épicas del sur

el cuento Carne, de Ronaldo Menéndez Plasencia

El cuento Carne, de Ronaldo Menéndez Plascencia

Carne

A J. L. Arzola

Bill

Cirilo Ojo Tuerto

Vamos a robarnos una vaca.

Cirilo Ojo Tuerto y yo.

Somos dos, aunque deberíamos ser tres o cuatro. Cirilo va delante, desgarbado bajo una luna lechosa que le dicta el paso seguro sobre el trillo. Él sabe, por eso me dijo que con nosotros dos bastaba, nada de una cuadrilla famélica para después empezar con el estira y encoge. Así toca a más. Yo no, yo nunca lo he hecho. Pero ya se sabe, uno empieza por pensar en las cosas y termina siendo parte de ellas.

Mi mujer me hizo prometer que esta iba a ser la única vez. Me dijo: la ambición rompe el saco, con esta vez resolvemos para un buen rato, después vendrán tiempos mejores. Y yo le dije: y si no mejoran los tiempos lo vuelvo a hacer, así de vez en cuando no te cogen, el problema es cuando uno se envicia, como Cirilo que es un experto. Y ella me respondió: ¿y cómo crees tú que uno se envicia? Tú eres traductor de lenguas clásicas y crítico de Arte, no matarife. Lo haces esta vez, no lo haces más y punto. Y me cortó los argumentos.

Cirilo tiene muchos argumentos y un ojo tuerto que no es ningún argumento. Vive de esto, no sé si por vocación o por vicio, aunque en su escritorio aun cuelguen, como insignias de la desesperación, sus certificados de Magister Ludi y crítico de ballet. Es un profesional. Por eso voy con él. Me dijo: tú y yo nada más, tú vigilas y luego me ayudas a deshuesar.

Matar y deshuesar es lo más importante. Vigilar lo hace cualquiera. Hay que deshuesar y llevarse la carne limpia y roja, fresca, despellejada, maciza. Según tengo entendido, se empieza por los perniles para asegurar la mejor parte. Luego se despanza, y ahí es donde dicen que el animal se estremece porque están sacando lo suyo. Dicen que los pulmones siguen respirando fuera de la vaca. Pero hay que despanzar, porque si no es muy incómodo limpiar las costillas, uno corre el riego de que se resbale el facón y pinche los intestinos, y entonces el animal empieza a defecarse por un costado, a temblar como una gelatina, y cuando la sangre se mezcla con lo otro toda la carne coge peste. De las costilla uno va subiendo hasta el lomo que hay que trabajarlo para que quede como el espinazo de un pescado, sacarle toda la carne que ahí es apretada como el cedro. Luego las paletas si da tiempo. El gaznate si da tiempo. Eso sí, le aclaré a Cirilo que yo no dejo atrás el corazón y el hígado, que bastante proteína le hace falta a uno para desperdiciar el hígado que es pura sangre. Mi mujer lo cocinará el domingo con bastante vino seco y cebolla, en lascas y lascas y lascas. La salsa queda cuajada, las cebollas marchitas y algunas papas con sabor a carne. La carne se filetea, se muele, se deshilacha, se comprime en el refrigerador, se fríe en manteca de puerco, se contabiliza, se estira, se vende algún pedazo silencioso, se caga, se gasta pero queda adentro.

—Cómo va la cosa, Cirilo.

Y él me responde muy bajito:

—Ahí va, ahí va.

Cirilo Ojo Tuerto

No me gusta esto. Es un trillo muy estrecho, y aunque no ha llovido, constantemente uno tiene que caminar sobre las ranas que duermen en los charcos. Nunca he operado en esta zona, la ignoro, me pone nervioso. Pero hay que cambiar de zona, porque cuando uno tumba un par de reses en el mismo lugar la cosa se pone viciada, te esperan, te hacen una cama y ahí es donde te cogen. Luego nadie te salva de veinte o treinta años a la sombra aunque te vuelvas vegetariano, ecológico, verde con fotosíntesis y todo. No comprendo eso de hacerse vegetariano, y menos por designio superior. A fin de cuentas uno se parece más a un tigre que a un Oso Panda. Coma carne: millones de felinos, la tigridad misma, no puede estar equivocada. Aquí no hay siquiera bosques de bambú. Sólo Hierba de Guinea que si uno no lleva puesto un pantalón largo rajan la piel; también el Marabú con sus espinas de una pulgada, opacas espinas que no se ven de noche, pasan cualquier pantalón y luego se parten y avanzan por la carne. Este lugar no me gusta. A veces una nube compromete a la luna y uno deja de verse las palmas de las manos. dejan de verse hasta las palabras de Bill:

—Cómo va la cosa, Cirilo.

