épicas del sur

Musicos

Cuentos Músicos de Alberto Guerra Naranjo

Presentamos Cuentos Músicos de Alberto Guerra Naranjo.

SAXO

Un negro avanza con calma entre campos de algodones, tararea con ramita entre los dientes y el jolongo en la espalda permite una rítmica cadencia, pero un beduino saca un móvil en medio del desierto, a muchas leguas de allí, marca un número y grita, Mustafá, Mustafá, el dromedario no soporta la carga, ¿qué debo hacer?, mientras el policía ruso con traje de marca, pistola colgando en el sobaco, sonrisita aprendida en un filme de Humphrey Bogart, advierte que su mujer y su hija ya están desayunando y se despide con un beso apurado antes de bajar las escaleras, cuando la señora que atiende la librería de antigüedades en una calle de Londres, por fin abre la puerta, suena la campanita de aviso, Estas cerraduras siempre se congelan, dice soplando el aire frío, cambiando el closed del cartelito por el open, bajo un invierno cada vez más cruel y solitario, Ah, este invierno cada vez más cruel y solitario, piensa, sin imaginar que en el Caribe un quinceañero en pulóver sin mangas sobre su patineta, aprovecha las guaguas y su velocidad para llegar más rápido a la casa de su novia, y el presidiario que va en el camión por la calle de otro país frota sus manos cuando acaban de cambiarle las esposas, sin que lo miren los otros presidiarios, nadie quiere mirarlo, pero lo conocen muy bien, los gritos en la madrugada salieron de su boca y el pequeño indígena, a muchos metros de altura sobre el nivel del mar, guarda sus cuatro llamas en el nuevo corralito, escupe la hoja de coca ensalivada, acomoda su gorro de colores y se incorpora lentamente al grupo que lo estuvo esperando, De prisa, Atahualpa, grita alguien, nos vamos a La Paz, mientras la joven del segundo piso de un apartamento de microbrigada se echa jarros de agua tibia pensando en que si no se apura llega tarde a sus clases de inglés, porque las guaguas están de madre y el jabón se le cae, My name is Sandra, repite, my name is Sandra, cuando un viejo irlandés a cuatro horas de diferencia, según los meridianos, fanático del fútbol, coloca quinientos euros constantes y sonantes sobre la mesita de noche sabiendo que se pierde un buen partido, pero la polaca cuarentona del segundo piso ha aceptado la propuesta, es un manjar, por Dios, si ustedes la vieran, así que es mejor que se sienta segura antes de desnudarse en este otro partido, cuando un coro de voces en la iglesia de Nuestro Señor Cristo Rey grita, Aleluya, Aleluya y la muchacha de la última fila, tan fuera de sí, tan cerca de Dios, levanta las manos y su entrepierna se humedece como si Él la estuviera poseyendo, Mustafá, Mustafá, grita un beduino con móvil junto a su dromedario ahora en una calle neoyorquina, Mustafá, ¿dígame qué debo hacer?, sin que el negro con la ramita entre los dientes y el jolongo en la espalda se asombre al mirarlo desde un bar, Es el saxo, la fuerza del saxo, debe ser el saxo, dice la señora con frío sobre la patineta, colgada de las guaguas para llegar a tiempo a cualquier parte, mientras el del pulóver sin mangas cierra la puerta de la librería londinense, pone el closed del cartelito, se marcha despreocupado entre la nieve y tropieza con una joven recién bañada con jarros de agua tibia, que ya no se interesa por sus clases de inglés, porque avanza entre miles de indígenas que quieren derrocar otro gobierno, y el presidiario aprovecha el descuido del guardia, lo empuja y se pierde en la avenida, justo cuando un policía ruso dice, Jarachov, por fin voy a salir en los periódicos, al verlo entrar en un viejo edificio dublinés, saca la pistola debajo del sobaco, piensa en su hija y en su mujer desayunando, aplasta el cigarro estilo Bogart, junta sus dos manos en el arma, y avanza el beduino hasta el bar con una propuesta interesante, el negro sólo escucha cuando el beduino dice, Hey, man, ¿te interesa comprar un dromedario?, y espantado bota la ramita, Es el saxo, la fuerza del saxo, jadea la señora detrás de una guagua en espera del cambio de luces, Quién me lo iba a decir, cuarenta malditos años en una librería sin descubrir el mundo, esto sí es el mundo, dice señalando el patín y todos aplauden desde las aceras cuando el policía ruso está a punto de patear la puerta donde ha visto entrar al presidiario, Aleluya, Aleluya, corean desde la iglesia de setenta y veintinueve en Buena Vista, pero antes el policía mira por la hendija, Dios mío, no lo puedo creer, un viejo irlandés bufa sobre una cuarentona que maldice en una lengua extraña y un grupo numeroso de indígenas levanta sus puños, Abajo el gobierno, abajo el gobierno, repiten, y el policía ruso recostado a la pared ya no quisiera salir en los periódicos, preferiría ser un negro con ramita entre los dientes, un beduino con dromedario en Nueva York, una vieja loca patinando en la ciudad, cualquier cosa, menos estar a punto de patear la puerta por donde ha entrado un presidiario, pero tiene que hacerlo, es su deber, para eso es policía, qué dirán la hija y la mujer si se enterarán de su miedo, entonces suspira, toma impulso y patea, aplausos, la puerta se abre de par en par, el teatro en pleno se pone de pie, y todos, absolutamente todos, con lágrimas en los ojos, aplauden, incluidos los miembros del jurado, los familiares, los amigos del saxofonista, quien inclina la cabeza como si no pudiera creerlo, así es la vida, cuando un artista toca la sustancia, el sumun, la esencialidad a través de su instrumento, conversa con Dios y quienes pueden advertirlo, aplauden, aplauden y aplauden, el artista, entonces, no tiene otra opción que inclinar el torso una y otra vez, Es tu saxo, la fuerza del saxo, grita alguien desde el público y el saxo por obligación vuelve a la boca otra vez, y se oyen las notas otra vez, y en la memoria colectiva aparece el policía ruso otra vez, juntas sus dos manos en el arma, dispuesto a perpetuarse en el concierto, Jarachov, se dice, yo no estaba equivocado, y sobre la cama puede ver al viejo irlandés en calzoncillos intentando hablar de fútbol, avergonzado por lo mal que le ha ido en el juego con la cuarentona, una fanática de Nuestro Señor Cristo Rey, Aleluya, Aleluya, los observa con la entrepierna totalmente humedecida, la prueba está en el líquido que corre hacia las medias, el joven en pulóver sin mangas pasa sus dedos y lo saborea, un dromedario se ha echado a dormir en un rincón del cuarto, el negro ríe con ramita entre los dientes junto al beduino que marca un número en el móvil, mientras el indígena escupe una bola de coca ensalivada y besa en la boca a la joven estudiante de inglés, y el presidiario, por fin aparece el presidiario, tomándose el vaso de agua que la polaca, con sus tetas al aire, acababa de brindarle, no hace más que mirar a la pistola, Tiene derecho a permanecer en silencio, cualquier palabra puede ir en su contra, dice el policía justo cuando los gritos de los indígenas, Abajo el gobierno, Abajo el gobierno, y los de los fanáticos de la iglesia de setenta y veintinueve, Aleluya, Aleluya, confundidos con los aplausos en el teatro, impiden que se escuche su voz, y el saxofonista, emocionado al máximo, con lágrimas en los ojos, inclina la cabeza, Gracias, muchas gracias, antes de partir al camerino.


GIROS

Noche de concierto; pero nadie lleva trajes y ningún director de orquesta hace inclinaciones frente al público. En la oscuridad, tratando de no enredarse con los cables, los músicos corren hacia sus instrumentos y cada uno comienza a tocar junto a los chiflidos y aplausos de los que se agrupan abajo. Euforia. El cantante llega al micrófono y dice, Buenas noches, ya verán lo bien que la vamos a pasar y se rasca la nariz, mientras los otros agudizan el ritmo y se desplazan seguidos por el juego de las luces. Las muchachas comienzan a subirse en los hombros y a saltar y a corear al compás de las notas que desprende el bajo. «Kike, súbeme», le gritan a un joven que lleva el nombre grabado en la parte trasera del pulóver. No hay respuesta; piensa en la probabilidad de una broma y continúa el chasquear de sus dedos y las palmaditas con ritmo en una de sus piernas, abstraído totalmente del bullicio y la pedantería. Domina los giros menos perceptibles de la canción y los va tarareando; tropiezan, pasan por su lado una y otra vez como si él no existiera. Acaso la razón de la existencia tendría que ser sólo que grite y pronuncie en alta voz, desorbitado, el nombre del cantante, piensa y recuerda que no pocas personas han reflexionado sobre el modo de existir, termina sonriendo. Quizás ayer que no hubo concierto Renato Descartes se hubiese colocado entre la sien y sus orejas repitiendo: pienso, luego existo, pero usted también existe porque anda colgado de una veintidós, en camiseta y short de flores, aunque vaya uno a saber en qué usted piensa. Pues, en asegurarse las dos piernas en la escalerilla de la guagua pidiendo dar un paso para atrás, que debe llegar vivo a MARIANAO, es de música o muerte, hasta que cierran las dos hojas engrasadas de la puerta y los demás no tienen más razón para colgarse, pero así permanecen; y yo soy menos feliz, porque pienso (luego existo) vender una Remington que salta algunas letras o canjearla por una guitarra a una joven que le gusta escribir versos muy largos y no sé cómo va a verme sentado advirtiéndole que la zeta y la jota son las únicas que saltan por no ser muy usuales en la lengua, problemas de semántica, tú sabes y hacer dos chistes de transporte muy serio para dispararme entre hasta luego, Chao preciosa, ya nos vemos, esta vez con la mochila vacía y el instrumento debajo del brazo. Luego, repetir antiguas madrugadas en los parques, con la realidad de extraer música de una guitarra propia y poder sonarse la nariz sin el temor de que alguien se moleste si toca sin secarse las manos. Ahora vive reventándose las yemas en cualquier Casa del Té de Habana Vieja, con un grupo de socios que hacen grandes poemas mitológicos para pasar el tiempo desde la tarde hasta la tarde. No fuma, pero se acuesta con Ángela de vez en cuando y ésta lo presentó a sus amigos para que lo conocieran y también se ha quedado perplejo por la gran cantidad de poetas inéditos que existen y se ha dado cuenta de que no es el único que lucha por revolucionar: dentro del arte. Lo conoció por una amiga que estudia con su hermano en la Universidad. Él no es estudiante, pero conoce de filósofos y músicos de antaño. Primero le gustó su blusa y luego madrugaron, ahora toca con ellos entre poema y poema, pero en ocasiones dice que éste no es su mundo, que no nació para andar con tantos locos de té frío. Y vuelve al día siguiente para tocarles lo compuesto en esa madrugada, de paso termina acostándose con Ángela, prometiéndole lo que nunca le pide, para volverse a perder. Así es Kike, el muchacho que cantó el otro día, es amigo de ellos y como todos dicen, promete llegar.

