Por estos tiempos lluviosos en Cuba, no vendría mal un capítulo de la novela La soledad del tiempo de Alberto Guerra Naranjo, también con lluvia, y con gusto aquí se lo compartimos en Café Naranjo para que disfruten y comenten:
DESPUÉS DE LA OFICINA
por Alberto Guerra Naranjo
Una vez más termino de subir las escaleras, una vez más el sudor me resulta incontrolable. La mañana recién comienza y ya estoy agotado. Desde el mismo instante en que di los buenos días a la recepcionista y puse la bicicleta en un rincón, el pedaleo de varios kilómetros hizo que sudara a chorros. Son días de lluvia, días de charcos, días de pedaleo apresurado. Llego a la segunda planta, abro la oficina y siento humedad en el pequeño rectángulo. Veo papeles en el suelo, alguna secretaria los echó por debajo de la puerta, tengo cuidado de no pisarlos, pero no los recojo. Aún no los quiero recoger, ya habrá tiempo. Primero debo tomar aire, poner el ventilador, abrir persianas, sudar a mis anchas todo el recorrido sobre la bicicleta. Me siento en mi sillón de funcionario, contemplativo. Paso el pañuelo por mi rostro infeliz, sabiendo que estoy
solo en mis funciones. Nadie vendrá. Todos aprovechan el desorden. Es una tradición que no voy a alterar en este Centro Nacional de Cultura. ¿Acaso soy el primer escritor que ha cometido el error de haber sido funcionario? Antón Chéjov los conoció muy bien, entonces no hay dudas de que alguna vez lo haya sido Kafka fue funcionario, Elliot trabajaba en un banco, Malraux llegó a flamante Ministro de Cultura, Saint John Perse resultó secretario del Ministro de Defensa, Borges ejerció en la Biblioteca, Carpentier en el Instituto del Libro. Eso me justifica. Me permite decir: Otra vez en la oficina. Otra vez contemplo estos edificios de El Vedado mientras el aire me seca el sudor. Veo el estado de parálisis de esta porción de la ciudad. A pesar del Cohíba con su signo de hotel cinco estrellas, de las nuevas construcciones, del empeño de Eusebio
Leal, la arquitectura cede ante las inclemencias. Siento humedad, hay tanta humedad como antes de abrir la ventana. Pronto acabarán estas lluvias, dentro de poco saldrá el sol. El agua hará su estrago cuando las paredes y los techos reciban el castigo del sol, y se hinchen, y exploten, y caigan. Pobres los que perderán sus casas después del aguacero.
Mientras, como en la canción infantil, la lluvia cae, la lluvia cayó, los niños piden permiso para bañarse bajo el aguacero, los padres dicen total, que se bañen un rato, según los informes de la prensa las tierras listas para la próxima zafra sufren cuantiosos daños, los enamorados se abrazan bajo los portales, los carros levantan el agua de los charcos, el bicicletero decide partir bajo la lluvia, los ríos y las presas se desbordan y las truchas son pescadas a montones por quienes las piensan vender, las parejas disfrutan escuchando el sonido del agua desde una cama chirriante, la maestra no puede llegar, un camión de militares avanza en la carretera como si jamás hubiera llovido, la reunión del sindicato, hasta nuevo aviso, queda suspendida. Pero nada de eso resulta escandaloso. Nada altera las vidas de sus protagonistas.
Cuando salga el sol y caliente, dentro de unas horas o tal vez mañana, muchos van a ser testigos del derrumbe de sus casas. Del carajo es ver los recuerdos cubiertos de escombros, las aspiraciones detenidas en el tiempo, sin que uno haya muerto. Caminatas en ciudades en conflictos, niños con el bulto al hombro, ancianas despatarradas en el medio del camino, suelen aparecer en los noticieros nacionales como máximo estado de la tragedia humana, en Ruanda, en Bosnia, en Beirut, en Kosovo, pero no son nuestro problema. El nuestro llega después del aguacero. Cuando el sol calienta y el edificio cae. Una vez pedaleaba a Marianao y el ruido de piedras en 31 y 64 me detuvo. Abajo había un portal, nadie pudo contener al perro, sus ladridos se apagaron cuando la casa, imprudente, le cayó encima. Los dueños del perro y de la casa lloraban las pérdidas desde la otra acera. Los curiosos presenciaban el desastre y presagiaban otros derrumbes, algunos se consolaron pensando en La Habana Vieja, allí era peor, decían. Como un corte a un pedazo de panetela sobre una mesa de cumpleaños pude ver la parte que
resistió los aguaceros. Sobre el escaparate, en una esquina, cuatro cajas de cigarros populares, unas gomas de bicicletas, sábanas, colchas guardadas para el posible invierno. La cama intacta, el cuarto como siempre, pero sin la pared, los otros cuartos, la sala, el comedor, las ilusiones, los disgustos, los olores de una familia común.
