi sinceridad. Besé a esa mujer como sólo podría hacerlo un hombre ganado por los nervios.

Sentí lo mismo, si es que pudiera compararse, que me sucede cuando termino de escribir alguna de mis historias. Recién extraídas de la Remington, pedaleo veloz rumbo a casa de mis dos amigos R. y C.  Leo con ardor para ellos mi última diatriba literaria, pero R. y C. desde el gastado butacón de su sala, escudriñan mi texto con entera desconfianza. Trato de creerme impenetrable, pero estoy desarmado. Me miran como si estuviese cometiendo una de las faltas de su pequeña hija. Es un estado donde se emparientan el miedo con la felicidad. Miedo, por el torpe tanteo en la tiniebla; felicidad, en el propio hecho de haber tanteado. Cada lectura a mis amigos R. y C. rememora lo que sentí con aquella mujer en el muro. Hoy lo he descubierto. R. y C. sustituyen mi propia necesidad de incertidumbre. Vivo, porque mi escritura es examinada hasta el cansancio por los ojos de R. y C. Vivo, porque sin proponérselo me hacen reanudar esos instantes.

 Logran que la vuelva a contemplar disertando con vehemencia sobre su lejana ciudad, mientras por mi cerebro corre la idea de no abusar demasiado de los favores del muro. Una mujer recién conquistada no debe permanecer hablando el resto de la noche. Debe dejarse conducir a otros lugares por un hombre nervioso. Ahondar en nuevas oscuridades; desviarse con él por la primera calle que les lleve lejos, no sin antes comprar otra cerveza, y caminar en dirección opuesta a una gran mayoría, convencida de que ahora comienza la noche.

En el banco más oscuro de la calle veintitrés, ella pretendió escribir su dirección en una hoja. Pertenezco a la especie de los que llevan siempre consigo bolígrafo y hoja. Lejos de prestar atención a sus anotaciones, estuve en busca del giro más sensato para estirar la noche. El parque no brindaba alternativas:  presencia de otras parejas, reino absoluto de la incomodidad en caso de fornicar sobre listones. Pudiéramos pasar la noche juntos en cualquier posada, dije. Lamenté de inmediato otra de mis frases radicales. Fue la incontrolable boca de un hombre nervioso.  Desconozco un solo caso donde una mujer, sea de la condición más densa, soporte semejante exabrupto. A pesar de su disgusto, ella resultó atinada, se negó empleando sutilezas. Dijo que estaba de paso en un lugar donde no podía llegar tarde. Pensé en el fin de la historia. Otra, entre muchas, con final semejante. Ella se perdería para siempre en dirección opuesta a donde, recostado, lamentaría mil veces mi frase más abrupta.

Sin embargo, aún de ese último banco no nos habíamos levantado. Con la frialdad del cuerpo, quizás le haya trasmitido el final que mi mente preludiaba. Hoy no albergo la menor de las dudas: esa mujer sintió lástima. Y para no evidenciarlo en semejante oscuridad reanudó un parloteo similar al del muro. Lo hizo para que mis manos estuviesen libres, para que encontraran de una vez el calor que las dos necesitaban. Con toda discreción intenté un desplazamiento horizontal bajo el vestido. Lo confieso, siento placer rememorando los detalles de esa imagen. Mis sueños de solitario fueron recompensados a través de ese gesto. Confieso más, luego de esa mujer, otros encuentros con el mundo de la femineidad resultaron imposibles. He aquí la vivencia de mis manos, dispuestas solamente a recordar, reiterando en su tecleo aquella historia. 

Con el perdón de mis amigos R. y C. desearía asumir el riesgo literario de narrar esos instantes. Debí tantear en sus rodillas bajo la aparente discreción de un parloteo, la humedad privilegiada de unos muslos, la castidad de un blúmer protector de otras oscuridades. Mis dedos estiraron el elástico con la precaución de la serpiente, toparon la sobriedad de un pubis, reseco a causa de mis nervios. Recorrí parsimonioso los contornos de su cuello. Evidencié con mis dos manos la necesidad de fornicarla, y con la lengua, y con los dientes. Penetré con ellos cada espacio permitido por la noche y ese último banco. Salté botones. Hice con sus senos las alquimias más escandalosas. Luego, me deleité con la humedad de un pubis, que mi dedo se encargaba de frotar. Pude convertir su parloteo en un tenue gemido. Me sentí seguro en la medida en que se sintió tomada, hundida, deleitada. Orienté, por fin, una de sus manos en busca de mi méntula. Dichosa, estuvo sosteniéndola, frotándola, palpándola. Entonces, no pude contenerme; exigí a su boca encontrarse con toda su dureza.  Experta recorrió los bordes, después la vi atorarse con mi necesidad. Sudé mi goce como un Marqués de Sade. Era el Marqués de Sade. Pero sin espacio para creerme enteramente vencedor. Necesitaba algo más de esa mujer imposible de conseguir en el parque. Hubo en cada banco demasiados Marqueses para sentirme a gusto. Recordé que a pocas cuadras había un bosque donde tendría privacidad. Ella no pudo negarse. No podía de ningún modo negarse.  Me necesitaba como mismo la necesité. Era un vencedor; especie de perro de la calle doblegando al desgaire a la perra que aseché.  Pareceré cruel empleando esas palabras, pero otras no expresan mi estado de ánimo.

Detrás dejamos el último banco. Hice por única vez un gesto marginal para mostrarme macho. Mi mano palpó una de sus nalgas durante todo el trayecto. Es la imagen más vista en las calles de mi barrio. ¿Cómo intuir el desconcierto en mis amigos R. y C. de haberme sorprendido con mi mano sobre aquella nalga, mientras doblaba calles? Yo era como un hombre feliz. Me acostaría encima de esa mujer, luego de habérmelo propuesto. La elegí como quien va de caza por un bosque infinito. La elegí, como según he leído en el libro más reciente, un sobrio escritor (Roland Barthes) brindaba auto-stop a múltiples mozuelos en las carreteras de Marruecos, para que lo eyacularan en el asiento de atrás. Paradojas del destino. Diferentes modalidades de encontrar el placer ocurrieron durante el mismo año. Ese escritor allá en el lejano Marruecos y yo, dichoso, en el bosque de La Quinta de los Molinos. Cada uno frente a la página en blanco no ha hecho más que estampar su testimonio. No tuve otra opción que retirar mi mano cuando los adoquines de la Quinta impidieron la cadencia en la mujer.

Entramos en la soledad de un bosque. Cada vericueto de su geografía me era sumamente conocido, allí radica la Asociación de Jóvenes Escritores. Demasiado fue el té consumido en sus extensas tertulias; demasiados los sueños que alrededor de las mesas más de una vez planificamos. Fui por aquel tiempo el presidente de esos sueños, y de éste otro también me creía presidente cuando dije: Vamos a quedarnos por aquí. Ella se mostraba escudriñadora en aquella oscuridad, en cambio, yo pretendí reanudar el juego con mis manos. Me apartó nerviosa. En ese lugar era ella quien estaba nerviosa. Advierto mi interés en ser exquisito detallando la historia en lo adelante, lejos de cualquier intento de rechazo, lo agradecerán. Me apartó e hizo una cuclilla. Dentro del follaje, el ruido del líquido llegó a mis oídos con placer. Casi no aguanto las ganas, me dijo. Le pedí que se quitara su vestido sin el menor problema. Era un vencedor. Necesitaba a todo precio sentirme vencedor. Vi su vestido deslizarse hasta llegar al suelo. Vi como acomodó su cuerpo encima de la hoja de periódico que yo había colocado. De la cerveza que contenía la perga, antes de lanzarla, tomé un trago. Estaba desnudo. Deseoso de gozar como nunca encima de una hembra. Ella me esperaba, ofreciéndome la noche que guardaba entre las piernas. Arrodillado, la furia contenida desde el parque podría libremente estallar. Fueron mis manos otra vez las que frotaban. Y las suyas, aferradas a mi méntula. Lenguas escrutadoras se desempeñaron a su antojo. Era mío cada palmo de su cuerpo en aquel bosque. Casi la iba a penetrar cuando dijo, Espérate, ponte esto, y con rapidez de experta desenrolló el ligamento en la parte de mi cuerpo que más desesperaba. Fui víctima inmediata de las abstracciones. Me creí el único habitante masculino disfrutando de la única mujer. Sus dos piernas bien abiertas esperaban a que descubriese por fin ese otro mundo de paredes cálidas. Era el justo momento para resbalar en su interior. Ella lo deseaba a gritos. Yo era el mancebo que de una vez complacería a una simple doncella. Iba a penetrarla. Estaba a punto de entibiar entre sus jugos toda mi dureza, pero, desgracia perenne de hombre marcado por la cruz, presentí en aquella oscuridad que me estaban espiando. Otro ojo era testigo de que esa noche yo fornicaría a una mujer.

En el frente no divisé a nadie, sólo la claridad mezclada con el verde opaco del follaje. Me estaban mirando por la espalda. Soy de los que presienten de inmediato cuando me están mirando. Hice un giro dispuesto a esperar lo peor.  Lo peor era un tipo cruzado de brazos.  ¿Qué coño pasa, compadre?, dije con una voz distinta. Lejos de vencedor, me sentí ganado por el desconcierto. En cambio, presentí en el otro la calma de quien se cree seguro. Permaneció como si no hubiese escuchado el desafío, como si ignorase totalmente la presencia de alguien que, de manera ridícula, tanteaba el primer palo en derredor; y para colmo, desnudo. Me sentí humillado en mi nueva posición. La vida satisfizo en exceso mi añoranza de experiencias vitales durante esa noche. Con el palo en alto estuve dispuesto a defender la integridad de un pedazo de bosque y de una mujer. Iba a agredirlo, expresaba mi hombría a través de ese palo, pero ella, desde el suelo, lo impidió con un grito; Déjalo, que ese es Arnaldo.

En múltiples ocasiones, R. ha intentado persuadirme para que finalice la historia con esa última frase. Los lectores pondrán el resto, dice, literalmente no existe otro motivo para seguir contando. Sin embargo, me siento tentado a ser honesto a riesgo del fracaso. Más que efecto en la escritura, escudriño explicaciones en mi vida. Lo que jamás podría comprender R es que escribo sobre el punto de giro, no sobre el giro en sí mismo. Déjalo, que ese es Arnaldo. Escucharla resultó un cañonazo en mis tímpanos. Por mi mente pasaron historias populares donde los malhechores, escudados en una mujer, timan siempre a un pobre diablo. No tardé mucho en convencerme de que ese no sería mi destino. Sin descuidarme del desconocido, miré a todas partes; me ubiqué donde fue favorable mirar sin que me vieran. Ella insistió: Déjalo, después te explico. Sus palabras profundizaban aún más mi desconcierto, me hicieron olvidar que su cuerpo permanecía en la misma posición de ofrecimiento que minutos antes sostuvo conmigo. Ven, Arnaldo.  Impotente, contemplé cómo el hombre descruzó los brazos para inclinarse sobre ella.

Describir los pormenores resultará angustioso; yo no era quien ahora golpea las teclas, sino otro. Un desamparado. Una víctima de varios ingredientes muy poco racionales. No pude hacer otra cosa que gritar: ¿Pero qué coño es esto? Ninguno de los dos escuchó el grito. Gemían, uno encima del otro, con furia felina. Y no debo negarlo, sentí deseos de propinar un golpe. Debí golpearlos. Ningún hombre, por escritor que se crea, permite a alguien mancillar sus planes de ese modo.  Hice intentos de acercarme, pero los ojos de ella lo impidieron, después te explico, parecían decirme. Pude haberme marchado. Debí dejarlos retorcidos sobre la hoja seca y desaparecer, sin embargo, confieso que fui ganado por la curiosidad. Necesitaba la coherente explicación que mi estatura de escritor exigía. En silencio fui testigo de la escena. Revolcáronse hasta el agotamiento. Jadeaban. Noté en los ojos de ella la expresión de la lástima; en él pude observar los movimientos para provocar el goce. Debí ser ese hombre. Pude serlo. Estuve a punto de serlo hasta que descubrí que me espiaba. Sentí odio.

Esa noche corroboré, más allá del plano literario, la relación que habita entre la muerte y el odio. Pude haberlo matado con la facilidad de quien espanta un insecto. Deseos no faltan, aprovechando que aún tengo entre mis manos aquel palo, es decir, una página en blanco y todo el poder de estas teclas, para hacerlo. Pero no. La sinceridad con el lector es mi más preciado atributo. Extenuadísima, ella pasó la mano varias veces por su nuca y le dijo: Vete ya. El desconocido, luego de detenerse a contemplarla, decidió marcharse.

 Nuevamente estuvimos solos. Con lentitud, la mujer tanteó el vestido evadiendo mi presencia, evitaba mirarme. Mis ojos, en cambio, exigían la eficaz explicación que no encontraban. Tuve deseos de humillarla con las palabras más hirientes. Preferí el silencio. Incluso, todavía no logro entender donde encontré valor para sacudir las hojas incrustadas en la cabeza y en su espalda. Salimos del bosque. Recorrimos calles antes recorridas. La acompañé, con la vista clavada en el suelo, hasta la parada de su guagua. C. no siente verosímil esta otra parte de la historia. Como mujer dice que los habaneros expresan la inconformidad de manera violenta. Aprovecho para insistirle a C. que no puedo efectuar cambio alguno en mi escritura. Ocurrió como describo. Con las manos dentro de los bolsillos anduve todo el trayecto. Ese es uno de mis modos de catalizar la violencia, otro consiste en sustituir inquietudes refugiado en pequeños avatares del entorno. Observé, parsimonioso, la diversidad multiplicada esperando una guagua, rostros con final de carnaval en la parada, y varios policías pretendiendo establecer un orden. La mujer, solidaria, también miró. Lo que sucede es que Arnaldo es el hombre de mi vida, dijo. Quise desdoblarme en otro para no escucharla, ser el policía atrapado en su eterno dilema o cualquiera de los que intercambiaban en una jerga indescriptible sobre los contenes. Ella, incomprensiva, continuó: Se me aparece de sólo pasarme por la mente.

Me vi dentro de la aglomeración abriendo paso con aire autoritario, ya no pude ser el que con las manos en los bolsillos observaba, ahora exigía sobriamente un carné de identidad, pero sin dejar de escucharla. Su voz iba conmigo, aunque me convirtiera en la persona menos notable de aquella parada. Disculpa, no pensé que fuera a aparecer en ese bosque, fue la última frase que me dijo. Infinitas han sido las veces en que sus palabras han golpeado este cerebro, e infinitas las versiones que de esta historia he realizado. Texto y realidad se disuelven en un punto donde ya es imposible establecer sus diferencias. Queda para mí, destejer la madeja que los ata, o permitir, todavía más, su entrecruzamiento. Retos en tu escritura, me dice C. Simple escaramuza con mujer, me dice R. Pobre amigos R. y C. durante años no he hecho otra cosa que reiterarles variantes de una misma historia. Sumergirme en la última ha sido siempre el bálsamo para olvidar las anteriores. He aquí la última.

Con las manos dentro de los bolsillos, a partir de aquella noche, no he dejado un sólo instante de ver su figura alejarse. En múltiples ocasiones he descrito su difícil arribo a una guagua, la insistencia de varios policías por establecer el orden, y la impaciencia de un hombre con las manos guardadas, deseando mirarla por última vez. Es tanta la multitud apiñada que no puedo, nunca más he podido distinguirla dentro de una guagua que casi se marcha. Con prisa, todos estos años he dado la vuelta para intentarlo por el cristal de atrás. Sin embargo, desgracia de hombre marcado por la cruz, veo junto a otros, la figura de alguien que saluda con un gesto. Siempre me ha dicho adiós. Siempre ha sido Arnaldo.

1995. Segundo Premio de Cuentos de Amor de Las Tunas, 1996.

DISPAROS EN EL AULA

                                                           para Yara y Alejandro Connolly

Los dos, profesor y estudiante, tienen una tiza en la mano. Uno, para escribir el título de la clase en la pizarra después que todos se acomoden, y otro, para, desde el fondo del aula, cuando el profesor se vuelva, lanzarla; que realice una larga parábola y caiga paf, en cualquier zona de la verde madera. Será la primera tiza lanzada por alguien desde el fondo del aula. Será el primer profesor al que una tiza lanzada por alguien lo marcará por el resto de sus clases en la escuela. Será. Todo depende del instante en que se vuelva. Entonces, hoy, las clases de Historia, por primera vez, tendrán otro sabor. Los ojos desorbitados del maestro en busca de la dirección de ese disparo, el rostro enrojecido sin saber dónde ubica sus manos, dónde clava la vista, qué palabras encuentra en el saco de palabras que usa todos los días para comenzar las clases, pueden ser la consumación de una victoria. Una victoria que para algunos estudiantes parecerá inmediata, detenida en el momento en que la tiza caiga paf, pero que comenzaría allí, paf, para luego extenderse de estudiante en estudiante, y de estudiante a profesor, y de profesor a subdirector docente, y al oído de la auxiliar de limpieza que trapearía al pasillo en ese instante, paf, y de ella a las empleadas de cocina, y de las empleadas al jardinero y de éste, ¿no joda compadre, a Ramiro?, al chofer, y de todos al director, que quedará perplejo, paf, detrás de su buró, pensando, paf, que otra vez en la escuela, paf, paf, después de años de control y de apaciguamiento, hay indicios de resquebrajar la disciplina. Esa será la consumación de la victoria, no solo que caiga, paf, sobre la verde madera. Es por ello que, aunque lo delate la frente sudorosa, Rogelio Guzmán Zamora, Rogelito bróder para los allegados, espera con paciencia a que se vuelva y comience a escribir.

Porque el profesor Ramiro, como buen profesor, escudriña el mínimo detalle antes de pronunciar la primera palabra relacionada con la clase. Y espera a que los rezagados se detengan en la puerta y con cara de lástima digan, Permiso, profe, es que estábamos de limpieza en el albergue, y Ramiro sólo los mira, hace un gesto e inclina la cabeza para que entren en puntillas; también espera a que los libros y las libretas estén abiertos en la página en que se habían quedado en la última clase, mientras los que afilan en un rincón del aula las puntas de sus lápices, miran de vez en vez para sus ojos en espera de las dos palabras que siempre dice el profesor en el inicio, Bien, comenzamos. Entonces, llega un silencio como de éxtasis por las frases que se escucharán, pero todavía es tiempo, no han pasado dos minutos desde que tocaron el timbre. Hay tiempo para decir, Préstame la cuchilla, quién se sabe el horario de hoy, por favor, a quién le presté mi libreta de Matemáticas ayer, profesor, justifíqueme las ausencias, certificado médico, tome, reposo por setentidós horas. Todavía hay tiempo para que alguna estudiante se detenga en los zapatos de Ramiro, Viste, son nuevos, ya era hora, o para que la tiza en la mano de Rogelio, desde el final del aula, se humedezca por la tensión nerviosa. Todo es cuestión de esperar. Como mismo el profesor esperó, hace más de una semana, cuando de guardia en el comedor dejó que Rogelito bróder tomará la bandeja, cuidado, los frijoles, cuidado, y se sentara casi victorioso en las hileras del medio a disfrutar de la segunda, me gané la segunda, y fuera discreto, sin que nadie lo notara a parársele al lado antes de que Guzmán Zamora, número veintisiete del grupo cuatro, tomara la cuchara para comer otra vez. Después la pena, el No le da vergüenza, Guzmán, todavía el comedor no ha terminado y usted. La mirada, todas las miradas y el silencio. Un raro silencio alrededor del profesor y el estudiante descubierto que no sabe qué hacer. Cucharas a media distancia entre bandejas y bocas; empleadas que han detenido el servicio en espera del desenlace de aquel espectáculo. Guzmán Zamora, el bróder Guzmán Zamora, que no sabe cómo levantarse. ¿Levantarse? Decirle, No profe, yo no he comido; pero con qué palabras, si él no tiene un saco de palabras para cada situación, ni una mirada como esa que lo detiene y le impide levantarse, mantenerse sentado o comer. Vamos, Guzmán, devuelva la bandeja. Sólo cinco palabras. El profesor Ramiro con sólo cinco palabras puede destrozar el corazón de alguien ante muchísimos ojos. El profesor Ramiro, con sólo cinco palabras, puede hacer que las cucharas se detengan ante las bocas de todos los que comen. Puede lograr, endureciendo el rostro, que Rogelio Guzmán Zamora se desplace a lo largo del comedor con la bandeja entre las manos y la deposite para otro que aún no ha comido. El profesor Ramiro, desde su posición, mantiene en vilo al comedor y logra el mismo silencio, aunque los estudiantes continúen en su faena, y el bróder Guzmán, no llores bróder que tú eres hombre, recostado ahora en el lavamanos del albergue, se limpie las lágrimas. Olvida eso, bróder, olvida. Pero cómo si él es hombre y tiene jeva y todo el mundo, Fíjate bien, todo el mundo, siempre lo ha respetado y jamás nadie, ni la vieja, que es lo que yo más quiero, le ha hecho pasar una vergüenza así. Que todos te miren y tú pasando la vergüenza, que te marches como puedas de ese comedor y la vergüenza vaya contigo escalón por escalón hasta llegar al dormitorio. Pero no llores, bróder, que los hombres no lloran. Echa para un lado la vergüenza, amarra la vergüenza a la pata de la cama de cualquier litera y no la dejes bajar, pero que se amarre bien, porque no es fácil dejar a la vergüenza a un lado y volver a bajar los escalones muy serio, mientras los demás estrenan sus últimos pasillos en el baile, o buscan el rincón más oscuro para conversar con sus muchachas sobre cosas tan importantes que solo podrían conversarse en un rincón oscuro. Ahora le cuenta discreto a Yeniley que el profesor Ramiro lo había hecho quedar mal delante de todo el mundo, Vaya, quise comer doble, pero eso no se va a quedar así, seguro que me las paga. Bueno, caballero, bailen, que no se diga, bailen. No, que va, nosotros vamos a conversar sobre cosas importantes. Yeniley y Rogelio conversaron sobre cosas importantes en un lugar oscuro, sin olvidar Rogelio que la vergüenza, de todos modos, aunque esté amarrada, lo estará siempre esperando cuando suba a dormir. La vergüenza.

