En esta calurosa tarde de septiembre publicamos cuatro minicuentos de los escritores de Café Naranjo: Yuraima Trujillo Concepción, Kenia Rodríguez Poulot, Reinier del Pino y Yosvany Domínguez Rodríguez, es nuestro deseo que sea del agrado de todos.
LA ÚLTIMA NOTICIA
Kenia Rodríguez Poulout (Santiago de Cuba)
Camino sin descanso. Sólo espero llegar a tiempo. Quiero verte, sé que no habrá otra oportunidad. Ya nada importa, mejor guardo los momentos de entrega y desatino, las veces que lo hicimos en el traspatio de la taberna donde te emborrachaste tantas veces. Un mendigo en el suelo agarra mi vestido en busca de limosna. Saco algo de dinero del pecho y se lo doy. Mira mis tetas con indiscreción. No me suelta, tiene hambre, no puedo dejarlo así. Aún estoy cerca de mi casa, retrocedo y le traigo un trozo de pan. Lo agradece. Acelero el paso. Me duelen los pies, la caminata cansa pero no puedo detenerme, solo quiero llegar frente al ayuntamiento.
No se de dónde saliste, pero vi con dolor como a sangre fría y sin ningún motivo, le cortaste el cuello al gato que era mi única compañía en tus habituales desaparecidas. Siempre venías con la noticia de algún asesinato por los alrededores. Eras un sujeto misterioso, con manías de cazar largartijas, freírlas y comértelas, dormir con un ojo abierto y una pierna fuera de la cama, como si algo fuera a pasar.
Sin embargo, te acepté tal y como eras, a veces tierno, otras loco y casi siempre violento, por eso estás donde estás. No me explico cómo fui tan ciega, debió ser por lo bueno que eras en la cama. Probablemente por eso te perdoné tantas cosas. Confieso que a veces me asustó tu mal carácter, pero uno se enamora y se pone tonto, o se hace el tonto, se resiste a la verdad. Sabrá Dios la causa de tus perturbaciónes. Por suerte logré abrir los ojos. De lo contrario, lo más seguro es que no pudiera hacer el cuento.
El pecho me duele, no puedo ir más rápido en mi condición, pero tengo que llegar a tiempo. A pesar de todo, no logro odiarte, siempre te recuerdo con amor, más ahora. Imposible no asombrarme ante tu rara costumbre de fumar mientras lo hacias. Aún conservo la taza con que tomabas tu café sin azúcar para luego endulzarlo con el sabor de mi entrepierna, según tú. Esta maldita calle se vuelve círculo sempiterno, parece que no avanzo. Las ratas corren inquietas por las cloacas. Ya estoy cerca. En cualquier momento suenan las campanas de la iglesia. Varios carruajes pasan a galope. El olor amar y pescado revuelve mi estómago. Un asco repentino me hace escupir.
Frente a mí, tres perros van detrás del sexo de una perra flaca, siento envidia de ella. Se acerca la hora. Corro. Caigo en un hueco y me lastimo la pierna, duele, creo que no podré dar un paso. No puede ser, tengo que verte, decirte. Intento pararme, no lo consigo.Tomo aliento, espero un instante y respiro. Me levanto y con algo de dificultad camino. Ya me acerco a la plaza, alcanzo a verte, abro un trillo entre gente que me mira con disgusto. Cuánto tiempo quisimos concebirlo y vino a aparecer justo ahora, no iba a dejar que te fueras sin darte la noticia. Sudorosa, despeinada y coja, llego. Me acerco y grito:
_ Voy a tener un hijo tuyo.
Reconoces mi voz. La multitud reclama justicia y muerte al asesino. Una sonrisa se refleja en tu rostro cuando el verdugo activa la guillotina. El sonido seco al caer tu cabeza, deja un triste olor a culpa en la plaza.
ACOSTA
Reinier del Pino Ceja (Artemisa, Cuba)
La noche es fría y húmeda en la trinchera. Llevas algunas horas en este ejercicio y el peso de la cantimplora te molesta. La pierna entumecida. La necesidad del cigarro que impide el reglamento en estos trajines. Recuerdas las palabras del Pinto. Eso no se hizo para ti, Acosta. Eres un negro equivocao y terminarás alimentando las calderas del ingenio con una pala, como todo el mundo en tu familia. Y tú que no sea sapo, que por eso tiene la cara cagada de moscas. Que el ejército es lo tuyo porque quieres hacer algo, aportar a la causa.