Sobre mi bicicleta pensé en el infortunio que le esperaba a aquella
gente: vida en albergues, crisis de nervios, inestabilidad. Eran las
desgracias de un buen aguacero.
Pero ahora me pregunto, Sergio Navarro, ¿a qué se debe pensar en todo esto?, ¿a que no soportas los aguaceros?, ¿a qué te queda poco como funcionario?, ¿a que todavía maldices tu descarga contra Emilio Varona?, ¿a que no te resignas a haber perdido tus zapatos, tan nuevos, tan vistosos, tan regalados por un socio canadiense? No lo sé, ahora no puedo ni quiero saberlo. Prefiero, sencillamente, olvidar. Olvidar que me emborraché como un perro rabioso. Olvidar que ese Emilio Varona jamás va a olvidar las verdades que desnudé ante todos. Olvidar que soy un borracho que lanza discursos literarios en cualquier parada y pierde sus mejores zapatos. James Joyce también olvidaba sus grandes borracheras comatosas, olvidaba que Nora lo estaba esperando en la puerta y que despectiva decía, Allá viene James Joyce, ese perro borracho irlandés, mientras dos amigos lo acomodaban sobre la cama y ella, con paciencia, le quitaba los zapatos. Debo olvidar como mismo
Dylan Thomas supo hacerlo hasta llegar a la jarra del siguiente día, o como lo hizo William Faulkner, con el vaso de whisky al alcance de la mano, recorriendo el sur o escribiendo guiones para Hollywood en los años cincuenta. Debo olvidar como si fuera un Malcolm Lowry quemando en su mente la próxima casa sin haber comenzado la siguiente borrachera. Eso, debo olvidar. Todo lo debo olvidar. Hasta el concurso. Después de ofender públicamente a un personaje como Emilio Varona, aunque se haya recibido un telegrama, resulta risible pensar en ganar un concurso. En mi bolsillo tengo un telegrama donde se me invita a la premiación. Debo estar entre los finalistas, pero sé que no voy a ganar. Eso está claro.
Por fin recojo los papeles con muchísima calma y me dispongo a leerlos. Ya siento los pasos de la gorda empleada, ya siento su escoba, ya huelo su maldito perfume. Sé que luego dirá: Permiso, mi jefe, y yo levantaré la vista con un, Qué tal, Herminia, mientras me aparto y permito que limpie la oficina. Esa mujer está orgullosa de tener un jefe negro, un jefe joven y negro, algo que escasea demasiado. Lo sé por el trato que me brinda, no llega a ser adulante, pero es cariñosa, amable, como si hubiera encontrado un hijo perdido mucho tiempo. Además, me lo ha confesado, y cuando lo dice, a pesar de su perfume barato, yo sonrío.
También dirá:
―¿Quiere que le diga una cosa, mi jefe? Ya no hay amor por el
trabajo, mire aquí mismo, salvo nosotros, no hay un alma y son
como las nueve.
Herminia tiene razón, cuando entre y converse tendrá razón.
En el centro se ha perdido el amor por el trabajo, la gente, enajenada, no ofrece la menor intención por disimularlo. Dejan de venir y lo asumen como si nada anormal ocurriera. Cuando aparecen, llegan, conversan y de inmediato parten. Reina un absoluto relajo. Me siento responsable de buena porción de este relajo. Un jefe de departamento, aunque lleve tres meses en el cargo y le quede muy poco dirigiendo, debe sentirse responsable. Tiene razón la vieja Herminia. El centro se ha depauperado y eso influye en las personas. Pero cambiar las condiciones que provocan el relajo es un reto imposible para un simple jefe. Sólo espero una señal desde arriba para empezar los cambios. Una simple señal. Mientras no llegue, como siempre, iré a la Fundación a conseguir un buen libro.
