épicas del sur

Rapsodia para los amantes del segundo piso

Rapsodia para los amantes del segundo piso, Alberto Guerra Naranjo

En Café Naranjo publicamos, “Rapsodia para los amantes del segundo piso”, de Alberto Guerra Naranjo.

Alberto Guerra Naranjo

Al joven que hace un rato subió la escalera cualquier vecino podría incluirlo en la extensa lista de policías orientales. Asunto de impresiones. Comparables a las del habitante del D.F, en Ciudad México, ante un yucateco, o a las del neoyorquino frente al recién llegado del Mississippi. Todavía sin haberse aferrado al pasamanos dejó caer un salivazo formando una amplia parábola con precisión exacta hacia la jardinera. El escupitajo quedó allí, efervescente, como constancia de su cooperación con las mustias florecillas. Por lo ajustado que llevaba el uniforme, y por los implementos alrededor del cinto, sus piernas ganaron con dificultad cada peldaño. Esos motivos le hicieron detenerse más de una vez. Antes de acomodarse, más de una vez, miró arriba y abajo para comprobar que no era observado. Creyéndose en absoluta soledad ajustaba la tonfa, el estuche con cargadores, el juego de esposas y la pequeña pistola. Por último, apretaba con una de sus manos la entrepierna, el pantalón encogía y ganaba los escalones con menor esfuerzo. Pero hubo ciertos momentos (conjetura debida al estado satisfecho de su rostro) en que apretando la entrepierna pareció presentir el placer que le esperaba en la próxima puerta. Pareció feliz durante todo el trayecto. Ganó la escalera convencido de que nadie lo había visto soltar un escupitajo a las flores. Más de una vez comprobó que la puerta de abajo siempre estuvo cerrada. Jamás sospechó que pudieran haberlo contemplado amasándose los huevos, menos, que le hubiesen visto frente a la puerta del segundo piso, dispuesto a tocar el timbre; y que notasen cómo, antes de colocarle el dedo, abrieron, casi lo entraron, y cerraron.

No sería trascendente describir el ascenso de un joven policía en la escalera de no ser que le estuviesen espiando. Y yo le estuve espiando. Durante meses, porque esta puerta tiene un orificio preparado, lo he visto subir al apartamento de Marulys. Cierto es que mi ojo lo pierde después del descanso, cuando se invierte la escalera, pero puedo continuar su trayectoria gracias al reflejo en las lozas de granito. Para eso mantengo el brillo en la pared; con paciencia, me esmero limpiando cada loza. Tanto he estudiado sus pasos que, sin mirarlo, podría apostar en cuántos escalones se detiene para estrujarse la entrepierna. Puedo, incluso, diferenciar cuándo lo hace para evitar dificultades, y cuando, para augurar satisfacciones con Marulys. Nada sospecha el policía, menos, que mis estudios sobre su persona se extienden más allá de la escalera. Mi ojo no advierte ciertos pormenores después que cierran esa puerta, pero quedan mis oídos y mi imaginación. Justo encima de mi techo se encuentran él y Marulys, y justo debajo de ellos, sin que por asomo lo sospechen, mi cerebro comienza a funcionar. Me basta con sentir esos golpes (tráncata, tráncata, tráncata) de la cama contra la pared. Eso, por una parte; por la otra, he visto a ese joven más de una vez, dar paseítos alrededor de la garita donde hace su guardia. No nací en Oriente, jamás he sido policía, pero puedo colocarme en su lugar mientras cuida la embajada. Debe sentirse harto de contar la cantidad de mujeres que pasan por Quinta Avenida:

