En esta tarde de domingo publicamos en Café Naranjo el cuento, “Paréntesis” de Jorge Manriquez Centeno.
1
El Tote fue empujado por la realidad para que caminara por otro sendero, que ni siquiera quería reconocer. La realidad no es como la campana del camión de la basura, que, avisándote, se puede llevar tras de sí, tu bolsa de inmundicias.
La muerte de su tío Ismael fue un momento de la chingada, para qué decir más. Sentirse de la chingada, o el polo opuesto, que te valga madres algo, son los reflejos del espejo: eres feliz, o estás con la soga al cuello, a punto de caer, sin que nada puedas o quieras hacer.
Tornasoles de la dichosa o desgraciada vida.
A veces la vida huele a mierda o a rosas, depende dónde estés parado.
El Tote, ajeno a tanta pendejada de su narrador, fue el que se sumergió y chingó en su cuarto de vecindad, así con esa rima plagada de nostalgia. Comparaba dónde vivía con la residencia de su tío. Recordaba los buenos momentos, y se quejaba de todo con su familia.
Podía estar bien un rato, y, de repente, por cualquier cosa, rompía a llorar, en un desequilibrio con el mundo, con las personas que lo rodeaban. Sin rosas el mar es agua salada.
Lo que sí, de nuevo, tuvo que volver a la faena del “servicio” en la residencia de su otro tío materno, y mejor ni recordar, no le gustaba estar en ese pequeño banquito dándole masaje a sus pies, mirando de reojo a Lupe, su hermana mayor que vivía con esa familia, y luego salir, y no verla más. Pero era agradecido: comía y se agenciaba algunos guisos en esas maravillas de tupperware.
Los padres del Tote estaban felices por el regreso del hijo pródigo. Qué más. le querían. Ya sabes, a los hijos se les justifica todo.
Su madre es fuerte de corazón, de espíritu, creyó que su hijo era capaz de salir de ahí, al igual que su hermana mayor: le justificó. Total, sin él, tal vez pudieran estirarse más las pocas entradas de la economía familiar. Además, su tío Ismael se había fijado en él, y si alguien se fija en ti y tiene posibilidades, se abre un nuevo mundo, con ese tío tendría todo lo que ella no podría darle. Un futuro. Eso es bien difícil, hijo, abre los ojos, y verás que puedes lograrlo, toma las oportunidades que la vida te ofrece, ve para adelante y nunca, nunca te olvides de nosotros. Siempre estaré cerca de ti, al igual de Lupe.
(Es difícil escuchar las palabras de las pocas personas que te aman en la vida. Tras el paso de los años las valoras, pero la persona que las dijo ya no está ahí, enfrente de ti, para darle las gracias y abrazarla, voltearla a ver, y decirle: “Te quiero, mamá.”. No se vale decirle te amo a un papel, pero es lo único que tienes.)
Con esa protección, el Tote la fue llevando. No paso a más.
Era terco, y por esos años pendejo. No sé si aún lo sea, pero estamos hablando de principios de los setenta. Siguió con su inconformidad de no querer vivir en ese cuarto de vecindad de la Magdalena Mixhuca, cuya “renta congelada” ni pagaban. No había dinero y estaban de arrimados. Les hacían un favor, y los favores tarde que temprano se cobran de muchas formas. Tú sabes cuáles.
Pero ahí la iba pasando. Para sacar un poco de dinero el Tote vendía con su hermana Teresita gelatinas, arroz con leche, que muchas veces se medió vendían y el dinero no alcanzaba para nada, y sus hermanitas Ana, Adriana y Silvia, la Gorda, lloran un montón cuando tienen hambre, ellas no pidieron venir al mundo, él tampoco, pero tiene que moverse con Teresita para que las gelatinas de doña Susanita, se logren vender. Bueno, al menos tenían una piedra de donde asirse en medio del océano, a otros, las circunstancias los apedrean bien ojete, sin ninguna protección, tampoco hay que exagerar.
“¡Bendito tío Ismael porque te fuiste hasta allá, bien lejos! Justo ahora, aquí, en este preciso momento, cuando mi suerte empezaba a cambiar”, pareciera que pensaba el Tote, al que se le venía otra calamidad: era hora de ir a la escuela primaria, le advirtió la Yayo, y, contra esa orden, no había engaño.
“Es mejor dejarlo solo, ya se le pasará”, le decía su madre a las hermanitas del Tote, que querían verlo jugar por el patio de la vecindad. Fue la primera vez en que el Tote se encerró consigo mismo. La primera de muchas más, que habrían de venir como cascada nublándole la vista, pero lo mejor es no acordarse de esas lágrimas, esos momentos que supuran frustraciones.
2
Hay cosas que es mejor no recordar. Mejor dejarlas por allá. Hay veces que nos distanciamos de nosotros mismos. Caminamos sin nuestra sombra. Andamos de la chingada: no estamos conformes dónde vivimos, comemos o cagamos, con todos sus etcéteras. Son diversas las máscaras que todos llevamos consigo para ocultar tal sensación de emputamiento. Luego, esas sensaciones se transforman y recuerdas los buenos momentos que viviste en esas etapas de tu vida dónde pensaste que la estabas pasando mal. Es el reverso de la moneda, porque todo tiene su reverso de la moneda. Te puedes sentir de la chingada, pero al rato, por cualquier situación, te das cuenta de que vale la pena vivir la gloriosa vida, y la gozas como se te pegue la regalada gana.