―Buenos días, mi jefe.
―Hasta luego, Herminia ―le digo.
Sobre la bicicleta, dueño de mi mundo interior, me dejo llevar por 17. Ya no llueve, hace unas horas que ya no llueve y la gente vuelve a salir. Carros, personas caminando, trabajadores arreglando la calle, muchachas en uniformes, niños, quedan detrás a medida que imprimo fuerza en el pedal. Pienso en los que rompen el asfalto, los detengo en la memoria durante varias cuadras. Veo los guantes, el chapapote, las mandarrias, el ruido descomunal de un aparato triturador de piedras. Desde la infancia me persigue la imagen de un hombre rompiendo la calle con un ruidoso aparato.
Martillo neumático. Martillo neumático. Siempre recuerdo la vibración de sus brazos sosteniendo esos hierros, cada músculo del trabajador acompasado a un ritmo, nada orquestal, angustioso, desafiante. He escuchado anécdotas donde se dice que a medianoche esos hombres continúan vibrando, pero sus mujeres, acostumbradas a los intensos sobresaltos, los soportan estoicas. Deben cobrar muy bien el trabajo con el martillo neumático. Descamisados, empapados en sudor, llenos de polvo, con las manos deformadas por el desgaste físico, parecen dueños de una insuperable honestidad. Son trabajadores, hombres de aspiraciones cotidianas, normales, como cualquier otro hombre, y no lo niegan, se muestran sin máscaras. Debo tenerlo en cuenta, no olvidar que me reconforta la realidad de ese mundo. Allí, entre esos hombres, los problemas se asumen con vocabularios de extrema sencillez, alcoholes pendencieros, adulterios, desenfrenos, estrecheces y carencias.
Aminoro la velocidad cuando paso por la Unión de Escritores.
Siempre me ocurre así. Aunque no lo quiera, en esa esquina el ritmo del pedal me disminuye. Es mi prudente manera de sentirme escritor. Me acerco y de inmediato recuerdo al colega que encontré merodeando en el jardín la tarde en que quise comprar una revista. Quise, además, conocer las ventajas que tiene un miembro de la Unión de Escritores, por boca de un miembro de la Unión de Escritores. El colega me dijo: Mi socio, uno se siente distinto, te invitan a las actividades, te codeas con figuras de renombre, eso, te codeas con los grandes. Pero unos meses después me hicieron miembro y contrario al consejo del amigo me propuse pisar ese rincón lo menos posible, codearme con figuras de renombre lo menos posible, y contentarme sólo con aminorar la marcha al pasar frente a su puerta.
Me deprime la postura de ciertos escritores que se pavonean en el portal como si fueran grandes elegidos. Hace un tiempo, en la presentación de un libro, me vi sentado entre una muchedumbre expectante, y el presentador, ridículo, detrás de una mesa con vasitos de agua, consideraba al autor como excelente persona. Sus manos y su voz enfatizaron en las buenas intenciones de quien sonreía a su lado, destacaban su comportamiento ejemplar como ciudadano (hombre discreto, decía, amante del hogar y de su esposa, tomador de ron, pero en dosis pequeñas, comedido, solidario y feliz), comportamiento diametralmente opuesto al de su personaje: un desenfrenado, un solitario, trotador de bajos fondos, borrachín sin fronteras etílicas. Fueron palabras ridículas. Comprendí que ese hombre advertía en el libro una zona perteneciente también al escritor, una zona inseparable de su modo de ser, un mundo anhelado en su ser más interno, un mundo en el que su autor se sumergía a través de la escritura por no estar apto para asumirlo de otro modo aunque quisiera. El escritor, sonriente, incapaz de matar una mosca, quiso alguna vez ser tan borracho o más que su propio personaje. Quizás estaba lacerado en su interior y era infeliz, más pobre diablo que su invento, aunque disfrutase diariamente de la compañía de una esposa, pantuflas, periódicos, buena cama donde
dormir. Hubo aplausos, apretones de manos y sonrisas cuando ambos terminaron sus palabras. Algunos formaron cola para comprar el libro, otros fueron en busca de tragos de alcohol pendenciero, y la mayoría comenzó de inmediato el pavoneo. Yo me largué enseguida. No hay nada peor que deprimirse en un sitio que no se soporta, nada peor que estar en contra de un presentador y saludarlo con una sonrisita agradable. Odio los corrillos literarios, ese mundo de infantilismos hipócritas, pero siempre regreso, me informo, los persigo, indago a través de la versión de los otros.