mujeres de nalgas potentes

mujeres de cuerpo cuadrado

mujeres de abundantes caderas

mujeres de tobillos flacos

mujeres de buenas piernas

mujeres que irían a pasar por donde él se encuentra, y en el momento menos esperado doblan, cruzan, desaparecen. Debe estar harto, además, de enumerar la cantidad de carros, la cantidad de viejos, la cantidad de jóvenes pescando turistas, la cantidad de bicicletas chinas, la cantidad de negros y de blancos que viven en la zona, la cantidad de gordos y de gordas, la cantidad de cabos recogidos para cuando se acabe la caja de cigarros. En ocasiones paso por su lado, me pregunta la hora o me pide fósforos, oportunidades para conocerlo mejor si me detengo y converso. Oportunidades que no necesito, basta con proyectar mi pensamiento. Basta con creer que ha nacido en Las Tunas y que los fines de semana, cuando no esté de servicio, y cuando lo atrape la nostalgia por su lejana provincia, decida visitar a sus tíos. Cualquier joven policía de allá puede contar con unos tíos en La Habana. No sería indemostrable que estos se hayan agenciado una vivienda en una zona (Romerillo, Zamora, Los Quemados) donde existan casuchas declinables, con techos de zinc y varios tipos de tablas. Uno de esos sábados, detenido ante su puerta, los encontraría satisfechos, con la alegría que en los sábados proporciona el alcohol, sobre todo si es de Central, y el dominó de siete fichas. Entra, sobrino, bueno que llegaste, y bebería tragos amplios de las muchísimas botellas, dando puñetazos en la mesa para decir, No llevo, paso, mientras los contrarios en el juego reirían a carcajadas. Ándate claro, sobrino, que estos habaneros son del cará. Luego, sin tapujos, podrían recordar lo diferentes que eran los sábados, verdad, sobrino, allá en Oriente, con unos tragos mejores, con un alcohol mil veces mejor que esta mierda, con un Central mejor, y, sobre todo, con un macho asado, te acuerdas, sobrino, para comer sin miramiento. El pudiera animarse a mediación de juego y confesar que ya en La Habana comenzó su historia, consiguió mujer, Tráela, que no se diga, tráela, a unas cuadras de la propia embajada. Después, borracho, pero derecho, saldría de allí con mucha pena por sus tíos y esas goteras, ese piso de tierra y esa estrechez; pero derecho, muy derecho, porque aunque no esté de servicio él es un policía, y un buen policía, como dijo el político, lo es las veinticuatro horas. Pobre gente mis tíos, seguirá pensando el resto de la noche y en lo adelante querrá permanecer en el albergue. La mayoría de sus compañeros prefieren quedarse en el albergue y olvidar las estrecheces de sus tíos. Luego, aburridos de sus propios comentarios, intentarán algo nuevo que hacer. Entonces se llegan al estadio, escogen puestos detrás de la primera, muy cerca de su equipo, y descargan la nostalgia de sus otros tiempos gritando al bateador, Dale, Pacheco, qué pasa, no te amarille aquí en La Habana, qué pasa; y al regreso resultan felices, aunque sus mentes permanezcan con sus tíos. A pesar de todo, la vida ofrece una señal alentadora porque se está en La Habana. Y se es policía. Graduado del curso para policías en la Pedro Ortiz Cabrera. Y se duerme pensando en Marulys. Para su buena suerte apareció Marulys. Tremenda hembra Marulys. Clase tetas las de Marulys. Verlo recostado a la garita me hace intuir que repasa su intensa trayectoria y que prevé un futuro tan amplio como la 5ta Avenida. En otras ocasiones he sido testigo de sus prácticas con la tonfa; abstraído realiza ejercicios de artes marciales, entonces en mi mente aparece la Academia. Soy capaz de verlo junto a sus compañeros en la formación, levantando manos y pies con un sincronismo envidiable. Olvidaba escribirlo, soy profesor. He impartido innumerables conferencias de Historia de la Cultura a bibliotecarias y a grupos de policías. Pedaleaba hasta las afueras de la ciudad, donde está la Academia, para impartir esas clases. Estuve allí, al menos, para que no se extraviaran en las calles de La Habana. Me gustaba verlos estrictamente formados y ejercitándose. Se mueren por las artes marciales, me confesó el Político una tarde, pero no le hables de las otras artes. Horas después, cuando ya me retiraba, el campesino de la finca colindante me confundió con el Político:

– Perdóneme usted, dijo, rascándose detrás de la oreja, pero miren a ver qué hacen, esos muchachos han acabao con el cuartón de caña.

  Después, apenado, tomó aire para continuar:

– Y con la Pinta y con La Mariposa…

Sonreí e intenté explicar que no era el Político, pero el hombre no me dejaba:

  • …en vez de templar jevitas, coño, dijo, dándome la espalda.

Para eso estuve, repito, para que asumieran con naturalidad los secretos de La Habana.

