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"Un simple ratón te envenena", un cuento de Alberto Guerra Naranjo

“Un simple ratón te envenena”

Publicamos en nuestro Blog Café Naranjo, “Un simple ratón te envenena”, un cuento de Alberto Guerra Naranjo, esperamos que sea del agrado de todos.

Un simple ratón te envenena

        Describir el cadenazo en la espalda que recibió Jesús Larrea, por parte de un jovenzuelo, confiere gran responsabilidad a quien lo intente, sobre todo si no valora que entre ambos (víctima y victimario) el diálogo no verbal se abría paso desde hacía mucho tiempo. 

           Un cadenazo en la espalda cuando no se espera obliga a la inclinación inmediata, a la búsqueda del sitio afectado, al giro para advertir su procedencia. Movimientos simultáneos, fracciones de segundos, que ninguna palabra llega a reproducir como debiera. 

           El cadenazo también acepta un grito, Ay, coño, pronunciado en el idioma materno de la víctima, con palabras no entendidas por el agresor, ni por los cuatro que lo acompañaban, pero suficientes para advertir la ventaja. Ellos eran más, él uno solo y atacado por sorpresa.

        Sonreír, a pesar de semejante cadenazo, desconcertó al agresor y a sus compinches por unos segundos; primero fue mueca inesperada, respuesta tan contradictoria como el mismo ataque, algo así como, ¿Y esto qué es, muchachos?, en el rostro espantado de Jesús Larrea, quien se tocaba el dolor con su mano en la espalda, mientras cinco jóvenes a la entrada de un bar, más espantados que su víctima, sin tener muy claro qué otra acción procedería, lo contemplaban sonriendo después del cadenazo.  

          Pero lo desconcertante de una historia así, para quien pretenda contarla, no deberá ser el inesperado ataque que recibió Jesús Larrea, sino que este, como evidente animal de costumbres, frecuentaba ese bar cada vez que salía del trabajo. 

          Tarde por tarde abandonaba el metro entre la multitud, ascendía las escaleras de su estación silbando alguna antigua tonada, caminaba unos pasos hasta el bar, y si estos mismos jovenzuelos como casi siempre estaban jodiendo en la entrada, exigía un rotundo permiso con voz grave para que se apartaran rápido, medio asustados ante la sorpresa, y lo dejaran pasar con calma de tipo que ha vivido lo suyo y no está para juegos. 

          Tarde por tarde Jesús Larrea entraba dispuesto a sentarse en la misma banqueta de barra, disfrutaba que el barman sirviera el doble de vodka junto a la frase amable, miraba fútbol en el televisor empotrado en la altura, colocaba el móvil sobre la barra con solemnidad, meditaba un poco con la vista perdida en el vaso, o en el móvil, y su mente se iba lejos, bien lejos, a un lugar donde no había bares ni barras como esa, ni jovenzuelos aburridos, repletos de tatuajes, que usaran suásticas cargadas de rencor.

           Ese veinticinco de diciembre era feriado, nacimiento del niño Jesús, navidad, y nadie o casi nadie había ido al trabajo. Sobraban adornos en las calles, rebajas anunciadas en vidrieras que por la crisis no eran asimiladas como antes, y los negocios las complementaban con refuerzos de estampitas, e imágenes de Jesús de Nazaret en distintos tamaños. Jesús Larrea había comprado una de esas imágenes antes de exigir permiso a los muchachos y entrar en el bar como si regresara del trabajo. También había comprado una botella de vodka y una hermosa caja de bombones con el aguinaldo para regalar a la esposa de su amigo, un viejo albañil a punto del retiro, que la noche anterior lo había invitado a cenar en su casa. Jesús Larrea iba con sus bolsas de nylon, cuando sintió a lo lejos las voces de los jóvenes y, como evidente animal de costumbres, deseó sentarse en la misma banqueta de barra, frente a un barman y un doble de vodka, con la mirada perdida en el móvil, o en el vaso.

         En la comisaria, el más gordo del grupo, el de las pecas, al principio renegó de las acusaciones con desfachatez implacable, Mierda, gritó iracundo con sus manos aferradas a los barrotes, pero luego, en la medida en que pasaba el tiempo, sintió los  murmullos festivos afuera, más los de los propios policías, y fue ganado por un miedo de adolescente en apuros que pronto se convirtió en pánico, hasta que no pudo más y confesó a los oficiales que él había sonado el cadenazo.  Nadie lo mandó a gritarnos, dijo, para que constara en acta, pero omitió la única razón que lo había sacado de paso aquella tarde. Jamás declaró a los policías que llevaba tiempo viendo a su padre triste, sin mucho que poner en el pequeño árbol de navidad, y entonces ese extraño salió del bar con sus paquetes, como si  los hubiera robado a su padre, y ya no pudo contenerse. 

        Esa tarde de navidad desde la barra, como si tuviera un mal presentimiento, Jesús Larrea buscó un número largo en la agenda del móvil. Marcó consciente de que haría un buen gasto, pero no importaba, sintió necesidad de conectarse de otro modo con la lejanía. Varios minutos después escuchó palabras en su idioma natal. Sí, habían recibido en tiempo el sobre con dinero; del otro lado dieron unas gracias fervorosas y lo felicitaban, desde este él las devolvía y también felicitaba, del otro lado le pidieron que se cuidara mucho, y desde este él pidió que se cuidaran, le mandaban besos y él los devolvía. Cuando terminó de hablar puso el móvil otra vez en la barra, el barman sonrió como diciendo, Oh, la familia,  y él se sintió un poco triste al terminar su trago.

