Omar V. Herrera Díaz
Un toque de elegancia.
Vestir con elegancia había sido su obsesión permanente, tal vez debido a las carencias materiales que sufrió en su infancia: un juguete básico en Días de Reyes, complementado con dos no básicos, era todo a cuanto podía aspirar. Incluso, ese juguete básico tampoco podía ser algo especial porque no habría el dinero para pagarlo. Por esa razón la bicicleta de 70 pesos siguió allí, en ese rinconcito del cerebro donde se almacenan los deseos no cumplidos. Solo era feliz cuando el tío marinero regresaba de algún viaje y le obsequiaba un pulóver, una camisa o un par de zapatos que sus amigos miraban con envidia, incluidos José Armando y Rolando, los hijos del carnicero, a quienes todos los muchachos del barrio envidiaban por los gustos con que
el padre siempre los complacía. En esos momentos era cuando se sentía superior a aquellos dos hermanos, frente a quienes lucía su ropa nueva y fina. Desde entonces solo se sentía bien cuando lograba conseguir ropa elegante para pavonearse frente a sus ya sesentones amigos.
Esa tarde, a la caída del sol, salió a la calle con una hermosa camisa azul, unos pantalones negros que caían perfectos sobre los zapatos recién lustrados. Cerraba el conjunto un saco también oscuro desabotonado para dejar ver la camisa sin corbata. Sintiéndose entusiasmado decidió alejarse un poco de sus recorridos habituales deseoso de que mas personas pudieran apreciar su toque de elegancia tan contrastante con el modo de vestir de los jóvenes, el mismo pulóver, idénticas bermudas, tenis iguales, en fin, homogeneidad hasta en el pelado.
Se sentó en un banco del parque para disfrutar la tranquilidad de la tarde estival y se sumió en ligera somnolencia. Cuando abrió los ojos notó que una muchacha joven le observaba con atención. Las miradas se cruzaron y la chica sonrió -Vaya, impresionante el resultado de andar bien vestido- se dijo devolviendo la sonrisa -hasta esta muchacha se ha interesado por mí. La muchacha, después de un instante de indecisión, se incorporó del banco en que estaba sentada; y se acercó extendiendo la mano, y mostrando la sonrisa mas hermosa del mundo. – Tenga, tío- dijo la muchacha mientras ponía en su mano un billete de 50 pesos- cómprese un pan con tortilla y que le haga buen provecho- Jamás pudo entender cómo, a pesar de su elegancia, esa muchacha lo había confundido con un deambulante.
Alberto Guerra Naranjo
La novia del sonero
Olga Lidia era alta, fogosa, alegre, rubia con culo de negra; jamás negó la sangre africana en sus venas y esa actitud a él le encantaba. Bien pegada a la tarima, era capaz de bailar con todas sus canciones; daba salticos eufóricos como en el campamento o subía a los escenarios a moverse sabroso, hasta abajo, cuando ya no aguantaba; lloraba a moco tendido con cada bolero tierno salido de su voz; lanzaba besos apasionados al escenario, improvisaba coreografías de ocasión con otros bailadores que le quedaban perfectas; sudaba henchida de goce y esperaba en un rincón, como buena estudiante, a que concluyeran los conciertos; bailaba rico, pegada a él, en las oscuridades del Karachi, en La red, en el Saint John, en La zorra y el cuervo, en El gato tuerto y en cuanto club nocturno descubrieran; se dejaba besar apasionada en los bancos del parque Maceo, en los de la calle G, en Monte Barreto, y en el muro del Malecón; consentía que la amara en la posada de Once y veinticuatro y en casi todas las de Playa; cocinaba rico, desnudita y en delantal, espaguetis al dente con vita nova, orégano en polvo y queso parmesano; frijoles negros dormidos, arroz blanco, papas fritas, ensalada de aguacates y bistec encebollado; en el peor de los casos: arroz amarillo con chicharro, ensalada mixta de tomates, espinacas y zanahorias, sin que faltaran las cajas de cervezas, en las casas en la playa de Guanabo, Santa María, Jibacoa, resueltas por un fanático del sindicato de Cultura que nunca fallaba; Olga Lidia hacia el amor con una rabia inusitada, despacio, como si bailara horizontal en el mejor escenario; Olga Lidia se sentía feliz, con su culo de negra, dueña y señora de la voz de un cantante, en el Jagua de Cienfuegos, en el Habana Santiago de Ciego de Ávila, y en cada hotel de provincia donde el grupo era invitado.
Las novias de mi padre
Ellas, las cuarentonas, decentes en su mayoría, formaban parte de un ejército de muertas de hambre de amor, con historiales tristes que comentaban a mi padre por su turno. Provocaban, además, un nudo intenso en su garganta, alguna humedad en sus ojos de vendedor palmero y cierta compasión solidaria, en la medida en que su carne tiesa penetraba en sus intimidades con estudiados golpes de placer; abusos de jovencito inquieto, que ellas, sudorosas, desajustadas, afortunadas, desaforadas, siempre agradecían. Lo mismo podía tratarse de alguna viuda ardiente de pasiones inconclusas que no aguantaba más en su condición de infeliz por decreto, que podía darse el caso de alguna cuarentona separada de algún alcohólico irredimible, o de alguna separada de algún sinvergüenza de burdel, o de alguna separada de algún vago de lotería, o de alguna separada de algún pendenciero inútil, o de alguna separada de algún adúltero empedernido. El asunto era que todas integraban un sutil ejército de mediotiempos traviesas, con las carnes duras todavía, en plena madurez para agitarse, locas por desatar sus energías sexuales a los cuatro vientos, y lo contemplaban bajar de un camión como si fuera un niñote con hambre de un afecto materno que ellas brindarían en la primera oportunidad que se ofreciera. A ese negro alto le vendría bien un buen baño después del trabajo, pobrecito, un almuerzo de domingo por la tarde con mucho amor, pero con la precaución de las ventanas cerradas para evitar chismorreos; así pensaban ellas, las cuarentonas dulces, a punto de ser correspondidas, mientras iban llenando sus canastas de viandas y de frutas, y así lo terminaban por proponer, caritativas, al que dentro de unos años después sería mi padre.
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