Llegar a levantarse temprano, porque en su casa no lo soportan un segundo más con ese pelo largo, haciendo ruido con la maldita guitarra, y si no consigue donde trabajar va a tener que largarse con su música a otra parte, y nadie sabe a qué parte, así que habló con un compañero del barrio, responsable de obras que le dijo: Ve por allá y ahí lo ven, dejándose llevar por las orientaciones de un mulato viejo, porque él no era el primero que pasaba por allí dispuesto a engullirse el mundo por unos días y luego la cintura, las ampollas y el siempre padecí de la garganta terminaban por vencer. Llegar a levantarse temprano y no quejarse a sus anchas delante de los otros, porque ha leído que en otros tiempos un hombre como él hacía poemas y se juntaba los domingos con la mezcla y con la zafra y con el banco y quién sabe si hasta en una que otra madrugada que no recogen los documentales, rodeando una guitarra, haya escrito canciones, con las manos ampolladas, así como él ahora muy dichoso de que el ruido que antes molestaba a su familia, esté sirviendo para que queden completamente dormidos sin siquiera una protesta. Incluso han llegado a proponerle recortes de periódico que contienen concursos musicales y le alientan los domingos entre tragos, porque al fin han comprendido que en esa música, algo nuevo reclama nacimiento. Por eso en el concierto, cuando le vuelven a gritar: «Kike, súbeme», quizás pueda imaginarse que él no es Kike, ni que forma parte del mundo que aplaude. Irá a la micro brigada y saludará a los compañeros y hasta cantará y sudará para ellos, recordando viejos tiempos. Ahora sonríe con ganas de morirse de dicha, de espaldas a los instrumentos y seguido por las luces, invitando a corear un estribillo. Cuando concluye la tercera canción, corre a la banqueta y tantea un vaso de cristal para tomarse un trago. Lo aplauden más. Entonces los mira a todos y de un golpe lanza al público el pulóver con Kike grabado en las espaldas, y dice que es un recuerdo de esta noche, dando paseítos desarticulados por la zona más cercana a los brazos que tratan de tocarlo. Brotan los carteles en contra de la guerra, la pereza y la ingratitud. Kike grita que se siente muy bien y llegan retundantes los chiflidos con aplausos, el regocijo de las muchachas arcadas sobre hombros, abrazos y la inquietud radiante de una foto que era símbolo de todas las virtudes. Así entonan la próxima canción. Kike dice que es un estreno, canta sobre la mala suerte del que puede morir en su pistola sin quererlo. Hace un paréntesis y recuerda las matanzas en ciudades que se acoplan para los incendios, pero se rasca la nariz y dice que no obstante la vida cambiará. Aplauden y aplauden. Kike mueve las manos, alguien lucha por tocarlo y le pide que lo suba; él la recuerda, se le acerca sonriente y se inclina, «Kike, súbeme», vuelve a decirle y no lo piensa, le sostiene la mano con su mano, en la otra la guitarra, pide que no haga ruidos, que hay escalones que delatan a cualquiera y en estos días está en baja con los viejos, por lo del pelo largo y vaya, si tuviera al menos cinco pesos no la hubiese traído aquí, pero bueno, qué le vamos a hacer, ya vendrán tiempos mejores…


LINCON LA VOZ

       

A las diez de la mañana del catorce de octubre pasado, después de treinta años sin ningún tipo de relación, tropezó frente al Banco de Línea y Paseo, el pianista Cuqui Sierra, director de una famosa orquesta de música popular, con otro anciano, Lincon la Voz, quien trató de apartarse ofreciendo disculpas, aunque no fuera culpable, pues su jabita de nylon, con cuatro guayabas maduras, le había manchado el pantalón.

             Discúlpame, hermano.

             Cuqui Sierra no llegó a mirar el rostro de Lincon la Voz; dijo, No hay de qué, mi socio, sin apenas contrariarse. Luego, hizo un gesto con los hombros como si explicara que quien se había interpuesto en el camino era él, quien estaba apuradísimo era él, y a quien esperaban en un carro mal parqueado era a él. Cuqui Sierra sacudió tres semillas de guayaba de su pantalón de marca, caminó con pasos de niño hacia el cajero automático y solo pareció desearse éxito en la extracción de billetes que haría con la tarjeta magnética que sacó de su cartera. Nada más.

            Lincon la Voz, en cambio, quedó impactado con el encontronazo. Su rostro adquirió una palidez semejante a cuando le subía la presión arterial en plena calle y recostado al muro de turno colocaba la pastilla de turno bajo la lengua, con los ojos en blanco y la mano en el bolsillo del resguardo, resignado a los caprichos de Oshún. Pero esa palidez era distinta, se dijo, al descubrirla en el reflejo de la furgoneta TRANSVAL, recién aparecida, de donde bajaron tres uniformados corpulentos, dos de ellos con escopetas nerviosas, que conminaron al público a apartarse, mientras el tercero corría al banco como si se tratara de alguna mala película donde estaban a punto de asaltarlos y hubo adrenalina en el entorno, miedo acabado de traer en furgoneta, hasta que regresó el recogedor de billetes más asustado que antes, montaron y se fueron veloces dejando pánico colectivo, temblores en la mano con tarjeta magnética de Cuqui Sierra y más palidez en el rostro arrugado de Lincon la Voz.

       Distinta, se dijo, era una palidez distinta. Parecida a cuando su glicemia bajaba de repente y cubierto de sudoraciones, con nata en la lengua, con resequedad, se sentía el ser más infeliz de la calle en que estuviera, sin otro remedio que apelar al caramelo de urgencia, al buchito de agua, a la respiración pausada, a los ojos en blanco, a la mano en el bolsillo del resguardo.

       Pero no. Esa extraña palidez que tenía no era por causa de la furgoneta, ni por los tipos fuertes y asustados de todas las mañanas, ni por sus escopetas nerviosas, ni por la corredera que armaban, ni por la presión arterial, ni por las sorpresivas descompensaciones de su azúcar, sino por ese inesperado encontronazo. ¿Quién iba a imaginar que hoy, catorce de octubre, después de tantos años, tropezaría nada menos que con Cuqui Sierra?

     Por suerte, apurado como estaba por entrarle al cajero, Cuqui Sierra no se había dado cuenta de que el viejo de la dichosa jabita de nylon era él. O tal vez hubiera fingido lo contrario para despistarlo ¿Acaso supo Cuqui Sierra que era Lincon la Voz ese viejito pálido y lo había disimulado con un No hay de qué, mi socio?, ¿qué ganaba Cuqui Sierra con detenerse, desde su altura de hombre que corre al cajero automático, a mirarlo en baja con cuatro guayabas en jabita de nylon y saludarlo con afecto artificial, como para pasarle una cuenta en la escena obligatoria que hoy le imponían los orishas?

      Cuqui Sierra, tal como lo exigían sus circunstancias, andaba detrás de unas gafas oscuras de las que se usaban ahora, con un pelo y unos bigotes negrísimos, tan teñidos como su realidad, aretes chillones en las dos orejas, barriga prominente y exitosa, dos o tres grandes anillos en las manos, papada de carnívoro inquieto, casquillo de oro intenso en varios dientes, prestancia de quien apela al formol y al maquillaje, en lucha sin tregua contra el paso del tiempo, frente a un cajero automático.

     Lincon la Voz, en cambio, con tantas arrugas como baches tenía la acera que pisaba, estuvo obligado a recostar su cuerpo pálido al murito, eructar discreto el huevo hervido del desayuno, chupar un caramelo por si acaso, poner la pastilla debajo de la lengua por si acaso y soltar un largo pedo cálido con sumo cuidado, porque nunca se sabe.

     Con discreción, buscó el sitio de donde había salido Cuqui Sierra y, para su sorpresa, descubrió un lujoso carro detenido en la calle. Descubrió, además, a una despampanante veinteañera, también con gafas oscuras, que desde su asiento en el carro contemplaba al famoso pianista atareado en el cajero automático y, de paso, lo advertía a él, al viejo Lincon la Voz, pero como pura interferencia. Entonces, con remordimiento inesperado, con envidia de tipo en baja, miró a Cuqui Sierra de espaldas, miró a la joven contemplativa en el carro, movió la cabeza a ambos lados, hizo la mueca más amarga del mundo, e intentó reír junto a su jaba de nylon. Del carajo la vida, caballero, se dijo, inmerso en un inesperado ataque de risa, como si fuera un nuevo loco en la ciudad, pero de repente un nudo en la garganta le advirtió que ese catorce de octubre, a las diez de la mañana, si había tropezado con Cuqui Sierra, las cosas no estaban para risa, qué carajo.

     En todo caso era preferible apartarse, sacar lentamente la mano del resguardo, permitir que la joven continuara mirando hacia el cajero automático, hacia su Cuqui Sierra, hacia el temblor de la mano con tarjeta magnética, dar unos pasos como quien no quiere las cosas y quedar un rato así, contemplativo, como si estuviera en la entrada de un surco de caña y no frente a un banco.

      El viejo Lincon la voz, con jabita de nylon en mano, pudo imaginar, inclinado y con mocha, al joven negro que fue Lincon la voz, allá por los años setenta, y de inmediato, como lluvia en charco de acera, se le aguaron los ojos.

      Nadie con potencia como la suya, maestro; qué Frank Sinatra, Aretha Franklin, ni Barry Manilow; Lincon la Voz, ¿me entendieron?, el mejor de los mejores, la música en persona en un surco, caballo, así gritaba Bustamante, después que Lincon concluía A mi manera, entre las cañas, y hasta los gorriones quedaban petrificados por tanto vibrato.

      Así, con solemnidad de amigos de una estrella en ciernes, repitieron todos en el campamento, la noche del catorce de octubre en que apareció Cuqui Sierra con su grupo, quien quiso comprobar si era cierto lo que decían aquellos locos embarrados de caña y prestó el micrófono al tal Lincon, un negro flaco que subió al estrado como si siempre hubiera sido un grande al que ya le llegaba la ocasión de demostrarse.

      Lincon se hizo sentir con una suavidad que incitaba a borrar de un manotazo el campamento, pero no, esa noche había mucha gente, invitados de otras partes, muchachitas, incluso, y no fue fácil que la voz se impusiera como en un campo de caña; además, era su primera experiencia con micrófono, así que el campamento fue borrado poco a poco; primero, desaparecieron maletines, mochilas y maletas con jarros, cucharas, calzoncillos, cartas, retratos, toallas, direcciones; luego, tocó el turno a las incómodas literas, a las botas de trabajo, a las medias manchadas y con peste, a los sucios pantalones verdeolivo y a las camisas y pulóveres sudados, a las bandejas mal fregadas y grasientas, a la cuota ordinaria de ratas, guasasas, cucarachas, moscas y mosquitos, a las planillas de oficina repletas de cronogramas y de informes, al mal sabor del agua de turbina, al listado de la emulación por brigadas, al mural con indicaciones estrictas y con fango, a los sacos de arroz y a los de chícharos, a las latas de pescado y a las de carne rusa, a los teques mañaneros del teniente y a las muelas bizcas de sus sargentos incultos, al reglamento y a las mochas, a los campos de cañas y a las cantimploras; y por último, sin mucho esfuerzo, se borraron de golpe las infernales letrinas, con sus pestes de años.

      Cuqui Sierra, desde la vieja pianola, escuchó una voz con un vibrato impecable, capaz de colocarlo en otra dimensión, quizás junto a un astro lejano, o en un avión de cubana por primera vez; aquello era arte, simple beneficio de Dios posado en los pulmones de un negro flaco, con poderes trascendentes, y lo supo enseguida, al punto de no creer lo que estaba escuchando, con la potencia y la magia que lo estaba escuchando; quedó como otro gorrión en campo de caña al escuchar María, e imaginó detrás de su pianola, con la boca semi abierta, que aquella multitud emocionada, incluidas las muchachas de los otros campamentos, sobre todo la rubia alta que daba salticos eufóricos, era un grupo inmenso de gorriones, hechizados, extasiados, afiebrados, por la extraordinaria voz de ese Lincon.

      Cuqui Sierra, a punto de colgar los guantes con la música, había venido al chequeo de emulación de Unidades Militares a ver si escapaba; al grupo le faltaba filin, el público no los asumía ni en los cabaret de medio palo, no tenían swing; además, estaba loco por soplar al cantante, por creído, por indisciplinado, porque en asuntos de música, como en cualquier asunto, mi socio, había que ser hombre, tener principios, vaya, y como no habían encontrado a nadie cargaban con él, pero chico, tú tienes una voz tremenda, cantas como los ángeles, así que ya sabes, cuando termines aquí, búscame en esta dirección.

     Fue leal para los enemigos y para los amigos traidor, era el filme soviético que anunciaba el Payret la tarde en que Lincon bajó de un tren con papelito en mano, dispuesto a comerse La Habana con su voz; repitió Nikita Mijalkov varias veces, para aprenderse el nombre del director, sin soltar la caja de cartón, repleta de plátanos manzanos, que brindaría a Cuqui Sierra y a los muchachos del grupo cuando los encontrara.