Bien, comenzamos. El profesor Ramiro ya está colocado frente a los estudiantes del grupo. Silencio, puro silencio. Lo miran a los ojos y él, un instante después, realiza una pregunta, ¿Alguno de ustedes conoce qué significa Reconcentración? Murmullo. Cuestionamiento en alta voz. La palabra Reconcentración pocas veces en la vida, por no decir nunca, la han escuchado. No obstante, algún audaz, en el momento en que nadie lo espera, levanta la mano. Es en la primera mesa de la fila del medio. Al final del aula Rogelio Guzmán Zamora es capaz de meditar sobre la palabra. Concentración sí la ha oído: Todos a la plaza, hablará Fidel. Eso es concentración. Cantará Silvio Rodríguez; aglutinación de shorpanes y pulóveres con deseos de escuchar y corear. Concentración en las paradas de las guaguas, en las pizzerías, en el punto de leche, en las tiendas de ropa, pero ¿Reconcentración? ¿A ver usted, qué entiende usted por Reconcentración? Silencio. Bueno profe. Silencio. Concentrarse es acumular, como en las ecuaciones químicas. Silencio. Y reconcentrarse, pues, volverse a concentrar, pienso yo. Murmullo, risas y murmullo. El profesor también sonríe. Guzmán Zamora no puede evitar que de sus labios se entreabra una mueca. Ramiro escucha opiniones, realiza más preguntas para acorralar un poco este concepto. Dice: ¿Conocen ustedes en la Historia de Cuba algún hecho llamado Reconcentración? Murmullo. Respuestas aventuradas; deseos de adivinar por intuición lo que esconde detrás esa palabra. En la clase de hoy estudiaremos la Reconcentración, dice Ramiro. Rogelito bróder sabe que este es el momento. Ahora el profesor tiene que volverse para escribir el asunto de la clase en la pizarra. Tras una larga parábola vendrá la tiza desde el fondo paf, a golpear cualquier parte de la verde madera. La mano de Rogelio está lista para lanzar, con el profesor de espaldas que escribe La Reconcentración de Valeriano Weyler; sin embargo, la mente se cuestiona por qué ahora hay fuerzas en la mano, pero poca disposición en el cerebro. Está a tiempo, pero la palabra Reconcentración, Reconcentración, Reconcentración, propicia que se piense en ella como lo hacen los demás. Y el bróder Tiño, su socio, en la otra esquina del aula lo mira y con la mirada dice: Dale, bróder, ahora o nunca. Pendejo. Soy un pendejo. Reconcentración de pendejo. Y el Tiño bróder desde la otra esquina, bajito, muy bajito: ¿Para eso amarramos la vergüenza, tu vergüenza, en la pata de la cama? Pendejo. Y el profesor, de frente a los alumnos, en espera de que escriban en sus libretas el asunto de la clase, va a hablar.

Corría el año mil ochocientos noventiseis, dice Ramiro. Y de sus labios brota el galope de los caballos venidos de Oriente. Máximo Gómez y Antonio Maceo, Generales de la tropa, apenas tienen tiempo de reposo. Dejan su rastro de humo en el camino, provocado por la tea incendiaria. Fuego, que arda la caña, gritan los mambises en su avance hacia Occidente, mientras Martínez Campos, otrora uno de los jefes favoritos de España, y ahora Capitán General, dando paseos desesperados alrededor de su silla de gobierno, casi da la guerra por perdida. De los labios del profesor también sale el barco que trae al Marqués de Tenerife en sustitución de Campos, y de inmediato todos ven cómo Don Valeriano Weyler, con los mismos pasos de desesperación, dicta bandos a sus escribanos, cuyos ojos apenas se despegan de los pergaminos.

– Decidido siempre a que las leyes se cumplan, dice Weyler alisándose el bigote y recostado a una de las ventanas del Palacio, hago saber…

Y de su boca, para plasmarse en aquellas hojas, corren los primeros mecanismos fascistas que conocerá la humanidad moderna en esta parte del mundo: La Reconcentración. Arden los sembrados de los campesinos, fusilamiento de hombres en edad de combate por cualquier pretexto, reconcentración de gran cantidad de personas en determinadas regiones. Alambres de púas. Puestos y garitas de vigilantes. Desnutrición. Malaria. Violaciones y golpizas. La muerte de la forma más lenta que cualquiera en tiempo de guerra pudiese esperar. Valeriano Weyler y la muerte.

Sólo la voz del profesor se escucha. La palabra Reconcentración va tomando su forma, se redondea poco a poco en cada una de las mentes. Rogelio Guzmán Zamora aún no está arrepentido, en cualquier momento puede lanzar la tiza. En cambio, su amigo, su bróder Tiño, no ha intercambiado otra mirada con Rogelio desde que comenzó la clase. Es sólo ojos para los labios del profesor. La mano de Rogelio, su frente, sus axilas, continúan sudando. Yeniley, en las primeras mesas, no imagina la idea que atraviesa la mente de su novio. El profesor habla y habla sobre la Reconcentración y tal parece que todos son presa de las garras de Valeriano Weyler; de su saco de palabras escoge las más efectivas y logra mantener el éxtasis de forma convincente, no solo en la clase, ni para derrotar a Rogelito en el comedor sino también en la cátedra, como ocurrió aquella misma noche. Guzmán Zamora dijo: Oiga profe, yo quiero hablar con usted. Diga, Rogelio. Lo que usted hizo no es de hombres. Ramiro lo miró a los ojos parecido a como lo había hecho unas horas antes y dijo: Toma esta llave y espérame allá, señalando hacia la cátedra como si no hubiera ocurrido nada. Pero cuando Rogelito bróder tomó las escaleras allí estaba Tiño, socio Tiño, cuenta conmigo bróder, mi sangre, y si el verraco ese tiene líos contigo, conmigo los tiene también, así que vamos. No, viejo, que esto es asunto de hombre a hombre. No. Hasta que llegaron a la puerta de la cátedra y después llegó Ramiro. Vamos, abran esa puerta. Y se abrió. Entraron. Ramiro entonces dijo: Bien, Rogelio Guzmán Zamora. Que lo que usted me hizo no es de hombres. Y el Tiño bróder al lado de su uña y carne Rogelito, nerviosos los dos; nervioso los tres. Sí, los tres. Sepan una cosa, dijo Ramiro, no piensen que voy a pelear con ustedes. A los estudiantes llegó el desconcierto, agudizaron su aire felino dispuestos a saltar encima del profesor. Atmósfera tensa, el Tiño con los brazos cruzados pestañeaba muy torpe. Si peleara con ustedes y venciera, dijo el maestro, todos me dirían abusador; pero si perdiera, ahora mismo tendría que recoger mis cosas y largarme porque me llamarían pendejo. Yo no soy ni abusador ni pendejo. Soy un hombre. Y luego les habló de la verdadera hombría, del decoro y la honradez. Pero lo hizo con tanta sobriedad y mirándoles tan fijo a los ojos que Rogelio Guzmán Zamora y el Tiño, en silencio, no tuvieron otra opción que reconocer cierta coherencia en aquellas palabras. Pero en el albergue vieron la vergüenza amarrada a la pata de la cama y se dijeron que de todas formas esto el profesor Ramiro lo tendría que pagar.

Pagar muy caro, decían los españoles, encima de cualquier hija de campesino que se resistía a soportar la violación y era sostenida por soldados esperando turno, después que el jefe cumpliera su parte. Y les contaré, dice ahora Ramiro, un hecho poco comentado:

En una de las fincas donde reconcentraban campesinos, por la noche, una cuadrilla de españoles trajo a un insurrecto. Estaba herido. Su brazo derecho, casi desprendido de un tajo de sable, era sostenido por un vendaje improvisado que no impedía que brotara la sangre. Atado al cuello y entre dos jinetes que con la soga lo mantenían de pie por puro milagro, caminó todo el tramo. Al día siguiente los guajiros lo vieron amarrado a un poste, lleno de fango hasta los tuétanos y casi agonizante. Como todo el que se reconcentra está a un paso de la muerte, los españoles no oponían reparo ante la curiosidad por el nuevo visitante. Dejaron que la gente lo rodeara y que algunos le curasen el brazo con emplastos de hojas y raíces.

 ¿Verdad que es usted insurrecto? – le preguntó Jacinto Torres al herido. Jacinto era un muchacho de unos quince años que nunca había tenido tiempo de andar más de treinta kilómetros a la redonda, porque desde temprano su principal ocupación fueron las siembras. Conversar con un insurrecto era algo que jamás imaginó sería posible. Trajo agua, miró el brazo y descubrió que en el semblante de aquel hombre solo se reflejaba el anuncio de la muerte.

 Soy mensajero, dijo el hombre entre las fiebres. Y contó que lo habían sorprendido por casualidad y que pertenecía a las tropas del coronel Juan Delgado. Habló de su coronel como si aquel fuera lo más grande, dijo que era uno de los jefes más jóvenes de la guerra, que poseía un porte fino y elegante y que los españoles sólo de escuchar su nombre ya temblaban. Él sabía, dijo, que dentro de poco terminaría la guerra y era una lástima que le tocara morir tan joven, pero no importaba, porque otra gente, como decía su coronel, sabría que ellos se habían portado como hombres de su tierra y que nunca la habían traicionado. Todo eso le dijo y a Jacinto Torres se le aguaron los ojos al verle más muerto que vivo y tan firme como el palo al que lo ataron.

 ¿Profesor, y no contó cómo lo agarraron los españoles?, preguntó Yeniley.

 Los españoles no saben que yo soy mensajero, dijo el insurrecto. Contó que su coronel le había ordenado llevar un mensaje urgente a un regimiento del coronel Baldomero Acosta y en el camino lo tomaron preso. Después concluyó:

 Según los informes, serán atacados por sorpresa mañana por la noche.

 ¿Mañana?, dijo muy bajo en la última mesa del aula, Rogelio Guzmán.

 Mañana, reafirmó el herido.

Quedáronse mirando el uno al otro. Las posibilidades de hacer algo por aquellos hombres eran más que remotas. Cada cincuenta metros una garita: en cada garita un español armado. Las cercas altas y con alambres que de sólo tocarlos se sangraba, y en la puerta de entrada dos españoles. Nada podía hacerse. Nada, según la lógica común. Además, con la desnutrición que tenía Jacinto, pocos pasos podría dar sin ser capturado.

 ¿Cómo avisarles?, dijo el Tiño bróder con la cara metida entre las palmas de las manos.

 ¿Estarías dispuesto a ir?

 Sí, dijo Yeniley.

 Sí, dijo Jacinto Torres, sosteniéndole el rostro barbado al insurrecto.

 Sí, dijeron todos, sin decirlo, en toda el aula. ¿Pero cómo?

Entonces el herido pidió que se acercara y le habló. Un rato después, recostado a las yaguas de un bohío, el muchacho lloraba por el acto doloroso que tendría que realizar dentro de poco. Sabía que la próxima vez que viese al insurrecto ya estaría muerto. Era la única forma de hacer algo. Y el herido habló claro. Antes del anochecer, como habían previsto, el muchacho se levantó dispuesto a lo que le esperaba. Dentro del bohío, en un rincón, con ayuda de un pedazo de madera abrió un hueco y extrajo una envoltura. Desamarró. Tenía guardada una bandera cubana hacía unos meses. La había entrado en el tumulto, cuando lo trajeron con toda su familia para ese lugar. Después de enrollársela en el cuerpo y colocarse el camisón encima, salió dispuesto a encontrarse con su amigo, su mejor amigo, que ya estaría muerto. Mientras caminaba iba pensando en lo que éste le había dicho antes de despedirse.

 Sepárate de mí unas horas, dijo. Después explicó que de todas maneras si no se moría lo mataban y con esa herida poco podía durar; que otros camaradas, dentro de corto plazo, iban a ser masacrados por sorpresa, pero nosotros podemos hacer algo. Cerró sus ojos y con el brazo izquierdo se desató el torniquete: la sangre comenzó a correr. Vete, le dijo. Y el muchacho corrió a sentarse y a llorar hasta que cayera la tarde.

 Pero ¿cómo saldría, profesor?, preguntó otra estudiante del aula.

 Aquí no van a tenerme cuando muera, recordaba Jacinto que le había dicho el insurrecto.

 Los españoles temen demasiado a la epidemia. Cuando me veas muerto corre y díselo al de la puerta. Enseguida te mandarán con otro a que me suban a un caballo, después irán con ustedes más o menos lejos para que me entierren; como es de noche, cuando sea el momento podrás escapar. Que tengas mucha suerte.

Suerte. Eso era lo que Jacinto Torres deseaba mientras en el camino sostenía las riendas del caballo. El otro cubano venía varios pasos detrás con un pico y una pala, junto a dos españoles con sus máuseres. Alejados lo suficiente del campo de reconcentración, dijeron: Alto aquí. Y a distancia, apuntando, ordenaron que bajasen al muerto.

Rogelio aún con la tiza en la mano escucha: Está convencido de que en esta vida no todo es perfecto. Por eso insiste todavía en lanzar la tiza. Para otros, la perfección del mundo podría ser el profesor Ramiro, quien no se ablanda ni cuando cuida exámenes y Margarita, la mejor hembra del aula, cruza y descruza sus muslos con intención. Pero nadie es perfecto, dice Rogelio apretando la tiza, sino cómo es posible que este mismo profesor cuando está de guardia de milicia, orina las flores de las jardineras del pasillo, por el sólo capricho de no llegarse hasta el baño. Él lo ha visto, lleva varios días siguiéndole los pasos a Ramiro y sabe que no hay nadie perfecto: se merece un tizaso, piensa Rogelio.

El pico se alza por encima de la tierra y los españoles, más confiados, comentan de su lejana aldea. Hablan de Galicia y Asturias y de que el calor y los mosquitos son insoportables, mientras una loma de tierra húmeda se va levantando. El caballo resopla cerca del muerto y Jacinto Torres le dice a su compañero que trabaje ahora con la pala. Jacinto se sienta cerca del caballo. Jadea. Es demasiado esfuerzo para tantos días de hambre. Los soldados siguen interesados en su conversación. Jacinto desea suerte.

 Suerte, dice Yeniley.

 Suerte, repite Jacinto Torres y de un salto cae sobre el caballo y lo hinca con sus talones descalzos. Sorprendidos, los españoles gritan: Alto. Alto. Jacinto conmina a su compañero a que monte también, pero éste dice, Te van a matar, no seas loco, muchacho, mientras el caballo casi les vuela encima a los dos hombres que apuntan, pasa raudo y se aleja entre los disparos y la noche.

 ¿Entonces, logró escapar?, pregunta el Tiño bróder, preocupado allá en el fondo.

 Sí, me he escapado del campo, dice Jacinto. Uno de los ayudantes del coronel Baldomero Acosta lo atiende y cura bajo el hombro la herida que comienza en la espalda y atraviesa el pecho.

         Hay que dar hierro para que desinfecte, confirma el ayudante.

         ¿Hierro?, pregunta Rogelio.

 Sí.

Al instante un cuchillo al rojo vivo lo hace desmayar. Las tropas lograron irse, y Jacinto Torres, convaleciente aún, ardía en deseos de recuperarse para estrenar alguna vez el campo de batalla.

Dentro de unos minutos el timbre anunciará el cambio de turnos. Nadie pregunta, es probable que algunos cuestionen si el hecho ocurrió en realidad o si fue producto de la imaginación del profesor para contagiarlos, pero no lo hacen. Ramiro dice que orientará el Estudio Individual y un ruido seco lo detiene. Todos miran. El ruido viene del fondo del aula, de la mesa donde se encuentra, solo, Rogelio Guzmán. La mano cuelga. Hay una tiza en el piso. Desplome del cuerpo de Rogelio sobre las libretas. Risas en el aula. Debe ser pura burla en la clase, mi clase, piensa el profesor. Malhumorado dice: Rogelio, no le basta con lo de hace una semana. Todos hacen silencio. El Tiño bróder, uña y carne de Rogelio, corre para donde su amigo. Dice: Tiene fatigas, profesor. El Tiño se acuerda de la vergüenza cuando ve la tiza. Llévenlo para la enfermería. Lo sostienen entre dos. Se retiran. Después, el profesor, con la mirada, logra imponer silencio. Advierte que puede ser un chiste y que si es un chiste podrá costar muy caro. Yeniley no sabe dónde meter el rostro. Todos la miran, hasta el profesor. Ella pasa la vista entre las losas por no mirar a nadie. Silencio. El profesor dicta la primera pregunta del Estudio Individual. Yeniley dice: Profe, en el piso hay gotas de sangre. Todos miran. Sí. Gotas de sangre. Llegan del puesto de Rogelio. El profesor corre hacia allí. Busca una cuchilla, algo con que hubiera podido cortarse. No. No hay rastro de cuchillas. En el puesto de Rogelio, Rogelito bróder para sus amigos, guardados en la maleta, están sus libros. Sus libros y una bandera, perforada por un disparo de fusil.

 Junio, 1989. Premio Luis Rogelio Nogueras, 1992.

LOS HERALDOS NEGROS

          Un buen escritor de ficciones, como es de esperarse, apela a cualquier tipo de variante para mostrar su verdad. Pero en el caso del reconocido escritor M.G., debo confesarlo, la regla ha superado la excepción. Reñir con el hermano de su esposa en plena calle, a mi juicio, no es razón suficiente para que M.G. incluya ese percance en la historia que le conté hace un tiempo.

      Eufórico, la pasada semana, en su oficina, me leyó unas páginas demasiado distantes. Para él todo comienza en la escena del garaje, sitio donde sutilmente catarsisa sus problemas personales. En presencia del mecánico, dos personajes amenazan con cabilla y piedras a un extranjero. Segundos antes el mecánico sumergía la mitad del cuerpo en el interior de un auto; el extranjero, con evidente nerviosismo, sólo observaba. Entonces llegan esos dos personajes sin esconder su agitación.

Tal como ocurrieron, y en mi propia reconstrucción de los hechos, contrario a la versión de M.G., esta es una de las últimas escenas. Sólo coincidimos en que el extranjero es alto, corpulento, rubio; y el auto, antiguo, bien cuidado, con un brillo inmenso. He aquí un motivo para calificar esas páginas de demasiado distantes. Páginas que en aquella oficina no creí oportuno contrariar ni aplaudir. A ningún escritor (menos si oficia en otros menesteres, mi amigo es gerente en una empresa de esta ciudad) causa beneficio el destrozo o el aplauso de un texto aún no terminado. Preferí desviar mis reflexiones hacia la inmundicia apreciada en las páginas de otros escritores, nuestros contemporáneos.

Transcurrida una semana de aquella lectura, razones que vinculo a la sinceridad me obligan a sentar frente a la Remington. Inexplicables razones. A riesgo de afectar mi amistad con M.G., ellas predominan en mis actos. Necesito contar, y de paso, enmendar, la verdadera historia. Al emprenderlo, no lo niego, asumo otros riesgos: emular con un verbo superior al mío y con alguien que ha obtenido numerosos reconocimientos en el mundo de las publicaciones. Me consuela, en cambio, que nunca el sacrificio al mostrar la verdad, para quien ejerce la escritura, constituye un acto tardío. De ocurrir algún percance en la intención el primer culpable soy yo mismo; cometí un craso error entre escritores. Jamás a otro, si no están concluidos, deben referirse los planes literarios, menos si ese otro, además de escritor, es amigo. Para mayor información de mis posibles lectores, en el supuesto caso en que llegara a publicarse esta versión, debo añadir que la historia contada a M.G., a su vez, me fue referida por otro escritor.

Tal como he obrado con el nombre del gerente, por razones éticas, sólo apelaré a sus iniciales. Su nombre es J.L, verdadero protagonista de los hechos, pero incapaz, según sus propias palabras, de atemperar en su escritura excesivos sucesos cotidianos. Dando palmadas en mi hombro, en su casa, me alentó a que escribiese esa historia; luego, entusiasmado, no reparó en invitarme a unas cervezas en un bar cercano y de moneda libremente convertible. Esa tarde, entre un mar de latas que empañaron la formica y el mantel, acepté. Sin embargo, mi nuevo trabajo hasta hoy, dirijo un Departamento en un Centro Nacional de Cultura, forcejea con esas intenciones.

 J.L., de haber escuchado esa lectura (por cierto, mis dos amigos aún no se conocen), advertiría al instante que M.G. fue víctima de contratiempos personales. A pesar de enmascararlos prevalecieron en su texto los golpes propinados al cuñado, los gritos de su esposa, la mirada de unos cuantos vecinos. A partir de esos golpes, me confesó M.G., poco importaron para ellos mis esfuerzos desde la posición de gerente. M.G., arrastrado por impulsos poco racionales (hizo sangrar en público la nariz del cuñado, después de un desafío de este último), transgredió los límites de una familia y de un barrio que, sin ser suyos, hasta ese instante, lo habían recibido con los brazos abiertos. Esa es la tesis en que fundamenta su historia. Excelente, pero desviada de los verdaderos hechos referidos por J.L.

Advierto, bajo ningún concepto pretendo ser absoluto. ¿Acaso desconozco que toda historia adquiere el punto de vista y la intención de quien la escribe? Asumiré a J.L. protagonista de los hechos, aspecto desatendido por M.G., pero consciente de no ser J.L. No fui quien caminó preocupado ese domingo por una de las calles de su barrio. No fui quien pensó en César Vallejo mientras caminaba. No vivo en su barrio. Apelaré a recursos donde resulte verosímil contar la historia en la que no fui protagonista, para no ser víctima, como lo es M.G. por parte mía, de la implacable censura del propio J.L.

 Ese domingo J.L. no consiguió el préstamo que un amigo le había prometido. Sin trabajo, sin negocios, sin ideas para al menos escribir un buen texto, era un hombre lleno de hastío. J.L. recordaba estos versos: Hay golpes en la vida, tan fuertes. Yo no sé, cuando vio a dos tipos y a un colchón camero en la acera de enfrente, Tíranos un cabo, socio, le dijeron. J.L. maldijo haber tomado esa calle. Cuándo me va a pasar algo, dijo, alzando su lata de cerveza, minutos antes tengo el presentimiento. Tíranos un cabo, socio, volvieron a pedirle señalando hacia el colchón. J.L. tomó una de las puntas resignado a echar suerte con ellos durante un buen rato.

Era un colchón camero, de esos que se doblan en el medio cuando se les intenta levantar por las esquinas. Faltaba un cuarto hombre y ese domingo no había un alma en la calle. J.L. después de unas cuadras pudo haberse evadido pretextando algún asunto de urgencia, llegó a pensarlo, estuvo a punto de esbozar las palabras que pudieran alejarlo de aquel par de tipos, pero, de manera inexplicable, se dejó llevar posponiendo ese momento.

Recorrían unos metros, las manos resbalaban y el colchón caía al suelo. Para todos, el calor resultaba insoportable. No puedes imaginarte lo que es cargar algo que no es tuyo durante tantas cuadras, gritó J.L., presa ya del efecto de unas cuantas cervezas, el peso se multiplica maldiciendo al par de tipos. J.L. soltó el colchón y el gordo lo miró de reojo. Todos deseaban detenerse, pero sin sentirse culpables. Era como si mentalmente llevasen la cuenta de quién fallaba más al sostenerlo. J.L. resultaba perdedor hasta el momento.

Los tipos eran un par de marginales, dijo J.L., el más alto tenía un casquillo de oro en un diente. Le decían Maladoy.

Veo el cartel en la puerta, dijo Maladoy, entreteniendo, amenizando, levantando la moral del par de socios, y le pregunto a una jeva por el colchón.

Pasa a verlo, dijo ella, soltando la escoba, acomodándose el pelo, permitiéndole entrar; también vendemos la cómoda, la máquina de escribir, todo eso.

Era un cuarto lleno de libros, dijo el gordo, sudando, boqueando, como un gordo, papeles y libros, nada más.

   ¿No sabes qué marca era la máquina?, pregunté a J.L.

A mí nada más me interesa el colchón, dijo Maladoy. Me caso el martes.

No, dijo J.L., estoy puesto para las computadoras.

Con esa cómoda completas el juego de cuarto, dijo ella.

Lo estaban vendiendo todo, dijo el gordo soltando su esquina, el colchón cayó al suelo, los ojos se posaron en el gordo. Esa gente seguro se va del país.

No, qué va, nosotros no nos vamos, dijo la mujer arreglándose el pelo.

¿Y por qué tanta venta barata?, pregunté a J.L.

Se había muerto el viejo de la casa, dijo Maladoy.

Era mi abuelo, un escritor famoso, dijo ella; hoy por la mañana fue el entierro.

Querían salir rápido de la memoria del viejo, le grité a J.L. camino del baño.

El nombre ella lo dijo, pero ya no me acuerdo, dijo Maladoy.