Y yo le respondo taimado:

—Ahí va, ahí va.

Porque Bill es un buen muchacho, pero torpe. No comprende que este sitio no me gusta, que hay murciélagos de ojos sin ojos, que hay charcos donde no ha llovido, que hay ranas que se desinflan. Cuevas al borde del trillo que se tragan la poca luz. Serpientes de pasos breves, de pasos evaporados.

—Cómo va la cosa, Cirilo.

—Cállate, Bill.

No comprende que cada palabra puede dispararse como una luz de bengala, y caerían sobre nosotros los tigres de bengala, los depredadores de depredadores que no sospechan estar equivocados. A veces, después de dar un paso a desnivel, se deja oír en la penumbra de nuestros sacos el tintinear de los fierros. Esto me pone aun más nervioso, pues parecen cascabeles de la fatalidad.

Bill

Ya llegamos. Cirilo lo advirtió hace unos minutos, me dijo:

—Se huele el estiércol.

Es un establo trapezoidal, inflamado de pequeñas montañas que son las vacas dormidas. De noche todas las vacas son negras, y es difícil buscar la vaca negra en el establo oscuro. Por eso pienso que debe ser pinta bajo la luna; además, Cirilo, con su ojo tuerto y su media voz, me dice:

—Las vacas negras dan mala suerte.

Nos movemos entre bosta y bosta como un comando operativo, esquivando las sombras y hablándonos con todo el cuerpo menos con la boca. Por fin Cirilo da con una. Me dije guiñando su media vista:

—Es blanquita, fíjate qué mansa.

Tiene un trozo de soga que parece una flema colgada del narigón, como si nos hubiese estado esperando. Hay que llevársela a un lugar seguro en el campo. Trabajar con tranquilidad para no darnos un tajo. Lo mejor es un claro entre el naranjal. Las naranjas son pompas de jabón bajo la luna. Traslucen como el matavacas de Cirilo Ojo Tuerto. Su matavacas es una estalactita de cristal. por un momento todo se revuelve, las naranjas son globos de luz que suben y bajan, los ojos de la novilla se confunden en blanco, también suben y bajan cuando Cirilo aplica el perfil de su matavacas a la piel del gaznate. Hay un surtidor, un mar tibio entre nuestras botas que se liga con el fango. Hay una vibración elemental y luego un estiramiento, y luego otro estiramiento y entonces aparece una impresión de silencio, como si hasta entonces hubiera durado una estridencia en aquel sitio. Cirilo se agacha y sin decir nada empieza por los perniles. Pero hay algo que se mueve; le digo:

—Cirilo, mejor deja que se muera como es debido.

Él me responde:

—Trabaja, Bill.

Y sigue desvistiendo la carne azul de los muslos. Pero en eso hay algo más que se mueve. No son las naranjas bajo la luna, tampoco la única pestaña de Cirilo, tampoco los muslos azules. Creo que nos sorprendieron

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Los Farmers

Los cogimos mansitos-mansitos. Robándose una vaca. Una vaca sagrada, una montaña de carne con ojos, una hamburguesa viva. Aunque ya no está viva. Los muy cabrones le dieron la puñalada, liberaron de un tajo su ánima del lastre bovino que la sometía. Y ahora el ánima debe estar en el paraíso de las vacas (todas las vacas son inocentes); o haciendo fila para reencarnar lo antes posible en algo profundo como un calamar o una ameba.

(A continuación se abre un paréntesis, pues el devenir fluye tan vertiginosamente que casi se vuelve inefable: Bill y Cirilo no creen lo que ven sus tres ojos y mucho  menos lo que escuchan sus oídos: los cogimos mansitos-mansitos… Se han materializado de la nada cuatro jinetes, como si fueran la encarnación al cuadrado del terror de los matarifes. Es entonces que Cirilo Ojo Tuerto intuye lo impredecible y trata de huir, salta sobre el animal muerto, dice Bill corre, hay un atisbo de desesperación que corta uno de los jinetes con un solo disparo. No se sabría a donde fue a parar la bala, ni siquiera si es una bala —pidiera ser un perdigón—, de no ser porque Cirilo alfilerea la oscuridad con un quejido que parece el de un murciélago. Algo, como un puntillazo, le ha pasado el muslo. Cae. Bill permanece a su lado de pie y esperando a los jinetes que ya están ahí Vuelve a pensar: ahora sí que nos atraparon…).

Los Farmers

Ya estamos sobre ellos. Nos pregunta el desgraciado que está de pie y el miedo está a punto de tumbarlo:

—¿Son Farmers o son policías?