          La noche anterior había esperado el veinticinco de diciembre en casa de su amigo, el viejo albañil a punto del retiro, quien pensaba convertirlo en heredero de los instrumentos que fueron de su padre, porque lo quería como a un hijo, y ya era hora de pasarlos a buenas manos. Así balbuceó el viejo mientras picaba el queso, así repitió medio borracho en la puerta al despedirlo, así lo recordaba Jesús Larrea mientras se ponía el abrigo, tomaba sus compras y abría esa otra puerta de bar. Pero así lo recordó, además, horas antes de morir, en la cama de hospital donde lo llevaron de urgencia.

         Esa tarde de navidad un frío intenso lastimó a Jesús Larrea cuando abrió la puerta, dijo Permiso con voz grave, sin imaginar que el más obeso del grupo, el de las pecas, iba a desajustarle sus planes con un cadenazo. De ahí que sonriera inexplicablemente, después de un grito de dolor en su idioma, Ay, coño, al mirar la cadena en manos del gordo,  sentir un tac mecánico de navaja recién abierta en las de otro, advertir manoplas, cuchillo bayoneta, peligro, adrenalina, linchamiento.

           Jesús Larrea amagó con sus bolsas de nylon, esquivó el segundo cadenazo, pero la suerte estaba echada, no había mucho que hacer, cinco criaturas difíciles lo necesitaban desbancado, sometido, linchado, como culminación de un diálogo no verbal que ambas partes (víctima y victimarios) sostenían desde hacía mucho tiempo.

           Jesús Larrea murió el día de nacimiento de Jesús de Nazaret, en la frialdad de una cama de hospital, pero antes, sus agresores lo vieron jugarse la vida un par de veces. La primera, cuando atravesó corriendo una calle repleta de carros, y la segunda, al lanzarse desde el cuarto piso de un edificio en construcción.   

        Más de un chofer frenó en seco ante la temeridad del hombre que ganó de milagro la acera de enfrente y corrió cuanto pudo con un abrigo de invierno, bañado en sudor, como si estuviera en alguna de las playas de su lejano país y no a punto de ser masacrado por cinco rancheadores posmodernos, que le corrían detrás, con el aliento en la nuca, hasta que logró entrar al edificio, y ganó las escaleras.

        En el hospital Jesús Larrea recordó a su amigo, el viejo albañil, pero no en su casa, sino en el trabajo, cuando descubrieron una rata muerta en el área de escombros y luego otra en el área de alimentos. Recordó que el viejo no quiso comer, prefirió fumar despacio, hablar de la  fatalidad que entrañaba probar algo meado por ellas, un simple ratón te envenena, dijo, mientras Jesús Larrea engullía su sospechoso sándwich con cola, y el viejo, para cambiar de tema, lo invitaba a cenar el veinticuatro de diciembre. 

          Jesús Larrea rabiaba de dolor, pero no dejaba de pensar en el viejo, Un simple ratón te envenena, repetía en su idioma, y la enfermera, antes de inyectarlo, pegaba el oído a su boca tratando de encontrar coherencia en su delirio. 

        Si describir el cadenazo que recibió Jesús Larrea, por parte de un jovenzuelo, confiere gran responsabilidad a quien lo intente, esforzarse por ser fiel a los acontecimientos que ocurrieron en el cuarto piso de un edificio en construcción, obligaría a un infructuoso rigor de escritura. Creo preferible donarlo a la imaginación de los lectores y solo  considerar que Jesús Larrea se vio rodeado, sin otra salida que lanzarse al vacío; apuntar, además, que su cuerpo cayó sobre un endeble techo de invernadero, donde un anciano aderezaba un pavo, feliz de tener por primera vez a la familia completa, en tiempos de navidad. 


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ALBERTO-GUERRA-NARANJO-


Alberto Guerra Naranjo. La Habana, 1963. Licenciado en Historia y Ciencias Sociales. Profesor, guionista, escritor. Cuentos suyos aparecen publicados en revistas y antologías junto a los de Juan Rulfo, Jorge Luis Borges, Tarkowsky, Nabokov y Montalbán, entre otros. Su obra ha sido traducida al inglés, francés, portugués, alemán, italiano, croata, finés, checo y chino mandarín. En 2018 obtuvo Premio Internacional de Relatos Cortos sobre Discapacidad en Valladolid y Premio Internacional de Cuentos José Nogales, en Huelva, España. Tiene publicada 4 ediciones de la novela La soledad del tiempo, 3 ediciones de su libro de cuentos Blasfemia del escriba, la última por la Editorial Primigenios y por la editorial Malpaso de España su novela Los conjurados.


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Comentarios

3 respuestas a «“Un simple ratón te envenena”»

  1. Avatar de José Alberto Nápoles
    José Alberto Nápoles

    Muchas gracias,amigo!!!

    1. Avatar de África Prats
      África Prats

      Uno de sus maravillosos minialbertos, maestro. Consigue mezclar la cotidianidad con lo terrible, la ironía con la tristeza, la denuncia social con el cinismo tan propio de este tiempo a la vuelta de todo. Increíblemente, no hay amargura. Solo comprensión.

  2. Avatar de Eduardo
    Eduardo

    Cuanta agresividad ronda las calles y lo más triste es que adolescentes se convierten en asesinos así como si nada. Este cuento es reflejo de la amargura y la falta de empatía, cómo ser un ser racional si antes de pensar y dialogar toma partida la violencia?
    Y el ratón… pues me encantó la manera en que lo trajo a escena. Gracias

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