Ahora, a mi pesar, después de haber pasado la Unión de Escritores, compruebo que la calle no resbala como hace unos minutos. La goma delantera está baja de aire, ponchada. Maldigo mi mala suerte en pleno Malecón. Camino en busca del garaje más próximo.
El sudor, contenido durante la trayectoria, comienza a brotar por todo el cuerpo. Soy un bicicletero que ha perdido el ritmo del pedal en la ciudad. Envidio a los que raudos me pasan por el lado con la vista fija en su horizonte. Cinco cuadras después veo una mesa en una esquina, hombres concentrados, fichas de dominó. Pregunto dónde hay una ponchera, pero nadie responde. Cada vez que alguno juega suena la ficha contra la formica y mira desafiante a la pareja contraria. Todos se contienen. Soy un intruso que ha llegado a la hora indebida. Hago silencio. Como si siempre hubiera estado allí, como si formara parte del misterio que tienen las esquinas, como si Centro Habana siempre me fuera un sitio saludable, espero el desenlace. Al terminar la data uno de los ganadores, satisfecho, muestra el brillo del oro en su diente y me dice:
―¿Ponchera, consorte? Ah, llégate con Pupo, a mediación de
cuadra.
―Zenkio, bróder.
Veo el cartel lleno de un polvo negruzco y me siento feliz. Cruzo la calle con calma, los muchachos que juegan al taco se detienen, esperan, hablan una jerga que no entiendo. Al menos, sin caminar demasiado, doy con una Ponchera. En su casa el tal Pupo se gana la vida con un delantal lleno del mismo polvo que tiene en el anuncio.
―Un ponche, socio ―le digo.
―Apúrate, que ahorita se va la luz.
Abro mi carpeta, saco libros, busco mis pinzas, me dispongo a
destornillar. El ponchero queda con las suyas en la mano. No insinúa ofrecerlas cuando comprende que soy un cliente precavido. Mientras trabajo puedo verlo recostado al mostrador. Es un tipo flaco, con ojos inyectados de alcohol, dientes manchados por la nicotina, desconfianza en el gesto. En caso de no tener pinzas el costo por el ponche hubiera sido el doble, pero se multiplicaría varias veces si el propio Pupo zafa y desmonta. Menos mal que las traje, me digo. Diez minutos después la cámara se calienta en los artefactos que Pupo se ha ingeniado para sobrevivir, mientras sus codos sobre el mostrador apoyan una simple mirada a la calle, a mis libros, a mi estampa. Yo, por mi parte, observo el interior de una vivienda en Centro Habana: puntal alto, barbacoa, familia numerosa, desdén en las miradas. Una mujer se acerca y conversa con Pupo, le dice algo que no entiendo, luego se esconde tras una endeble cortina. Supongo que deba ser la esposa.
―Pobre tipo el Juancho ese ―me dice el ponchero.
―¿Quién?
―Juancho, chico, el de la novela.
―Ah, Juancho ―digo tratando de poner mis pies en tierra.
―Parece que su lío es con la pelá ―el ponchero casi bosteza,
luego me echa una ojeada y se anima a explicar―. Fíjate que dejó a
la mujer, recogió los bultos y se largó. Ella gritando, te odio, Juancho, te odio, sin saber lo que tiene ese tipo. Le digo a usted que las
mujeres son del carajo. Pobre Juancho.
―¿Está enfermo?
―Enfermo es mierda, mi socio ―Pupo me mira con lástima―.
Lo mordió el cangrejo.
―¿El cangrejo?
―Cáncer, asere, el cáncer, ¿en qué mundo usted vive?