     Primero debía rastrear con cautela la dirección del papelito, evitar jodedores que pudieran timarlo, y mientras preguntó a los viejos, una ciudad bulliciosa, ruidosa, escandalosa, diferente a la calma habitual de su pueblo, lo perturbó como nunca, al punto de provocarle un cosquilleo nervioso en la boca del estómago.  Oh, La Habana, se dijo  contemplativo, dispuesto a conquistarla, y con caja de plátanos en mano, se enamoró para siempre de unas calles con más Fiat, Volgas y Moscovich que Cadillac y Chevrolet; con mucha gente colgada en los estribos de las guaguas, hombres en camisas de mangas cortas iguales y quillas en los pantalones campanas iguales; mujeres en beividores iguales y peinados iguales; tipos especulando en las esquinas con radios soviéticos enormes; ómnibus de transporte escolar vacíos sin detenerse en las paradas repletas; gente cargando agua en tanques sobre ruidosas chivichanas; guaposos de caminar ladeado, pañuelo en mano y brillosas botas de trabajo, rebajadas en las suelas para que parecieran zapatos de vestir; pipas con mangueras apostadas en las esquinas de las calles; balcones con gotas que desgraciaban hombros; gente sudorosa aglomerada en las paradas; negros y negras con llamativos peinados estilo afro, a lo Ángela Davis y peineta en los bolsillos; carros con música vendiendo helados, gente corriéndoles detrás; jóvenes con  uniformes del Destacamento Pedagógico, del servicio militar, de becados en las escuelas en el campo, de maestros primarios, de estudiantes en escuelas politécnicas; rastras enormes, repletas de hormigón prefabricado, con diseño soviético, para construir apartamentos de microbrigada; algunos afortunados con ropas traídas en secreto por marinos mercantes: Manhattan apretadísimas de colores chillones, pitusas marca Loise, Jordache o Levi Strauss, doblados en los tobillos; mataperros con gorras de Industriales jugando al cuatro esquinas; estantes repletos de cancioneros con letras de la década prodigiosa; muchachitas uniformadas y con libros locas por perder la virginidad; albañiles, electricistas y plomeros improvisados, con cascos blancos en los camiones; vidrieras de cristales intactos con pantalones chinos de colores pálidos y tiros imposibles de ajustar, maniquíes con ropa soviética chillona: camisas de nylon, pantalones de láster, abrigos de corduroi; barberos detrás de sus asientos ofertando pelados con motas sobre orejas; choferes de manejar ladeado, camisas de guinga, pañuelo en cuello y motas sobre orejas; colas enormes por todas partes; consignas patrióticas por todas partes, máquinas de frozzen, gente con barquillos chorreantes por todas partes, policías con apretadas camisas de mangas largas muriendo de calor en las esquinas, cafeterías vendiendo fritas a diez centavos, pan con mostaza a diez centavos, pan con croquetas a diez centavos, pan con pasta a diez centavos, pan con tortilla a diez centavos.

          Al fin La Habana, carajo.

         El viejo Lincon, recostado al murito, se echó a reír cuando recordó al joven Lincon, nervioso, soltando la caja de cartón para abrazar a Cuqui Sierra y a cada músico que abandonó el ensayo, al verlo flaco, como un aparecido, en aquel cuartucho detrás del Payret. Eufóricos, no podían creer que hubiera venido tan rápido; entonces lo rodearon, destaparon una botella de aguardiente de siete pesos, echaron la ración de los santos en una esquina, brindaron por la limpieza indiscutible de su voz, por los tiempos fundadores, por el viraje que tendrían en lo adelante, por el cambio inmediato, por el punto de giro, hasta que el propio Cuqui ordenó silencio, caballero, dejen que Lincon hable, y escucharon su relato de viaje en un tren de mala muerte, la despedida de sus amigos reclutas, la fiesta que le hicieron en la unidad, la impresión de su primera vez en La Habana, la cantidad de cosas que había visto en una misma calle, y la cantidad de jevas buenas, también, qué carajo. El viejo Lincon los recordó muertos de risa metiéndoles mano a los plátanos, se recordó cantando por segunda vez detrás de un micrófono, y volvieron a salírsele las lágrimas. 

        Qué tiempos aquellos, Lincon la voz.

       Ensayaban hasta la madrugada por amor al arte; olvidaban los almuerzos y las comidas por pasar horas montando un buen repertorio; vendían cualquier cosa útil para mejorar los gastados instrumentos; llenaban el piso de colillas de cigarros; discutían apasionadas estrategias musicales a punto de caerse a golpes; estudiaban armonía con algunos profesores y canto con Luis Carbonell; consumían cantidades enormes de café; tomaban botellas de aguardiente de siete pesos, compradas en la bodega del barrio o fiadas por el propio bodeguero; resolvían picadura en tiempos de escasez y con una cajita de madera liaban cigarros Tupamaros; tomaban guafarina y alcohol de noventa; reían, gritaban, maldecían y soñaban, sin perder las esperanzas; templaban vecinas gordas y vecinas flacas, vecinas casadas y vecinas bellas, atraídas por el nuevo estilo del grupo, por su cambio rotundo y por el swing del nuevo cantante, un tal Lincon la Voz.

       Pero las condiciones no mejoraban a pesar del viraje estético del grupo y Lincon estuvo durmiendo por años en el piso del cuartucho, repleto de ratones, donde ensayaban; templaba sobresaltado en cualquier cama de admiradora que advertía, Rápido, mi amor, hoy no puedes quedarte; mal dormía en los butacones de la empresa eléctrica donde trabajaba o en maltrechas posadas de cinco pesos por tres horas, con agujeros pendientes de su intimidad; templaba sobre mesas de oficinas con secretarias patiabiertas de placer por su voz; recorría con Cuqui Sierra y el grupo decenas de cabaret de mala muerte o se dejaba llevar hacia pueblos extraviados en los mapas (Mango Dulce, Limonar, Ranchuelo, Calimete, Taguasco, Mayarí), hundidos entre alcoholes y sueños que nunca llegaban.

      Nadie con potencia como la suya, maestro; qué Frank Sinatra, Aretha Franklin, ni Barry Manilow; Lincon la Voz, ¿me entendieron?, el mejor de los mejores, la música en persona, caballo, así gritó Bustamante, el socio de los surcos de caña, su yunta en el servicio militar, ahora mucho más gordo, qué cosas tenía la vida, carajo, desde una mesa de cabaret, las vueltas que daba, acompañado por su prima, la rubia de los salticos eufóricos en el campamento, ¿te acuerdas de Olga Lidia, caballo?, y de repente, después de ese grito, de los fuertes abrazos, de tanto llantén y de tantos tragos, las cosas cambiaron.

         Ah, qué tiempos aquellos, Lincon la voz.

      Bustamante habló con su prima Olga Lidia, Olga Lidia habló con su padre, Octavio Lara, pincho en Cultura, y Octavio Lara, complaciendo a su hija, habló con su amigo de infancia, Rosillo, el famoso promotor de Progreso, quien después de comprobar la calidad de esa voz en los ensayos, susurró a los miles de oyentes de Alegrías de sobremesa, que pocos en el patio y en el mundo entero, fíjense bien, sostenían un registro tan alto, tan limpio y tan sólido como el de Lincon la Voz, un elegido que cantaba como los ángeles, si es que los ángeles podían hacerlo con semejante virtuosismo, ¿verdad, Cuqui?, porque la Voz era virtuoso en cualquier escenario, habitante de un panteón especial junto a los grandes, y la prueba eran esos rotundos aplausos.

      Como chasquear de dedos, del puro ostracismo en un cuartucho detrás del Payret pasaron a las páginas de los periódicos y no faltó programa musical, de radio o de televisión, donde no los acosaran con una ensarta de preguntas; grabaron un longplay en los estudios de la EGREM  y el éxito se les multiplicó gracias a la portada del disco, donde aparecían con gafas y espendrum a lo Ángela Davis, distribuidos por las vidrieras de casi todas las tiendas; sus estribillos eran tan tarareados como los de Rumba Habana, Los Bokucos, Irakeres, Van Van o La ritmo oriental; tocaban con regularidad en El Náutico, en La punta, en La Piragua y en el Salón Mambí; ordenaban coritos desafiantes a las multitudes (“manos pa´rriba todo el mundo”, “a recogerse”, “aguacero de mayo, agua que va a llover”, “saquen los pañuelos”) que eran cumplidos en el acto y a veces sobre cumplidos con violencia (navajazos, botellazos, punzonazos, pergas al aire con orina); en los carnavales eran solicitados por casi todas las comparsas, pero ellos preferían desfilar con la carroza de la construcción o acompañar en rumba a Los guaracheros de Regla; en las calles los fanáticos apenas permitían que caminaran, hacían preguntas inoportunas, solicitaban firmas en  discos, en hojas, en pulóveres o en las palmas de las manos, y las fanáticas los asaltaban a besos, proponiéndoles inapropiados encuentros furtivos con la esperanza de atraparlos en el brinco y convertirlos en esposos reales; ya no podían trastabillar borrachos de aguardiente como antes, ni discutir apasionados como antes, ni continuar en el mismo cuartucho de ensayos como antes; aquello era la fama, Lincon la Voz, y les llegaba limpia.

              Ah, qué tiempos, carajo.

       Pero la vida era azarosa, impredecible, repleta de alturas y de abismos para tipos como él, destinados a jabitas de nylon; y a cargar sobre sus hombros la culpa, la pérdida, la intolerancia, el posible desajuste de otros. Lincon lloró como un niño al ver a Cuqui Sierra, de espaldas en el cajero automático, y, por segunda vez en mucho tiempo, pensó en matarlo. Cuando era joven, siempre concibió ese acto apretando al pianista con suma lentitud; en sus sueños de cárcel aparecían unas manos aferradas al cuello, unos ojos fuera de órbitas, una lengua babeante. En cambio, ahora, imaginó que daba pasos en busca de una piedra, se acercaba despacio y la dejaba caer, varias veces, con fuerza, en el famoso pianista, hasta que se jodiera. La sangre de Cuqui manchaba su camisa de marca, su pantalón de marca, manchado ya por las guayabas, y lo manchaba a él, a Lincon la Voz, quien soltaba la piedra con susto y apretaba el resguardo, como si Oshún lo increpara. Algunos curiosos, espantados, ignorarían las causas por las que un viejo en baja, sin ton ni son, en la mañana del catorce de octubre, frente a un cajero automático, ejecutaba a otro viejo con ropa de marca, aretes en las dos orejas y tarjeta magnética. La vida era azarosa, impredecible, repleta de alturas y de abismos para tipos como él, pero a Lincon ya se le había secado el odio y no contaba con fuerzas para piedras ni venganzas; prefería llorar o reír con sus recuerdos, según fuera el caso, o sacar una sucia toallita del bolsillo, limpiarse los mocos, contemplar a Cuqui en el cajero o desviar la vista hacia el carro mal parqueado donde la veinteañera de turno aguardaba detrás de sus gafas.

      Bien mirada, aunque alcanzara cierto parecido con Olga Lidia, la muchacha no era tan despampanante como había creído; pequeña, sin clase, tan raquítica como cualquier mujer de ahora. ¿Y qué carajos pasaba con las mujeres de ahora?, ¿por qué eran más menudas y sin clase que las de su tiempo? ¿Serían los drásticos cambios en la dieta nacional? Aquello daba vergüenza ajena. Casi todos los muchachones nuevos parecían liliputienses, integrantes de una peligrosa generación falta de fibras; ninguno llegaba a los hombros de Lincon la Voz, cuando el sentido común indicaba lo contrario.

           Olga Lidia era alta, fogosa, alegre, rubia con culo de negra; jamás negó la sangre africana en sus venas y esa actitud a él le encantaba. Bien pegada a la tarima, era capaz de bailar con todas sus canciones; daba salticos eufóricos como en el campamento o subía a los escenarios a moverse sabroso, hasta abajo, cuando ya no aguantaba; lloraba a moco tendido con cada bolero tierno salido de su voz; lanzaba besos apasionados al escenario, improvisaba coreografías de ocasión con otros bailadores que le quedaban perfectas; sudaba henchida de goce y esperaba en un rincón, como buena estudiante, a que concluyeran los conciertos; bailaba rico, pegada a él, en las oscuridades del Karachi, en La red, en el Saint John, en La zorra y el cuervo, en El gato tuerto y en cuanto club nocturno descubrieran; se dejaba besar apasionada en los bancos del parque Maceo, en los de la calle G, en Monte Barreto, y en el muro del Malecón; consentía que la amara en la posada de Once y veinticuatro y en casi todas las de Playa; cocinaba rico, desnudita y en delantal, espaguetis al dente con vita nova, orégano en polvo y queso parmesano; frijoles negros dormidos, arroz blanco, papas fritas, ensalada de aguacates y bistec encebollado; en el peor de los casos: arroz amarillo con chicharro, ensalada mixta de tomates, espinacas y zanahorias, sin que faltaran las cajas de cervezas, en las casas en la playa de Guanabo, Santa María, Jibacoa, resueltas por un fanático del sindicato de Cultura que nunca fallaba; Olga Lidia hacia el amor con una rabia inusitada, despacio, como si bailara horizontal en el mejor escenario; Olga Lidia se sentía feliz, con su culo de negra, dueña y señora de la voz de un cantante, en el Jagua de Cienfuegos, en el Habana Santiago de Ciego de Ávila, y en cada hotel de provincia donde el grupo era invitado.