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Cuantas digresiones. ¿A quién podría importarle lo que imagino cuando observo a ese joven recostado a la garita? ¿Por qué este empeño en describir su ascenso en la escalera? Soy un solitario profesor que vive bajo el apartamento de Marulys, eso ya se conoce. Pero aún no he confesado lo más importante. Sueño con esa mujer. Perdón, mejor sería escribir, con ciertas partes de esa mujer. Cierro mis ojos y ya me veo en un bar de poca monta, borracho, recostado sobre el mostrador, sin precisar si son las notas del saxo lo que siento, o el ruido rítmico del barman preparando un coctel. Aparecen, entonces, las piernas de Marulys sobre el mostrador, rozan mi hombro para que la contemple vestida. Luego, al compás del ruido del barman, o del saxo, comienza lentamente a desnudarse; de las caderas hacia abajo, siempre de las caderas hacia abajo; hasta que el humo de unos cuantos fumadores sin rostro forman una niebla, primero tenue, luego densa, que la hace desaparecer. Y despierto. Sudoroso, despierto. Llevo años con ese estúpido sueño sembrado en la cabeza. Es como una terca pesadilla resumen del espanto que descubro en la belleza de Marulys. Daría, gustoso, uno de mis dedos por convertir en realidad medio pedazo de ese sueño; aunque después no pueda, sé que no puedo, sostener en la cama la más trivial de las conversaciones con ella. Entre Marulys y yo existe un abismo imposible de soslayar. ¿Acaso una mujer, gesticulante, que grita de extremo a extremo de una calle, creyendo simplemente que conversa, pude mezclarse, más de una vez en una cama, con alguien que sólo encuentra paz en el silencio y en los altibajos de la música clásica? ¿Cómo es posible, con tanta lucidez que me acompaña, que persista en intentarlo? Durante años he contemplado con pudor los manotazos impunes que descarga contra su hija, he sentido el grito de la pequeña tratando de adivinar la causa de esos golpes. Por no alterar un orden que me colocaría en franca desventaja si protesto, he llorado en silencio. En caso de subir para patentizarle mi repudio se vendrían abajo mis invitaciones para tomar el té, mis regalos, los favores, las invariables sonrisas. Lo que he podido, cuando oigo el llanto de la pequeña, es apurar los escalones con la jaba de viandas en mi mano y detenerme en su puerta. Entonces, más de una vez, la he visto en bata de casa, inclinada y regañante, recogiendo juguetes, con el fondillo mirando para mí, diciendo Comemierda, igualita a tu padre. Un nudo en la garganta, mi garganta, impide hacerle notar que no está sola; pero la niña sí me ha visto y se calla, y ella continúa Comemierda, tan comemierda como tu padre; y yo trató de decir Ya regresé, en el puesto no había mucha cola, sin encontrar palabras. Hasta que los ojos de la niña me delatan y ella, la madre, dice Ay, profesor, y se endereza, pero pase, no se quede ahí, es que esta niña me va a volver loca. Y nervioso, todavía con el nudo, nervioso, dejo la jaba en su viandero; balbuceo palabras triviales y, con grandes erecciones, corro a mi soledad. ¿Acaso necesito otras razones para observar al policía?, ¿acaso no son estas razones suficientes para odiarlo? En cambio, con el marido de Marulys sucede lo contrario. Olvidaba escribir que Marulys es casada; su esposo, marinero mercante, navega por los mares, mientras, ocupando su lugar y el mío, un policía naufraga diariamente entre las piernas de ella. Cuando regresa al hogar, hogar, dulce hogar, su marido la colma de las mejores telas y zapatos; yo, de algún modo, me siento feliz, no por la dicha de Marulys ante tanta indumentaria, sino porque durante ese tiempo desaparece de mi vista el policía.