Pupo se incorpora, tamborilea y se pierde tras la endeble cortina. Me siento turbado, es cierto, el ponchero y yo convivimos en el mismo país, pero en mundos distintos. Por mucho que finja siempre seré descubierto. Cangrejo es cáncer, como jugar dominó con estilo significa golpear la madera rabiante, desafiante, satisfecho. Allí está el grupo, la mesa, el espectáculo, cuatro juegan y el resto espera por los perdedores. Negros, mulatos, jabaos, blancos tan gritones como los propios negros, se pasan la botella de alcohol y beben del mismo pico. Aquí se vive en la acera, el espacio de los interiores no alcanza. Esta es la ciudad de las columnas y también la ciudad de las esquinas. La ciudad de los grupos que vociferan su pasión en las esquinas, o planean sus citas, sus fiestas, los robos, los préstamos, las palizas y los adulterios.Frente al grupo pasa una joven mulata; la cadencia, sus curvas, la picardía sutil de buena hembra provoca goce y escándalo. Emulan los de la mesa diciendo piropos, ella sólo sonríe varias veces y los complace moviéndose más. Es bella, se sabe codiciada, imaginada en provocadoras posiciones desde aquella mesa. Tremenda hembra, pienso y la veo pasar cerca sin decirle palabra. Aquí tampoco mis códigos funcionan, la dureza de las frases que lanzan los otros corresponden mejor al movimiento, a sus ojos, a su mentalidad. De mi parte cualquier mención a su belleza resultaría como un disparo con salvas en el ataque a un cuartel. Pertenezco a la ciudad
letrada. Por mucho que lo esconda siempre seré descubierto. Sin embargo, aunque no todos sean negros, cada uno de esos hombres son especie de changó en las intenciones y en los gestos. Los blancos de piel, jabaos o mulatos, se notan orgullosos de su negritud y de sus santos. Son changó por su promiscuidad mental y práctica con hermosas mujeres, por la manera de empuñar la botella y empinársela, por sus comentarios, sus intenciones y por el amplio cosmos que descubren cada día en las esquinas de esta intensa ciudad.
La mulata resulta complemento de la idea, es necesidad para la idea, está marcada con el sino de Ochún para la idea. Provocadora, lleva el misterio de la carne y lo hace cotidiano, los invita, los pervierte, los saca del juego. Con su cadencia procura algo más que una simple mirada, algo más que un conjunto de frases; con su lenguaje sin voz se pierde hacia otra calle prometiendo volver, pero deja constancia de su paso en la memoria colectiva de un grupo de hombres. Ese es su éxito, como mismo el grito lo es para los otros.
Un amago, un gesto insinuante, el intento y no la consumación del
acto resultan efectivos, como si la complicidad del baile fuese tan
real que no hicieran falta orquestas ni compases.
Así es este país, mi país. Si alguna vez escribo sobre el país debo detenerme en todo esto: en la mulata, en la arquitectura, en la esposa del ponchero (adivinarle el secreto a la esposa del ponchero), en los muchachos que juegan al taco, para dentro de cinco o seis años venir a la mesa y continuar piropeando mulatas o gritar cuando termina un juego. Tanto se descubre en una simple calle.
Por ejemplo, tal como predijo ese hombre con la luz, se ha ido la luz, quitaron la luz, pero tuviste suerte, me dice, ya con la cámara en la mano, menos mal que se pudo hacer algo.
El ponchero predijo con la oralidad, pero debo ser capaz de predecir con la escritura. Una buena novela no se hace solamente con hábitos y costumbres. De nada sirve que describa la mesa, los gritos, la mulata, al ponchero comprobando la cámara, si no muestro sus instantes de alegría, sus miserias, los anhelos y las desesperanzas. Más que costumbrismo, más que caricatura, necesito alcanzar las esencias. Las historias que pienso escribir no serán nuevos bodrios para las letras nacionales. De tantas malas páginas y de tantos escritores ridículos el lector se cansa. Mi novela debe ser mi sangre y mi paz. Ah, Walter Benjamín, qué claro estabas, no es la forma ni el contenido lo que importa, es la sustancia, sólo la sustancia.
Alberto Guerra Naranjo, capítulo de la novela La soledad del tiempo.
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