        Pero un domingo de ensayos Cuqui Sierra no aguantó más, llamó aparte a Lincon y en la terraza, sin mirarle a los ojos, le dijo, Negro, no te me pongas bravo, en asuntos de música, como en cualquier asunto, había que ser hombre, tener principios, vaya, ser sincero, y lo de Olga Lidia y tú no procede, caballo. Lincon lo vio encender un cigarro, soltar el humo nervioso, mover las manos, continuar diciendo que los del grupo se quejaban por los privilegios, que Olga Lidia no formaba parte, pero se hospedaba en los hoteles de provincia, que tenían que soportarla entrometiéndose en todo, que no podía ser, que los demás también tenían derecho a llevar a sus mujeres, pero no había espacio, transporte, ni dinero para tanto gasto, mi hermano.

       Lincon escuchó en silencio, miró a los techos de una Habana ya conquistada con su voz, a las mujeres que lavaban ropas en las azoteas, a los muchachones atendiendo sus jaulas de palomas rabiches, buchonas, mensajeras; a quienes empinaban maltrechas chiringas junto a hermosos papalotes con cuchillas en los rabos; miró a las antenas de los televisores soviéticos, Krim, Electrón, en blanco y negro, por donde había logrado conquistar tantos fanáticos; miró a un viejo destupiendo con calma su cocina Piquer de Luz brillante; miró a las tendederas con sábanas blancas, ajustadores, calzoncillos mata pasiones y anchísimos blúmeres de lastiflé; miró a los enardecidos jugadores de dominó que tomaban aguardiente y fumaban cigarros Aromas, Dorados, Vegueros, Ligeros, o Populares de uno sesenta; miró a los apartamentos con barbacoas, donde tal vez a esa hora estuvieran escuchando sus canciones; miró a una anciana recogiendo en su puerta el litro que los lecheros ponían todas las madrugadas sin fallar; miró a un avión de Aeroflot que se perdía entre las nubes, y, por último, con calma de hermano menor, detuvo su mirada en Cuqui Sierra, su yunta de años, creyendo inoportuno responder a esa diatriba de domingo, descarga pasajera, berrinche, o punto alto de un malestar acumulado; y para que las cosas no pasaran de ahí, optó por abandonar el ensayo y regresar al día siguiente, como si nada hubiera ocurrido. Pero se equivocaba, aquello no era una simple descarga. Te equivocaste, Lincon la Voz, se dijo triste, recostado al murito y volvieron a salírsele las lágrimas.

     Con pesadumbre, hecho talco, en vez de explayarse en la intimidad sobre el conflicto con su amigo, prefirió alcanzar la jarra y servirse dos vasos de agua fría, disfrutados delante del Impud que cerró de un portazo; prendió un veguero largo, se sentó en el butacón con Olga Lidia sobre las piernas y susurró en su oído, Cuando venga de Bulgaria, mi amor, me meto a solista. Pero en casa de Bustamante fue más explícito; hilvanó la cadena de motivos que le impedían continuar con Cuqui Sierra y el grupo, estableció un balance justo de todos esos años, repitió que no le quedaba más remedio que volverse solista y en un arranque brutal terminó soltando frases de odio, interrumpidas por su yunta, muerto de risa, Deje la envolvencia, caballo, que usted es el talento en persona, para llegarse al cuarto, traer una botella de whisky y una revista; Olvide eso, aquí la bestia es usted, olvide eso, le dijo Bustamante abriendo los brazos y Lincon terminó contaminado por la alegría, puso la revista sobre la mesa, destapó la botella con calma, echó la ración de los santos en una esquina, sirvió un trago en el vaso de Bustamante, otro en el suyo, brindaron por el viaje a Bulgaria, por el Festival de la Canción de los Países Socialistas, vaciaron los vasos de un golpe, los volvieron a llenar, fumaron populares con filtros de a dos pesos, pusieron un longplay en el Arcord soviético, comentaron que los búlgaros decían no moviendo la cabeza como si dijeran sí, murieron de la risa imaginándose con búlgaras desnudas, imaginaron a Bicer Kirov cantando Cuba Bulgaria, un machete y una rosa, Cuba Bulgaria, significa amistad, y se murieron de risa; imaginaron  a Benchi  Shiromakova cantando Cecilia Valdez como si fuera Alina Sánchez y se murieron de risa; imaginaron  el trío de Alla Pugachova, Karel Gott y Lincon la Voz cantando Cuba, qué linda es Cuba, y se murieron de risa; y cuando apenas quedaba whisky en la botella, Bustamante dijo, No le has echado un vistazo a mi regalo, caballo, y Lincon hojeó una brillosa revista extranjera, donde las imágenes de Frank Sinatra, Aretha Franklin, y Barry Manilow, sus cantantes preferidos, idealizados hasta el delirio, aparecían en su vida por primera vez.

      Llenar planillas, tirarse fotos, hacer colas para trámites de viaje, alteraba los nervios en el grupo, sobre todo los de Cuqui Sierra, quien interrumpía el ensayo a mitad de canción para advertir, controlar o exigir, como si marcara territorio, diciendo, en el mejor de los casos, que había que recoger los pasaportes en Cultura, que faltaba el autorizo para comprar ropa en la tienda especial, que todo el mundo debía tener el mismo safari carmelita, las mismas gafas, el mismo estilo afro en los pelados, que compraran mocasines iguales, maletas iguales, los mismos Poljov y que debían agregar al repertorio dos canciones búlgaras y tres rusas, por si acaso. Pero si andaba de mal humor, interrumpía de golpe la canción de turno y gritaba, Cierra esa puerta, Lincon; baja el tono, Lincon, eso es La menor, compadre; yo soy el jefe aquí, qué está pasando; dice el traductor de búlgaro que no entiende nada, hay que pronunciar más claro, Lincon; caballero; pónganse pa´aesto, que así no vamos a ninguna parte; y el ataque de nervios de Cuqui Sierra, con sus salidas ridículas, terminaba perdonado por el grupo, y por el propio Lincon la Voz, para que ese primer viaje al Festival de la Canción de los Países Socialistas, en Sofía, la capital de Bulgaria, se convirtiera en una inobjetable realidad.

      Pero la vida era azarosa, impredecible, repleta de alturas y de abismos, para tipos como Lincon la Voz, destinados a jabitas con guayabas maduras; por mucho que soñó compartir escenarios con Bicer Kirov, Irina Ponarovskaya, Helena Vondrackova, con la excelente Alla Pugachova, con el grandísimo Karel Gott, o con la propia Benchi Shiromakova, sus sueños no se convirtieron en una inobjetable realidad. Lincon no pudo ir al aeropuerto con safari carmelita y pelado estilo afro, ni se sentó en un avión de Aeroflot con destino a Bulgaria, ni estuvo en el Festival de la Canción de los Países Socialistas; fue sorprendido con reunión urgente, puro golpe bajo del propio Cuqui Sierra, acompañado por una comisión de última hora, quien comenzó a mover las manos nervioso,  delante del grupo, argumentando que en asuntos de música, como en cualquier asunto, había que ser hombre, tener principios, vaya, y ellos entendían, nosotros entendemos, la comisión entiende, que el compañero Lincon, buen artista, con mucho camino por delante, y espero que lo comprendas, mi hermano, pero nosotros entendemos, la comisión entiende, que el compañero no contaba con requisitos suficientes para el viaje; que andaba con revistas extranjeras, que exaltaba a cantantes foráneos, a tipos como Frank Sinatra, Aretha Franklin,  Barry Manilow, y eso era diversionismo ideológico, caballo.

         Lincon en la prisión, intentó hacerse sentir con la misma suavidad con que incitaba a borrar de un manotazo el campamento, en aquellos años de servicio militar y de zafra, cuando era un negro flaco y feliz, pero su voz ya no respondía como antes; faltaban juventud, motivación y riesgo. En los Encuentros Culturales de Reclusos, no fue capaz de convertir a sus oyentes en gorriones ni una sola vez; descreídos, desconfiados, mal sentados, los reclusos más fieles aplaudían sus esfuerzos de artista en desgracia, por cantarles La gloria eres tú, de José Antonio Méndez, Contigo en la distancia, de César Portillo, Fusil contra fusil o La era está pariendo un corazón, de Silvio Rodríguez, pero del aplauso cortés no pasaban. Los reclusos eran tipos con marcas eternas, y él en el fondo comprendía que era uno de ellos, incapaz de borrar su pasado por más que lo intentara; incapaz de borrar aquella tarde de ensayos, la declaración de Cuqui, su puñalada pública. Lincon era un recluso que por lo menos hubiera deseado borrar, con sus canciones, el instante en que cerró los ojos mientras escuchaba el lamentable discurso de su amigo; o el minuto en que los abrió, dispuesto a matarlo; hubiera querido borrar de un manotazo aquella manera de ponerse de pie, sin que le hubieran dicho, Compañero Lincon, póngase de pie; sobre todo, hubiera querido borrar la silla en alto, los rostros espantados de los tipos de la comisión, el brazo protector de Cuqui Sierra, el sonido metálico, el golpe.

      Nadie con potencia como la suya, maestro; qué Frank Sinatra, Aretha Franklin, ni Barry Manilow; Lincon la Voz, ¿me entendieron?, el mejor de los mejores, la música en persona, así decía Bustamante, cada vez que le llevaba la jaba de comida al Combinado, todo se va a arreglar, no te preocupes, caballo. Pero vendió el Arcord con sus bocinas, la Sanyo doble casetera, la colección de discos de jazz, una vieja pianola, dos pitusas nuevos de paquete, el refrigerador Impud, y cuando tuvo miles en el bolsillo se fue con su prima Olga Lidia en una lancha rápida, que, según las malas lenguas, nunca había llegado a la costa conveniada, porque de ellos no se supo más; Lincon, en cambio, salió de la prisión varios años después directo a una botella de alcohol; hundido en la miseria olvidó cantar cuando descubrió que lo olvidaron; la voz se fue rajando para siempre y el delirio de haber tocado el cielo alguna vez, de haber tenido fama alguna vez, lo hacía sentir bien solo cuando alguien de su tiempo se lo recordaba. Cuqui, por su parte, aparecía en los periódicos con frecuencia, recorría mucho mundo con otros cantantes, sustituidos según las circunstancias; cambiaba de mansión a cada rato, mejoraba el carro, se comprometía con rubias de corte similar al de Olga Lidia; se teñía, se compraba ropas de marcas, se colgaba aretes chillones en las dos orejas, anillos en casi todos los dedos, hasta llegar al Banco de Línea y Paseo, un catorce de octubre, como si nunca hubiera matado una mosca.

      ¿Quién iba a pensar que treinta años después, frente a un cajero automático, como en escena obligatoria impuesta por orishas, tropezarían Lincon la Voz y Cuqui Sierra?, ¿quién hubiera imaginado que la aparición de una furgoneta TRANSVAL, con tres tipos corpulentos, dos de ellos con escopetas nerviosas, conminando al público a apartarse, mientras el tercero corría al banco como si se tratara de alguna mala película, iba a ser un hecho que se reflejaría en un dictamen médico, unas horas después?, ¿quién hubiera advertido que la adrenalina en el entorno, el miedo acabado de traer en furgoneta, habrían de provocar más palidez en el rostro arrugado de Lincon la Voz, y mucho temblor en la mano con tarjeta magnética de Cuqui Sierra?, ¿acaso supo Cuqui Sierra que era Lincon la Voz ese viejito pálido y lo había disimulado con un No hay de qué, mi socio?, ¿qué ganaba Cuqui Sierra con detenerse, desde su altura de hombre que corre al cajero automático, a mirarlo en baja, con cuatro guayabas en jabita de nylon, y saludarlo con afecto artificial, como para pasarle otra cuenta?