—Somos los cuatro jinetes del Apocalipsis.

Reímos. No porque nos dé gracia, sino porque comeremos carne. Una vaca muerta, que no pudo ser robada, es una sábana de filetes sobre nuestras mesas. Uno de los gusanos se retuerce del dolor, parece que la bala lo tocó. Tendremos que ocuparnos de ellos cuanto antes. Cuando los levantamos y los atamos con la misma soga para conducirlos, están tan asustados que sus ojos parecen luciérnagas. Superamos el trillo sin hablar para no llamar la atención. El gusano herido va dando tumbos, lo cual nos preocupa, pues la maleza se hace eco de su andar desordenado. Alguien podría escucharnos y antojarse. Por fin repechamos el pequeño cerro y allí está el rancho.

Bill

Sin dudas, son farmers, ya que nos han traído a un rancho. Ahora nos amarrarán hasta el amanecer y luego nos entregarán a la policía. Salen de veinte a treinta años por esto. Cirilo Ojo Tuerto se podrá consagrar a lo suyo y yo continuaré rastreando por el resto de mis días los vestigios de la sintaxis etrusca en los diálogos de Plastón.

Hay conciliábulo de farmers; el que parece liderear dice a otros dos:

—Ustedes vayan al cuartel y digan lo de siempre.

Entonces le pregunto:

—Y qué es lo de siempre, si se puede saber.

Me responde:

—Cómo no. Le informamos al oficial de guardia que encontramos otra vaca muerta y los ladrones se dieron a la fuga. Siempre se nos escapan los ladrones. Al amanecer la policía vendrá, se llevará la vaca que como ustedes saben es intocable, y asunto concluido.

Alcanzo a decirle, emocionado:

—Quiere decir que no van a delatarnos.

—Por supuesto que no. Qué ganaríamos con eso. Aquí no se gana para nada, ni siquiera podemos comernos la vaca.

El farmer eleva la vista a las estrellas que son miles de lunares blancos en una piel negra, como evocando los tiempos inmemoriales en que la gente era dueña de sus vacas. Los encargados de dar parte a la policía se retiran, y los otros dos farmers desatan a Cirilo para dejarlo ir. Les digo:

—Hay que curarlo, no puede caminar en ese estado.

—Tranquilo, tranquilo.

Y empiezan a desnudarlo, luego lo observan. ¿Son rateros o son sodomitas?

—¡Dejen a ese hombre que está herido!

Se ponen a tocarlo. Primero los muslos, luego las nalgas.

—Tiene buenas nalgas —le dice uno al otro— y buenos muslos. El otro es más flaco

Me miran. Dicen que yo soy más flaco.

—Así que mejor los deshuesamos, los fileteamos y repartimos la carne por peso parejo.

Antes de comprender lo que dicen, aparece un puñal de prestidigitador que desliga la yugular de Cirilo. Mientras se revuelve en el suelo, empiezan a desnudarme. Uno dice:

—Los huesos, como siempre, los enterramos en el patio —mira al fondo de mis ojos—, no es nada personal, en este lugar todos vivimos de esto. Una vaca muerta, que no pudo ser robada, es una sábana de filetes sobre nuestras mesas.

Hasta aquí el cuento Carne, de Ronaldo Menéndez Plascencia. Tomado de la de la revista literaria, La Gaceta de Cuba, edición número 3 del 2000 .

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Ronaldo Menéndez Plasencia

Ronaldo Menéndez Plascencia
1970, La Habana

Es licenciado en Historia del Arte y en Bibliología y técnicas documentales. Su obra narrativa consta de tres libros de cuentos: Alguien se va lamiendo todo (Premio David de Cuba, 1990), El derecho al pataleo de los ahorcados (Premio Casa de las Américas de Cuba, 1997) y De modo que esto es la muerte (2002); y de las novelas La piel de Inesa (Premio Lengua de Trapo de Narrativa, 1999), Las bestias (2006) y Río Quibú (2008).

Sus narraciones han aparecido en numerosas antologías en América Latina, Estados Unidos, Alemania, Francia y España, entre ellas Nuevos narradores cubanos (Siruela, 1998), Líneas aéreas (Lengua de Trapo, 1999), y El arquero inmóvil. Nuevas poéticas sobre el cuento (Páginas de Espuma, 2006). Colaboró durante años como crítico literario y de arte con las principales revistas especializadas cubanas, y como columnista en el diario El Comercio de Lima, ciudad en la que también fue profesor de Periodismo en centros de educación superior, antes de instalarse en Madrid en noviembre de 2004. Actualmente colabora con diversos medios periodísticos y como editor literario, y ejerce la docencia en institutos de formación literaria.


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