Cierras los ojos y te ves con la Mora, en un apartamento de los que están construyendo en la comunidad nueva, con dos hijas que serán dos princesas y tendrán escuelas y médico y enfermera. Dos niñas que se reirán a pesar de lo que diga el Pinto que no entiende de eso. No entiende que quieres un país donde los niños sean felices. Donde se rían siempre. Pero para eso hay que sudar y marchar hasta tarde y gritar consignas y estar en esta trinchera maldita donde no se puede fumar, coño, porque el coronel puede mandarte al calabozo si te descubre.
La noche parece instalada para siempre en medio de la loma. Hay un silencio agradable, como si estuvieras solo. Pero sabes que hay muchos como tú en el ejercicio y si no fuera una maniobra te estarías jugando el pellejo y tendrías los ojos bien abiertos. Si esta fuera la guerra, carajo, habría que amarrarse bien el zambrán como dijo el coronel el otro día durante el pase de revista, porque las guerras son pa hombres de verdad, hombres sin miedo a la muerte y dispuestos a dar la vida por la Patria.
Coño, que ganas de fumar. Encender un cigarro delataría tu posición y tratas de pensar en otra cosa. En la Mora, en las niñas que tendrás un día. Ahora defiendes un objetivo y por aquí no pasará nadie ni aunque sea el sargento con la merienda o algún compañero de escuadra a pedirte un cigarro. Otra vez te duele la cabeza. El maldito dolor de cabeza que no te deja en paz. ¿Qué hora es? Entrecierras los ojos y no sabes dónde estás. Percibes el hedor de tu ropa. Revisas los bolsillos porque quieres fumar y descubres los agujeros. El Pinto te dijo muchas veces que dejaras el vicio. Esa mierda te va a joder, Acosta. Pero el Pinto se murió y nunca se puso un cigarro en la boca y tú eres un tronco, un roble. No padeces de nada salvo de este dolor de cabeza que puede ser los tres días sin comer, la mala noche en un portal o un banco del parque, la falta del cigarro. La somnolencia pudiera ser por el estómago vacío. El dolor de cabeza por la abstinencia forzada. Necesitas un médico. No. Sacudes la idea con la mano sobre tu cabeza como para espantarla. Un médico te encerraría y te alejaría de las niñas. Un médico volvería a hacerte pruebas y a decirte que algo no está bien, te obligaría a dejar el cigarro.
El dolor de cabeza es molesto. Si no fuera por eso la noche sería menos pesada. Es dura y a veces tienes deseos de quejarte, de rajar y gritarle en la cara al coronel que los hombres de verdad también sienten miedo, pero se sobreponen por la Patria, por un apartamento donde la Mora los espere con sus dos niñas y porque los niños sonrían siempre para mirarlos desde el balcón, con un cigarro en la mano. Pero no se lo dices. Cierras los ojos y dejas que el tiempo pase.
Cada vez que cierras los ojos tienes un sueño. A veces es el mismo. La Mora con las manos en la cara y las niñas pequeñas sin entender nada. Tú sentado a la mesa del comedor con la mirada perdida y las pastillas y los cigarros y las visitas al hospital y las palabras del médico que el Pinto dijo que eran una mierda. No tienes de que preocuparte, Acosta, tú eres un salvaje y los salvajes no se mueren nunca. Él también era un salvaje y se murió. Después la Mora no te perdonó la fatalidad y se fue de la casa y las niñas…
Ayer te pusieron la medalla. Estaban todos en posición de firme y el coronel se te acercó para colocártela y te dijo Bien hecho, Acosta. Te pareció que el coronel no era ese viejo cansado y antisocial. Se te antojó más joven, muy parecido al Pinto en sus buenos tiempos. Las manos del coronel tienen un mérito tremendo porque son firmes y estuvieron en La Sierra, en Girón y en la limpia del Escambray. Las tuyas son manos de hombre común, manos sin historia.
El parque está lleno. ¿A dónde fue la noche, carajo? Escuchas los sonidos de la gente. Otra vez te robaron las chancletas. Las pusiste bajo el banco, pero la gente es mala. Por aquí no pasaron, coronel. No los dejé. Se lo juro que solo pasarían sobre mi cadáver porque esta es mi prueba de fuego y mi Sierra y mi Girón. Por aquí no pasaron. La maniobra fue un éxito y ahora nos vamos a emborrachar porque trajeron un garrafón de cerveza. Todos esperan la orden. Tú esperas más. Es el segundo cigarro y el dolor de cabeza no se te quita.