           El asunto era que Cuqui Sierra tenía una tarjeta magnética en la mano, una veinteañera con gafas de las que se usaban ahora, un carro de lujo mal parqueado, y una extraña sensación, remordiéndolo, desde que había descubierto al viejo Lincon, recostado al murito.

            Cuqui Sierra contó el dinero, sacó la tarjeta del cajero automático, se acercó al viejo amigo de antaño, puso una mano con temblores sobre el hombro, tuvo intención de obsequiar un billete de los grandes, pero la mirada de Lincon lo contuvo; entonces, entrecortado, sin atreverse a mirarlo, dijo, que en asuntos de música, como en cualquier asunto, mi socio, había que ser hombre, tener principios, vaya, que lo perdonara, que no debía remover ciertas cosas, pero por algo estaban allí, que a usted se le tenía mucha envidia, caballo, que no era fácil, la vida no era fácil, que se acordara de aquella revista, que Bustamante los había presionado, y que él, Cuqui Sierra, trataba de ayudar en la reunión, cuando vino el sillazo, ah, que tampoco lo querían con Olga Lidia, mi hermano. 

             Lincon vio partir a Cuqui Sierra en su carro de lujo y apretó su resguardo; nervioso, muy nervioso, miró con desprecio al cajero automático, luego soltó un escupitajo, colocó la pastilla de turno debajo de la lengua, y fue  sintiéndose mejor, como en sus buenos tiempos, música en persona en un muro de banco, cuando se recordó frente a un público, convertido en un millar de gorriones, gracias a sus limpios registros; no podía imaginar que dos horas después, a causa de un susto, de una fuerte impresión recibida, el famoso pianista sufriría un infarto, probablemente, por los aparatajes de una furgoneta, según dictaminaron los médicos.

            Lincon metió su toallita sucia en un bolsillo, pensó en Olga Lidia, en Bustamante, en una lancha rápida, y en aquella revista. Luego, se levantó del murito, hizo el signo de la cruz cerca del pecho y apuró el paso, muy pálido, con su jaba de nylon, no fueran a volarle el turno en la cola del almuerzo, como casi siempre.

Desobedientes

         Acopladísimos, como si ensayaran para el matutino de la escuela, desde una guagua repleta, acaban de gritarme, Bicho raro. Yo venía entretenido, lo suficiente como para no mirar a nadie, con los audífonos puestos, pero sin música en mi Motorola, y, de repente, esos gritos, Bicho raro, bicho raro, me han hecho correr hasta El Café. Me cago en el mundo de mierda este, me cago en la madre de la guagua entera, me cago en el perfecto hijo de puta de mi padre, me cago en las promesas de mi socio Caraballo y hasta me cago en este móvil que no sirve para nada.

Necesito baterías, estas ya no dan más, cada vez que las pongo en la corriente, con la ilusión de que alarguen la vida, resulta que no, maldita sea, las cargo y solo duran un par de canciones. Entonces, quedo un rato en el balcón, tamborileo con mis dedos la baranda, miro con asco el pedazo de ciudad que me ha tocado, maldigo mi suerte, mi mala suerte, maldigo a mis baterías, mis pobres baterías, y salgo a caminar despacio, como si el Motorola aún funcionara y no existiera otra cosa en el mundo que la buena música.

Evito pisar rayas durante el trayecto y no puedo negar que me siento bien, bastante bien, al menos un poco mejor que cuando estoy en casa, insípido, medio acorralado, como una vaca en uno de esos establos que salen en el noticiero.

A veces, pensar la música es mucho mejor que escucharla, eso ha dicho siempre Caraballo, y es una verdad tremenda. Con un poco de imaginación se puede contemplar la rapidez del baterista preferido las veces que uno quiera, las cuerdas de la guitarra sueltan auténticas chispas, es impecable el manejo de los efectos especiales sobre el escenario, irrepetible la atmósfera que provoca un buen concierto en la mente, el éxtasis que uno alcanza entre la multitud vibrante, la algarabía total en el estadio repleto de fanáticos, algo así me ha dicho Caraballo. Algo así.

El viejo también dice lo mismo, pero con otro tono y, con otras palabras. Últimamente, como si lo hubiera puesto de tarea en su plan de trabajo, cae por casa con el fin de dedicarme más tiempo. Eso dice la vieja después que se va, mientras abre puertas y ventanas para que el aire se lleve el olor a gasolina de carro estatal que se impregna por buen rato en el apartamento. Un olor que soportamos mientras el viejo está con nosotros, que se entremezcla con el olor riquísimo que produce la vieja en la cocina, y que he aprendido a separar de otros olores con paciencia, sin ponerme bravo.

No puedo hacer otra cosa, no quiero ofender al viejo. He aprendido a esperar, supongo, como mismo lo hace su chofer allá abajo cuando escucha, Dale, que nos vamos, y despierta babeado en el carro, dispuesto a llevárselo hasta la próxima vez, o como lo han hecho sus distintas secretarias y los demás trabajadores de su empresa. He aprendido a esperar, con una calma infinita, a que termine sus consejos de tipo que se las sabe todas, mientras come frente a mí, y habla eufórico y con la boca llena. He aprendido a esperar a que me bese la frente y se largue pensando que cumple una vez más su tarea de padre educador y profundo. Esperar, esperar es lo único que se me ocurre cuando aparece el viejo.

A veces, pensar la música es mucho mejor que escucharla, intenta explicarme con sus palabras falsas, engoladas, como extraídas de alguna asamblea, y a mí me dan ganas de echarme a reír. De momento, como si no pudiera evitarlo, suelto el tenedor sobre el plato y me pongo de pie, acerco despacio mi cuerpo a su silla, escucho sus frases rotundas, llevo mis manos al estómago y me parto, me parto de risa. El viejo se espanta al verme partido, dividido en dos mitades, Esto es lo que faltaba, corre, ven a ver, la vieja sale de la cocina asustadísima, Ay, mijo, qué has hecho, grita al verme en ese estado, y aunque resulte imposible, intenta pegar mi cuerpo otra vez. El viejo, molesto detrás de su plato, comienza a manotear sobre la mesa, quiere redondearme su discurso, necesita terminar la última idea. En cambio, yo (hijo en peligro por no saber qué es la vida), de la cintura para abajo muero de risa recostado a la pared, y de la cintura para arriba (hijo en peligro por no saber escucharlo), hago lo mismo cerquita de él. La risa es tremenda, escandalosa, frenética, desatinada, con llanto en los ojos, con comida entre dientes.

Pero no. Jamás me he levantado de la silla, aunque muera de ganas. Todo lo contrario. Lo miro serio y mastico. Increíble, una verdad que dice fácil Caraballo, en boca de mi viejo no convence. He llegado a pensar que como sabe que estamos en baja, nos trae comida con la triste condición de que escuchemos su discurso, aunque luego recapacito y me digo que no. El viejo no pretende ser cruel con nosotros. Digamos que nos trae comida porque sabe que estamos en baja, y de paso, como si solo quisiera ayudarme, nos suelta, me suelta, su discurso.

El problema es que habla con la boca llena de un tiempo que no me interesa. Estira su monólogo de padre preocupado hasta el último instante. Como si fuera albañil, y yo, férrea pared de este edificio de micro brigada, intenta fijarme su época a cincelazo limpio. Cada cual, desde sus desiguales posiciones, en la mesa, se defiende como puede; él, desde la superioridad de un cuerpo con olor a gasolina, y yo, atrincherado en silencio.

Fíjate bien, muchacho, cuando era como tú, me ha dicho más de una vez, eufórico, embelesado, soñador, sin importarle un ápice dónde caen los restos de arroz blanco que salen disparados de su boca, o los restos de potaje de frijoles negros que con tanto amor hace la vieja, o de congrí con pollo en salsa y ensalada de tomates que me gusta tanto, o de espaguetis con jamonada de la buena y queso de calidad, o de picadillo de res con papa hervida y ensalada de lechugas frescas, o de carne de puerco frita con arroz blanco y aguacate, o de arroz amarillo con pollo y ensalada de calabaza con cebollas, o de garbanzos fritos, o de jutía en salsa de tomates, o de Emperador en lasca y sin espinas, Fíjate bien, muchacho, repite con su boca embarrada, y me suelta, sin pensarlo, su discurso:

Cuando yo era como tú, me dice, nadie tenía mucho para dónde mirar. Podían acusarte de diversionismo ideológico por cualquier cosa, óyelo bien, por cualquier cosa, sobre todo si escuchabas música extranjera. Esa maldita frase, diversionismo ideológico, fue un invento de los rusos para descalificar, y prendió entre nosotros como la mala yerba. Todavía me recuerdo pequeño, nervioso, demasiado flaco, con el planeta entero cayéndome encima, en aquellos círculos de estudios donde no se sentía una mosca. Solo se escuchaba la voz chirriante de la secretaria de la juventud, quien, iracunda, concentrada, ideológicamente pura y con los muslos cruzados, leía frente a nosotros el material impreso que minutos antes había repartido. Esa noche, la dirigente estudiantil más combativa de la escuela, según opinaba el director, o la nena más rica del mundo, según las permanentes encuestas de los socios, nos transmitía de urgencia la última información recibida sobre el diversionismo ideológico. Yo, como el resto del aula, seguía la lectura en silencio, con mis ojos clavados en el material impreso, aunque de vez en cuando para coger un diez, desviara la vista hacia los muslos de nuestra lectora. Las palabras de algún académico ruso, en la boca enérgica de nuestra novia ideal, nos explicaban variados pormenores del diversionismo ideológico y el aula entera iba pasando páginas como si ganara terreno con un balón de fútbol, o recibiera a tiempo la inyección adecuada, para no tener fallos en el comportamiento. Probablemente, el académico se hizo doctor en alguna universidad de Moscú, y la tesis terminó traducida al checo, al polaco, al húngaro, al búlgaro, al alemán, al español, en forma de material impreso, para ser estudiada con una solemnidad tremenda, hasta llegar a mi beca, a mi aula, a mí.

Aquella noche, para atenuar el nerviosismo, me dice el viejo, como hace un monaguillo en algún rincón de iglesia, corrí a masturbarme una vez más, por culpa de la compañera secretaria general del comité de base. Yo, por causa del acné juvenil, era un pobre diablo repleto de granos, un ser escurridizo que aceleraba fricciones, apoyado en el lavamanos del albergue, en espera de la mujer de mis sueños. Con los ojos cerrados, varias veces a la semana y a riesgo de enfermar, lograba traerla hacia mí, acompañada de buena música. Entonces, me aparecía desnuda y con el pelo suelto, encantadoramente rica, pero rigurosa y dominante hasta los tuétanos, bajo los acordes de un poderoso Jimmy Hendrix, detrás de su guitarra, o de un Bob Marley, universal y jamaicano, o bajo los armoniosos estruendos de Eric Clapton, o con la sonoridad profunda de Van Halen, Chic Corea, o del gran Santana preguntando a gritos, ¿Cómo está Santana?, y yo respondiendo en aquel baño, Santana está de pinga, como dice la canción. La secretaria general del comité de base, atraída por mis fuerzas mentales, dejaba a un lado su actitud dominante, aflojaba un poquito su rigor, convertida ahora en nena rica, con aquellas músicas de fondo, dispuesta a besarme hasta el agotamiento, sin que importaran mis granos con pus, o mi difícil sabor de madrugada. Sin embargo, aquella noche, para mi asombro, las cosas no ocurrieron de ese modo. Por mucho que cerré los ojos, y por mucho que alenté a mis guitarristas, no logré que apareciera. Comprendí de inmediato que era culpa de su lectura chillona con los muslos cruzados, de la solemnidad del aula, del material impreso, de mi vista nerviosa clavada en sus páginas, del académico ruso, y de la inyección en vena contra el diversionismo. A punto de acostarme en mi litera, me sentí triste, lejos de imaginar que cuando pasaran años, por las vueltas que dio la vida en su país y en el mundo, ese mismo académico ruso se pudiera haber sentido como yo y en el mejor de los casos, acompañado de algún cliente, quizás manejaría un taxi por las frías calles de Moscú, recordando los tiempos en que era leído con solemnidad en distintos idiomas, sin imaginar que impidió la aparición de mi novia en aquel baño.