Tremenda ganga, Maladoy, dijo el gordo, tremenda ganga con ese colchón.

Sudaron excesivamente. J.L. vio en el rostro del gordo esa lástima que provocan los gordos cuando sus fuerzas se agotan arrastrando un colchón. Volvió a pensar en César Vallejo, en esa triste fotografía de César Vallejo que aparece en todos los libros escolares, lo curioso es que a mí nunca me da por pensar en ese hombre, me dijo J.L. Sintieron desde los televisores las voces estadounidenses de la película del domingo. Maladoy, agotado en sus propios recuentos, prometió para cuando llegaran sacrificar unas cuantas cervezas de la boda. J.L. mientras escuchaba la promesa detuvo su mirada en el diente de oro. Maldijo otra vez haber tomado esa calle. Enrolado en una jerga de códigos difíciles se sintió un bicho raro.

Para M.G. apenas cuenta la angustia en el traslado del colchón, menos, el estado depresivo de J.L., su carencia de dinero, la manera en que los versos de otro portador de la tristeza se le clavaban en su mente. Incluso, llega a obviar que esta historia se desarrolla en una tarde de domingo, donde no había un alma en la calle. El colchón permaneció en la acera mientras Maladoy apeló al viejo recurso de brindar cigarros, necesitaba levantar los ánimos de J.L. y el gordo. Fumaron, sudaron, conversaron refugiados a la sombra de un muro. Faltaban, según el gordo, más cuadras que las recorridas. Me sentí un pobre diablo, me dijo J.L., no más que un pobre diablo. El gordo, sin dejar de calcular esa distancia, aplastó el cabo de cigarro colocando encima su zapato y toda su pereza. J.L. no dejó de observarlo, se le antojaba como personaje de un posible cuento. Pensó: Y el hombre, Pobre, pobre. Vuelve los ojos, como cuando por sobre el hombro nos llama una palmada; vuelve los ojos locos, y todo lo vivido se empoza, como charco de culpa, en la mirada.

Fue en ese instante cuando vieron aparecer un carro por una de las esquinas de la calle. Era una esperanza, salir de allí, dejar ese colchón, perder de vista de una vez al par de tipos, llegar al cuarto, ponerme a escribir, me habían entrado ganas de escribir, dijo J.L. El Lada frenó ante el reclamo de las seis manos que, desesperadas, le hicieron señas. Tíranos un cabo, socio, dijo Maladoy mostrando el diente, después reconoció en el otro a un viejo conocido del barrio, Coño, Palomino, tíranos un cabo con esto. El del Lada, detrás de unas gafas muy oscuras, titubeó un instante ante aquella escena.

Suplicaron, explicaron, convencieron, incluso, con la promesa de unos laguer bien fríos para el final del camino. Palomino aceptó, dijo J.L., pero por sobre las gafas se le notaba el titubeo. Acomodaron el colchón en el techo del carro. Fue entonces cuando J.L. trató de zafarse de aquellos dos tipos, bueno, señores, ha sido un placer haberlos conocido, dijo. Pero Maladoy mostró el diente, Y los laguer, socio, y los laguer, sube, vamos, sube. J.L. no supo qué hacer, en la casa me esperaba la rutina de siempre, me dijo, y ya había perdido la cuenta del día en que tomé la última cerveza. Indeciso, se vio sentado en el asiento trasero de aquel carro. Partieron. Entonces comenzó el zigzagueo, dijo, muerto de risa, J.L., con la alegría nadie se dio cuenta de que Palomino estaba borracho. Era evidente que estaba borracho.

M.G. al recrear esta escena sustituyó al chofer del Lada por el de una camioneta. Cuando escuché la lectura me pareció ingenioso ese cambio, luego comprendí que de ese modo se adulteraba la historia en su raíz esencial. He aquí algunas razones:

 Primero: En agonía semejante ante el traslado de un colchón camero, la aparición de una camioneta no resulta casual; sino, calculada, tramada, pensada por quienes lo trasladan o por quien, indolentemente, escribe esas páginas.

 Segundo: Las probabilidades, siendo domingo, de que aparezca un Lada por una de las esquinas de la calle, y no una camioneta, son más reales y favorecen la historia.

 Tercero: La camioneta es puro invento de M.G., y para legitimarla se vio obligado a no especificar que era domingo.

 Cuarto: El propio J.L. me dijo que apareció un Lada.

 Desde las ventanillas las manos estuvieron aferradas al colchón. Evitaron su caída a causa de tanto zigzagueo. Palomino, interrumpiendo el cuento de Maladoy acerca de su compra barata, protestó por tanto peso en el techo de su Lada. Así no podemos seguir, dijo, de ninguna manera. Maladoy, mostrando una sonrisa con todo el brillo de su diente, reafirmó la promesa de los laguer y propuso veinte pesos por encima.

M.G. en su texto manejó la situación describiendo al chofer como típico traficante de muebles en su camioneta, alguien capaz de soltar un gargajo por encima de las cabezas de sus acompañantes. En cambio, según J.L., el chofer que conoció jamás soltó escupitajos durante el trayecto. Sólo protestaba, me dijo, recordando que hacía un rato se encontraba muy bien en casa de unos socios. Ellos no pronunciaron palabras, lo dejaron refunfuñar largamente en un lenguaje demasiado tropeloso. Valía la pena ese riesgo, de lo contrario, aún estuviesen con el colchón sobre la acera. Palomino, con las gafas en la frente, se dejó guiar por las indicaciones de Maladoy. La ruta era sencilla, línea recta y luego doblar a la derecha. Poco problema, dijo J.L. antes de llegarse hasta el baño, en un domingo donde no había un alma en la calle.

 Dale derecha en la próxima, dijo el dueño del colchón. Palomino sonrió con cierta ironía, ¿Cuántas veces me lo vas a decir, asere?, preguntó, bostezó, aceleró. El colchón, por mucho que lo impedimos, dijo J.L., cayó al suelo. Bajaron. Vieron sumergida buena parte en un charco de agua. Maladoy, desconcertado, corrió a levantarlo, J.L. y el gordo lo fueron a ayudar. A ver si no comes más mierda, gritó Maladoy. Pues con guapería esto no sigue, qué te parece, ripostó Palomino. El corazón de tu madre, dijo el dueño del colchón, La tuya, dijo el borracho. Fue una pelea donde la balanza se inclinó desfavorablemente, los golpes de Palomino quedaron en el aire y por cada uno recibió tres en pleno rostro. M.G. establece en esta pelea, otras ocurrirán varias escenas después, una inevitable comparación con la de su cuñado. Se describe en el papel de Maladoy (sin llamarse Maladoy, por supuesto) muy seguro de la situación y conectando al rostro de un cuñado que lanza golpes al aire con las manos abiertas. La nariz preocuparía al cuñado como mismo preocupó a Palomino que, recostado al Lada, pareció como si formase parte de él. J.L. al impedir la pelea soltó el colchón, corrió hacia ellos, dejen eso, caballero, dejen eso, dijo, y el gordo quedó solo y sin fuerzas para sostener aquel rectángulo mojado. Lo vio caer dulcemente hacia el charco. El borracho, después de encontrar sus gafas, limpió su nariz rota. Maladoy, manoteando en un rincón, escuchó el consejo que brindó J.L. Después no tuve otro remedio que convencer al borracho, dijo, desconocía hasta ese momento mi capacidad para la diplomacia.

Logró convencerlo. En todo el relato, a mi juicio, convencer a un hombre que sangra por la nariz para que continúe trasladando el colchón de quien lo ha agredido, es el acto menos verosímil. He obviado las palabras exactas que pronunció J.L., tampoco deseo referirme a las descritas por M.G., pero, tal como indican los hechos, Palomino fue convencido. Otra vez en el techo del Lada colocaron el colchón. Otra vez transitaron por unas calles desiertas. J.L. al verlo manejar en ese estado sintió lástima, su nariz continuaba sangrando, a pesar de las gafas, y de la altanería con que se comportaba aquel chofer. A su lado quien guiaba era el gordo, Maladoy continuó refunfuñando en el asiento de atrás. Las gotas de agua pestilente rodaron hacia el techo del Lada, y desde el techo recorrieron los brazos de quienes lo sostenían.

J.L. prefirió contemplar el paisaje, ser testigo otra vez de esa cotidiana geografía que establecen los barrios. Vio jardines cercados y en perfecta poda, vio portales ausentes de alma porque era domingo, vio la empresa donde realizó su último trabajo como CVP. Recordó lecturas, eternas madrugadas simulando vigilia cuando era leer lo que resultaba importante, leer y escribir textos donde se entregase el alma. Pensó en su alma. Otra vez le ganó la tristeza, otra vez se sintió ridículo en compañía de aquellos tres tipos, otra vez Vallejo tomó fuerza en su mente, el puño del poeta sosteniendo toda la tristeza del rostro en la fotografía.

Te pasaste de cuadra, dijo el gordo, en esa era donde tenías que doblar. Palomino maldijo haberse pasado de cuadras, dobló acelerado en la próxima esquina, las gotas corrieron como hilos por los brazos de J.L. El Lada tomó por una calle repleta de baches multiplicando el zigzagueo. Era imposible sostener el colchón, resbalaba, golpeaba, chorreaba. Palomino apagó otra vez el carro. Bájense, así no pienso seguir, dijo. ¿Qué pinga te pasa, asere?, gritó Maladoy, y se bajó del auto. El gordo y J.L. también se bajaron. Pues tienes que seguir, dijo alguien que J.L. no pudo precisarme, porque ahora estamos más lejos que antes. Palomino negó con la cabeza. Nosotros dijimos dónde tenías que doblar, dijo el gordo, aquí te metiste tú mismo. Palomino, no compliques esto, sugirió J.L., el gordo tiene razón. Fíjense, dijo el borracho, los dejo en la avenida, pero con ustedes y con ese colchón yo no sigo. Volvieron a sentarse en el Lada, volvieron a sostener el colchón, volvieron a transitar aceleradamente. Tomaron por calles no preferenciales, violaron todas las señales del tránsito, por suerte para todos, dijo J.L., era domingo. Cuando doble, dijo Palomino, recuerden que los dejo en la avenida. Resignado, Maladoy prefirió mantenerse en silencio, J.L. aferró su mano al colchón ante el aumento de velocidad. El borracho dobló en una esquina, las gomas chirriaron en el pavimento, el gordo apenas tuvo tiempo de prevenir al borracho, su pie llegó al freno demasiado tarde.

 La aparición del extranjero, advierto, no es en la primera escena como establece M.G., sino a partir de este instante. Acompañado de su mulata, en uno de aquellos portales, sólo atinó a cubrirse los ojos cuando vio al Lada estrellarse contra su precioso Cadillac. Recuérdese, además, que sólo es en la descripción del extranjero y de su auto donde M.G. y quien esto escribe coincidimos. Para ambos el extranjero es alto, corpulento, rubio; y el auto, antiguo, bien cuidado, con un brillo inmenso. El rubio sin abrir la puertecilla del jardín ganó la calle, la mulata lo siguió, nerviosa, hasta el lugar del choque. Detrás quedaron el par de asientos en el portal. El colchón, por el impacto, estaba en el suelo. Palomino, desconcertado, abrió la puerta del Lada, no quiso bajarse, prefirió sacar un pie y apoyarlo en la calle. Su mano también se cubrió el rostro. El extranjero contempló desfigurada la parte delantera de su Cadillac, no lo podía creer, entonces la emprendió a puñetazos contra el Lada. Gritó: Fuck you, fuck you. Palomino levantó la cabeza del timón, dijo: Oye, socio, sólo fue un accidente. Pero el rubio, indignado, no dio tiempo a que terminara la frase; trasladó sus puñetazos y patadas hacia la puerta; la puerta trató de cerrarse, pero el pie del borracho lo impedía. Lágrimas semejantes a los goterones derramados por el colchón durante el viaje, gritos y finalmente un llanto apagado evidenciaron el dolor de Palomino. El extranjero, no obstante, insistía en romperle la pierna. Personificado en el hombre que golpea, M.G. desliza nuevos argumentos para consolidar su tesis. Según la caracterización realizada (M.G. resulta excelente en caracterizaciones), el extranjero es apreciado por los vecinos del barrio, dona medicamentos, obsequia gorras, pulóveres y siempre una frase alegre para la madre de Milagros, supongamos que la mulata se llame Milagros, aunque la descrita por M.G. no sea mulata, sino negra con trenzas artificiales. La muchacha, muy nerviosa, gritó, Déjalo, Jimmy, y su grito resultó semejante al de la esposa de M.G., cuando éste peleaba absurdamente con el cuñado. En delantal la madre de Milagros pronto estuvo asomada y con ella numerosos vecinos. La película de “Tanda del Domingo” fue reemplazada por otra película. Mujeres, adolescentes en short, hombres descamisados, presenciaron la escena. Sin embargo, al no situar con exactitud el lugar de los hechos, M.G. incurre en faltas muy graves:

 Primero: En ambas versiones el auto de Jimmy se encuentra aparcado junto al contén, pero en la mía, tal como ocurrió en realidad, el extranjero y su mulata lo observan desde los sillones de un portal. En el caso de M.G., la mulata no estuvo presente por encontrarse en las tiendas, será su madre, quien, consternada, le contará después.

 Segundo: M.G. sitúa la vivienda de la mulata (recuérdese, para él una negra con trenzas artificiales) en un solar de La Habana Vieja. Es conocido que la vida en permanente desconfianza de un solar impide, tanto a extranjeros como a nacionales, aparcar un lujoso auto junto a la acera.

 Tercero: La vida en un solar se realiza en espacios interiores, y no indica posibilidad de disfrute como la de los portales.

 Cuarto: J.L. afirma que estaban sentados en un portal.

 A partir de esos golpes, tanto para Jimmy como para el propio M.G., la vida quedó dividida en un antes y un después de una pierna y de una nariz rota. Por muy merecidas que hubieran sido las golpizas, y por distinguidas que fuesen sus personalidades, uno desde su furgoneta con símbolos empresariales y otro desde un antiguo Cadillac, al regresar a esos barrios, los vecinos los mirarían cuestionándose siempre aquel acto de irracionalidad. He aquí la tesis de mi amigo M.G., excelente, repito, si por ella no hubiese malogrado la verdadera historia. Jimmy, por su parte, golpeó ferozmente la puerta, es decir, la pierna del borracho, desconociendo la tesis que gracias a sus golpes hilvanaría alguna vez un escritor llamado M.G. Los vecinos observaron la crudeza de esos golpes. J.L. no quiso intervenir, comprendió que existen hombres marcados y Palomino, evitándolo o no, era uno de ellos; sintió lástima, o tal vez un poco de miedo, aquel era un escándalo de una magnitud a la que no estaba acostumbrado. Lamenté mil veces no haberme marchado cuando tuve la ocasión, me dijo. Sin embargo, estuvo allí, contemplando cómo despedazaron la pierna del pobre Palomino, sin hacer nada. César Vallejo también fue un hombre marcado por los golpes, pero otros, de índole mayor, golpes como del odio de Dios; como si ante ellos, la resaca de todo lo sufrido se empozara en el alma. Golpes que abren zanjas oscuras en el rostro más fiero y en el lomo más fuerte, se dijo.

Era un linchamiento personal que mantuvo a los presentes en un estado de incomprensible parálisis hasta que una voz, sobrepasando los alaridos de Milagros, no pudo contenerse y gritó Abusador. Grito suficiente para que hombres descamisados, mujeres en delantales, niños y jóvenes en shorpanes gritaran Abusador, como si se tratase de un coro gigantesco en un acto de reafirmación nacional. Milagros, desesperada, se interpuso entre Jimmy y la puerta diciendo, Lo vas a matar, y éste todavía con rabia miró alrededor y no sólo vio a Milagros y a su madre en delantal. Sintió, vio, descubrió a todo un barrio con los brazos en alto gritando Abusador, Abusador, y de inmediato fue presa del pánico. J.L. y Maladoy fueron capaces de captar al instante ese pánico, se lo notamos en un gesto, me dijo, o quizás en sus ojos. Milagros también logró captarlo, sin desprenderse de su musculoso brazo rogó, Jimmy, vete, por tu madre, vete, y el rubio, como si fuese un niño sorprendido en una grave falta, arrancó el Cadillac muy nervioso y partió bajo el coro compacto que todavía gritaba.

 J.L. sintió una lástima inmensa por el dolor del borracho. A su vez, aún no puede explicárselo, asoció esa lástima con la situación de hastío en que se encontraba. Palomino con su dolor físico y yo con mi otro dolor, me dijo J.L., éramos una misma cosa. Entonces decidió hacer algo, Quédate cuidando el colchón, le dijo al gordo, y luego con una seña conminó a Maladoy para que lo siguiera. Corrieron. Preguntaron. Buscaron, apelando al sentido común, el destino de un Cadillac brilloso. Era un modo auténtico de alcanzar sinceridad con los obstáculos que en los últimos tiempos le imponía la vida, y mientras corría apareció en su mente un joven poeta memorizando versos en una cárcel andina, unos colegas de calabozo celebrando aquellos versos, los senos irregulares de su esposa, la de J.L., no la del poeta, una ventana, nieve en alguna calle parisina, gritos, cabos de cigarro consumiéndose en sus dedos, hojas estrujadas alrededor de una cama, unos bolsillos muy vacíos y unas manos que no cesaron de registrarlos, un cementerio, mucha soledad y un ataúd bajando acelerado al interior de un hueco.

Fue al dueño del colchón a quien se le ocurrió la idea, Vamos a llegarnos al garaje de Aroche, dijo. Fue una buena idea, sonrió J.L., proponiéndome otra cerveza. Llegaron. Vieron un cartel que anunciaba que Aroche arreglaba todo tipo de carros, y la puerta entreabierta. Entraron muy despacio. Allí estaba Jimmy, allí estaba el Cadillac, allí estaba Aroche escuchando la explicación del extranjero. J.L. tomó dos piedras y miró a Maladoy que de inmediato no supo qué hacer. Coge esa cabilla, le dijo. De espaldas Jimmy permaneció concentrado en su Cadillac, se veía mucho más fuerte que los rubios de esas películas, me dijo J.L. Fue Aroche quien descubrió la visita, ¿Qué se ofrece, caballeros?, dijo. Nada contigo, Aroche, el asunto es con ese. Maladoy quedó atrás, su labio inferior desprendido a pesar de la cabilla, era evidente que estaba nervioso. What is the problem, boys?, what is the problem? Jimmy quedó sorprendido por esa visita, era lo que menos esperaba. Que te vamos a romper a ti y a ese carro, so maricón, ese es el problema. What? Caballero, caballero, dejen eso aquí dentro. Aroche dio dos pasos atrás. J.L. amagó con tirar una piedra al parabrisas del Cadillac, el extranjero intentó acercarse a J.L., pero Maladoy levantó la cabilla. Jimmy clavó su mirada en aquel par de piedras, luego la dirigió al pedazo de hierro que permaneció en el aire. No, al carro no, okay. ¿Qué quieren? J.L., desafiante, avanzó hasta casi pegarse a su nariz. Le rompiste la pierna a mi hermano y te voy a matar. Aroche notando la seriedad del asunto fue un poco más atrás y prefirió callarse. Jimmy extendiendo las manos se sintió ganado por la derrota, era evidente. Wait a moment, wait a moment, bas – ta – ya – de – vio – len – cias, okey. Aroche desde atrás se animó un poco. Sí, caballero, dejen eso aquí, hablando la gente se entiende. Jimmy llevó una de sus manos al bolsillo del pantalón. ¿Cuánto quieren?, les doy dos – cien – tos y que – da – mos – en – paz – okey. La voz por poco no me sale en ese momento, me dijo J.L., sólo me dio por amagarle con las piedras. En – ton – ces, ¿cuán – to? Cuatrocientos o te rompo el carro. Okey, okey, cuatrocien – tos. El extranjero puso el dinero encima del Cadillac. Las gotas de sudor corrieron por el rostro petrificado de Maladoy, quien permaneció todo ese tiempo con la cabilla en alto, como si no pudiese creer lo que estaba viendo. J.L. con demasiada paciencia y las piedras sobre el Cadillac se dispuso a contar, distribuyó en cuatro grupos de a cien todo aquel dinero, después lo juntó y lo metió en un bolsillo.

Me sentí como un hombre ausente de sí mismo, me dijo, alguien que está en un límite y lo quiere transgredir y transgredir. Procura que mi hermano no se complique. Jimmy se secó el sudor con el brazo y bajó la vista, Aroche movió a ambos lados su cabeza, la cabilla aún estuvo aferrada a las manos de Maladoy. J.L. le hizo señas para que la botara, la cabilla hizo el ruido de todos los hierros cuando chocan contra la pared. Ojalá no tenga que volver a verte. J.L. escupió, y partieron. En el camino Maladoy no se cansó de elogiarme, me dijo, se le veía más nervioso que al propio extranjero. M.G., es oportuno aclararlo, no fue capaz de pormenorizar con lujo toda esta escena, ensimismado en sus propios contratiempos olvidó la verdadera esencia de esta historia. Ayer, desde mi oficina, lo llamé para comunicarle que había escrito mi versión de los hechos, lo sentí contrariado a través del teléfono, casi me exigió leerle al instante, tuve que justificarme argumentando una reunión urgente. Confío en que M.G. sea razonable y me disculpe por esta obsesión de ser honesto. J.L. detuvo su marcha antes de llegar a la avenida, no quise volver a encontrarme con ese borracho y mucho menos con ese colchón, me dijo. Extrajo el fajo de billetes, Maladoy los miró y todo el diente, que estuvo guardado mientras se encontró en el garaje, allí mostró su brillo. J.L. volvió a pensar en César Vallejo, lo imaginó avanzando por una de las calles de París con mucha hambre y un fajo de poemas bajo el brazo. Los golpes, dijo, son los golpes. Después contó cien dólares y los extendió, Toma, para que disfrutes tu boda. Maladoy, desconcertado, pareció feliz con lo que no esperaba, sólo dijo, No hay problemas, socio, no hay problemas. J.L. avanzó unos pasos. Y dale algo al gordo, dijo, guardándose el resto. Maladoy, todavía con aquellos cien dólares en la mano, lo vio partir, silbando, rumbo a casa.

Julio, 1997. Premio de La Gaceta de Cuba en 1997.

CORAZÓN PARTIDO BAJO OTRA CIRCUNSTANCIA

        Desde niño me obsesiono con ciertas imágenes, ésta me persigue en los últimos tiempos: Una mujer corre desnuda por un campo de flores al amanecer. Quizás haya salido de algún filme impreciso o de alguna lectura que ya no recuerdo, lo cierto es que se instaló en mi cabeza y de ella no sale. La veo correr (a la mujer, por supuesto) pero cuando no aparece me invento su carrera. De tanto imaginar, lo que al principio resultó placentero (la desnudez del cuerpo, el pelo en armonía con los pasos, sus senos saltando sin maldad, el sol a contraluz, el campo de flores) se ha ido convirtiendo en su contrario. Una mujer corre desnuda por un campo de flores al amanecer, resulta una imagen infeliz, precisamente, por estar plagada de felicidad. No puedo resignarme a tanto idilio. El amanecer, las flores, el sol a contraluz, me ofrecen el tono de la cámara lenta. Para el espectador más simple, fuera de encuadre debería esperarla otro joven con los brazos abiertos. Siempre es así, en el cine y en todas partes. Al principio era yo mismo ese joven, durante un tiempo me fue reconfortante recibirla desnudo y hacerle el amor entre las flores. Luego, cuando me ganó el aburrimiento, opté por sustituirme. Como buen vouyer puse a otro en mi lugar hasta que se gastó la imagen.