Cuando te casaste con la Mora llevabas puesto el traje de gala que te quedaba justo. Eras un negro de salir, un negro equivocao como dijo el Pinto que fue testigo de tu dicha. Buen amigo el Pinto que no quiso quedarse a ser testigo de tu desgracia y se fue pronto al cielo de los pecosos, al cielo de los mejores amigos. Cierras los ojos y la Mora aparece con su sonrisa, con la promesa de dos niñas y de un futuro juntos donde ella bailaría desnuda y silenciosa para ti en el cuarto del apartamentico nuevo y tú cuidarías la posición para que no nadie pase.
Las chancletas no están. Tampoco la Mora ni el Pinto ni las niñas. Solo hay gente extraña en este pueblo. Huyen. ¿Me regala un cigarro? ¿Por qué huyen de mí? Debe ser el uniforme. Pero no lo traes puesto. Pasas trabajo para reconocerte en esa ropa de alimentador de las calderas del ingenio. El olor desagradable y el rostro sin afeitar. Si el coronel me ve con esta facha. Si me viera la Mora ahora que no parezco un príncipe. Eso no es nada, Acosta. Pero el dolor de cabeza es fuerte y las niñas no lo entendieron. Te miraron con miedo. Te cerraron la puerta del apartamentico cuando su madre se fue porque ya no podías cuidar tu posición.
El hambre y el deseo de fumar te levantan del banco. La ayuda es algo escaso. No abunda en este pueblo de ladrones de chancletas. A veces alguien te socorre. Unas galletas, un vaso de yogurt. Sin el yogurt las niñas no se van a la cama.
Deambulas sin rumbo por la calle que se despierta. Te miran extrañado. ¿Me regala un cigarro? Te miran con recelo porque no te conocen. No saben nada de tu medalla. De que defendiste como un gallo fino tu posición y de que en el pase de revista el coronel te miró complacido. No saben que las niñas se dormían en tus manos repletas de cariño, manos de hombre bueno que trae el yogurt. Manos que van a la cabeza porque el dolor aumenta y parece que el Pinto se equivocó esta vez.
Desde la esquina unos muchachos te llaman por tu nombre. Te ofrecen la fuma que tanto buscabas. Un sobrero extravagante, como de mujer. Un pañuelo que te acomodan sobre los hombros. Te invitan a bailar, pero no quieres. Te duele la cabeza, y el hambre y la ausencia de la Mora y de las niñas y del Pinto. Agradeces el cigarro. Siempre agradeces. Te alejas apurado porque ya casi es hora de la guardia y el coronel confía en ti para cuidar la posición. Si no fuera por este maldito dolor de cabeza. Si no fuera por este sombrero que no me queda cómodo y por este pañuelo. Vuelves el rostro y ves como los niños se ríen. Se ríen, coronel. La misión fue cumplida. Logramos esa Patria que queríamos y ahora podremos descansar. Solo falta aliviar este dolor tan fuerte. Algún día tendré que dejar el cigarro.
LA ÚLTIMA AVANZADA
Yuraima Trujillo Concepción (Camagüey, Cuba)
“—Los soldados nos quitaron la ropa.
—Mi padre es soldado pero no de los que quitan la ropa”.
John Boyne (“El niño con el piyama de rayas”)
La niña, como pudo, arrastró el cuerpo de su padre hasta lo que quedaba de un edificio destruido, se sacó la blusa y con ella le presionó la herida en el pecho. A través de la camisa mal abotonada podía verse un boquete desde el cual no dejaba de brotar la sangre.
Desde hacía algunos días las sirenas del pueblo habían anunciado la avanzada de los soldados enemigos, que no demoraron mucho en comenzar a explotarlo todo, disparando a ciegas, desde los aires.
Las bombas caían como lluvia sobre los campos sembrados de maíz, las escuelas. Los civiles abandonaron sus casas bajo un tropel desenfrenado, como insectos espantados por las luces del fuego que comenzaba a devorarlo todo. Algunos malheridos lograron llegar, casi arrastrándose, al único hospital de los alrededores. Horas después, también fue bombardeado y se derrumbó la mitad del edificio.
No había donde ocultarse, o hacia donde correr.
Cuando las sirenas anunciaron la segunda avanzada, ya los tanques de guerra y los camiones militares arrollaban a pocos kilómetros lo poco que quedaba de la resistencia. Los más fuertes habían intentado parar al enemigo que atacaba por tierra, disparando con morteros y metrallas contra todo lo que se movía, pero eran superados en números y armamentos y no demoraron demasiado en ser exterminados. Incluso aquellos que retrocedían, sin dejar de disparar fueron prácticamente ejecutados, justo a las puertas de la ciudad.