Pero no me di por vencido, me dice el viejo, casi nunca me doy por vencido. Sustituí guitarristas extranjeros por orquestas nacionales. Recordé que la secretaria general del comité de base moría por entrar en las ruedas de casino y que los socios también morían por tocarla aprovechando el baile, mientras yo, acuartelado en un rincón, moría de envidia al ver que la enchufaban cuando le daban vueltas, o le ofrecían fugases nalgaditas al descuido que a ella le encantaban. Como un poseso, aferrado a mis fricciones, en medio de aquel baño de albergue, recordé las orquestas del momento, tarareé sus estribillos imposibles, loco por que apareciera.

Arturo Clenton y La monumental, carretera de ocho vías, impusieron un ritmo tan pasajero y rápido como su existencia; Ricardito y Los Latinos, preguntaban y se respondían, casi con el mismo estilo de La monumental, ¿tú sabes a qué yo vine?, yo vine pa’ decirte, te digo ahorita; El perico está llorando ya no soltaba lágrimas, con la orquesta de Roberto Fa y sus cálidos viejitos tristes; tampoco hicieron mucho el Mozambique y la María Caracoles de Pello el Afrokán, con sus dos rubias despampanantes; al compás de Los Bocucos no había quien tarareara; Irakere con Bacalao con pan ofrecía una rapidez incontrolable; La ritmo oriental, atragantada en sus violines, perdía creatividad; Rumba Habana, no se sostenía con sus cantantes a punto del retiro; La Aragón, abusaba repitiendo lo ocurrido allá por los cincuenta, en Prado y Neptuno, con una chiquita; Pacho Alonso, hacía lo imposible tratando de impactar con su carisma; Miguelito Cuní y Chapotín, su socio del alma, no daban más con su añejada orquesta; Los Karachi camagüeyanos, intentando parecer originales, como expertos en tierras angolanas, advertían que De Cabinda hasta Kunene… había un solo pueblo; Elio con su orquesta Revé, pedía a gritos renovarse con urgencia; en fin, hice enormes esfuerzos tarareando esas canciones, pero mi secretaria general, mi novia de las noches, no aparecía.

Como último recurso, ya dispuesto a retirarme, apelé al joven Formell y llegó raudo, natural, como siempre, inclinando el cuello detrás del micrófono, con el bajo marcando el tumbao, para que mi novia apareciera. Inició su descarga con Pastorita quiere guararei conmigo, yo no sé por qué será, insistió con Yuya Martínez así se llamó, con La candela, aquí se prende la candela, aquí se baila como quiera, luego ordenó Seis semanas, seis semanas que no tengo tus besos, seis semanas que no sé dónde estás, y al ver que no lograba efectos favorables, arremetió con El carnicero es un cancha, qué es lo que tiene el carnicero, La Habana no aguanta másEl buey cansa’o, Voy detrás de ese mulo, Qué palo, qué palo es ese mayobuero, Sandunguera, sandunga, y por último, bien sudados, agotadísimos, para que esa mujer comprendiera de una vez y por todas mis urgencias, para que se sintiera culpable, abochornada, totalmente en baja, con lo exigente y combativa que era, los integrantes de Los Van Van me guiñaron sus ojos, como diciéndome, verás que ahora sí viene, muchacho, con esto corre a besarte enseguida, y cuando Formell chasqueó tres veces los dedos, todos corearon, Nadie quiere a nadie, se acabó el querer, pero el esfuerzo fue en vano, tampoco apareció mi secretaria.

Profundamente derrotado, me dice el viejo, casi al borde de acostarme a dormir, pensé en el efecto del material impreso. Ya no era eficaz ni recordando canciones nacionales. El académico ruso, la lectura de la secretaria general, la inyección traída de lejos para contrarrestar debilidades ideológicas, resultaron efectivas hasta en el baño del albergue. Me habían transformado para siempre. Lograban su objetivo en mi más absoluta intimidad. De ahora en adelante, me dije, como hace un comisario cultural en su oficina, borraría de golpe a mis guitarristas preferidos, pesquisaría con lupas el mensaje de cada canción, de cada estrofa, de cada verso. De ahora en adelante, repetí, a punto de llorar en aquel baño, sería el detective privado de mis gustos musicales sin que me lo pidieran; y como sacerdote a un paso de la flagelación, exorcicé mis culpas arrepentido al máximo. De ahora en adelante, aunque resultara excesivo para mi edad, condenaría los gustos que desviaran mi camino, estudiaría muchísimo, no pensaría en la secretaria del comité de base, al menos como nena rica, y dejaría de masturbarme para siempre.

Sin embargo, después de ser tan riguroso, tan categórico, hubo un instante en el que suspiré y me dije que estaba exagerando. Yo era joven y no podía negarme ciertas tentaciones, por muchos materiales impresos que leyera. Repleto de granos, víctima de un amor imposible, soñador con aliento difícil, pero joven al fin, más temprano que tarde, volvería a ser tentado por los encantos de la secretaria. Para no convertirme en un terrible extremista, por lo menos debía pensar en otras canciones. Necesitaba un bálsamo para no morir de vejez inmediata, un escape antes de irme.

Entonces, como enviados por el académico ruso, desde su cátedra soviética hasta el baño del albergue en una beca en el campo, me llegaron aquellos festivales polacos, transmitidos año tras año por la televisión. Desde el estudio, un par de locutores nacionales daban la bienvenida al Festival Internacional de la canción de Sopot, y de repente cambiaron las cosas. En el lejano escenario el telón comenzó a abrirse, un director de orquesta de nombre extrañísimo ordenó la arrancada y surgió una melodía acompañando a Karel Gott tras el micrófono. El checo avanzó hasta el borde, con su cara de luna llena recibió un aplauso cerrado, sonriente pasó su mano por el pelo, como si comprobara la raya exacta en el lado izquierdo, y comenzó a cantar preciso, seguro, lírico hasta la perfección. Pero a mitad de melodía ocurrió lo que no esperaba el público, ni el director de orquesta, ni yo mismo. El brillante Karel Gott miró hacia mi baño de albergue, hacia mi cara con granos, hizo un guiño sin abandonar el canto, estiró su brazo y de un lateral del escenario apareció, desnudita, la secretaria general del comité de base. Increíble, de la mano del cantante en el festival de Sopot, mi nena rica pasó a las mías en el baño del albergue y no tuve otro remedio que dar gracias al académico ruso, a Karel Gott y al resto de los artistas eslavos. Esa noche mi novia de los sueños vibró como nunca. Al compás del cantante de turno tarareó canciones en ruso, en polaco, checo, húngaro, búlgaro, en rumano, y aunque estuvo a punto de romperme los tímpanos, solo por tener su cuerpecito entre mis brazos, ya me sentía feliz. Ella, extasiadísima, divina, besaba mi rostro repleto de granos con infinito placer, pegaba su cuerpo al mío sin abandonar las canciones, las tarareaba en mi oído con precisión. Mientras, jadeante, desatinado, la recorría nervioso, me detenía en sus curvas con morbosidad, introducía mis dedos en su centro cálido, y devolvía besos de tipo enamorado hasta los tuétanos. Pasaron por el escenario de Sopot, las excelentísimas Irina Ponarovskaya, Helena Vondrackova, Alla Pugachova, y mi nena rica, eslavizada al máximo, me abría sus piernas para que me perdiera.

Yo, poseído, ensimismado, desenvuelto, entraba en ellas como si después de estudiar cinco años obtuviera diploma de oro en la universidad de Lomonozov, como si me hubiera ganado una moto ensamblando piezas en alguna fábrica de la RDA, como si por mi esfuerzo se sobrecumpliera el plan quinquenal en Baikal Amur, como si cortara árboles en Siberia, como un vanguardia nacional en guayabera que viajaba en Aeroflot, como si en la Plaza Roja me acercara al féretro de Lenin, como si en el cosmos integrara la tripulación de una nave soviética, como un Anatoli Karpov acabado de coronarse campeón, o como si esquiara en los Montes Urales gracias a un viaje de estímulo.

Entraba en esas piernas, además, sin importarme mucho que por el escenario también pasara Benchi Shiromakova, interpretando Cecilia Valdés con un tono inverosímil, o que Bicer Kirov, insistiera muchísimo en su maldito español, Cuba, Bulgaria, un machete y una rosa, Cuba, Bulgaria, significan amistad. Me sentí satisfecho. De más está decir que me sentí satisfecho. Gracias a esos artistas eslavos, apareció la secretaria general, mi nena rica en aquel baño, y yo, loco de ganas, me vaciaba por fin.

Eso cuenta mi viejo a cada rato para congraciarse conmigo, o para que mi atuendo de tipo rebelde no lo atormente más, pero luego baja las escaleras de barandas dudosas, despierta al chofer y se marcha en su Lada con peste a gasolina estatal hasta la próxima visita, como si aquellas reuniones sobre diversionismo (aunque me diga que no) le hubieran hecho un efecto para toda la vida. Yo me río, me parto de risa, la vieja vuelve a pegar las dos partes de mi cuerpo, desconecto el Motorola y salgo a la calle en busca del hijo de puta de Caraballo, quien me prometió una batería de medio palo mejor que la que tengo y no aparece, hasta que me gritan, Bicho raro, bicho raro, desde una maldita guagua repleta de imbéciles, corro a El café con desespero, cruzo la calle a punto de que me mate un carro y, como si no pudiera creerlo, madre mía, tal vez por causa de esos gritos o por andar recordando los ridículos cuentos de mi padre, he orinado el pantalón en la carrera.


BOLERO MUSTELIER

      

  Su sueño de juventud fue integrar alguna vez el cuerpo de baile de Tropicana. Ella, Carola Mustelier, contaba con suficiente talento para haberlo logrado; y con voluntad de hierro, prestancia natural, hermoso cuerpo de mulata blanconaza de un metro setenta, y hasta con la preparación necesaria gracias a las clases particulares de Cundo Marín, el profesor más prestigioso de Marianao. Pero en la vida existían zonas demasiado ingratas con algunos sueños, y ver a la bailarina de mármol en la entrada de Tropicana, después de cuarenta años de ausencia, fue una buena razón para que se le aguaran los ojos dentro del Chevrolet.

        Un paraíso bajo las estrellas, se dijo, y de repente la golpeó el aire fresco de la mañana, salido de los árboles, como en sus buenos tiempos, y se imaginó bailando en el famoso cabaré como si fuera Amalia Aguilar, la bomba atómica, o como alguna de Las Mulatas de Fuego en plena efervescencia sobre el escenario, o como Joséphine Baker, la leyenda de la Danza Silvestre, fenómenos del movimiento erótico que arrancaban aplauso y deseo hasta en la mesa del más insensible. Imaginó, también, a los difíciles Santo Trafficante y Meyer Lansky aplaudiendo desde un sitio oscuro en el salón; a las coristas levantando al unísono sus bellas piernas; imaginó las luces de colores inundando el escenario, las botellas de champán regando espuma al destaparse, las de Bacardí, las de cerveza Polar; imaginó a la orquesta contagiando a todos con el mambo espectáculo de Pérez Prado, la algarabía de los bailadores, los rostros de los borrachos yanquis, los abanicos de las mujeres en acción, las guayaberas, el sudor marcándose en las axilas, los señores de alcurnia en trajes a pesar del calor que azotaba sin misericordia, el movimiento general, la risa colectiva, el baile eufórico, la fiesta intensa en Tropicana, un paraíso bajo las estrellas.

      Logró salir del carro con dificultad; primero el bastón, después una pierna, la otra, Despacio, tenemos todo el tiempo, Carola, le dijeron, la ayudaron, la mimaron, con un exceso de dulzura que ella encontró sospechoso, pero para no desentonar se mantuvo en su papel de viejita dócil, como si el proceso que se tramitaba con su cuerpo resultara inevitable. Quien lo iba a pensar, carajo, yo era la belleza en persona y ahora parezco un guiñapo, se dijo, cuando estuvo delante del cartel enorme que anunciaba el sitio donde soñó por años, y ya no pudo más, se echó a llorar a lágrima viva sobre el hombro de Hidalgo Sarmiento, su amigo de juventud, quien también compartía el sueño de integrar alguna vez aquel selecto cuerpo de baile, y ahora equilibraba a duras penas su propio cuerpo y el de ella, para no caer de nalgas en el pavimento.