Debo aclarar que cuando pienso en la mujer desnuda por el campo de flores al amanecer, a continuación tejo una historia y convivo meses con ella en mi cerebro. De un tiempo a esta parte me cuestiono ese campo de flores, lo encuentro cursi, manido. La última vez, por simple omisión, con solo agregar una bolsa de nylon a la mujer, logré sustituirlo. Lo que me resultaba idílico, casi irreal, de golpe, quedó convertido en una imagen difícil. Una mujer corre desnuda en el amanecer con una bolsa de nylon, ya es otra cosa. Con solo agregar bolsa de nylon, paso de mi placer habitual a un estado de angustia inquietante. Entonces, mientras la veo correr en mi cabeza, presiento que se llama Laura Miranda, o que por lo menos, así le dicen. Con otro nombre me hubiera sido imposible hilvanar la cadena de hechos que proporciona el cambio. Laura Miranda, llamarse así, resulta paladeable, fértil, completamente opuesto a Julia Pérez Pérez, por ejemplo. La imagino vestida, joven, vital, saliendo apurada de algún sitio importante. Pudiera ser de una Empresa o de algún Ministerio.

Pero cuando me la invento tan común ocurre que después no me apasiona, se pierde entre papeles o entre la multitud y ya no puedo atraparla. Por otra parte, llamarse Laura Miranda no me parece apropiado para oficinistas ni para ingenieras, el nombre se malgastaría puerilmente en la oficina. Prefiero, por ejemplo, utilizarlo en la Radio. Laura Miranda pudiera ser una notable actriz de radionovelas que con cierta prisa acaba de salir de la emisora. La imagino discreta, cotidiana, ausente del mundo exterior, pidiendo el último en la cola del camello. No resulta complejo, al menos para mí, concebir a una mujer de nombre Laura Miranda esperando impaciente en una cola que aborrece y que a la vez tiene en cuenta. Supongo, entonces, que la palabra ensimismada podría ser la ideal para definirla durante su estancia en la cola. Digamos que está pensando en regresar al trabajo. Un angustiante motivo para quien espera el camello es concebir la palabra regreso cuando aún no se ha partido. Además, regreso, encierra otra interrogante: ¿por qué?

Imaginándola en el borde de la acera, viendo los autos pasar hacia occidente, le propongo la siguiente coartada:

Laura Miranda debe regresar al trabajo porque esa noche se celebraría, por todo lo alto, un homenaje a Félix B. Caignet. Hace señas, detiene su mirada en los carros con chapas estatales, maldice su poca suerte cuando los choferes continúan impasibles, o cuando responden con otra seña pretextando que van cerca. El padre universal de la radionovela, es decir, Félix B. Caignet, artista sumamente olvidado, resucita gracias al talento de Laura Miranda. Por azar, por esos malabares que contiene la palabra azar, ella dio con uno de sus guiones inconclusos y, finalmente, lograba imponerlo. De la noche a la mañana, ante los ojos incrédulos de numerosos colegas, dejó de ser la simple actriz de papeles secundarios para convertirse en la mejor realizadora. En silencio, forcejeó con sus palabras y las del maestro, adecuando Corazón partido a las nuevas circunstancias y después, ya con el título y el guion adaptado, se dedicó en alma y cuerpo a convencer al Director de la emisora. Una maniobra tan difícil como detener un carro a esa hora de la tarde. En corto tiempo los televidentes, como por arte de magia posmoderna, volvieron a convertirse en oyentes devotos de las radionovelas, gracias a Félix B. Caignet y al esfuerzo de Laura Miranda. Incluso, una Corporación de Equipos Electrónicos aprovechó ese éxito para inundar la ciudad con unos radiecitos baratos marca Sonido. A pesar del ligero contratiempo en la parada la imagino feliz imaginando el giro que ocurriría en su vida, cuando unas horas más tarde regresara al trabajo. Corazón partido es un éxito rotundo y de ninguna manera ella, Laura Miranda, la precursora del éxito, podía perderse la fiesta donde la felicitaría el propio Ministro de Cultura.

He aquí la razón por la cual Laura Miranda ha marcado en la cola del camello. Imagino su insistencia en detener algún carro, el calor sofocante, el dedo atento, un sin número de ideas taladrando su mente de artista atrapada. Debía llegar, bañarse, comer algo, cerciorarse de que todo marchaba bien con la vieja Amalia, y luego volver. Los únicos veinte pesos que tiene en su cartera están reservados para alquilar algún carro si la coge un poco tarde.

Laura Miranda, en el borde de la acera, podría pensar que conociendo al Ministro de Cultura, la televisión y el cine la recibirían con los brazos abiertos. Dios no daba muchas oportunidades, pero le había dado esa. Corazón partido es el mayor escándalo cultural del país y todavía ella, Laura Miranda, no cuenta en su currículo con un minuto de televisión. Nadie me conoce, se dice, pero a partir de esta noche me van a conocer demasiado.

Luego, de pie, apretujada, con la cartera delante para evitar carteristas, continúa sus reflexiones en el vientre del camello. La imagino dichosa, aferrada a la cartera, asegurando su mano al espaldar de un asiento. Como si no fuera el causante de su dulce existencia permito que actúe, la dejo ser la libre protagonista de mis sueños, aunque de vez en vez, me permita un torcimiento en su historia. Por la ventanilla observa el desconsuelo de quienes no pudieron tomar ese camello, comprueba que afuera ha empezado a llover y, de paso, como si no estuviera en planes advertirlo, descubre el reflejo de su rostro en el cristal. Laura Miranda es una mujer fea, delgada, con demasiada nariz para los protagónicos, pocos con ese rostro se arriesgarían en el cine o en la televisión. Ella lo sabe, supongo que lo sabe, pero desde su infancia cuenta con un viejo coro de famosos narizones como atenuante. Los descubrió en las películas del sábado. En numerosos instantes depresivos, ese coro, unas veces dirigido por Barbra Streisand y otras por el pequeño Dustin Hoffman, canta en su oído que los feos también tienen su oportunidad sobre la tierra. Si por lo menos contara con un par de senos similares a los de la rubia que viaja a su lado, o con menos nariz, y unos labios carnosos donde mostrase la pintura a plenitud, entonces las cosas marcharan de otro modo. Qué carajo, piensa, entonces no fuera yo misma sino esa mujer, rubia, alta, con uñas listas para la lima en cualquier parte, y no habría existido Corazón partido, ni Félix B. Caignet habría dejado de ser un artista olvidado. Lo importante es no detenerse, se dice Laura Miranda, y de repente, como si dialogara consigo misma, escucha su propia voz en otra parte.

Un pasajero al final del pasillo trae un radio entre sus manos, dichoso, como si con ello estuviese prestando un gran servicio al país. El pequeño radio de pilas marca Sonido permite a su alrededor que todos estén pendientes de la voz de Laura Miranda. Pronto comprende que no es ese el único radio marca Sonido que propaga su voz, porque al otro lado de la rubia alguien con portafolios también extrajo el suyo, permitiendo a los oídos de una señora regordeta con jabas, de varios escolares de secundaria básica, y de la propia rubia, que estén al tanto de los sinsabores y desgracias de la protagonista. En el camello hay mucha gente alrededor de esos radios marca Sonido, gracias a Laura Miranda. Pero la radio es otra cosa, en la radio lo importante es la voz, y ella, la mejor actriz de su maldita emisora, de ese antro de envidias, de ese espacio frustrante y de cargas negativas, se siente muy mal. No la soportan, los mediocres no soportan el éxito de nadie, se dice. Y recuerda que Roque, el Director de la emisora, le había dicho hacía un rato:

 Laurita, las cosas no son como tú piensas.

 ¿Y cómo son, Roque, si puede saberse?

 Despacio, para que camines rápido.

 ¿Todavía más despacio?

 Yo en tú lugar no me quejaba tanto. Eres una gente con suerte. ¿Sabes cuantos pasan por aquí buscando un chance con sus guiones bajo el brazo? Tú lo lograste.

 No me convences, Roque, de verdad que no.

 Dale despacio, actúa con cautela.

Cautela mierda, Roque, piensa, cuando su mano está a punto de soltar el espaldar del asiento. Bordean la rotonda de la Ciudad Deportiva y la curva remueve a la compacta multitud que se aplasta contra Laura Miranda. Faltó poco para que cayeran al suelo los dos radios marca Sonido que mantienen viva su voz en el camello. Con cautela Caignet estuviera olvidado y la emisora no fuera la de mayor audiencia. Corazón partido es un éxito, Roque, hay que retransmitirlo si los oyentes lo piden.

 Pero yo solo soy el Director, Laurita, no te olvides de eso. Nada más que el Director.

 La radio es mierda, Roque, efímera, una máquina de moler instantánea. Aprovechamos ahora o nos jodemos para siempre.

 Corazón no puede salir dos veces al aire, dijo Roque, entretenido con el bolígrafo.

Ese cabrón nunca me mira a los ojos, se dice Laura Miranda. Pocos en la emisora se atreven a mirarla de frente. Quizás el C.V.P, en su afán de cerciorarse del personal que entra y sale, o Digna, la recepcionista, que le brinda café fuerte en pomo de medicinas a cambio de que le escuche uno de sus cuentos de ladronzuelos asechando turistas, o los del violador que desde hace meses se ha convertido en un látigo para las mujeres de la cuidad. Puros cuentos, salidos por esa boca con aliento a café, acentuados hasta el delirio para emular con su talento y el de Caignet, y terminados con una frase cortante de recepcionista, que la mira fijamente a los ojos. Pero el resto del personal, comenzando por Roque, prefieren jugar con los bolígrafos y pensar que mientras en un camello haya dos tipos con radio marca Sonido, permitiendo en su vientre la radionovela, todo marcha muy bien en la ciudad.

¿Y las cartas, Roque, no me digas que yo inventé las cartas?

Ahora tengo reunión, pero esto lo seguimos hablando en la fiesta, porque tú vienes a la fiesta, ¿verdad?

Claro que viene a la fiesta, claro que voy a la fiesta, se dice Laura Miranda, a punto de bajar del camello, ¿quién si no yo tiene más derecho a esa fiesta? ¿Quién si no ella tiene más derecho a esa fiesta? Corazón partido se retransmite, aunque me deje de llamar Laura Miranda. Luego escucha su voz en los dos radios y se siente feliz, es una artista con éxito, con mucho éxito. Observa cada uno de los rostros atentos al destino trágico de su personaje y sonríe. Aunque ninguno de esos seres, sus oyentes, la reconoce, se sabe admirada, gracias al talento de Félix B. Caignet y a la suerte de haberse topado con su guion inconcluso.

Las piernas de Laura Miranda evitan los charcos, atentas al menor resbalón. No lleva tacones, pero sabe que debe cuidarse. Camina por la acera del bar de la esquina, ensimismada, reflexiva, sin ánimos para comprobar, como siempre, a los habituales tomadores de ron concentrados en la suerte de los personajes de Corazón partido. Muchas veces al bajar del camello se ha detenido en el rostro del barman, en el sin fin de codos sobre el mostrador, en los vasos con mugre de alcohol pendenciero, en quien ordena silencio al que llega gritando. Pero esta vez, esta única vez, no tiene en cuenta a la gente del bar. De haber mirado hubiese visto, como siempre, su cuerpo en el espejo, los mismos borrachos, y a un nuevo inquilino con barbas, mochila y trago en mano que, concentrado en la radionovela, al mismo tiempo examina las piernas de las varias mujeres que acaban de bajar.

A tal punto la mente de Laura Miranda permanece en la conversación, a tal punto el bolígrafo de Roque todavía bailotea en su cerebro que, justo en el cruce de la línea del tren, un hombre en bicicleta le grita una barbaridad para que atienda. Los planes, las palabras pensadas al Ministro, los aplausos, el diploma que iría a recibir, de no ser por la esquiva del hombre, y por los buenos frenos de la bicicleta, hubiesen quedado truncos junto a un cuerpo adolorido por el golpe.

Es curioso, a partir de ese grito, del gesto del hombre, del asombro de ella, mi insistencia en la imagen de Laura Miranda pierde interés. La siento distante, como si nunca me hubiese inventado una mujer con ese nombre. Permito que camine junto al grupo que se bajó del camello, sin mayores contratiempos. Es una más perdida entre la multitud que esquiva charcos dejados por la lluvia. Al llegar a ese instante, la historia se vuelve incontinuable. Regreso, simplemente, a la imagen del campo de flores, tratando de empezar otra vez, pero es en vano, llego al cruce de la línea del tren, le gritan a Laura Miranda, y luego me enquisto.

Sin embargo, hace unos días encontré una brecha en mi cerebro, en vez de continuar la trayectoria de Laura Miranda, me detengo en la imagen que ofrece ese hombre en bicicleta. Empiezo a configurarlo empleando el mismo método y las cosas me cambian, sobre el enquistamiento prevalece la fluidez. Invento a ese hombre con un viejo pulóver, prominencia de estómago, mocho de tabaco apagado entre los dientes y dos latas de sancocho en la parrilla. Pedalea lento, hago que eluda guaguas, peatones diversos, otras bicicletas, mientras deja atrás el cruce de la línea del tren y el grito que dio a la mujer. Por supuesto, desconoce que se trata de Laura Miranda, la famosa protagonista de Corazón partido, aunque de ello pudiera enterarse unas horas después.

En ocasiones resulto excesivo construyendo su imagen. Pero en los últimos tiempos, con simples pinceladas, he logrado ser preciso. Verlo pedalear en mi cabeza me permite esbozarle su asunto inmediato:

llegarse al Hospital donde trabaja Yunaisy, recoger el sancocho, comprar un litro de ron y alimentar los puercos de la casa. Creo prudente imaginar que los puercos no sean suyos, ni tampoco la casa. Por primera vez los muslos de Yunaisy lo serán,

podría llamarse Navarrete y desde los tiempos de la guerra de Angola ser la sombra de su jefe, ahora gerente de una corporación,

 como el jefe no está, Navarrete garantiza la vida de los puercos y de paso cuida la casa en compañía de los muslos de Yunaisy,

Yunaisy, pantrista del Hospital, comenta con los enfermos Corazón partido, pero desde la ventana se interrumpe cuando ve a Navarrete en dirección al patio,

 Navarrete sumerge sus manos en los latones del Hospital y Yunaisy, dichosa, lo espera junto al par de bicicletas, porque van a pasar un buen día,

imagino los codos de Navarrete con restos de arroz con frijoles, las latas de sancocho rebosantes, el mocho de tabaco equilibrado, peste, mucha peste, cuando acomodan la carga en la parrilla,

ahora pedalean sobre la humedad del pavimento, Navarrete compra ron en el bar, Yunaisy, mucho más joven que él, lo espera, lo ve venir satisfecho por la compra, guarda la botella en la cajita de madera de su propia parrilla y protesta porque ya está repleta,

Navarrete, descamisado, sudoroso, sin mocho de tabaco en la boca, voltea el sancocho en el corral, acomoda la comida con sus manos, acaricia los puercos, acompañado por dos perros pastores, y es feliz imaginando el par de muslos de Yunaisy,

Navarrete, desde el patio, todavía con los codos embarrados, adivina lo que está cocinando Yunaisy, adivina lo que guarda entre sus muslos Yunaisy, y los perros, babeados, con sus grandes colmillos al asecho, se recuestan al muro,

Navarrete, convencido de que no hay ladrón que salte ese muro, lo observa mejor para sentirse tranquilo y toca el bulto que tiene en la entrepierna, porque es la primera vez que va a gozar con Yunaisy,

Yunaisy, cocinando, escuchando por enésima vez el cassettico con Corazón partido que le prestó un paciente, es todo llanto por las lágrimas de Laura Miranda, mientras Navarrete, impertinente, sin sentimientos, con maldad parecida al malhechor de la novela, se le acerca, le levanta el vestido y a pesar de su vientre, la conecta con furia por atrás.

Esas imágenes mundanas me permiten continuar con la historia de Laura Miranda. Inexplicablemente, vuelvo al cruce de la línea del tren. Navarrete le grita, A ver por dónde caminas, comemierda, y ella cae en la cuenta de que poco faltó para que la aplastaran con esa bicicleta. Pero no solo ella cayó en esa cuenta, desde el bar cercano a la línea, por el espejo, varios ojos pudieron apreciarlo. Entre ellos, los del hombre barbado y con mochila, que, dejando el capítulo de la radionovela inconclusa, acabó de un trago el medio vaso de ron y empezó a caminar detrás de Laura Miranda. Mejor dicho, detrás de la rubia que bajó del camello junto a Laura Miranda. Para el hombre, desde el mismo instante en que las vio aparecer, las piernas de esa rubia le proporcionaron un indescriptible cosquilleo, una erección incalculable, un deseo de seguir tras sus pasos sin calcular las consecuencias. Y si detectó la presencia de la otra, es decir, la de Laura Miranda, fue por causa del grito del hombre en bicicleta.

Dos cuadras después, mochila al hombro, alcohol de mala muerte en la cabeza, él continúa su persecución placentera. La boca salivea imaginando muy cerca esas piernas, el peso de la mochila no existe, las gotas esporádicas de lluvia no caen sobre su cuerpo cansado, a Laura Miranda jamás le han gritado desde una bicicleta. Laura Miranda, como todo lo demás, es un simple espejismo. Nada existe para el hombre barbado, salvo la belleza de esas piernas. Los tres se alejan en la misma dirección, cada uno ensimismado en sus propios pensamientos. Para el perseguidor, sin embargo, habrá un instante favorable. Tiene que haberlo. Apelando a un filoso cuchillo esa rubia tendrá que aceptar y ser suya. Lo sabe, por eso siente confianza, camina despacio, sin tener en cuenta a esa otra que avanza a su lado. Todo es cuestión de ganar la otra cuadra. Pero, contrario al pronóstico, por azar, por esos malabares que contiene la palabra azar, alguien, capa en mano, sale al encuentro de la rubia, la abraza, besa su boca con total aspaviento, brinda protección inesperada, dejando al pobre hombre, barbado, con mochila y cuchillo dispuesto, sin saber dónde meter sus pretensiones.

La ve partir bajo la capa, bajo el brazo del aparecido, y siente deseos de llorar. El mundo vuelve a ser el mundo otra vez, las aceras vuelven a tener charcos de agua, la noche está a punto de caer y la mujer delgada a quien gritaron comemierda, en la línea del tren, vuelve a ser Laura Miranda. Por supuesto, él no conoce su nombre, y tampoco pudiera imaginar que esa enjuta figura pertenezca a la actriz que le apasiona los sueños. Queda unos segundos jadeante, con las gotas de lluvia resbalándole en la cara, las piernas de la rubia en el cerebro y la erección dispuesta. Pero no todo está perdido, piensa el hombre catando ese cuerpo, aferrando sus dedos al filoso cuchillo, caminando de prisa, apretando ese cuello. No todo está perdido, gracias al azar, a esos malabares que contiene la palabra azar.

Para Laura Miranda el vaho cercano de ese hombre resulta inexplicable, amenazante, mucho más el cuchillo. Quiere obedecer como Dios manda, pero el hilo de su orina resbala por las piernas y encharca sus zapatos. Camina o te pico, putica, mi putica, escucha en el oído con dureza de alcohol y con vaho. Siente el brazo encima de su hombro tan familiar como el del hombre que esperaba a la rubia, y sin saber cómo, se va alejando de los charcos, las guaguas, los camellos, las calles, la ciudad, la vida. La hoja de un cuchillo, a cada instante, le recuerda que pertenece por entero a ese hombre. Toma por trillos, por ciertos caseríos, bordea las paredes de un muro alto que protege una gran casa, siente perros ladrar del otro lado, siente la voz de un dueño que controla, siente puercos, siente su propia voz en Corazón partido, sin poder avisar a sus oyentes que ella es Laura Miranda y se acaba de orinar en sus zapatos. Quiere gritar a cuatro vientos que por culpa de un hombre y de un filoso cuchillo se va cortando el cuello cuando el desnivel del camino lo propicia. Pero detrás queda la posibilidad de auxilio, el accidente, el tropiezo con alguien capaz de comprender, a simple vista, lo imposible que es la relación de un tipo con ese estalaje y una mujer que acaba de salir de una emisora.

En un rincón de una antigua escuela primaria se ve desnuda, amarrada, muy cerca del vaho y de todo el rencor de ese hombre. La humedad dejada por la lluvia, sin embargo, la salva un poco del sometimiento, le permite respirar, oler a tierra recién removida. Pero de inmediato descubre, a menos de dos metros, el hueco proporcional a su tamaño donde va a ser enterrada. Laura Miranda, con la mordaza impidiéndole el grito, suelta lágrimas para aplacar la cercanía de ese hueco. Comprende el final del guion inconcluso que es su vida. Llora. Maldice haber tomado el camello, maldice al mismísimo Ministro de Cultura, maldice a Félix B. Caignet y a Corazón partido, maldice a la vieja Amalia. Siempre digo que va a durar más que yo y miren esto, piensa. Laura Miranda podía haber quedado en la emisora hasta la hora de la fiesta, soportando los cuentos de la recepcionista, entibiando sus labios con café fuerte en pomo de medicinas, esquivando miraditas rabiosas de colegas en celo, editando, calculando sus palabras al Ministro. Pero Amalia, la vieja Amalia, siempre, desde una ancha butaca, le exige su vuelta de agregada. ¿Acaso cuando me muera no te vas a quedar con todo esto?, gánatelo entonces, le dice. ¿Quién la mandó a ella, a Laura Miranda, no haber nacido en uno de esos hospitales de La Habana? ¿Quién la bautizó con sus problemas de vivienda? ¿Quién la sacó del pueblecito, la puso en un tren a probar suerte y luego dejó caer ante sus ojos el maldito guion de Corazón partido?

Por el momento llorar es su consuelo. Mientras, el hombre se da un trago de alcohol, sin apuro, convencido de que es el dueño de la noche y de Laura Miranda. A su lado está el cuchillo, filoso, ofreciendo seguridad de culpable; más cercanos, el pico y la pequeña pala que permitieron abrir ese hueco. Laura Miranda vuelve a mirar el hueco. Tanto desgastarse con las palabras de Félix B. Caignet, sus giros lingüísticos, las mudas temporales, la vieja Amalia, rufianes y señoritas prudentes adaptados a los tiempos que corren, para, finalmente, terminar en un húmedo hueco. Su llanto aflora incontenible, se siente perdida, pero el propio instinto de vivir hace que no pierda de vista cada gesto del hombre. Lo observa, le siente el olor a larga ausencia de baño, el silbido fúnebre, la sonrisita maliciosa cuando le mira el sexo. Lo ve rascarse la barba y darse otro trago, como si estuviera en el medio del monte, de campismo.

 Vas a gozar de lo lindo, cabroncita, dice, cuando le toca el sexo, pero no siente erección acariciándolo. Hubiera preferido cualquier otro. Tiene que pensar en las piernas de la rubia para sentirse a gusto. Por más que la mira, con ella, con Laura Miranda, los deseos no aparecen. Mientras la toca, quizás revise en su memoria la colección de buenas piernas que ha tenido, y de paso, las veces que luego de alcanzar el placer, sin más remedio, apenado, casi llorando, ha pedido un humilde perdón a esas mujeres antes de acuchillarlas. Para él, cualquiera de aquellas piernas resulta superiores a la carne de gallina que ahora acaricia, y cuando sus dedos recorren con desgano ese cuerpo, quizás esté augurando su última vez. Por eso, y por su mala figura, nada en ella le resulta apetecible, pero el azar, esos malabares que contiene la palabra azar, la puso en su camino para su mala suerte. El daño ya está hecho, cabroncita, dice, solo falta que este se pare, y de rodillas aproxima su cuerpo a la carne de gallina de Laura Miranda. Repasa cada parte sonriendo, frotando el pantalón en la entrepierna, pero su esfuerzo es inútil. Entonces, prefiere ganar tiempo, abrir con cuidado la mochila, extraer una bolsa de nylon, un radiecito marca Sonido, un farol que prende al instante y unos panes con pasta.