Pronto, las pocas casas que quedaban en pie, fueron consumidas por el fuego que ya había devorado los campos y, aún hambriento, continuaba avanzando como los soldados que lo habían provocado.
La niña, sentada entre los escombros, agarró el dedo del padre y lo presionó con fuerzas, mientras con la otra mano se limpiaba la suciedad de los ojos para ver mejor. A lo lejos se escuchaba el estruendo de la batalla y volaban ante ella partículas de hollín que se confundían con sus cabellos oscuros. El humo del fuego y el polvo causado por los escombros le hacían respirar con dificultad. Más de una vez tosió hasta casi sentir que perdía el conocimiento, pero se aferraba al brazo de su padre y escondía la nariz entre sus manos para respirar mejor.
El pueblo entero avanzaba despacio, como si calzaran zapatos de plomo y les doliera demasiado caminar. Ella los veía pasar frente al edificio destruido que usaba como refugio y quiso seguirlos, pero le fue imposible levantar a su padre y volvió a sentarse a su lado. La herida sangraba menos y creyó que quizás era señal de que se estaba recuperando. Su padre siempre había sido un hombre fuerte, logró sacarla a ella de la casa justo cuando comenzaron a caer las primeras bombas. El techo se les vino encima y él la protegió con su cuerpo. Una viga le había atravesado el pecho, pero ni siquiera eso lo detuvo, se la arrancó como si no sintiera dolor, tomó a su hija en brazos y corrió lejos del fuego concentrado. Minutos después caía casi sin aliento en medio de la calle, desde donde ella había tenido que arrastrarlo para ponerlo a salvo. Así que lo mejor era esperar a que él despertara, de seguro sabría qué hacer, se tranquilizó a ella misma con esa idea, sin dejar de observar en silencio la marcha lúgubre de su gente. Omar, el muchacho que tocaba la guitarra en las noches, volteó el rostro hacia la niña al pasar frente a ella, pero no la vio, no podía. Sus ojos habían sido sellados y los dedos, que antes bailaban en las cuerdas de la guitarra, se mostraban torcidos, sangrantes.
Vio desfilar a la vecina bonita del apartamento continuo al suyo, con el vestido hecho tirones y la tristeza cruzándole el rostro; su maestra de espejuelos grandes, llevada en andas, con los ojos cerrados y el brazo delgado desplomado, moviéndose como el péndulo de un reloj; y el perro anciano de la familia que vendía panes, cojeando visiblemente de sus patas traseras, sin dueños, siguiendo como un autómata la turba que marchaba delante de él.
El estruendo de la batalla se sentía cada vez más fuerte, poco a poco los últimos pobladores se fueron perdiendo en el horizonte, sin que ninguno de ellos se volteara a mirar la nube de humo y polvo que se levantaba en medio de la plaza.
La niña ni siquiera hizo el intento de seguirlos, siguió aferrada al dedo ya frio de su padre, aún cuando las sirenas anunciaron la última avanzada.
CUESTIÓN DE MORAL
Yosvany Domínguez Rodríguez (La Habana, Cuba)
Estoy sentado en la consulta. Ocho y veinte de la mañana. El doctor me trata con sumo respeto, tal vez por el traje verde olivo con las tres estrellas que llevo sobre los hombros y este recio carácter curtido por tantos años en la vida militar. Ya sabe de mi padecimiento desde hace tiempo, por eso creo se ahorra conmigo las explicaciones de rutina. Me indica un reconocimiento y, mientras anota los datos en el registro, no puedo evitar que mis pensamientos vayan hasta la Unidad de Tanques. Todavía da vueltas en mi cabeza el hecho extraordinario acontecido anoche, cuando un recluta y un oficial fueron sorprendidos teniendo sexo en una oficina. Tuve que imponer un régimen disciplinario fuerte sobre todo el personal y, de paso, ofrecer una larga charla. Era preciso que se entendiera que el castigo severo sobre los implicados no vendría condicionado en sí por la homosexualidad, sino por la inmoralidad y la indisciplina. Imposible tolerar semejante falta de respeto. Tenía que preservar la ética colectiva a toda costa. En eso justamente pensaba cuando el médico me avisó. Caminé a duras penas hasta la camilla. Desabotoné abochornado el pantalón, dejándolo caer al suelo, y bajé de mala gana el calzoncillo. Incliné el tronco hacia delante y sentí el dedo penetrar en mi interior y hurgar despiadadamente. Fue entonces que vinieron a mi mente, una a una, las palabras del discurso barato sobre la moral que pronuncié ayer en el campamento.
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