      Ambos, por suerte, fueron atendidos de urgencia por Yosvany, un nieto de Hidalgo que a tiempo evitó la caída, pero a regañadientes, Ahora estoy complicado, mi cielo, eso yo lo  resuelvo, no te preocupes, así decía con el móvil pegado a la oreja, lamentando no poder encontrarse, como tenía previsto, con la mujer que lo desquiciaba desde hacía meses y que en pocas horas se iría de viaje, tal vez para siempre, sin que al menos pudieran despedirse a lo grande, en alguna habitación alquilada, desnudos y con cervezas, llorosos y pensativos, amantes y calculadores, como ambos merecían.

      Después de impedir el resbalón de los viejos, Yosvany se sintió  desgraciado, molesto con la vida, bajo presión, no solo por querer estar en otra parte, sino porque poco faltó para que el costoso móvil también cayera al pavimento. Debía servirles de chofer a tiempo completo, si quería tener el carro a tiempo completo después, Solo por hoy, que quede claro, así le había dicho a su padre, quien hundido en un sillón, frente al televisor y lejos de tomarlo en serio, le advirtió que también, entre otras cosas, debía impedir accidentes como ese, por causa de alguna emoción inesperada.

      Hacía más de cuarenta años que Carola Mustelier no venía por Tropicana ni por su Marianao querido; llevaba más de cuarenta años viviendo fuera del país, siempre con el deseo de regresar pospuesto, por una u otra razón, hasta que las cosas cambiaron cuando uno de sus nietos le contó que se estaba comunicando por Facebook con un habanero, cuyo familiar, años antes, había trabajado en Tropicana. Hazme un favor, pregúntale más a ver si lo conozco, pidió ella y después de varios intercambios de mensajes electrónicos, se enteró, como si no pudiera creerlo, Mira qué cosas tiene la vida, Dios mío, que el muchacho cubano era nieto de Hidalgo Sarmiento, su novio de juventud, y a partir de entonces, restablecido el contacto, ya tuvo suficiente motivo para el viaje.

      Lo primero que pidió a Hidalgo fue que nada más pisara La Habana alquilarían un carro, como en los viejos tiempos, para juntos hacer un recorrido, quizás el último de sus vidas, por los lugares en que alguna vez se sintieron jovencitos cargados de sueños y ahora estaban allí, en Tropicana, el sitio donde ambos habían trabajado, amado, sufrido y aprendido desde los años cincuenta. Hidalgo era uno de los parqueadores que alcanzaba autos de último modelo a sus dueños o indicaba a los choferes el espacio donde acomodarlos, siempre con el deseo de ser quien alzara a una de aquellas despampanantes coristas en el escenario, y luego a otra, y a otra, sin que se notara esfuerzo físico alguno, solo elasticidad y destreza, ejercitación y movimiento, energía y voluntad de hierro, tal como lo exigía en sus clases el profesor Cundo Marín, mientras a lo lejos, tal vez, sentía la encantadora voz del negro Nat King Cole, en traje blanco, con el pelo desrizado y brilloso.

       Carola Mustelier, en cambio, como camarera atareada ante tantos clientes de clase alta, recorría mesas con bandejas y platos, mientras admiraba a Bebo Valdés frente a la orquesta, contaminando el ambiente con su ritmo batanga, como enorme Caballón de dotes musicales y de conquistador de faldas, que no perdía un minuto para regalarle flores, ofrecer algún piropo preciso o  invitarla a dar una vueltecita por ahí, cuando terminaran, Nena, por tu madre, no me digas que no. Vueltecita que jamás dimos, yo era una mujer decente, aunque las malas lenguas afirmaran lo contrario, que quede claro.

     Ah, pero en la vida existían zonas demasiado ingratas con algunos sueños, y por más que intentó poner a pruebas la fuerza de su baile en las convocatorias, por mucho que gestionó con personajes influyentes, por más que fuera elogiada en las clases particulares de Cundo Marín delante de todos los discípulos, por mucho que deseó que faltara alguna bailarina en el momento de comenzar el espectáculo y que alguien la llamara de urgencia como en las películas; por más que se imaginó en el escenario moviéndose al ritmo ensayado por las coristas, bajo el mando del gran Rodney Niera, el más exigente e imaginativo coreógrafo del mundo y el más triste también por sus defectos, que la hubiera convertido en estrella de haberlo deseado, Dios mío; por mucho que visitara a su padrino Angelito, el mejor santero de Marianao, y escuchara atenta su dictamen sobre cómo obtener éxito en la vida, por más que atendiera la voz de un taita esclavo encarnado en el propio Angelito, e intentara cumplir al pie de la letra aquel dictamen; por más que echara con sumo cuidado los debidos polvos religiosos en las esquinas del salón, en el baño de las coristas y hasta en los camerinos, Carola Mustelier, la mulata blanconaza de salir, con tan buena figura como ellas, incluso más fina y con clase, Sin nada que envidiarles, tú, jamás contó con una mínima oportunidad de demostrarse, de progresar un poco con la gracia de su baile, y eso era triste, demasiado triste. 

         Esta noche bailamos aquí, dijo Carola Mustelier, con los recuerdos forcejeando un buen lugar en su memoria, e Hidalgo aceptó la idea moviendo afirmativo la cabeza. 

        Solo por hoy, que quede claro, fue la frase que Yosvany repitió a su padre antes de iniciar aquel extraño recorrido, con dos viejos hablando de tiempos de antes en el asiento de atrás, y allí estaba, en Tropicana, recostado al Chevrolet, escuchando peroratas de una vieja emocionada al máximo, con planes de regresar en la noche y con intenciones de llegarse ahora mismo a las Playas de Marianao, como si él, Yosvany Sarmiento, no tuviera vida propia, carajo, asuntos urgentes que resolver, tal vez el último contacto con Yuneisy, la nena que lo desquiciaba y que para colmo de las coincidencias en pocas horas iba a largarse al mismo lugar de donde había regresado Carola Mustelier, a Miami.

        Lo primero que hizo Yosvany aquella mañana fue pasar un trapo húmedo al Chevrolet antes de llegarse a San Rafael, el asilo de ancianos donde vivía su abuelo. Esperó a que Hidalgo, con ayuda de una enfermera, comprobara el buen funcionamiento de su marcapasos, se cambiara con calma de viejo el pijama de dormir, se vistiera con su guayabera de los años sesenta, el pantalón de gabardina, la gorra a cuadros, los zapatos de dos tonos, se colocara ante el espejo sus dos planchas de dientes postizos, estuviera seguro de haber traído sus pastillas en una jabita de nylon, repartiera besos de viejo caliente a las trabajadoras jóvenes que lo celebraban, se despidiera de sus amiguetes de asilo con la solemnidad de tipo que revive viejos tiempos (amiguetes que desde la mesa de dominó le desearon éxito en su visita a Tropicana) y mientras Yosvany decía por el móvil, Eso yo lo resuelvo, mi amor, no te preocupes, lo acompañó al Chevrolet, esperó a que se sentara despacio, sin apuros, que calmara sus nervios de ex novio repleto de recuerdos inútiles y le mostrara el papelito con la dirección donde se alquilaba la anciana.

           Ah, qué tiempos aquellos, dijo Hidalgo, parece mentira que estemos aquí.

          Entraron solemnes en el Arcos de Cristal, uno de los salones más originales que se hubieran construido jamás, y el viejo, ganado por la nostalgia, cerró los ojos, suspiró, y pudo ver a La Señora Sentimiento, Elena Burke, gorda y poderosa detrás de un micrófono, mientras la multitud aplaudía con delirio una de sus rotundas canciones de desamor. Pero como si no bastara, la memoria le permitió representar buena parte de las estrellas que habían actuado en aquel paraíso y apareció la enérgica Moraima Secada, con su peluca a punto de caer, mientras cantaba, Ese que está ahí, es el culpable de toda mi agonía. Aparecieron, además, el puertorriqueño Cheo Feliciano; el chileno Lucho Gatica; la argentina de tango amable y de tantas películas, Libertad Lamarque; la fogosa, rítmica y fuera de serie Rita Montaner, acompañada al piano por el gran Bola de Nieve, quien mostraba los dientes blanquísimos al público y se sentía como artista de alto vuelo; la excelente sonera Celia Cruz y el imprescindible Benny Moré, sobre sus zapatos de dos tonos, de movimientos únicos dentro de sus bataolas, para cantarle a Marianao, qué lindo eres, como nadie lo había hecho jamás.

       Por su parte, Carola Mustelier también había cerrado los ojos y pudo verse en plena madrugada, al finalizar el espectáculo, cuando ya no quedaban clientes, si acaso algún yanqui borracho que como alma en pena todavía deambulaba con su vaso de ron, y ellos, el enorme personal de servicio, recogían mesas, doblaban manteles, levantaban sillas, fregaban montones de cubiertos y platos, barrían los restos de la noche, echaban agua con manguera al por mayor, y comentaban o chismeaban sobre las actuaciones de las estrellas invitadas, o sobre cualquier acontecimiento de turno.

       Podían comentar con cuidado sobre la vida íntima de Martín Fox, el dueño del inmenso cabaré, quien de guajiro pobre en Ciego de Ávila, vendedor de viandas en un carricoche ambulante, había llegado a La Habana a ganarse la vida como jugador de bolita, trampeando a los incautos que encontraba; había comprado Tropicana al empresario Víctor de Correa, bajo la presión de una deuda de noventa y dos mil pesos, después de desafiarlo a cojones para que se largara, ametralladora en mano, jugándoselo todo con esa carta de sangre; había extraído del Sans Souci al Mago Rodney para que se luciera como coreógrafo; había modificado aquel espacio sin cortar un solo árbol, con ayuda del buen arquitecto Max Borges, quien hizo maravillas como el salón Arcos de Cristal; había sorteado, como pocos empresarios, las presiones de tipos tan peligrosos como Los tigres de Masferrer; había duplicado el sueldo de Nat King Cole, a veinte mil pesos, debido a su calidad y a su éxito de público, una consideración que, entre otras, hizo confesar al gran músico, cierta noche en la barra, que le gustaba Cuba porque aquí lo trataban como a un blanco; había dejado de ser en pocos años el guajiro Martín Fox para convertirse en un personaje de leyenda, dueño del mejor espectáculo que existía sobre la tierra y del mejor cabaré, siempre rodeado de estrellas, con millones de pesos en su caja fuerte y mucho glamour.

         Podían comentar con más cuidado aún sobre la lepra que azotaba al pobre Rodney Niera, tan apasionado, tan buen artista, tan cariñoso, tan exigente, coreógrafos como él, que combinaran danza de primera, sexo y erotismo de buen gusto, no existían en ninguna parte del mundo, y pruebas había de sobras para demostrarlo, ¿alguien podía mencionar espectáculos con más éxito que Vudú Ritual, Ritmo y Color, Mayombe, Carnaval Carioca, Copacabana, o Tambó?, ¿alguien podría afirmar que Montmartre o Sans Souci eran cabarés superiores a Tropicana desde que Roderico Niera, El Mago Rodney, había asumido el reto de los trabajos coreográficos? Ah, pero las recaídas por su enfermedad a veces lo alejaban del escenario, sus amores imposibles de varón lo deprimían demasiado y esos guantes puestos todo el tiempo para disimular la lepra, lo convertían en el personaje más triste de toda Tropicana, tú.

         Podían comentar sobre el  escándalo aquel donde el negro Nat King Cole cantaba El manisero, encandilando a todas las mujeres sin excepción, incluida la esposa de un alto oficial batistiano que no pudo más y se puso de pie, Si me lo pintan de blanco doy un millón de pesos por acostarme con él, gritó y todos los clientes de clase alta murieron de risa, menos el marido que, indignado, con la cara roja como un tomate, logró sentarla y la señora se compuso, pero poco después volvió a levantarse, eufórica, para gritar más alto, Ni me lo pinten de nada, tráiganmelo así mismo, carajo, mientras el oficial, abochornado, entre risa y murmullo, la sacaba a rastras del paraíso y Nat King Cole continuaba en su canción de El manisero, sin comprender una sola palabra.

       Ellos, los trabajadores, comentaban, chismeaban, reían, pero dejaban los salones impecables, listos para la próxima vez, bajo la mirada escrutadora del exigente Tilín, un sobrino de Rodney Niera que había venido a abrirse paso en La Habana, y era el Jefe de Servicio, quien no dejaba un segundo de piropear a la bella Carola Mustelier, aunque supiera que a la salida, en el parqueo, Hidalgo, su novio celoso, siempre esperaba para acompañarla. 