La llegada de un marinero al hogar, sea quien fuera el marinero, es un acontecimiento extraordinario. Aparecen amigos que no aparecían desde el último viaje, suben a saludar, más de una vez durante el mismo día, los mismos vecinos que descuartizan a Marulys con sus comentarios; aparecen botellas de wisky, botellas de coñac, corre la cerveza Bavaria, la Bucaneros, la Pilsen, la Hatuey; por cualquier pretexto se prueban los nuevos equipos radiofónicos, José Luis Cortés, Paulito F.G y el Médico de la Salsa compiten estruendosamente con mis notas de Bach, Bethoven, Liszt, Prokofiev, y vencen por simple imposición tecnológica. A la niña le probarán en una acción maratónica todas las ropitas acopiadas en los puertos por su padre el marinero. Y él se sentirá feliz, borracho, pero feliz, recostado sobre el butacón, disfrutando de su éxito en la vida, echándole una ojeada al juego de sala, a las lámparas, al televisor japonés, al attari, al video, a esa niña que juega con los nuevos zapatos de la madre. Pero, sobre todo, se sentirá satisfecho, muy satisfecho, de regresar al hogar, dulce hogar, y encontrar , como siempre a Marulys, la buena hembra y esposa que es Marulys. Desde el balcón los he visto partir cuando van de paseo, nunca juntos, nunca tomados del brazo, uno carga la niña y el otro inventa un pretexto para quedar detrás. Los veo salir y pienso que durante esas noches, a pesar de la alegría de Marulys junto a su marinero, no se escuchan los tráncata, tráncata, tráncata, de la cama contra la pared. Curiosamente, también por mi parte dejo de verme borracho, recostado a un mostrador y en espera de las piernas que siempre se desnudan para luego esfumarse. Todo eso dura muy poco tiempo. Los marineros, y los profesores, suelen ser tipos felices por muy poco tiempo. El barco parte y otra vez aparece el policía. Otra vez los escupitajos contra la jardinera, otra vez mi ojo husmeando cómo abren y cierran la puerta. En cierta ocasión, escuchando una polonesa en fa sostenido menor, llegué a idearme el modo en que ambos pudieron haberse conocido. Lo imagino a él como de costumbre, haciendo su guardia en la garita, luego ella, en short propicio para mostrar exhuberancias, llegar despacio, como al descuido, y detenerse:

– ¿Tú eres nuevo, verdad?

– Empecé hace quince días.

– ¿De qué parte de Oriente tú eres? Porque mi familia también es de Oriente.

– De Las Tunas, de Amancio Rodríguez

– Mira eso, casualidad que tengo familia en Las Tunas.

– Dime el apellido.

– Calunga, los Calunga de Las Tunas.

– ¿Así que tú eres de los Calungas?

– Sí, de los Calungas.

– Yo conozco a uno de los Calunga.

– ¿A quién?

– A uno que le dicen Findingo que vive frente a la panadería.

– ¿Uno bajitico él?

– Sí.

– Mira eso, a lo mejor es primo mío.

– El tiene una mancha en la cara.

– Mira eso.

Las cosas fueran perdonables si quedaran en ese punto. Entonces, jamás hubiese limpiado las lozas de granito con tanta dedicación. Jamás, hasta el agotamiento, hubiese estudiado los pasos de ese joven. Jamás, refugiado en este cuarto repleto de libros y de discos, se me hubiese ocurrido escribir semejante historia. Pero cuando cierran esa puerta sucede lo peor, en lo adelante son mis oídos los que estarán a prueba. Esos golpes, tráncata, tráncata, tráncata, llegan como si martillasen en mis sienes. Marulys grita, Marulys gime, Marulys ríe e imagino al policía, encima, poseyéndola con el máximo vigor. Entonces, pobre de mí, no tengo otro remedio que cerrar mis ojos. De un manotazo sustituyo al joven por mí mismo y me equilibro entre las piernas que me están necesitando, mientras el policía, sumergido en notas de Ricardo Strauss, desabotona el pantalón. Marulys inclina el cuello hacia atrás y la beso, como si correspondiese el turno a esa parte del sueño que siempre se nubla por el humo de los fumadores. Aprovecho que el barman se encuentra concentrado en su coctel y me encaramo sobre el mostrador, desnudo, con Marulys bajo mis sudores y la recorro lentamente, porque no me importa el humo, no me importa el saxo, ni el barman, ni el ruido de la cama contra la pared. A quien debía importar es al policía en el piso de abajo, con su méntula afuera, friccionando hacia alante y hacia atrás, acompañado de música clásica, de montañas de libros y de una envidiable colección de discos. Tendrá que gozar, friccionando, con los malabarismos que hacemos, desnudos, yo y Marulys, Marulys y yo. El barman. Yo y Marulys. Saxo. Humo. Coctel. Tráncata. Tráncata. Tráncata. Marulys. Marulys. Marú.