Ella lo ve comer recostado a la pared de la escuelita, eructar como un puerco, sintonizar el radio, prender un popular humedecido, darse un largo trago y saborearlo satisfecho. Digna, la recepcionista, no se equivocó cuando advertía la presencia del tipo en la ciudad. Sus cuentos, de tanto repetirlos, parecían argumentos de películas del sábado. Nadie en la emisora soportó esas historias con la misma paciencia de Laura Miranda. Las víctimas eran personajes cercanos, vecinos de la recepcionista, amigos de amigos de amigos que cobraban forma gracias a su lengua con aliento a café. Niñas, jovencitos y mujeres violadas, descuartizadas, enterradas, de manera increíble pasaron por su boca, como pasaría ella misma cuando alguien topara con su cuerpo, convertido en una pasta hirviente de gusanos, y después transmitiera la noticia.

Cabroncita, tú eres una cabroncita, dice el hombre desnudo, ya conseguida la erección, el cigarro a medio terminar, arrodillado otra vez entre las piernas de Laura Miranda. La repasa con fuerza y no siente la carne de gallina en la mujer, porque se le ha convertido en la rubia. Esas piernas que toca son las de la rubia. El bajo vientre que escupe, tratando de lubricar una carne imposible, es el de la rubia. La penetración furiosa, el vaho alcoholizado y las palabrotas que suelta cuando gime, se pierden en el cuerpo de la rubia. Pero quien se estremece, muy cerca de un hueco, es Laura Miranda, la actriz principal de Corazón partido, alguien que sufre como sus personajes y se siente morir bajo la torpeza de un hombre. Goza, cabroncita, le grita desesperado, y la taladra, la muerde, la destroza, mientras ella concentra el pensamiento en el amarre de sus manos. Lo importante es vivir, Laura Miranda, alejarte un buen tiempo de ese hueco, continuar con Corazón partido, retransmitirlo las veces que los oyentes sugieran, conseguir casa propia, convencer a Roque, al Ministro, llegar de una vez y por todas al cine y a la televisión. Suficientes motivos para lacerar su carne con la soga, sentir el rasguño en la piel, la lágrima que rueda en su mejilla. Lo importante es vivir, Laura Miranda, aunque barbado y satisfecho, ese hombre se incline gritando a cuatro vientos: Goza esto, cabroncita, para después caer exhausto sobre el cuerpo imaginado de la rubia, como un niño al cumplir con sus deberes.

Desde hace algún tiempo me cuestiono esas lágrimas de Laura Miranda. En vez de permitir que ellas afloren, muy contenida, la pongo a respirar en la humedad. Sin que el hombre barbado despierte tratará de escurrirse para luego intentar la carrera. Pero antes, deberá forcejear con un nudo. A tientas, con mucho vaho y aliento de alcohol pendenciero, lo tendrá que intentar. La imagino nerviosa, sudando, como si hubiese disfrutado de la fornicación. Ese hombre dormido sobre ella, con todo el tiempo del mundo a su favor, dentro de poco la enterrará para siempre. Solo podrá impedirlo si vence el amarre. Todas sus fuerzas las concentra en descifrar ese amarre. Los relojes del universo detienen su marcha para que Laura Miranda desate un amarre. Pero sus nervios no lo tienen en cuenta, la traicionan. El nudo es mayor que su deseo. La intención, superior a la confianza. Desde el radio marca Sonido escucha las palabras del viejo Estanislao, la voz de la emisora, su emisora, que le llegan como si fuese un milagro. Ese viejo, con múltiples disculpas, informa a los amables radioyentes que, en lugar del programa acostumbrado, transmitirán otro especial con la presencia del Ministro. Laura Miranda se concentra en la voz. Tiene que hacerlo. El ronquido del hombre barbado no impide que pueda imaginar a ese otro, ojeroso, con su saco dril cien de ceremonias oficiales, dichoso por su ausencia. Ella debía estar allí, en la emisora, impidiendo que el viejo locutor le gane espacio, pero el azar, esos malabares que contiene la palabra, la ha puesto muy cerca de un hueco. Laura Miranda forcejea con el nudo, llora, es la figura principal, y no ese viejo mediocre. Bastante ha sufrido por su histórica voz. Buches que resultaron amargos por su causa. Habladurías. Chismes de pasillo. Maquinaciones para que Corazón partido se frustrara bajo cualquier circunstancia. Laura Miranda, muy cerca del Ministro, le intenta explicar su problema de vivienda, los sinsabores, sus angustias, el anhelo de llegar alguna vez al cine o a la televisión. Pero sus nervios, como siempre, la traicionan. Balbucea palabras inexactas y el Ministro comprende, da palmaditas en su hombro y la invita a caminar por la emisora. Laura Miranda es una artista feliz, Roque también es feliz, un Director de emisora feliz. Ella va a decirle, Mire, Ministro, necesito que usted, pero las palmadas continúan en su hombro. No tiene tiempo de hablarle porque el viejo locutor también lo asedia. Y Roque, y el C.V.P, y la recepcionista, y todos los que jamás imaginaron su presencia en la emisora. Laura Miranda tiene al Ministro delante y no le salen las palabras. Pero el nudo, esa trampa que el azar le interpuso, ha logrado zafarse. Solo queda intentar, discretamente, un buen desplazamiento. Luego, correr, perderse para siempre del rencor y del vaho.

Estimados radioyentes, repite el locutor, y el hombre barbado despierta. El hilo de saliva que une su boca con el cuerpo de Laura Miranda se corta cuando comienza a moverse. Ha descubierto que en el radio las cosas no marchan como siempre y tarda unos segundos concentrado en las palabras del viejo Estanislao. Luego comprende.

Ahora tocaba Musicalia, dice, parece que no la van a poner. Siempre es lo mismo.

Despegándose de Laura Miranda bosteza todavía agradecido, la mira con malicia y se lamenta otra vez por la ausencia de la rubia. Recostado a la pared maldice las palabras del viejo locutor, prende un cigarro y se da un largo trago. Por el modo casi brutal con que empina la botella llego a intuir que la necesita demasiado para sentirse a gusto. Tiene todo el tiempo del mundo a su favor y lo sabe. Su méntula, muerta por el reciente goce, descansa muy encogida entre las piernas. Pero gracias al efecto del alcohol, dentro de poco, la tendrá tiesa nuevamente. Él lo sabe, la toca, la rasca con cierto placer y luego mira al radio.

Lástima que hoy no pongan Musicalia, dice, dispuesto a conversar, gesticulante, como si se encontrase en un inmenso teatro y Laura Miranda no fuese la única espectadora asustada. Entonces, parlanchín, rasca su entrepierna, explica con lenguaje tropeloso que él es medio romántico, tú sabes, enfermo a Musicalia, que la hubieran pasado mejor con canciones románticas, gozado de verdad, mi cabroncita, porque no hay nada como templar con buena música, que por él no había quedado, que como dice la canción, quiero que pases bien tu última noche, pero quitaron Musicalia, que el Ministro en persona felicita a esa gente, que mira si están en alza con esa novela, que debe ser tremenda esa Laura Miranda, que seguro tiene pesos cantidad, que es la Directora, la escritora, la artista principal, y a la que más entrevistan por el radio, que quien lo viera con Laura Miranda, que si a ella, cabroncita, le gustaba esa novela, que él es buen observador, que le ve cara de culturosa, nariz larga como las putas que se burlan de quienes oyen novelas, que quién lo viera, caramba, con Laura Miranda, que va y un día se pone a esperar cuando salga y la trae hasta aquí, que le hizo una pregunta y no había respondido, que lo perdonara, que con ese trapo en la boca no hay quien responda, que ya vamos entrando en confianza, que fíjate bien, que voy a quitarte ese trapo, que si gritas te jodes, que aquí nadie te oye, ¿me entendiste?, ¿que si te gusta esa novela, recoño?

 Claro que me gusta, dice Laura Miranda, y le parece que es la voz de una muerta la que escucha. Pero tiene que hablar, entretenerlo, contemplar cómo se gasta en la botella, esperar a que duerma.

 Esa Laura Miranda es del cará, insiste el hombre sin dejar de mirarla Tiene revuelto hasta al propio Ministro. El dirigía antes la UNECA, yo me acuerdo, eso está en el Vedado.

 La UNEAC, dice Laura Miranda.

 ¿Cómo dijiste?

 Que no es la UNECA, es la UNEAC, ella se anima desde el suelo. La Unión de Escritores y Artistas de Cuba.

 Da lo mismo, cabroncita, todas esas cosas son iguales, dice el hombre, y otra vez le aparece la erección, pero prefiere escuchar las palabras del Ministro, cuando felicite a los actores de Corazón partido. Aún el viejo Estanislao, con música de fondo, engola su voz, y el hombre, pensativo, concentrado en la botella, siente cómo el radio comienza a fallar. Son las pilas, se dice, son las pilas. Quita su mano de la méntula tiesa y decide cambiarlas. Busca en la bolsa de nylon, vuelca sobre el suelo húmedos cigarros, mugrientos carnés plasticados, viejos recortes de periódicos y dos pilas bien envueltas. Pero, por mucho que se emplee en su maniobra, no olvida la última frase de Laura Miranda, sonríe, se siente adivino, casi sicólogo por su descubrimiento. En asuntos de siglas, no todo el mundo es capaz de establecer las diferencias.

 ¿Ves?, en eso yo nunca fallo, tú eres culturosa. Quien quita que seas un peje importante, y uno todavía sin saberlo. ¿A ver, dime cómo te llamas?

 Laura Miranda, dice Laura Miranda.

El hombre casi suelta el radio con semejante noticia, las pilas caen, se riegan por el suelo, pero las deja para mirar a la mujer, profundamente. Luego, sin poder evitarlo, intenta contener la carcajada:

 ¿Así que tú eres Laura Miranda? ¿La de Corazón partido?

 La misma.

 Chica, tú piensas que yo soy comemierda.

 Si quieres te cuento la novela, dice Laura Miranda, te digo lo que pasa al final con la muchacha.

 Tú no tienes vergüenza. Con lo mala que estás ya quisieras ser la uña de Laura Miranda.

 Aunque no lo creas, soy Laura Miranda.

Cabroncita, dice el hombre, cavilante, incrédulo, burlón, detectivesco, con las pilas otra vez entre los dedos, más fácil se coge al mentiroso que al cojo.

 Pregúntame lo que quieras, suplica Laura Miranda.

 No, si no voy a preguntar, él estira su mano, tantea la cartera, registra, encuentra el carné de identidad, abre páginas, lee, se muere de la risa. Así que Laura Miranda, no me jodas.

 Ese es mi nombre artístico.

 Aquí dice Julia Pérez Pérez y esto no falla, comemierda.

 Te digo los nombres de todos los actores, el del operador de sonido, el del C.V.P. Hace cinco años que conozco a esa gente. Yo soy Laura Miranda.

 Mija, dice el hombre, etilizado, burlón, de poco te sirve ese cuento. Ahora todo el mundo quiere ser .Laura Miranda. Hasta yo voy a hacerme esa idea. Tú eres Laura Miranda.

Imagino a ese hombre, varios minutos después, acomodándose sobre Julia Pérez Pérez, como si lo hiciera sobre Laura Miranda. Me lo invento, además, mordiendo su boca como el malvado de la radionovela, repasando su carne de gallina, ya convertida en la mejor de las carnes, gracias al alcohol pendenciero, para después desgarrarla con el poder de su méntula. Mientras, el Ministro, desde el radio, entrega diplomas al valioso colectivo de Corazón partido, y los oyentes del país, junto al personal de la emisora, son testigos de sus exhortaciones, a enfrentar con el espíritu en alto, los desafíos de la Cultura para el próximo milenio.

 Porque la Identidad Nacional, compañeros, explica el Ministro, hoy, a cada instante, nos pone a prueba, y ustedes, este abnegado colectivo, con su entrega total, ayuda a consolidarla.

Aplausos, palabras del Ministro, movimientos que taladran. Aplausos, palabras, movimientos. Lágrimas. Voz del locutor. Café fuerte en pomo de medicina. Dedo viejo amenazante de Amalia. Ojos escrutadores de C.V.P. Bolígrafo de Roque. Piernas de la rubia. Dientes manchados de la recepcionista. Palmaditas en el hombro. Movimiento. Aplausos. Palabras. Promesas. Movimientos. Y una enorme lágrima comienza a rodar por la mejilla de la mujer más triste del mundo. Julia Pérez Pérez es un pedazo de carne ensalivada por el vaho de un pobre hombre. Llora, se siente morir, tiene encima un cuerpo exhausto que yace satisfecho, mientras los aplausos ahogan las últimas frases de un Ministro. Los ronquidos del hombre no impiden la resonancia del discurso. Ni las palabras del viejo Estanislao, para anunciar que la normalidad continúa en la emisora, destruyen su nudo en la garganta. Julia Pérez Pérez suplica para que el vaho de ese hombre se convierta en un sueño profundo. Necesita de un sueño profundo. Mira telarañas imprecisas en el techo, en espera de un sueño profundo. Mira cómo el farol chino comienza a pestañear, deseando ese sueño profundo. Mira el cuchillo, la bolsa de nylon, su cartera. Empezará despacio el sutil desplazamiento. Tendrá que imaginar, como si no estuviera bajo un cuerpo pesado, muy cerca de un hueco, que también sus palmadas forman parte del coro que aplaude. Debe pensar de ese modo. Tiene que pensar de ese modo. Es una más en la emisora para decir que fue bueno el discurso. Con suma discreción, aparta un brazo del hombre. Camina entre el tumulto de colegas que también la felicita. Logra quitar su cabeza de la cabeza del hombre. Debe hablar con el Ministro. Otra vez se parte el hilo de saliva conectado a su hombro. Está casi en la calle. Está casi fuera del hombre. Roque y los demás dirigentes rodean al Ministro. Solo quedan sus piernas atrapadas en las piernas del hombre. La recepcionista brinda café, le enseña el pomo. Solo tiene una pierna atrapada entre las piernas del hombre. El Ministro, antes de marcharse, hace señas, la saluda. Ella contiene un suspiro muy cerca del hombre. El Ministro se siente turbado, no se explica la mirada de angustia de Laura Miranda. Ella intenta acercarse, quiere decirle que no es Laura Miranda. Él la mira. Ella siente desnudo su cuerpo de Julia Pérez Pérez. El Ministro se siente turbado, no se explica esas manchas de sangre y esperma en una artista tan fuerte. Ella yace nerviosa, a un costado del hombre. El Ministro la mira tocándose el pelo. Ella intenta explicar que está muy cerca de un hueco. El Ministro no entiende. La recepcionista muestra su pomo, grita que siempre lo ha dicho. El Ministro no entiende. Ella quiere llorar, ella sabe que no puede llorar, pero Roque sonríe, Estanislao sonríe, la recepcionista sonríe, la vieja Amalia sonríe. El Ministro contempla su embarre por última vez; dice adiós desde la ventanilla del auto. Ella también dice adiós. Lo ve partir inclinada en el borde del hueco. Respira hondo. Siente la pequeña escuelita al revés. Su cabeza está a punto de estallar. Todo da vueltas. Todos sonríen.

Pero el hombre barbado, totalmente borracho, extraña la ausencia de mujer bajo su cuerpo, tantea, la encuentra, la vuelve a acomodar y la penetra, balbucea palabras inconclusas, maldice la vida, se incorpora también a las vueltas que agobian a su víctima, como si en la penetración una extraña descarga pudiera transmitir ese mareo, pero a diferencia de ella, se trata de un hombre feliz, encima de la mujer que pensaba escaparse, borracho, pero feliz, inseguro, pero feliz, babeante, pero feliz, con el poder de una méntula tiesa para garantizar esos golpes, con el poder del alcohol pendenciero para no arrepentirse, con el poder de una lista anterior de mujeres, con el poder de un inmenso cuchillo, y se siente feliz, y se duerme otra vez, y otra vez volverá la mujer a intentar la escapada, y otra vez el jalón hacia abajo del cuerpo, y otra vez esa méntula en las mismas entrañas, otra vez, y otra vez, y otra vez, nueve, diez, catorce veces durante la noche.

La emisora dejó de transmitir desde hace mucho y el radio emite ruidos como prueba de su lamentación. Amanece, los gallos cantan, a lo lejos se escuchan automóviles y Julia Pérez Pérez, ausente de todos los ruidos, insiste. Su cuerpo logra salir de ese cuerpo otra vez. Luego, casi sin fuerzas, de pie, mira al hombre barbado totalmente borracho. Necesita correr y no puede. Necesita ser Laura Miranda y no puede. Necesita bordear discretamente ese hueco y no puede. Necesita dejar de pensar en la sangre que corre por sus piernas y no puede. Necesita no ser puro nervio, y mareo, y esperma, y no puede. Solo apoya el cuerpo a la pared, contiene el llanto, descubre al hombre en su eterno tanteo, casi despierto, y con torpeza, sobrepuesta a la náusea que la agobia, toma la bolsa de nylon como si fuese su cartera, sabiendo que ha perdido mucho tiempo.

Una mujer corre desnuda por un campo de flores al amanecer, para que Felix B. Caignet, antes de partir, con saco dril cien y bigotico de los años cincuenta, cansado de esperar, no aplaste su cigarro todavía. El amanecer, las flores, el sol a contraluz, indican que Félix B. Caignet, pudiera quedarse un rato más fuera de encuadre, y la mujer, descrita por la voz engolada del viejo locutor, se idealice en la mente de cada radioescucha, apareciendo feliz, entre aplausos, griticos y emociones, en el capítulo final de la novela. Pero en este ordinario amanecer no son posible las flores, ni la cámara lenta, ni la voz engolada, ni el mismísimo cigarro de Félix B. Caignet, cuando su zapato lo aplasta con estilo de los años cincuenta. La mujer no aparece, y el artista, otra vez olvidado, con todo el clamor de la tristeza en su garganta, acomoda para siempre su saco dril cien, y se marcha. Nadie puede resignarse a tanto idilio. El amanecer, las flores, el sol a contraluz, desaparecen con Félix B. Caignet, porque esa misma mujer, desnuda, corre con una bolsa de nylon, y eso ya es otra cosa. Con solo agregar bolsa de nylon, del placer habitual se transita a un estado de angustia inquietante. El jadeo, la sangre, la esperma, el mal aliento, un filoso cuchillo, se imponen brutalmente en la memoria, y también la desnudez de ese hombre barbado, dispuesto a silenciar toda la imagen. Ella lo intenta borrar con una torpe carrera. Resbala. Cae. Se levanta. Vuelve a caer. Pero no suelta la bolsa de nylon. Su cartera quedó junto a un hueco y la bolsa tiene dentro el pasado del hombre: húmedos cigarros, recortes de periódicos, carnés que pudieran hundirlo para siempre en su miseria. Él lo sabe. Pero ella no piensa ni en bolsas ni en carteras. Solo quiere vivir, apartar para siempre el rencor de un cuchillo. Imagen lacónica, triste, alejada de su origen plañidero, cuando se pudiera imaginar que ese hombre barbado conoce que al final del camino, un muro alto protege a una gran casa y pondrá límites a tanto jadeo. Por eso él corre con cierta confianza. Ese muro, como si fuese la muralla de un gran feudo, cuando aparezca ante su vista, será el punto final de la carrera. Un final de cuchillo en el vientre de la protagonista confusa por la trampa de un muro, alto, bordeante, protector, dueño de todos los límites cuando se acerca un cuchillo.

Pero el azar, esos malabares de la palabra azar, hace que Laura Miranda, por un instante, deje de ser Julia Pérez Pérez, para que también la buena suerte le acompañe. La buena suerte desde lo alto del muro, convertida en un grupo de personas expectantes, que le gritan, No te puedes morir Laura Miranda. Si te mueres, si te matan, quién nos contará buenas historias para olvidar las otras, quién nos venderá los sueños que solo tú puedes, quién ocultará las frustraciones, los baches de las calles, las colas, los derrumbes, la muerte, la tristeza, si te mueres, si te dejas matar. No te puedes morir Laura Miranda. Desde lo alto, sentados y en profunda tensión, el Ministro, Roque, la recepcionista, el viejo locutor, el hombre del radiecito en el camello, el del portafolios, la rubia, la viejita con jabas, los estudiantes de secundaria, el grupo de clientes del bar y el mismísimo Félix B. Caignet, gritan, señalan, apuntan con sus índices hacia el único hueco del muro, para que en la inercia de la propia carrera, esa muchacha, desnuda, no pierda el impulso y se apoye, se alce, se sienta escapar, como un ángel de cuentos de hadas, cuando esté a punto de entrarle el cuchillo.

Sus admiradores, frenéticos, nerviosos, envueltos todavía en la pasión del comentario, son testigos del salto de Laura Miranda. Gracias al punto de apoyo, la vieron caer del otro lado, como si no fuese Julia Pérez Pérez. Para ellos, nunca será exacta esa altura, ni el tamaño del filoso cuchillo, ni la angustia, ni el jadeo del hombre barbado, que maldiciente, resignado, sumergido también en el asombro, vuelve sobre sus pasos, antes de que alguien lo advierta desnudo y con cierto cuchillo. Fin de tragedia feliz. Cuando se piense en su suerte, podría suponerse, que todas sus culpas las tendrá que pagar como buen malhechor de novelas, porque Laura Miranda jamás ha soltado la bolsa de nylon. Fin de tragedia feliz. La recepcionista lo comenta con el viejo locutor, y Roque y el Ministro, lo aprueban moviendo sus cabezas. Caignet, resignado, después de tanta angustia, toma su saco dril cien y se marcha. Estos no son tiempos de él, sino de Laura Miranda. Desde el muro, conmovidos, todos lo ven marchar con su tristeza y un telón de mala muerte comienza a caer. Fin de tragedia feliz, de no ser por el ladrido de unos perros. Con la tensión de la carrera se olvidaron de los perros.

Pero Navarrete, impertinente, sin sentimientos, con maldad parecida al malhechor de la novela, dueño de toda la confianza, porque no hay ladrón que salte ese muro, continúa conectado a las carnes de Yunaisy, por enésima vez. Yunaisy, ojerosa, satisfecha, equilibrada en la méntula tiesa, todavía es todo llanto por las lágrimas de Laura Miranda. Ambos casi rompen la silla cuando escuchan el ladrido de los perros. No esperaban el ladrido de los perros. Tampoco ese ruido en el corral de los puercos. Chillan los puercos. Ladran los perros, y vienen hacia Laura Miranda. Van a destrozarla con sus dientes babeados. Chillan los puercos. Ella intenta correr. Ladran los perros. Tiene que ganar esa puerta. Corre. Chillan los puercos. Llega a la puerta del patio. Cierra primero. Llega primero. Entra primero. Ladran los perros. Y Navarrete se siente culpable con su méntula muerta. Tiene en la silla a Yunaisy desnuda y se siente culpable. Dos mujeres desnudas y se siente culpable. Una, dichosa por la orgía de la noche, y esa otra, marcada para siempre, que tiembla y se cae.