      Cierta madrugada, cuando apenas había un alma en la calle, minutos antes de haberse escuchado un petardo y algunos disparos, Párense ahí, cojones, una patrulla de policía los detuvo junto al Lido. Ellos comentaban que cuando coincidieran sus días francos vendrían a ver Nido de ratas, con Marlon Brando, pero dejaron de caminar de inmediato, apretaron sus manos muertos de pánico, esperaron a que saliera de la oscuridad un gordo de uniforme apretadísimo, mocho de tabaco en la boca y una Thompson en la mano. ¿A ver si me explican qué hacen despiertos a esta hora?, fue la primera pregunta que escucharon e Hidalgo, tartamudo, nervioso, como si estuviera en una prueba de fuego, respondió, Nosotros trabajamos en Tropicana, señor, mientras otro policía con Thompson, también salido de la oscuridad, le sonó un culatazo en la espalda. El joven Hidalgo cayó junto al muro del cine sin tiempo para tocarse el dolor y Carola Mustelier soltó un grito de espanto, como si implorara la aparición de algo que intercediera por ellos en la madrugada. ¿Así que trabajan en Tropicana?, el gordo continuó con sus interrogantes, ¿Y entonces, quién coño explotó ese petardo si por aquí no hay un alma, a ver?, Nosotros no fuimos, señor, suplicó Carola y el gordo, calibrador, entusiasta, goloso, la empujó contra el muro del cine, abrió sus piernas con una de sus piernas, Deja ver si andan armados, partía de cabrones, dijo, mientras palpó despacio, de abajo arriba, de arriba abajo, en pleno recorrido registró cada resquicio del cuerpo, cada curva, con su aliento de policía pegado al cuello de tan linda mujer, cinturita de avispa extraviada en la noche, tetas a gusto dentro del ajustador, nalgas salientes y duras como de bailarina intensa, mulata blanconaza aparecida en plena madrugada, después de haber sonado un petardo en Marianao, A ver, ¿cómo me explican esto, partía de cabrones?, erección de pinga de policía a la vista de Hidalgo en el suelo, muerto de dolor por culatazo inesperado, muerto de asco por lo que ese gordo estaba haciendo, muerto de miedo por el próximo golpe que pudieran propinarle. Una lágrima, apenas perceptible en aquella oscuridad, comenzó a descender por su mejilla, como mismo descendía la mano intrusa en su novia e Hidalgo tuvo ganas de morir allí mismo, pero no pronunció una palabra, alguna frase que pudiera salvar su autoestima, reivindicarlo como hombre ante Carola Mustelier, aunque perdiera la vida de un balazo. Al General nadie lo tumba con petarditos, carajo, dijo el otro policía con la boca de la Thompson en la boca de Hidalgo Sarmiento, Que griten Viva Batista y se vayan, pidió el gordo, todavía amasador, deleitado, más goloso, con su mano en la nalga de Carola Mustelier, pero el otro dijo, No, aunque griten lo que quieran, a éste me lo llevo para la Quinta Estación.

           ¿Te acuerdas del Salón Mambí?, preguntó ella e Hidalgo volvió a afirmar con un movimiento de cabeza.

             Ay, El Mambí, dijo el viejo, qué manera de gozar en El Mambí.

            Afloraron en sus memorias y también en sus bocas, a veces interrumpiéndose para situar primero la orquesta de su preferencia, temas famosos, coritos, canciones con las que pudieron bailar hasta el delirio en aquellos únicos e irrepetibles primeros tiempos del Salón Mambí.

     Recordaron la voz ronquísima de Pello el Afrokán, acompañado por sus rubias despampanantes, una a la derecha, otra a su izquierda, que se movían sabroso, como negras de solar, al ritmo de una enorme orquesta detrás, con María Caracoles, o con Mozambique, bajo un tumbao sencillo que provocó furor en los sesenta y que ahora, gracias al tarareo de Hidaldo, a sus palmadas rítmicas, hizo que Carola Mustelier soltara de golpe el bastón, para moverse amplia, sin complejos, delante del personal que organizaba mesas, y pronto la palmada colectiva de aquellos trabajadores se fue incorporando, y los jóvenes bailaron con los viejos, como si un encuentro así desde siempre estuviera destinado, a golpe de música y de recuerdos, con un goce rico, auténtico, visceral, entre dos generaciones tan distantes, tan distintas.

          A Yosvany le parecía increíble el alboroto que habían logrado esos dos en Tropicana, y así le contaba a su padre con el móvil pegado en la oreja, mientras iban por 5ta avenida rumbo a Las Playas de Marianao. Son candela, papá, decía Yosvany, muerto de risa, como si aún no pudiera creerlo, y Carola Mustelier e Hidalgo Sarmiento, con los ojos aguados por la felicidad, apretaron sus manos como mismo hacían de novios a finales de los años cincuenta.         

      Almorzaron en El Palenque, invitados por Carola Mustelier, quien con la barbilla sobre las palmas de sus manos, tal vez agotada de tanto baile, recordó que las orquestas que tocaban en los clubes de Las Playas de Marianao, eran exclusivas y de público selecto, pero todo lo contrario ocurría a unos metros de allí, justo entre las calles 112 y 120, sobre la mismísima 5ta avenida, donde había un sinnúmero de puestos de fritas, bares y cantinas de mala muerte, repletas de orquestas tan buenas como las de los clubes, que tocaban para un público de blancos pobres, negros y mulatos, con El chori como líder indiscutible, amenizando las noches de La Habana, al punto de que un periodista escribió en el New York Times que quien no visitara Las Playas de Marianao a ver a El Chori, no había visitado La Habana, lo que hizo a Marlon Brando ir directo a deleitarse con el timbalero más original que existía, antes de pasar por Tropicana, y verlo con su grupo de pailas, bongós, tambores, botellas con agua a distintos niveles para sacarles sonidos distintos, junto a su vaso repleto de ron.

        Yosvany, apelando a un último recurso, interrumpió para contar su asunto de urgencia con Yuneisy, dijo que la muchacha se había casado con un  arquitecto francés y en la madrugada se iría a vivir para siempre a Miami, donde  un viejo la esperaba con dinero, casa y carro, como garantía rotunda de la felicidad, pero ellos, Yuneisy y Yosvany, necesitaban despedirse como se debía en esos casos, Abuelo, dame un par de horitas, por favor, terminó diciendo y Carola Mustelier, emocionada, dijo que ella, como pocas mujeres, comprendía sobre asuntos de despedida y de regresos después de cuarenta años, Aprovecha la tarde, muchacho, concluyó, y si pueden, en la noche los invito a Tropicana.     

     En Tropicana Carola se puso de pie, acomodó el bastón a un lado y pidió a Hidalgo que la acompañara, Yosvany y Yuneisy también lo hicieron y las dos parejas fueron a bailar en la pista con Necesito una amiga, el bolero que cantaba Isaac Delgado. No solo ellos abandonaron sus mesas, la mayoría de los clientes del Paraíso bajo las Estrellas estuvieron dispuestos a bailarlo despacio, con la suavidad que indicaba ese bolero. Hidalgo, emocionado, dio las gracias a Carola Mustelier por permitirle vivir otra vez los viejos tiempos, Parecía que íbamos a casarnos sin problemas, dijo, y envejecer bailando en una de esas casitas lindas de Marianao.

       Carola entonces se detuvo y en el medio del baile dijo, Quien tiene que agradecerte soy yo, Hidalgo, más que volver a Tropicana solo vine a pedirte perdón, y el viejo, dichoso por estar allí, detenido junto a quien fuera la mujer de sus sueños mientras decenas de parejas bailaban, la miró sonriente, pero sin entender la frase en su sentido completo. Acompáñame afuera, por favor, dijo Carola, necesito tomar aire, contarte algunas cosas.

       Los árboles de Tropicana cumplían a gusto su papel, permitiendo que la noche fuera menos calurosa para Hidalgo y Carola, quienes apartados del baile y de las mesas, necesitaban conversar sobre asuntos de antes, aunque estuvieran vigilados de cerca por Yuneisy y Yosvany, quienes por una parte deseaban cuidarlos y por la otra bailar hasta el agotamiento en su última noche, con la orquesta de Isaac Delgado que para colmo tocaba Quiéreme mucho, dulce amor mío, que amante siempre te esperaré, como para complicar  las cosas.

       Después del suceso con los policías junto al cine Lido, Hidalgo, amenazado de muerte, tuvo que abandonar el trabajo en Tropicana, esconderse en una finca en Pinar del Río, donde tenía familia, y olvidarse de regresar por buen tiempo. Con el dinero de sus ahorros para casarse con Carola, terminó por comprar el Chevrolet que ahora manejaba Yosvany, y que antes manejó su hijo, cuando se decepcionó del mundo y le dio por tomar demasiado. Decidió ser taxista de piquera, establecerse para siempre por allá. Parecía un alma en pena manejando a cualquier hora por las maltrechas carreteras de Pinar del Río, con una botella de Matusalén al alcance, y hasta comenzó a conspirar de buena gana contra el gobierno.

        Seis meses después, por suerte, Batista abandonó el poder, triunfó la Revolución, entraron los barbudos por el oriente de La Habana y él lo hizo por el oeste junto a una hermosa pinareña, más por despecho con Carola que por su amor completo hacia su nueva novia, y cuando se enteró que estaba andando el proceso para confiscar Tropicana, él mismo fue uno de los milicianos que solicitó con gusto participar en el inventario, plato por plato, mantel por mantel, cuchara por cuchara, más por un odio inmenso hacia Tilín Niera, que por cualquier otro asunto, pues se había enterado en una revista que compró en Pinar del Río y que leyó miles de veces junto a varias botellas de ron, lo mismo en la finca que en cualquier fonda de paso, como si no pudiera creerlo, madre mía, que Carola Mustelier, la mujer de sus sueños, y el maldito Jefe de Servicio, pinareño también, mira qué cosas, habían hecho una boda sonadísima, justo dos meses después de los sucesos del cine Lido.

             Antes de morir de viejo, Tilín me lo contó todo, dijo ella.

           ¿Qué cosa?, dijo él.

            Tilín Niera esperó a que la parejita avanzara unas cuadras, que estuvieran más allá de La Liga contra La Ceguera, pasaran la gasolinera de 41, se acercaran a la cuadra del cine Lido, donde ponían Nido de ratas con Marlon Brando, mira qué cosas, y cuando lo creyó oportuno bajó del carro, miró a los lados para cerciorarse de que no había un alma en la calle y lanzó el petardo, luego sonó dos disparos, volvió a sentarse y esperó a que los patrulleros, tal como habían convenido por cuatrocientos pesos, hicieran lo suyo. Cuando el gordo, amasador, deleitado, goloso, con su mano en la nalga de Carola Mustelier, dijera, Que griten Viva Batista y se van, el otro debía refutarlo, decir, No, aunque griten lo que quieran, a éste me lo llevo para la Quinta Estación, entonces el pobre diablo de Hidalgo se cagaría de susto y en ese instante, justo después de esa frase, como caído del cielo, en respuesta al grito de súplica de Carola Mustelier, un Cadillac frenó en seco, y por la ventanilla apareció la cabeza salvadora de Tilín Niera, Buenas noches, dijo, ¿pasó algo con los muchachos, sargento?

            Vamos, Carola, necesito bailar un poco más, dijo Hidalgo medio triste, cabizbajo, como si buscara el punto donde cambiaron las cosas aquella madrugada junto al cine Lido y cerró los ojos para borrar la aparición de los policías, el petardo y los disparos, el culatazo, las amenazas de muerte, el miedo aterrador de aquella noche, los pantalones orinados por el susto, su inobjetable cobardía, su prestigio de varón hecho trizas, la escapada hacia Pinar del Río, la boda de Carola con Tilín, la soledad en el campo, sus comatosas borracheras y todos los años que siguieron hasta ese último encuentro, pero le resultó imposible.            Ella, por su parte, sintió el aire fresco de la noche en Tropicana, rincón enorme de tantas nostalgias, miró a los árboles, apretó la mano del viejo con delicadeza y suspiró, como si comprendiera que en la vida existían zonas demasiado ingratas con algunos sueños, y que, a los dos, esa noche, les vendría bien otro bolero.

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