Finalmente, aunque no quiera debo abrir los ojos. El policía vuelve al segundo piso, otra vez regresa a los muslos de la mujer y yo, con mis manos embarradas, extenuadísimo, no puedo hacer otra cosa que llorar. Lloro, lavo mis manos y lloro. Durante años me he visto llorar frente al espejo como un animal triste. Luego, que es ahora, cuando ya ha partido el policía, me siento frente a la Remington, y decido escribir. Es la primera vez que decido escribir, al fin encuentro un método para canalizar mi desahogo. Al menos, a través de las palabras, cuanto he tardado en descubrirlo, ejerzo sobre ellos mi pequeña venganza, asumo a mi manera los entrecijos de la historia que se teje entre nosotros. Puedo obviar las descripciones donde la posición de ese joven resulte favorable, puedo decir solamente que el policía bajó, y no decir que lo hizo satisfecho, y que, incluso, pasó la mano sobre la cabeza del niñito que jugaba en la acera. Y lo hago no sólo por el placer de vengarme. A mí, a éste pobre profesor que hilvana frases, me agobian mucho más los instantes en que sube la escalera. Durante años he husmeado a través de la puerta y le he visto escupir la jardinera. Pero durante años, hoy lo he descubierto, también había obviado que, aunque me lo propusiera, no podría describir con suma exactitud el rostro de ese joven policía. Es un rostro que cambia, es un rostro que no me permite acostumbrarme. Soy testigo de sus múltiples variantes, de su afán combinatorio. He visto, detrás de mi puerta, a ese joven y su rostro:

con la nariz aguileña

con intensos bigotes

con acné juvenil

sin asomo de aquellos bigotes

con la nariz achatada

sin un ápice de granos.

Más de una vez he pasado mi mano por mis ojos para no creerme víctima de las alucinaciones. Más de una vez he amanecido despierto, tratando de encontrar la razón que justifica en Marulys la necesidad del policía. O respondiéndome por qué suena la cama sólo con ese joven y no con el marinero. Hoy poseo respuestas para esas dos interrogantes. Cuando suena la cama contra la pared Marulys alcanza sus orgasmos; un placer que sólo logra con ese policía. Debo confesar, además, que junto a los tráncata, tráncata, tráncata, he escuchado otros ruidos. Ruidos que hoy, frente a la Remington, me permiten concluir cuál es el fetichismo de Marulys. Puedo imaginar, ahora mismo lo estoy imaginando, a ese joven policía sobre el cuerpo desnudo de Marulys, penetrándola, gimiente, como lo haría cualquier otro mortal; pero con una notable, evidente y suspicaz diferencia, el joven se encuentra sudoroso, con la gorra puesta, la tonfa, las esposas, la pistola y todo el uniforme. O ella.

Febrero, 1997

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Alberto Guerra Naranjo

Alberto Guerra Naranjo nació en La Habana en 1963. Es Licenciado en Educación, especialidad Historia y Ciencias Sociales, promotor cultural, profesor de humanidades, de guiones audiovisuales y de Escritura Creativa. Cuentos suyos aparecen en revistas y antologías junto a cuentos de Navokov, Tarkovsky, Carpentier, García Márquez, Rulfo, Borges y otros. Varios de sus textos han sido traducidos a idiomas como el inglés, portugués, francés, italiano, alemán, danés, checo, croata y chino mandarín. Ha publicado varios libros de ficción entre los que destaca su novela La soledad del tiempo, que cuenta con 4 ediciones y su novela Los conjurados (editorial Malpaso, Barceloa, España, 2022). Es el único escritor cubano que ha obtenido dos veces el importante premio nacional de cuentos convocado por la revista La Gaceta de Cuba, en 1997 y en 1999. En 2018 obtuvo el Premio Internaciona de Relatos Cortos sobre Discapacidad en Valladolid con su cuento Miserias del reloj y el Premio Internacional de Cuentos José Nogales con El pianista del cine mudo, ambos en España. Con el audiovisual de su cuento Los heraldos negros, donde fue guionista, obtuvo el Premio Internacional Broad Casting Caribe, 2012.


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