Septiembre, 1998. Premio de La Gaceta de Cuba en 1999.

MISERIAS DEL RELOJ

          Malo cargarlo a usted, mi socio, malo cargarlo a usted. Así repetía, jadeante, Lorenzo Cuesta, con el doctor Cabrales en la espalda, a pesar del arrastre inoportuno de sus piernas y del maldito viento, pero sin soltarlo. Un saco de papas, una maceta grande, cualquier cosa, menos cargarlo a usted, mi socio, se repetía Lorenzo, encabronado, para darse ánimos en la oscuridad, con la lluvia encima como alfilerazo, pero sin soltarlo.

        El doctor Mario Cabrales, pesaba un mundo, carajo, parecía como si en veinte años de ausencia se hubiera tragado media España él solo, así habían dicho, varios meses antes, agitadísimos, los dos enfermeros de ambulancia que lo depositaron, como un saco de papas sobre una silla de ruedas, frente a la puerta que él les indicó, y tenían una razón tremenda. Los pobres, en el aeropuerto, por roturas mecánicas en su equipo, se vieron obligados a cargarlo con enorme dificultad, desde la silla de ruedas hasta la cama de ambulancia, y estuvieron a punto de partirse las espaldas; luego, desanimados, con dolores, como si cumplieran la peor de las penitencias, tuvieron que cargarlo otra vez, y por mucha propina que donase, dijeron, ya tenían suficiente motivo para odiar a ese gordo con maletas.

       Pero ante la mirada de espanto de una esposa en delantal, ni ellos ni el doctor Cabrales tuvieron tiempo de pronunciar palabras, y la mujer, atónita, sorprendida en la mismísima puerta, con una repentina palidez, como si no pudiera creer lo que veía, solo dijo, Ay, Mario Cabrales, aparecer después de veinte años, y los camilleros se apuraron en sostenerla cuando desmayaba.

      Malo cargarlo a usted, mi socio, malo cargarlo a usted. El doctor Mario Cabrales, empapado, asustadísimo, sin otro remedio que ir sobre Lorenzo Cuesta, permaneció en silencio ante esa frase, repetida como salmo para extraer fuerza interna, espantar la lluvia que los desorientaba, el viento que los detenía, el agua que los inundaba, y avanzar un paso más con él encima. El doctor Mario Cabrales, con los ojos cerrados ante la incertidumbre, se sintió el tipo más triste del mundo y, por primera vez en aquellos meses, se arrepintió de haber regresado a La Habana.

        Para su esposa, Danae Torres, aquel regreso constituyó uno de los acontecimientos más impactantes de su vida. Ya recuperada del desmayo, en el  comedor, con el rostro entre las manos, a punto de pellizcarse para despertar de semejante pesadilla, lo escudriñó en silencio por casi media hora, como si tratara de explicarse la presencia de aquel gordo en su casa.

        Vengo a repatriarme, le dijo, estos veinte años no han sido fáciles.

        Ya veo, dijo ella.

         El doctor Cabrales comprendió el sentido completo de las dos palabras y sonrío, como diciéndose que a pesar de tanto tiempo sin saber de su esposa, el sarcasmo continuaba siendo el mejor de sus recursos para contrarrestarlo. ¿Esposa?, ¿acaso después de veinte años de ausencia contaba con suficiente valor para llamarla así?, ¿habría vivido ella con otros hombres como mismo había hecho él con tantas mujeres?, ¿se habría divorciado por rebeldía una de esas tardes en que se sintiera ganada por la depresión?, ¿esposo?, ¿esposa?, ¿sería posible que Danae aceptara aún semejante nomenclatura?, se dijo, y volvió a sonreír.

       Luego, un poco incómodo ante aquellas dos palabras, como si las mismas hubieran hecho el efecto deseado, no tuvo otro remedio que suspirar y auto controlarse, registró en una cartera que traía ajustada a un lado de la panza, extrajo un bulto de billetes enrollados con una liga y los puso sobre la mesa, ante la mirada expectante de quien fuera su esposa.

           Ahí tienes veinte billetes de quinientos euros, dijo.

          ¿Y eso?, dijo ella.

           Es mi perdón por estos veinte años.

           Hace mucho que estás perdonado, Cabrales.

           ¿Desde cuándo?

           Desde que te olvidé por completo.

           Son diez mil euros contantes y sonantes.

           Anjá, como si acabaras de romper tu alcancía.

           Y traigo veintiocho veces más en las tarjetas.

           El dinero, por suerte, no lo arregla todo, Cabrales.

           Pero calma los nervios, dijo él.

           Tienes razón, ¿por qué no te compras algo en otra parte?

           Esta es mi casa también, herencia de mi padre, ¿o se te olvida?

           El recién aparecido doctor Cabrales, esa misma tarde, pasó algo de trabajo para convencer a Danae Torres, sobre la necesidad de auxiliarse con algunas personas del barrio, dispuestas a los trabajos domésticos, Aquí no puede faltarnos nada, dijo, les vamos a pagar muy bien, sobre todo a quien lo atendiera exclusivamente a él, lo más urgente posible, pues necesitaba bañarse, acostarse y dormir a pierna suelta, Estoy molido por el viaje, concluyó.

        Una hora después el doctor Mario Cabrales estuvo sobre la cama matrimonial del último cuarto, atendido por dos vecinas dispuestas a probar suerte, a cambio de diez dólares per cápita, en la misión de bañar con esponjas su descomunal cuerpo. Ellas lo habían conocido desde sus años de estudiante de medicina, y así se lo hicieron saber, lo recordaban cuando aparecía en la cuadra, delgadito, con su bata blanca, un libro bajo el brazo y el estetoscopio en el cuello, en papel de novio feliz de Danae, con ella de manos, dueño de la destreza que ofrecía la juventud. Pero ahora, y esto no se lo hicieron saber, por mucho que lo contemplaran, desnudo e inerte de las piernas hacia abajo, a causa de tanta gordura, con aquella panza de asco y esos muslos de buey, no se podían explicar tanto cambio en una misma persona.     

        Trabajaron en silencio, sin comentarios ni quejas, mientras lo acomodaron de un lado a otro con demasiado esfuerzo para dos pobres mujeres. Sudaron, exprimieron, recogieron, como si fueran expertas de toda la vida en esos asuntos, siempre con el temor de que pudieran esfumarse aquellos diez dólares, medio mes de trabajo de un ingeniero o maestro, en caso de que el doctor advirtiera sus deseos de comentar, o de reír, por semejante espectáculo.

         Pero antes del baño, el doctor Cabrales sintió una imperiosa necesidad de dar del vientre y se lo hizo saber a las vecinas, quienes, bajo su orientación de urgencia, registraron como locas en una de las maletas. Apartaron camisas, pantalones, culeros desechables, un sin número de otras vituallas, y, por fin, dieron con un pato plateado comprado en España. El doctor les indicó con desespero que lo colocaran debajo de sus nalgas, De prisa, mujeres, que me cago, por favor, y ellas trataron de cumplir la encomienda, pero demasiado tarde;  el excremento de Cabrales (pastoso al principio, licuado después) salía a chorros por el orificio, como por tubería defectuosa, como en dique con salidero, imposible de contenerse.

        La sábana quedó convertida en un campo de batalla enfangado y el pato apenas pudo llenarse, pero el doctor ordenó que lo vaciaran rápido, que  necesitaba continuar dando del vientre, De prisa, mujeres, que me cago, y las pobres vecinas, a pesar de sus guantes de estreno y de la necesidad de diez dólares, sintieron un asco enorme, unos deseos tremendos de vomitar, de largarse de allí, pero hicieron de tripas corazón, respiraron profundo en la ventana, volvieron con el pato medio limpio, y lograron colocarlo bajo el culo de Cabrales, quien, satisfecho, extasiado, como si no hubiera nada mejor a esa hora, pudo llenarlo otras dos veces, sin que cayera una sola partícula en la cama, hasta que sintió la paz en sus tripas, recuperó su semblante de gordo feliz y pidió a esas dos heroicas mujeres, pasar al proceso del baño.

         Bajo la dirección de Cabrales las dos vecinas forraron la cama con un nylon impermeable, moviendo el cuerpo hacia el lado conveniente. Auxiliadas con un cubo de agua tibia y dos esponjas, humedecieron al doctor de arriba abajo y de lado a lado, añadieron gel al cubo y sustituyeron las esponjas por dos estropajos especiales, volvieron a la misma misión de restregarlo de arriba abajo y de lado a lado, cambiaron el agua con gel por otro cubo de agua tibia, cambiaron los estropajos por nuevas esponjas y, agotadísimas, volvieron a pasarlas de arriba abajo y de lado a lado. 

        Al finalizar la tarea del baño, procedieron a secarle el cuerpo con cuatro grandes toallas descubiertas en una de las maletas del doctor, quitaron el  nylon de la cama corriendo a Cabrales hacia el lado conveniente, colocaron otro nylon impermeable como protección, tendieron un par de sabanas olorosas, enfundaron cuatro grandes almohadas, y, a una orden suya, se dispusieron a colocarle el enorme culero desechable, no sin que advirtieran, una vez más, las diferentes magulladuras, granos y moretones en la entrepierna, en las nalgas, bajo las axilas y en otras partes del cuerpo del doctor Cabrales, lo que las hizo comentar, después, que semejante espectáculo era algo difícil de creer si  no lo hubieran visto con sus propios ojos, y que ellas, a pesar de los diez dólares, constantes y sonantes, tan necesarios y difíciles de encontrar, por ese cuarto, jamás volverían.

       Danae Torres, desde afuera, pero sin atreverse a entrar, estuvo pendiente del ajetreo que duró un par de horas y cuando las mujeres salieron a punto del desmayo, esperó a que botaran los guantes, cuchichearan en el patio con afanoso misterio, acomodaran las sabanas sucias en el lavadero, exprimieran las frazadas de limpiar, se asearan con el agua de una llave bien abierta, y las indemnizó con diez dólares de más a cada una, gesto que las hizo repensar su negativa. Hasta mañana, vecina, dijeron con una extraña alegría en sus rostros y Danae las acompañó a la puerta, pero de repente las detuvo, recordó que apenas contaba con un pedazo de pan para el desayuno, Tomen estos cuarenta, por favor, y tráiganme de todo lo que encuentren, les dijo, a partir de mañana, supongo, aquí se va a comer demasiado.

      El doctor dormiría a pierna suelta durante toda la noche, eso evidenciaban los ronquidos que salían de su cuarto, mientras la mujer, después de cerrar bien la puerta, ya sola en una de las sillas del comedor, intentaba responderse un sinfín de interrogantes inútiles. Cabrales había regresado a esa casa, legítima herencia de sus padres, después de veinte años, sin preocuparse por nadie jamás, eso era todo, había partido delgado, repleto de ilusiones, y  regresaba inesperadamente gordo, en silla de ruedas, y dispuesto a abrirse paso, esa vez, a golpe de mucho dinero.

        Danae Torres, sacó el rollo de pesos enligados y lo colocó en la mesa, El dinero, por suerte, no lo arregla todo, Cabrales, se dijo en voz alta, delante de aquellos diez mil, constantes y sonantes, y no le quedó más remedio que morirse de risa. Luego, sin poder evitarlo, se le aguaron los ojos y sintió deseos de echarse a llorar, pero suspiró y se contuvo, No puedo darle ese gusto, se dijo y sin querer fijó la vista en una de las rajaduras del techo. Miró otra en la pared,  volvió al rollo de billetes y sonrió, muerta de cansancio, dueña de un sueño enorme, pero con una buena idea en la cabeza. Caminó a su cuarto, apagó las luces que encontró en el pasillo, con la convicción de que esa noche no iba a poder dormir bien, por causa de un gordo y de una silla de ruedas, pero, al menos, lo intentaría.

      Justo a las siete y media de la mañana, el doctor Cabrales, en silla de ruedas, fumaba en el portal. Por sus propios esfuerzos había logrado quitarse el culero desechable repleto de orina, ponerse una bata de casa de estreno, tomar su pipa con relieves moriscos, el nylon con picaduras de tabacos cubanos y, por primera vez, luego de veinte años de ausencia, salió a fumar como si celebrara en paz su regreso. Hubiera querido recorrer la costa a esa hora, permanecer un tiempo detenido frente al mar, respirarlo profundo como no podía hacerlo en Madrid, pero aún ese deseo no era posible. Necesitaba encontrar a alguien fuerte, diestro, desenvuelto, que se mantuviera junto a él a tiempo completo y no reaccionara como esas dos pobres mujeres, que se murieron de asco ante un poco de mierda blanda, sin poder disimularlo.

       La gente del barrio caminaba hacia el trabajo, algunos niños iban con sus padres  a la escuela, otros lo hacían solos, uniformados, con prisa, y contrario a otros sitios del mundo, Madrid, por ejemplo, pocos automóviles se veían a esa hora. El doctor, meditabundo, absorto en la contemplación y en el placer del tabaco, se sentía feliz, como si no existiera algo más que una pipa y un paisaje, pero por causa del ruido metálico de un carrito de barrer calles, de repente salió de su marasmo, maldijo aquel escándalo de mierda y, para su buena suerte, detuvo su vista en el dueño del desmadre, un muchacho que no llegaba a los cuarenta.

      Iba con los escobillones acostados en un lateral del carrito, parsimonioso,  más ensimismado que el doctor o que cualquier otro ser del planeta, con una paz tan auténtica encima, que llamó su atención de inmediato. Mario Cabrales, conocedor del alma humana como pocos, hombre que había vivido al por mayor, siempre en zona de riesgo, sintió envidia sana de aquel muchacho, alguien que portaba un aura limpia a distancia, ausente de oscuridades, sin nubarrones de odio, satisfecha por existir sin nada a cambio, parecía como si los terribles conflictos del mundo incidieran en cualquier otro humano, menos en él. Cabrales lo vio perderse a lo lejos en busca de la avenida y comprendió de inmediato que ese era el tipo que necesitaba.

      ¿Cómo se llama el muchacho que barre la calle?, preguntó a las mujeres cuando estuvo en el comedor, sentado frente a los platos, pero como si presintieran peligro, ambas se hicieron las desentendidas, encogieron los hombros, continuaron inmersas en sus labores y ninguna supo dar una respuesta.

      El doctor Mario Cabrales no quiso repetir la pregunta, tenía delante un poderoso ejército de frutas (lascas de mango, plátanos maduros, naranja picada en tapas, lascas de guayabas pintonas, grupo de mandarinas, lascas de piña, lascas de mamey, papaya en trozos, tajadas de melón, racimo de mamoncillos, jugo de toronjas, jugo de guayaba, jugo de naranja, jugo de mango) y un no menos poderoso ejército de vegetales (fuente con habichuelas, berro bien picado, berenjena hervida en trozos, col o repollo, lechuga fresca, tomates de ensalada, pepino en ruedas, aguacate en trozos, cebolla en rodajas, remolacha hervida, pimientos enteros) ambos ejércitos listos para ser devorados cuanto antes. Todo lo consumió con calma, protegido por un paño en función de servilleta, sin dejar un solo plato, a pesar de la avanzada hora de la mañana, para su disgusto. Los desayunos deben ser más temprano, dijo, no es bueno que se junten con los almuerzos. Era cierto que las dos mujeres, agitadísimas, pero contentas por su buena suerte, habían tenido que comprar en el agro mercado, cargar con varias jabas de frutas y vegetales, prepararlos al gusto del doctor en la cocina, bajo la orientación estricta de Danae, a quien Cabrales notó más calmada de nervios, incluso lo trató con cierta ternura, contrario a como estuvo el primer día, menos mal.

          Lorenzo, se llama Lorenzo Cuesta, el muchacho, dijo Danae.

          Ah, sí, el retrasado ese, dijo una de las mujeres.

          Tiene un retraso mental tremendo, apoyó la otra.   

        En la tarde, a la hora del baño, las dos mujeres vinieron a emplearse a fondo en la misma tarea del día anterior, pero por la propia Danae, como si no pudieran creerlo, se toparon con la nueva de que el doctor Cabrales les estaba muy agradecido, aunque por razones de fuerza mayor, teniendo en cuenta que ellas  eran frágiles, mayores de edad, mujeres al fin y al cabo, en lo adelante ya no necesitaría de sus servicios, pero en retribución a sus desempeños, impagables aunque no los ejercieran, el doctor las premiaba con veinte euros, constantes y sonantes, para cada una.

       Lorenzo Cuesta y Mario Cabrales, frente a frente, con un estrechón de manos, sellaron el pacto de caballeros más singular en la historia del barrio. Después de veinte minutos de conversación, en el patio de la casa para evitar chismorreos, sobre todo los de las vecinas rechazadas, tomaron varios acuerdos sin perjudicar a ninguna de las partes. El doctor Cabrales, con todo su sentido del humor puesto a pruebas, pretendió colocarse a la altura mental del muchacho y en su laptop de último modelo, como si estuvieran en alguna notaría, redactó varios acuerdos de pacto sagrado, en la medida en que dialogaban.

      El primero consistía en que Lorenzo Cuesta iba a recibir al mes cuatrocientos euros, constantes y sonantes, más desayunos, almuerzos y cenas, a cambio de  convertirse en la sombra perpetua de Mario Cabrales.

      El segundo consistía en no afectar, bajo ningún concepto, el desempeño de Lorenzo Cuesta, en el servicio comunitario que con tanto gusto realizaba, lo que aseguraría al muchacho barrer la calle, temprano en las mañanas, e incorporarse después a su segundo oficio de sombra perpetua. Lorenzo se comprometía al barrido de su parte en la avenida, una hora antes de lo habitual, cambio que coordinaría con su jefe, el compañero Teodoro Meriño, responsable del mantenimiento de la segunda rotonda y de su fuente de agua.

     El tercer acuerdo trataba acerca de la higiene y del aspecto personal, por ello se hacía necesaria la compra de dos mudas de ropas y de dos pares de zapatos que Lorenzo Cuesta vestiría sin objeciones, siempre que tocara en la puerta de Mario Cabrales, con la condición de haberse bañado, afeitado y perfumado, como si estuviera listo para salir con el doctor. Para ello recibiría un módulo de aseo con cepillo y pasta de dientes, jabones, desodorantes, perfumes, cremas y gel, sumados a un par de toallas y a algunos calzoncillos modernos. Ambos irían personalmente a la tienda, para que dicho vestuario quedara justo en el cuerpo de Lorenzo Cuesta.

       Un cuarto acuerdo otorgaba cien euros de adelanto, en ese instante, si el empleado asumía el nuevo trabajo allí mismo, porque Cabrales requería de una prueba real antes de contratarlo.  

      Un poco más tarde, ya Lorenzo Cuesta se encargaba del aseo del doctor Mario Cabrales, algo que concluyó en menos de una hora y con tanta destreza que, según el paciente, Jamás alguien me había manejado tan bien, así dijo a Danae Torres, y ella los vio alejarse, ya bañado y vestido el doctor, de camino hacia la costa.

      Cuando llegaron, Cabrales sacó la fosforera antigua de un bolsillo, la picadura de tabaco cubano, rellenó la pipa con algo de emoción  y, con un poco de maña para evadir el viento, logró prenderla. Luego, soltó el humo despacio, inclinó su enorme cuerpo hacia adelante, suspiró satisfecho y dijo, Mejor, imposible. Más temprano de lo que imaginó había vuelto a un sitio añorado de su juventud, fueron incontables las madrugadas en que sus amigos de la facultad y él intentaron arreglar el mundo, cada cual con un criterio distinto, pero todos alrededor de una botella de ron, una guitarra y canciones de la nueva trova, lo mismo de Silvio Rodríguez, Carlos Varela o del aún desconocido Frank Delgado, ahora famoso cantautor, quien para colmo vivía cerca, aún sin guitarra propia y loco por aprender los acordes que Pancho Verdecia, el mejor estudiante de la facultad y amigo del alma de Cabrales, por compasión, en algunas ocasiones le enseñaba. Tantos recuerdos albergados en esa playita artificial, tantas noches que pasó junto a Danae, ambos en solitario, dispuestos a imaginarse el futuro cuando se graduaran. Allí estuvieron un día antes de que él partiera, se juraron amor eterno y lloraron juntos por última vez.

        El doctor Cabrales y Lorenzo Cuesta, uno junto a otro, estuvieron bastante tiempo frente al mar, en profundo silencio, ensimismados, escudriñándose a veces por el rabillo del ojo, y el muchacho, como si no pudiera creerlo, descubrió que el doctor se ahogaba en lágrimas. 

           También vine a operarme, dijo, si lo hago, pronto podré caminar.

           ¿Operarte de qué?, preguntó Danae Torres.

           Reducción del estómago, primero.

           ¿Y después?

           Liposucción, dijo él.

           ¿Y después?

            Las rodillas.

           Lorenzo Cuesta contaba con cinco años completos encargado de la limpieza de una parte de la avenida principal de la ciudad, por donde pululaban los autos de ministros, los de embajadas, los de turismo, hasta los de la caravana presidencial, pero nunca imaginó que alguna vez sería  él quien tuviera la dicha de montarse en uno de aquellos carros y contemplar la vida desde otro punto de vista. Donde más lejos había llegado a semejante contemplación, fue en la altura de algún asiento de guagua, noche por noche, lo mismo en recorrido hacia los carnavales, que al cine a ver cualquier película que proyectaran; a la Heladería Coppelia, dispuesto a una enorme cola para matar el tiempo; a caminar el largo malecón habanero hasta que se agotaran sus piernas, o a deleitarse en solitario, siempre en solitario, con la orquesta que tocara en algún baile público. 

     Ese día, en cambio, como si fuera un ministro, un turista, o el propio presidente del país, recorría la ciudad junto al doctor Mario Cabrales en uno de aquellos carros modernos y se sintió el hombre más feliz de la tierra. Por primera vez en su vida había estado en un asiento tan cómodo, con cinturón de seguridad, brazo sobre la ventanilla y la mirada dispuesta a contemplarlo todo, comenzando por la calle que tanto barría.

         Anoche no dormí bien, dijo Cabrales, tengo un mal presentimiento.

         ¿Y eso?

         Qué sé yo, debe ser que cené tarde.

         Ah, bueno.

        Tengo ganas de sonarme un trago, ¿tú tomas ron, Lorenzo?

         No.

        ¿Nunca?

         No.

        ¿Y eso por qué?

         Preferiría no hacerlo.

        Embajadas, garitas con custodios, embajadas, garitas con custodios, mansiones, mansiones, palmas, palmas, palmas, hilera de palmas en el separador, bancos de parque en la avenida, algunos destruidos, algunos desaparecidos, semáforos, semáforos, Ladas, Moscovich, Ladas, carros modernos, con chapas diplomáticas, con chapas de turismo, motos, policías de tránsito, gente deseosa de lograr botellas, aventón le decían en las películas, barrenderos con escobillones y carritos como el de él, gordos en monos deportivos en carrerita cómica por el separador, bellas mujeres con aires de burguesas, perritos peludos de las mismas mujeres, hombres trabajando con los martillos neumáticos, viejos con bastones, muchachas en licras, grupos de viejos en pleno ejercicio en los parques, hilera de estudiantes de primaria con la maestra detrás, chinos sonrientes tomando fotos, mansiones, mansiones, mansiones, embajadas, embajadas, embajadas, palmas, palmas, palmas, así era la avenida principal de la ciudad y Lorenzo Cuesta sonrió por haber tenido tanta suerte al contemplarla. 

        Tengo un mal presentimiento, dijo Cabrales.

       ¿Y eso?

       Qué sé yo. 

     Tomaron el túnel, salieron a El Vedado, al Malecón y ambos miraron a su izquierda el Torreón de la Chorrera, la hermosura de un mar estable que se perdía en el horizonte, como obra maestra de pintor; una hilera de pescadores sobre el muro, un vendedor con ensartas de pargos que aprovechaba el semáforo para ofertar su mercancía, un crucero a lo lejos con destino a El Morro, gente que se ejercitaba en carreritas como si no les importara el tiempo; a la derecha vieron el legendario Hotel Riviera, el más reciente Hotel Cohíba, el complejo de tiendas con cristales opacos de Galerías Paseo, La Fuente de Paseo, un amplio descampado ahora repleto de nuevos restaurantes, cafeterías y cafés, edificios, edificios, residencias, residencias, El litoral (Dicen que es excelente, dijo Cabrales, ahí cenaremos cualquier noche de estas) la Oficina de Intereses, perdón, La Embajada de los Estados Unidos, perdón, la Oficina de Intereses; la famosa calle Línea, el legendario Hotel Nacional, La Rampa, el parque Maceo, y detuvieron el carro en el Hospital Hermanos Amejeiras.

              ¿Verdad que no tomas ron?

                Preferiría no hacerlo.

       Su amigo del alma, el doctor Pancho Verdecia, después de auscultarlo  sobre la camilla de su consulta, ayudó a Lorenzo Cuesta a colocar a Cabrales en la silla de ruedas. El aire acondicionado estaba alto y Lorenzo sintió frío, hizo ademán de salir cuando advirtió que Verdecia se mantenía callado, tal vez en busca de privacidad, pero Cabrales le pidió quedarse.

              Habla sin pena, Pancho, él es de confianza, dijo.

       Entonces, su amigo del alma, el doctor Pancho Verdecia, la persona que lo mantuvo al tanto todos esos años, primero a través de correos electrónicos, luego mediante el recurso de Facebook, acerca de las virtudes y de los pesares de La Habana, sus villas y castillas, sus calamidades y grandezas, las crisis y las alegrías, el destino de los otros amigos, el desatino de los enemigos, o los detalles de la vida de Danae, sobre todo en los últimos tiempos, se echó hacia atrás en su silla, cruzó los brazos y lo miró fijo un instante que pareció un siglo.

        Te queda muy poco, Cabrales, dijo.

        ¿Cuánto?

         Tres meses como máximo. 

         Miserias del reloj, dijo Cabrales, miserias del reloj.

         Danae Torres aceptó la invitación a El Litoral por no contrariarlo, pero ella no estaba para restaurantes, así dijo dentro del carro, y así repitió cuando el valet pidió la llave para ubicarlo en el parqueo, mientras Lorenzo maniobraba con Cabrales y la silla de ruedas. Entraron. Por suerte habían tenido en cuenta los accesos para discapacitados y el muchacho no pasó trabajo en subir con Cabrales. El Litoral era el mejor restaurante de Cuba, eso le reafirmó el doctor Pancho Verdecia, su amigo del alma, antes de despedirse, y no estaba equivocado, pensó Cabrales, cuando tuvo enfrente sus aperitivos. Para Lorenzo Cuesta, aquella era la primera salida a un restaurante de tanto glamour y Danae, comprensiva, como madre que enseña a su hijo, lo auxilió con el pedido a la carta, con la servilleta, y hasta con el uso de los cubiertos. Comieron croquetas de la casa como aperitivo, acompañadas con aceitunas rellenas de pimiento, jamón serrano de Teruel, dados de queso Entrepinares de Valladolid y rodajas de pan de lechuguino, tomaron cervezas Cristal, vino blanco de Rueda y jugos de naranja Taoro, comieron camarones enchilados, camarones al ajillo, langostas termidor, langostas grillé, arroz blanco en mantequilla, frijoles negros bien dormidos, calabazas rellenas, plátanos borrachos, papas a la irlandesa, ensaladas mixtas de estación, con habichuelas, quimbombó, tomates, pepinos y aguacates, comieron de postre flan de maní, tortas negras de coco, bizcochuelo camagüeyano, tomaron helado de almendras, de fresa, de guanábana, tomaron café expreso, pagaron una costosa cuenta y, satisfechos, extasiados, con grandes deseos de volver, partieron de El Litoral.

            El mejor restaurante de Cuba, dijo Danae, ojalá se mantenga, por mucho tiempo.

        A mí me han contado, Lorenzo Cuesta (el doctor Cabrales, en la terraza,  tenía un vaso repleto de ron en una mano y la botella de Havana Club en la otra), que usted ha sido siempre un tipo deseoso de que lo premien, de que lo vean cumplidor en el trabajo; a usted le encanta que el Secretario General del Sindicato, mencione su nombre como obrero ejemplar en las asambleas, que lo tengan siempre en las listas de los trabajadores destacados; por eso usted jamás llega tarde ni se va más temprano, usted es el típico hombre nuevo que necesita este país, Lorenzo Cuesta; usted se siente muy bien cuando en esas reuniones lo aplauden con delirio, mientras emocionado, erizado de pies a cabeza, usted se levanta de la silla, camina despacio hasta la presidencia, recoge su diploma muy serio, ofrece apretones de manos a los dirigentes (en especial, a su jefe inmediato, el compañero Teodoro Meriño, quien le consiguió ese trabajo y quien atiende, además, la segunda rotonda y su fuente de agua); usted también  ofrece besitos en las mejillas a las compañeras de la presidencia, se detiene ante la multitud que lo aplaude, muestra el diploma de trabajador ejemplar como si fuera Ronaldo, o Messi acabado de meter un golazo; usted baja los escalones de la presidencia, vuelve a su silla con un regocijo difícil de explicar, mientras lo felicitan; usted contempla el diploma con tanta fijeza, con tanta emoción, aunque no sepa leer lo que dicen las palabras, que a usted le brota una lágrima de uno de sus ojos y, antes de que venga el mar de llanto, usted se  marchar rápido de la asamblea, Lorenzo Cuesta; entonces, con discreción, con disimulo, aprovechando el alboroto en la entrega de diplomas, alguna compañera también se levanta a auxiliarlo; ella corre a alcanzarle un vaso plástico con agua, o con  refresco instantáneo de polvito, que usted se bebe despacio, ahogado en  pucheros, pero sin contener las emociones; la compañera de trabajo, igual de conmovida por su sensibilidad, por su convicción de trabajador destacado, recuesta la cabeza de usted sobre su pecho, No llores más, mi cielo, no llores más, a ver, tomate un trago de ron, a ver, pero usted se niega rotundo, Preferiría no hacerlo, le dice, con el intenso calor de esas tetas gordas de la compañera desajustándole el alma, e imagina que se interna en un campo de flores por el que se avanza muy bien; usted siente una erección tremenda, inevitable, martillante, y la compañera comprende que para su buena suerte, usted ha tenido una erección tremenda, inevitable, martillante, mientras en la reunión continúan los aplausos a otros compañeros destacados; entonces, a la compañera de usted, tan bondadosa, tan sensible, tan entregada, tan solidaria, no le queda otro remedio que sonreír y acariciarle, con inmenso placer de hembra en celo, el bulto enorme que a usted se le ha formado allá abajo.

      Danae Torres tenía previsto un viaje a Holguín, necesitaba visitar a su madre, ya había reservado pasaje en la Terminal de Ómnibus, pero esa misma mañana, Radio Reloj confirmaba la cercanía inevitable de un peligroso huracán. Las provincias orientales del país debían pasar a fase de alarma informativa. Danae Torres, frente al televisor, escuchaba explicaciones de los meteorólogos y maldecía al dichoso huracán, de fuerza cinco, que ya había destrozado a las pobres islas Vírgenes, tanto inglesas como norteamericanas, y, por probabilidades geográficas, dentro de poco podría recorrer el norte de toda la isla. Danae miraba las rajaduras del techo y las de las paredes, arrepentida por  no haber comenzado las reparaciones aún, cuando apareció Cabrales con Lorenzo detrás.

           Pronto tendremos huracán, dijo ella.

         ¿No jodas?

          Lo dice Rubiera, el meteorólogo.

           Ah, sí, Rubiera, dijo Cabrales.

           Ese huracán es un peligro, arrasó con esas islas chiquitas.

           No te preocupes, eso aquí no llega, dijo Cabrales.

           Ojalá no pase, dijo Lorenzo Cuesta.

           Ojalá no pase, repitió Danae Torres.

           Lorenzo Cuesta, a punto de barrer la última cuadra, se enteró de que a su jefe, Teodoro Meriño, justo en la segunda rotonda, lo había matado un carro. Al principio, el muchacho no supo qué hacer, un extraño zumbido se apoderó de su cabeza, pronto fue ganado por sudoraciones, y nervioso, lo mismo continuaba barriendo, que se detenía. Mantuvo esa actitud de desconcierto por varios minutos, hasta ver que otro compañero iba con prisa a la segunda rotonda, entonces, no lo pensó más, guardó la pala y el escobillón. Era la primera vez, en cinco años completos, que abandonaba el trabajo antes de terminarlo.

       Echó a correr detrás del compañero y cuando llegó, agitado, difícil, a la segunda rotonda, pudo ver el cuerpo de su jefe, Teodoro Meriño, cubierto con una sábana, junto a un charco de sangre. Varios policías no dejaban acercarse al cadáver y se comentaba que los del carro eran dos jóvenes que se habían dado a la fuga. Maricones, gritó Lorenzo Cuesta, desconsolado, como si hubiera perdido a su padre por segunda vez, y se sentó a llorar.

       Esa noche, el doctor Mario Cabrales, acompañó a Lorenzo a la funeraria de setenta y veintinueve, pero no quiso bajarse del carro, para no hacerle pasar  trabajo con la maniobra de su cuerpo y la silla de ruedas. Si te preguntan, dijo, diles que soy tu tío. Estaban presentes, la mayoría de los compañeros de la sección sindical; Lorenzo, ahogado en lágrimas, los abrazó uno por uno, pero todos quedaron boquiabiertos, como si no lo pudieran creer, cuando asociaban al muchacho, tan bien vestido, con el lujoso carro con gordo sentado.

     Lorenzo Cuesta caminó hasta el féretro y vio a su jefe por última vez. La mujer y la hija de Teodoro Meriño lloraban desconsoladas y a Lorenzo lo sorprendió el mismo zumbido de por la mañana. Sintió un terrible dolor de cabeza y muerto de llanto, espantado, contaminado por los alaridos de aquella familia, salió corriendo de allí.

           Ese muchacho no anda bien, dijo Danae.

           Mataron a su jefe en la avenida, no es para menos.

           Pobrecito, es un cordero de Dios.

           Cálmese, compadre, dijo Cabrales, con un vaso repleto de ron en una mano y la botella de Havana Club en la otra, cálmese, la muerte es algo natural en todos los seres vivos, considérelo como un cambio de forma, como una mutación de la materia, míreme a mí, me fui flaco y vine gordo como una bestia, en silla de ruedas, con mucho dinero, pero con necesidad de usted para valerme, en Madrid yo vivía a mis anchas, tenía mi consultorio, mis negocios, mis amiguetes, mis putas, mis bares predilectos, pero lo  mandé todo a la mierda y vine a repatriarme, hasta llegué a ser amiguísimo de Joaquín Sabina, nos íbamos de copas y de tapas como dueños de la noche, vivíamos en la misma calle, en el mismo edificio, fui su médico de cabecera incluso, solo me faltaba ponerme a cantar, no niego que me fue bien en España, que fui feliz hasta cierto punto, pero lo mandé todo a la mierda, a mal tiempo buena cara, vamos, hombre, tenemos la obligación de vivir por nuestros muertos, mi amigo del alma, el doctor Pancho Verdecia, sin pelos en la lengua, me ha dicho que me quedan pocas semanas en el barrio, yo tengo los días más contados que los de Teodoro Meriño, vine con tantos planes, con tantos proyectos y ahora debo cambiarlos, la vida es cambio, corregir el tiro es nuestra tarea, a la mierda las operaciones, a la mierda la liposucción, a la mierda mis rodillas rotas, usted tiene tremenda suerte, hermano mío, su aura limpia lo ilumina en cualquier territorio, las ruindades de este mundo nunca logran lastimarlo, yo lo envidio a usted, Lorenzo Cuesta, ojalá hubiera tenido yo la suerte suya, viviría intenso y sin complicaciones, sin temor alguno a las adversidades, con una paz tremenda rebosando este cuerpo, cambie esa cara, vamos,  a mí  me queda poco y quiero que la pases bien cuando me vaya, no tengo a nadie más en este mundo, solo a Danae Torres y a Lorenzo Cuesta,  así que ya usted sabe, les dejo todo lo que tengo, también les dejo el tiempo, todo el tiempo, hablaré con ella para dejar las cuentas claras, pronto los tres iremos a un notario, papelitos hablan lengua dice un chino, pero bueno, que no se diga, hermano mío, pórtese bien, así es la vida, puro cambio, qué pasa.

         Han albergado a miles de personas en oriente.

         Eso aquí no llega, mujer, no te preocupes.

         Tengo miedo, Cabrales, ese huracán me asusta.

           Carmen.

           ¿Qué?

           El huracán, mujer, se llama Carmen.

         Lorenzo Cuesta necesitaba estar solo, era mucho el tiempo ocupado en atender a Mario Cabrales, esperó con calma a que llegara la sesenta y nueve, y logró un asiento con ventanilla en la zona de atrás. El aire golpeó su rostro mientras disfrutaba la noche y se sintió mejor. Contempló la calle ochenta y cuatro, brillosa por causa de la lluvia, luego detuvo su mirada en la calle diecinueve, en la panadería de setenta y ocho, en la Casa de los Combatientes, en la gasolinera de setenta y cuatro, en el antiguo cine Cosmos, en el separador de la calle setenta, en el semáforo de sesenta y en la esquina de cuarenta y dos. Lorenzo cerró los ojos aunque no tenía sueño, le gustaba aquel aire húmedo, se sentía pleno, feliz, pero pronto debía cambiar de guaguas, cuando llegara a la avenida cuarenta y uno, y tuvo que bajar con prisa, por poco se pasa de paradas.

      Lorenzo Cuesta caminó bajo la llovizna, cruzó cuarenta y uno con calma, no había nadie esperando la otra guagua, esa ancha calle estaba tan desierta como las anteriores, pero necesitaba salir solo, recuperar su antiguo estado de ánimo. La muerte de Teodoro Meriño no lo dejaba dormir, el cadáver de su jefe se le aparecía cubierto con sábana en los sueños, luego se destapaba en medio de la avenida, junto a la segunda rotonda con fuente de agua, se ponía de pie empapado de una sangre que se limpiaba con ayuda de la propia sabana, pero  continuaba saliéndole a borbotones; su jefe se sentaba junto a él, para decirle, Compay, no llore tanto, no sea llorón, esto le pasa a cualquiera, como dice el doctor, y Lorenzo despertaba ahogado en llantos y en gritos, algo que nadie sabía, pero ese sueño constante, como si no pudiera creerlo, lo estaba matando. 

      En el Yara tampoco había mucha gente, la taquillera, con cara de pocos amigos, le vendió el ticket, tal vez extrañada de que alguien entrara a esa hora y con semejante película. Lorenzo entró, agradecido por su buena suerte, pocas veces se había visto en un cine para él solo, pero no, no estaba solo, pronto descubrió a dos o tres extraviados en las diversas lunetas, tipos con ánimas tan solitarias como la de él, tan especiales como él, tan incomprendidos como él. Nunca tuvo claro si la película era de amor o de misterio, si los personajes hablaban en ruso o en inglés, él no podía leer aquellos subtítulos que cambiaban tan rápido, pero en realidad no le importaba, jamás había leído una película subtitulada, él no sabía leer; en la escuela, por mucho que sus maestros se empeñaron, nunca había logrado concentrarse en la lectura de algo. Lo importante era el cine en sí, pagar la entrada con categoría, recibir un ticket para perderse en aquella oscuridad, permanecer sentado un par de horas en las lunetas del medio y dejarse llevar por los acontecimientos que les ocurrían a otros, aunque no los entendiera. Total, la vida era así, un cúmulo de acontecimientos que nadie entendía.

         Arrasó en oriente, Cabrales, ¿cómo estará mamá?

        Cálmate, Danae, por favor, aquí los huracanes no matan.

        Trae vientos terribles, fuerza cinco, acabó con las casas.

         Tranquila, mujer, por favor.

         Sí, como no eres tú.

         A mí me han dicho, hermano mío, que usted quedó desconsolado cuando perdió a su madre, dijo Mario Cabrales, junto a un vaso repleto de ron y una  botella de Havana Club, le pasó parecido como con Teodoro Meriño, pero con menos experiencia, y se trataba de su señora madre que no es igual, por suerte para usted, ella lo enseñó a valerse por sí mismo desde chamaco, aprendió a cocinar frijoles y arroz, a freírse una tortilla, a preparar congrí, carne de puerco, a zurcirse la ropa de la escuela especial, y todo, por si algún día llegara a faltarle,  como sucedió después, dicen que cuando a ella le dijeron en el policlínico, Compañera, su hijo no es normal, se resistió a creerlo y ya ve, muchos quisieran vivir como usted vive, tan dueño de su paz interior, una paz envidiable, con un aura limpia, sin odio, sin remordimientos, sin rencores, usted quedó solo como si lo pusieran a prueba, ni madre, ni padre, ni hermanos, ni nadie que pudiera consolarlo, a no ser esas vecinas bondadosas que siempre aparecen, para su buena suerte, pero de ellas hablaremos después, a mí me han contado, Lorenzo Cuesta, que su madre le inculcó, además, una profunda devoción por el trabajo, ser disciplinado al máximo, llegar temprano como el primero e irse tarde como el último, le mostró el camino para obtener diplomas de trabajador ejemplar en cualquier empresa que estuviera, daba lo mismo la construcción que comunales, pero siempre llegar temprano, cumplir sin quejas, coleccionar diplomas, sentir aplausos en reuniones sindicales, a mí me han contado, Lorenzo Cuesta, que en cierta ocasión, cuando usted trabajaba construyendo el Hospital Pediátrico, usted se levantó temprano como siempre, bebió su taza de café y salió camino a la parada, le extrañó que estuviera sin un alma, pero subió a su guagua que también estaba casi vacía, si acaso el chofer y un par de personas, algo que a usted le encantó al no tener que sentirse apretujado por los demás trabajadores, dicen que cuando llegó al trabajo usted tampoco vio a nadie, ni un alma había, mejor que mejor, se dijo usted, mientras se cambiaba de ropa en la taquilla, luego avanzó con cincel y mandarria hacia la piedra que le habían asignado, la peor de las piedras posibles, y comenzó a golpearla, a abrirle huecos mortales con todas sus fuerzas, esa piedra no podría con usted, ni con su mandarria, ni con su poderoso cincel, usted sudaba a chorros olvidado del mundo, abstraído en la contundencia de sus golpes, como si estuviera en un campo de flores donde se sentía muy bien, pero de repente, la voz de un custodio lo sacó del ritmo, ¿Quién anda ahí?, dijo, detrás de usted, con el revólver cargado y a punto de sonarle un balazo, Soy yo, qué pasa, no ve que estoy trabajando, ¿Y qué haces tú trabajando, compadre?, le dijo, aún muerto de susto, mientras enfundaba el revólver, ¿Cómo que qué hago trabajando?, usted llegó a pensar que a ese custodio le faltaba un tornillo, Pero si hoy es el Día de la Patria, compadre, es día feriado, nadie viene a trabajar, le dijo, entonces usted recogió su mandarria y su cincel, regresó  a casa en otra guagua vacía y se acostó a dormir como un santo, ¿ser así, tan diferente, con tanto autocontrol, es  o no es envidiable, Lorenzo Cuesta?, pero vuelvo al asunto de las mujeres, muchas coinciden en que usted resulta poderoso en la entrepierna, que se manda mal con su paquete, eso a ellas les saca a flote sus instintos aunque traten de evitarlo, las alborota como a gatas en celo, las pone lelas cuando en su mente lo sustituyen a usted por sus maridos, entonces, a la menor oportunidad, aparecen solidarias y tocan a su puerta, me han contado que en una ocasión, reciente el fallecimiento de su madre, la vecina más encantadora del edificio, vino a saber de usted con un plato de pudín entre las manos, y usted, sin poder evitarlo, miró sus bellas piernas, su bata de casa, ella entonces, entalcadita en el cuello, en los hombros, le sonrió al descubrirle la mirada, dijo que su marido andaba en  asuntos de movilizaciones, en ejercicios de defensa, y solidaria, tan sensible como aquella compañera de trabajo, cruzó una pierna sobre otra, dejó ver todo ese muslo desquiciante y ya usted no se pudo contener, corrió desesperado hacia la silla, descruzó ese muslo, inclinó su cuerpo en el lugar que le mostraban, e hundió su cabeza como pudo, con los nervios de punta, acalambrado, eufórico, en el oloroso centro que su vecina separaba, con un perverso gusto, para usted. 

           La Habana está en fase de alarma, dijo Danae.

          Tranquila, mujer, tranquila, aquí estamos protegidos.

          Pero yo tengo miedo, Cabrales, ese huracán nos viene encima.

          Carmen.

          ¿Qué?

          El huracán se llama Carmen, Danae.

          El doctor Mario Cabrales dio del vientre sentado en la taza, como ocurría desde que, para su buena fortuna, Lorenzo Cuesta se había convertido en su  sombra perpetua. Nada más rico que cagar, dijo, muerto de risa, frente al muchacho, quien también estaba sentado, pero en la cama, en espera de que terminara la función con mucha peste de todos los días. Mario Cabrales pujaba como toro en aprietos, una y otra vez, mientras el ruido de sus tripas evidenciaba la salida estrepitosa de una montaña de excrementos.

      Era la primera parte de todo un ritual, después vendría el asuntico del baño allí mismo, estirar la ducha con agua tibia y ponerse a regar ese cuerpo como si fuera la fuente de la segunda rotonda, el sitio donde trabajaba su jefe Teodoro Meriño. Luego tocaba el turno al gel con las esponjas, la frotación intensa hasta llenarlo de espumas, levantarlo apoyado en sus hombros para limpiar el culo, volver a pasarle la ducha con agua tibia, evitar con la escoba que el agua saliera del baño hacia el cuarto, secarlo con dos o tres toallas enormes. Llevarlo despacio y con esfuerzos tremendos a la cama, untarle cremas diversas, entalcar la penosa entrepierna, el cuello, las axilas, colocar el gigantesco culero desechable, perfumarlo como si fuera un bebé, sentarlo en la silla de ruedas, limpiar el baño y el cuarto, escucharlo hablar sobre esas mierdas baratas, chismes que los otros le contaban todo el tiempo.

     Ya terminé, dijo Mario Cabrales, sentado en la taza del baño, pero cuando Lorenzo Cuesta intentó levantarse de la cama para comenzar su faena, lo sorprendió un zumbido idéntico al que había estado sintiendo desde que vio en la calle el cadáver de Teodoro Meriño. Logró ponerse de pie apoyado en la cama, intentó dar un paso, pero la multiplicación del zumbido provocó que pusiera los ojos en blanco. Lorenzo Cuesta torció los brazos en plena combustión, cayó al suelo temblando, pataleando, soltando espumas por la boca, ante la mirada de espanto de Mario Cabrales. 

     Epilepsia, dijo el doctor. Luego, pegó un grito de auxilio, pero comprendió que era inútil, Danae a esa hora no estaba en casa y con todas las puertas cerradas nadie podría oírlos. Por causa de los golpes que su cabeza daba contra el piso o por la lengua torcida, el muchacho podía morir, había casos en que los epilépticos partían la lengua con los dientes y casos en que llegaban a tragárselas. El doctor Mario Cabrales no lo pensó más y se dejó caer al suelo, después, con extrema lentitud, comenzó a arrastrarse como babosa enorme en un baño con peste. A duras penas logró llegar al cuarto, pasó mucho trabajo para alcanzar la boca del muchacho, metió su mano hasta la lengua, y pudo enderezarla, a pesar de recibir una mordida como de guillotina francesa. Los temblores fueron cediendo de a poco hasta que quedó dormido, inerte, como un ángel cansado que se salva y el doctor Cabrales, con la mano aún sangrante,  se dejó caer junto al epiléptico, maldiciendo por tanto susto, a la hora de su baño.

             Quitaron la electricidad en toda La Habana, dijo Danae.

             Carmen pasará en un rato, dijo Cabrales, maldito Huracán.

             Han albergado a casi toda Centro Habana.

             Pobre gente, las casas son pésimas allí, menos mal que esta aguanta.

             Es un fuerza cinco, no te confíes, Mario Cabrales, son unos vientos terribles.

            Tranquila, mujer, las casas por acá aguantan eso.

            Debimos haber reparado el techo y las paredes, dijo Danae.

           Tranquila, mujer, tranquila.

           Tengo miedo, Cabrales, hace un viento terrible, ¿no lo sienten?

           Malo cargarlo a usted, mi socio, malo cargarlo a usted. Así repetía, jadeante, Lorenzo Cuesta, con el doctor Cabrales en la espalda, a pesar del arrastre inoportuno de sus piernas y del maldito viento, pero sin soltarlo. Un saco de papas, una maceta grande, cualquier cosa, menos cargarlo a usted, mi socio, se repetía Lorenzo, encabronado, para darse ánimos en la oscuridad, con la lluvia encima como alfilerazo, pero sin soltarlo. El doctor Mario Cabrales, pesaba un mundo, carajo, parecía como si en veinte años de ausencia se hubiera tragado media España él solo.

      En cuestión de minutos la parte de atrás de la casa se había ido abajo, por causa del Huracán Carmen, de fuerza cinco, con vientos sostenidos de trescientos kilómetros por hora, y por allí, por el último cuarto, andaba Danae Torres, pobrecita, ni llegó a gritar cuando tuvo el techo encima, debió haber muerto al instante, pero a Lorenzo Cuesta le alcanzó el tiempo justo para echarse a correr, con el doctor Mario Cabrales en silla de ruedas, mientras la casa continuaba el declive de atrás hacia adelante y ellos llegaban al portal.

     De repente, el viento del Huracán Carmen cesó, permitiendo una extraña calma, un insoportable calor, y ellos advirtieron que otras casas, resistentes en apariencias, también estaban en el piso, y que, para complicarse aún más, el agua de mar comenzaba a amenazarlos. Los árboles de la cuadra, arrancados de raíz, yacían sobre la calle junto a un enredo de cables del tendido eléctrico y varios vecinos, algunos con heridas en las cabezas, con gente en las espaldas, apoyada en hombros, ensangrentados, adoloridos, desesperados, trataban de alejarse chapoteando en el agua. Oigan, ustedes, dijo alguien con un niño en brazos, salgan rápido de aquí, estamos en el ojo del huracán, en minutos regresarán los vientos, si quieren salvarse corran a la escuela, es lo más seguro. 

      Malo cargarlo a usted, mi socio, malo cargarlo a usted. El doctor Mario Cabrales, empapado, asustadísimo, sin otro remedio que ir sobre Lorenzo Cuesta, permanecía en silencio ante esa frase, repetida como salmo para extraer fuerza interna, espantar la lluvia que los desorientaba, el viento que los detenía, el agua que los inundaba, y avanzar un paso más con él encima. El doctor Mario Cabrales, con los ojos cerrados ante la incertidumbre, se sintió el tipo más triste del mundo y, por primera vez en aquellos meses, se arrepintió de haber regresado a La Habana, Danae Torres, su esposa, acababa de morirse bajo los escombros; la calle era presa del destrozo total, sentía gritos de dolor por todas partes, el jadeo inconforme del muchacho, un calor intenso, pesado, como de horno de crematorio y el agua que ya subía por sus piernas.

      Lorenzo Cuesta, sin que nadie pudiera creerlo, logró llegar al edificio de la escuela, con el doctor Mario Cabrales encima y toda la pesadumbre de los tiempos en su cabeza, otra vez a punto de estallar por los zumbidos. Varios vecinos, a pesar de tantos sinsabores, aplaudieron su temible osadía y lo palmearon en la espalda, como si hubiera obtenido el mejor de los diplomas sindicales. Cargar un peso así, por tantas cuadras, no era fácil, bromearon  algunos y él se sintió orgulloso de su fuerza interna, pero cuando fue a comprobar cómo andaba Mario Cabrales, su mejor amigo en los últimos tiempos,  sintió un dolor tremendo en el pecho y cayó al suelo. Minutos después, ante un grupo de vecinos, crispados por tanto infortunio, el doctor Cabrales informaba, ahogado en llanto, que el muchacho, como si nadie pudiera creerlo, había muerto de un fulminante infarto del miocardio.

Premio Internacional de Relatos cortos sobre discapacidad en Valladolid, España, 2018.

EL PIANISTA DE CINE MUDO

Por fin salía de la cárcel. 

Debía adelantar, despacio, un largo terraplén bajo el sol de mayo, y después, permanecer con inocencia de hombre libre en la parada hasta que llegara la guagua.

Los camiones, como si supieran que el caminante era un tipo marcado, dibujaban nubes de polvo con tranquilidad.

Pero él era optimista, siempre lo había sido. No era casual que fuera el único ex presidiario del mundo que caminaba a esa hora por una carretera.

Había negociado con astucia veinte años turbulentos por diez de buena conducta que ya se cumplían y, aunque no le pararan los camiones, era un tipo feliz. Tanto, que ni por asomo imaginaba la desgracia.

Al final del camino, justo en la parada, el hermano del muerto que le había costado diez años lo estaba esperando.

Su desgracia.

Cuando la distinguió con cuchillo afilado, lo estremeció un escalofrío.

A eso llamaban “situación dramática”, dijo el profesor y la clase en pleno intentó copiar otra definición salida de sus labios.

Luego, paseó el aula con los brazos apoyados en la panza, miró por la ventana, suspiró con  calma.

Como casi siempre a esa hora, la vecina tendía ropas con el culo inclinado hacia él.

Era un ritual agradable, de paz, de mutua comprensión entre un aula y una azotea.

Él sabía que ella sabía que la estaba mirando. Entonces, se inclinaba hacia las ropas en la palangana y se mostraba natural, perfecta para un viejo profesor de humanidades.

O por lo menos, eso parecía. O por lo menos, eso demostraba.

Ay, las mujeres, quien las entiende.

Sonriente,  conocedor de su ritual con celulitis a distancia, dijo:

La situación dramática, muchachos, es el punto en el que nuestro héroe no cuenta con fuerza suficiente, para imponerse a una realidad superior que lo lastima. Ni más ni menos.

Después, tomó agua de un hermoso pomo verde y puntualizó, ya fuera de la ventana, que jamás debía aparecer en escena un “hermoso pomo verde”, por el gusto de alguien.

De ninguna manera.

Ah, pobre país, aquí no saben contar buenas historias.

Las joden siempre.

No saben apreciar la situación dramática.

Ni la intriga.

Ni los puntos de inflexión.

Ni los miedos eternos desde que el hombre es hombre.

Lean las novelas actuales y se darán cuenta.

Pocas pueden sostenerse.

Por algo ustedes mueren  de rabia con tantas películas insulsas.

A todas les falta situación dramática.

Son como el pianista del cine mudo que continúa tocando, aunque haya surgido la sonoridad.

Pero con iracundia en la voz, Berta Arismendi dijo, Explíquese, profe, que no entiendo nada, y él quedó mirándola, sorprendido, tal como un presidiario en apuros miraría al camión que frenaba unos metros delante.

El presidiario corrió.

Al fin y al cabo era un tipo optimista que se dejaba arrastrar por los designios.

Como por obra y gracia de una fuerza superior, para ponerle fin a su situación dramática, un camión repleto de gravilla había parado entre él, acabadito de salir de la cárcel, y la desgracia con cuchillo en mano.

El modo imprevisto en que apareció ese camión frenando en seco aliviaba algo de agonía en nuestro héroe, en esta primera etapa crucial, donde suplicó como monja en apuros, No pare, por favor, no pare, ante la seña del otro allá abajo, sus palabrotas y el blandir de un cuchillo.

Para su buena suerte, un chofer comprensivo obedeció la súplica levantando una nube de polvo superior a la de otros camiones.

¿Qué no entiendes, a ver, qué no entiendes?

¿La situación dramática?

Hija mía, está más claro que el agua.

Los humanos transitan de la desgracia a la felicidad y de la felicidad a la desgracia, todo el tiempo.

A ese tránsito, desde los griegos, lo llaman peripecia.

Pronto deberá aparecer otra situación dramática. De lo contrario se perderá el interés.

Ciertos descansos como este son buenos, pero necesitamos tensión, que parezca que va a pasar algo.

En una historia fluida el hermano del muerto tendrá que perseguir. Tal vez en otro camión, tal vez en la guagua que llega.

Nuestro héroe, por su parte,  deberá sentir la amenaza física.

Contaminará con su parloteo, contará su vida carcelaria, transmitirá escalofríos sin contemplaciones, mirará constante por el retrovisor, mientras el otro, el ayudante en la historia, el pobre chofer, sudará a chorros, manejará nervioso.

Escuchará sobre la vida en las prisiones.

Imaginará traslados, conflictos de reclusos que se advierten el odio, malas comidas, cucharas afiladas, sangre, visitas familiares, pabellón.

De haber sabido lo que le esperaba jamás hubiera frenado.

No estaría ese tipo nervioso en su camión repleto de gravillas.

Para aliviarse un poco el chofer prendió el radio.

En vez de música prefirió escuchar un discurso.

El oponente, en cambio, sentía amenazada la autoestima.

Su misión será ir detrás de ese hombre marcado.

Acumulaba un odio que ahora le brotaba feroz, en una calurosa carretera.

No estaba complacido con diez años de sentencia, se trataba de su hermano, de amenazas a su ambiente familiar, del prestigio en el barrio, de un antiguo pacto religioso.

Decidió hacer justicia por su cuenta.

El profesor, por su parte, orinó satisfecho, bien sudado, pero detuvo la mirada en su vientre y se sintió mal.

Por segunda vez en la semana.

No debió haber venido, nadie debía verlo así. Esos desarreglos se resuelven en absoluta soledad.

Aparecieron sudoraciones, un mareo que pudiera ponerlo en ridículo, temblores en el labio inferior.

Ya ni podía mirarse el pito como antes. Emprender antiguas cabalgatas, horizontales, sobre alguna hembra rica, por supuesto, durante toda la noche.

Con la propia mujer que tendía con el culo dispuesto a su ventana, por ejemplo,  o con cualquier otra que no fuera su esposa de años. Así era la vida. Un constante mentir y mentirse, hasta que terminaba.

Ahora, después de una simple sección de sexo, le daban sudoraciones, escalofríos, dolores,  sacrolumbagia.

Ay, mi pito, mi pito grande que ya no puedo ver.

Y era por culpa de un vientre extendido con almuerzos de comedor obrero.

Almuerzos urgentes de comedor obrero. Buena frase.

Ay, mi pito grande.

Embarrado ahora del orificio angelical de Berta Arismendi.

Por suerte.

Qué palo más rico esa Berta.

Qué maneras de moverse y de hacerlo mover.

La vida era otra cosa cuando se entraba en Berta Arismendi.

Como manantial de siglo XXI.

Entregaba su cuerpo y su alma, intensa hasta la máxima expresión, parecía como si llorara su propia situación dramática. Tenía cinco puntos en su clase, claro que sí.

Intentó dar un paso, pero se sintió peor. Un mareo tremendo se apoderó del cuerpo, el mundo entero pareció agotarse, las cosas no andaban bien.

Berta Arismendi, satisfecha, agradecida por ser la elección femenina de ese curso, lo admiró al por mayor desde la cama, y al darse cuenta de su estado, intentó socorrerlo, pero llegó tarde para evitar la caída estrepitosa.

Ay, papi, qué pasó…

Hidalgo Sarmiento era un ministro de un prestigio enorme y últimamente se apreciaban sus intervenciones.

Decía que el país necesitaba cambios urgentes.

Las fuerzas productivas, como olas artificiales en piscina olímpica, se sentían apresadas por obsoletas relaciones de producción.

Habían llegado tiempos de cambios: de internet para todos, de locutorios en todas las esquinas, de producción inagotable, de construcción de viviendas, de béisbol profesional, de construcción de carreteras, de desarrollo agrícola, de fin de los eternos problemas de transporte, de permisibilidad para viajes sin distinción de puntos cardinales, de ventas y de compras, de unificación de monedas, de felicidad palpable en el presente.

Pero de nosotros dependían esos cambios, compañeros.

El ministro Hidalgo terminaba inflamado los discursos, sus arterias parecían a punto de estallar, pero se sentía responsable, comprometido, feliz.

Tenía sesenta, y se desplazaba en el estrado como si fuera  menor.

Era pequeño, mestizo, ojigrande, bromista, carismático.

Recibía aplausos rotundos en sus intervenciones. Todo le marchaba viento en popa.

Hasta en la cabina, el presidiario y el chofer venían escuchando su discurso, pero nuestro héroe en realidad se preguntaba otra cosa.

No entendía cómo diablos el hermano  del muerto lo estaba esperando.

Un chivatazo. Algún enemigo encubierto que no pudo detectar.

La vida en prisión era de madre, no tenías paz.

Ni en la calle tampoco.

La doble moneda nos estaba desangrando, mi socio.

A nadie le daba la cuenta.

El dinero parecía distanciarse como línea de horizonte.

La gente andaba en su propia acumulación de traiciones, adulterios, miserias.

Parecía un sálvese quien pueda a golpe de cuchillos, cabillazos, mal de ojos, brujerías.

El chofer lo escuchaba sudante.

Pasaba una pequeña toalla por el rostro, aireaba con su gorra de los yanquis, afirmaba con movimientos de cabeza, miraba ansioso a la carretera, al retrovisor.

Detrás venían otros camiones. La guagua.

¿En cuál de ellos estaba el hermano del muerto convertido en desgracia, para un presidiario acabadito de salir?

¿Cómo habrá reaccionado cuando se enteró?

Compro cualquieerpedaciito de oroo,

coompro plata, coomproenchaapee.

Tal vez haya sufrido una punzada tremenda en el estómago, y por la ira,  dejado de anunciar sus pregones de barrio, corrido hacia los santos, al cuchillo.

Era un punto de inflexión que apuntalaba la historia.

Recurso programado con suma estrategia hasta llegar al clímax.

Pero aquí se desconocen los puntos de inflexión.

No saben usarlos.

De ahí que haya tanto fracaso, indolencia, pesadez.

Las inflexiones deben programarse como mecanismos de relojería.

Eso no ocurre en Hollywood, a  ellos los jode otra cosa.

Pero tampoco falló en Shakespeare, ni en Chéjov, ni en Borges,  en nadie que respete el buen contar.

La meta es el clímax.

Encontrar un punto alto y recordable en la historia.

Debe ser por eso que apareció un negro viejo.

El nuevo personaje, metido en un gastado uniforme militar, revisaba el latón de basura de un lujoso reparto.

Era fuerte el negro viejo.

Tan fuerte, que el resto de los pordioseros prefería no acercarse hasta que terminara.

No querían problemas, sobre todo El Jabao Miranda y Cojo López, quienes ya habían probado sus trompadas, sus ladrillazos.

La prueba la tenían en las propias heridas que no  cicatrizaban.

Era mejor dejar tranquilo al negro e mierda.

 Quedaban mirándolo, maldiciendo su fortaleza uniformada, odiándolo hasta que se marchara.

El negro, como de sombrero de magia, sacó del latón zapatos casi nuevos que cambió por los suyos, sacó un reloj de pulsera casi nuevo, una bolsa de pan mohosa casi en buen estado, unos tamales intactos casi calientes, dos bolsas casi llenas de leche en polvo, una revista extranjera casi nueva y en idioma español, para su buena suerte.

Maldito negro viejo. Ya se iba con casi todo en sus sacos, el resto de la tropa podría hacer lo suyo sin problemas, comenzaba la fiesta.

El negro los dejó en el latón y se alejó despacio de aquellas residencias. Unas horas después se bañó en el río, acomodó los alimentos y decidió cenar tamales, no fueran a echarse a perder si los guardaba.

Ya con el estómago lleno tuvo dos opciones: buscar a la gorda nueva que entró al grupo y templársela a cambio de un poco de leche en polvo, o ponerse a leer la revista.

Acostado, prefirió lo segundo.

Leyó un artículo sobre racismo que un importante funcionario había publicado, y se murió de risa.

Quién dijo que aquí había tanto. No joda, compadre, la gorda nueva era rubia; El Jabao Miranda, mestizo, y Cojo López más blanco que esa leche en polvo que ahorita me pienso tragar.

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Había su dosis de racismo, pero no como se podría pensar con ese artículo. Ni somos mapuches, ni gitanos, ni kurdos.

Cuando se escribía de esas cosas, había que hacerlo con peso.

A los negros le pedían mucho carné en la calle, era verdad. Ser joven y negro era casi una desgracia. Sospechosos habituales. Apenas salían en televisión, no protagonizaban sus vidas como debía ser, y si los sacaban en sport educativos era cometiendo errores que un blanco corregía llamándoles la atención.

Pero de ahí a que costara la vida ser negro como en otros lugares, iba un trecho enorme.

Más preocupantes eran otras diferencias. Novedosos y florecientes campos de golf, con sus campeonatos incluidos, por un lado, y que creciera un ejército de pordioseros, de todos los colores, por el otro.

Justo en ese momento reflexivo el primer cabillazo entró por la revista y fue a darle en la cabeza.

El Jabao Miranda y Cojo López lo habían madrugado.

En la carretera, las cosas tampoco iban bien. El hermano del muerto, de modo increíble, había logrado entrar el torso en la cabina de un camión repleto de gravillas, para prenderse al cuerpo del ex recluso, quien dio un grito de espanto y se orinó de golpe por semejante sorpresa con cuchillo.

Trató de detener el brazo del oponente después de sentir la primera puñalada, pero no tuvo fuerzas para evitar una segunda, una tercera, y otra y otra, mientras su sangre se convertía en elemento salpicador de cabina, y un chofer aterrorizado frenaba en seco para salir de su camión como un bólido.

Era la máxima expresión de la historia, el punto alto al que por fin se llegaba.

El clímax.

Desde la carretera, un chofer tembloroso pudo ver las piernas en el aire del hermano del muerto, y, por el parabrisas, el ejercicio pleno del cuchillo.

Mientras más recreación hubiera en este punto alto, mejor.

Garantía eficaz contra el olvido.

Un chofer espantado, un hermano sediento de sangre, un presidiario.

Aquel ejercicio de muerte, por más que lo contara, parecería increíble. Siempre cuestionarían su honestidad, a pesar de su esfuerzo por resultar verosímil. ¿Cómo pudo entrar así, en plena marcha?, ¿de dónde había salido?, ¿de la guagua o de uno de aquellos camiones?, ¿acaso había montado detrás, en las gravillas, agazapándose?

Las preguntas no importaban ahora. Masacraban, delante de él, al ex presidiario que hacía unos minutos era todo análisis sobre la situación del país y aquello resultaba espantoso.

Muerte en forma de cuchillo. Furia que entraba y salía en cuerpo ajeno. Grito infernal de ex recluso. Cabina embarrada. Rabia intensa de hermano ejecutor. Parabrisas teñido hasta ocultarlos. Adrenalina total. Mareo. Calor. Mareo. Ahogo.

El chofer sintió peste a mierda, se comprendió cagado por el susto, sintió calambre intenso en brazo izquierdo, dolor fuerte en el pecho, se arrodilló y, despacio, cayó en una carretera que hervía.

Hidalgo Sarmiento, en cambio, no llegó a tocar el suelo. Más pálido que nunca, recostó su cuerpo al muro del centro deportivo, cerró los ojos, y al abrirlos ya estaba en la sala de urgencias de un hospital. Alguien lo había socorrido, un alma solidaria de las muchas que abundaban. Entonces, descubrió que aún tenía puesta su ropa deportiva, que descansaba sobre una sábana manchada por tanto uso, que había perdido el habla de manera inexplicable, que apenas podía moverse y que nunca había estado en semejante hospital.

Descubrió ajetreo de camillas, enfermeros, algún médico de paso apurado, varios acompañantes en sillones, mezcla intensa de olores difíciles, gritos, quejas, risas, llantos.

Descubrió, además, frente a su cama, a un viejo barrigón tomando agua de un hermoso pomo verde, acompañado por una gorda que debía ser su esposa.

Descubrió, empotrado, un televisor chino en lo alto de una pared y se dejó llevar un rato por las palabras de un desconocido, a punto de estrenar un filme, que despotricaba con suma altanería contra la incapacidad de otros realizadores argumentando fallas, punto por punto, e imponiendo su obra como ejemplo contrario.

Descubrió que el filme tenía un nombre raro, El pianista del cine mudo, y que a su derecha un solitario con cara de espanto y gorra de los yanquis de Nueva York intentaba ir al baño, no sin antes mirar a todas partes, como si sospechara; y descubrió a su izquierda que un negro viejo, metido en un gastado uniforme militar, con la cabeza vendada, sufría intensamente sus dolores y no iba a permitirle dormir en toda la noche.

Pero cerró los ojos y sintió la melodía de un piano en la distancia, logró sentirla, e imaginó una irremediable carretera, con un ex presidiario que avanzaba despacio; y un camión de gravillas dibujaba una nube de polvo intensa.

Premio Internacional de relatos cortos José Nogales, en Huelva, España, 2018.


BREVES DATOS DEL AUTOR

Alberto Guerra Naranjo nació en La Habana en 1963. Es Licenciado en Eduacación, especialidad Historia y Ciencias Sociales, promotor cultural, profesor de humanidades, de guiones audiovisuales y de Escritura Creativa. Cuentos suyos aparecen en revistas y antologías junto a cuentos de Navokov, Tarkovsky, Carpentier, García Márquez, Rulfo, Borges y otros. Varios de sus textos han sido traducidos a idiomas como el inglés, portugués, francés, italiano, alemán, danés, checo, croata y chino mandarín. Ha publicado varios libros de ficción entre los que destaca su novela La soledad del tiempo, que cuenta con 4 ediciones y su novela Los conjurados (editorial Malpaso, Barceloa, España, 2022). Es el único escritor cubano que ha obtenido dos veces el importante premio nacional de cuentos convocado por la revista La Gaceta de Cuba, en 1997 y en 1999. En 2018 obtuvo el Premio Internaciona de Relatos Cortos sobre Discapacidad en Valladolid con su cuento Miserias del reloj y el Premio Internacional de Cuentos José Nogales con El pianista del cine mudo, ambos en España. Con el audiovisual de su cuento Los heraldos negros, donde fue guionista, obtuvo el Premio Internacional Broad Casting Caribe, 2012.



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