La chingada tiene esa faceta, mejor disfrútala y deja de quejarte, cabrón malagradecido, tienes vida, cuerpo, mente, espíritu, es lo que quiero decir.
Bueno, quién sabe a qué vino todo eso, pero la chingada puede tener esas personalidades, que no tienen horarios ni calendarios. Es como una canción que en un momento te recuerda algo y te dan ganas de reir, en otros, te entristece tanto que te deja el alma toda lampiña.
Una circunstancia sobre la cual suelo pensar es que los recuerdos te llegan como cascadas o como ligeros “chipi–chipi” que, a veces, son los que más te joden. No los puedes acomodar por etapas o ir acoplando de acuerdo con lo que hubiera debido ser.
Tuvieron que pasar algunos años para que el Tote valorara, en su justa dimensión, sus tiempos de primaria y secundaria, periodo en que vivió en la Colonia Magdalena Mixhuca del Distrito Federal. Eso, con todo y sus “bemoles” que se le fueron presentando.
Estamos hablando de esos años, en que el agua iba fluyendo entre sus dedos: el Tote fue feliz por haber estado en ese patio de la vecindad donde le tocó vivir. Fueron muchísimos meses de juegos que siguen dando un rol por aquellos tendedores, pileta de agua, ropas extendidas hacia el sol, zaguán dando paso a calles pletóricas de “cascaritas de fútbol” y tantos “volados”, que aún están en el aire, dando vuelta a la manzana.
Pero por esos años, el Tote tenía esos “sentimientos encontrados” de disfrutar los juegos, las idas al parque, luego a la escuela primaria y, más tarde, a la secundaria, pero, en el fondo de su alma, se dejaba envolver por esa obstinación de no querer estar en la vecindad, el cuarto donde vivía con su familia. Y en esas estaba, cuando el Tote empezó a platicar con una amiguita, Magui, la hermosa Magui, de la que hablaremos más adelante.
Pasando el exabrupto de la pérdida del tío Ismael, y tener que estudiar la primaria por seis largos años, el Tote estuvo en la disyuntiva de decidir en qué escuela estudiaría la secundario. Lo más lógico era que eligiera la secundaria 76, por Avenida del Taller, donde estudiarían la mayoría de sus primos como el Queso, el Pichos, otros más, pero en el último momento, sin decir “agua va”, el Tote eligió una escuela muy alejada de la vecindad. Así, contra toda lógica, como le ha acontecido en muchos sucesos, que se le han hecho bola de nieve por su pendejez.
No le importó. Seleccionó la Secundaria 88, por el rumbo de la Jardín Balbuena. Lejos de la Mixhuca, sobre todo que el Tote no tendría para pagar ni el bendito “Ruta 100”. Pero le valió madres.
Otra vez, de miserable, ahora desdeñando a su colonia. Aquel barrio bravo hermoso (más ahora que lo aquilato con el paso de los años: “Nadie sabe lo que tiene hasta que lo pierde”, caray, lo extraño hasta las lágrimas.)
Al principio de sus estudios de secundaria, el Tote hizo amistades con varios compañeros de mejor posición económica. Iba a sus casas. La imaginación hacía lo suyo, como cuando sueltas una paloma disque de la paz y surca el horizonte para cubrir las nubes de blanco. El Tote se sentía a gusto en sus amuebladas cocinas, salas, recámaras, y dichosos baños. Le gustaban mucho esos cuartos repletos de juguetes, con sus cuadros de viajes familiares, sus televisores. Ese estar tumbados en esas camas, con golosinas, viendo algunas series, leyendo revistas, o disque haciendo la tarea, era bien chingón.
Lo que más le gustaban al Tote eran los sandwichitos de jamón, así cortaditos, con tocino crujiente, cebollita, quesito fresco, y, a su lado, papitas “a la francesa” con cátsup y unas buenas coca colas bien frías. Lo que era normal para sus amigos y madres, para él representaba un día de buen comer. Vengan a su reino esos “pingüinos”, “gansitos”, “submarinos”, y todo lo que su santa voluntad quiera, porque es bien ojete no comer bien, por más que su madre se esmere.
Además, su padre muchas veces sale con que no cobró su semana en el taller de hojalatería donde trabaja. Y, cuando le pagan, coopera para las carnitas, chicharrón, cervezas, luego, “bacardi´s” a discreción, música, para más tarde, escaparse con sus amigos a la cantina. Lo deja solo y el Tote se regresa en una larga caminata a su casa. Su madre esperando. No hay dinero. No sabe qué decirle, sólo cierra los ojos, alza los hombros y se acuesta. Su padre es buena persona, y canta como Pedro Infante y Jorge Negrete, pero de canciones no se vive, no se come. Por eso, el Tote no quiere hablar de él, tiene hambre, mucha hambre.
Y lo que más le jode es no tener un baño propio. Estar sentado cagando, leyendo una revista, pensando en tal o cual cosa, y de repente, los toquidos leves, luego más presurosos, y así hasta llegar a los golpes en la puerta con voces de súplica. Se comprende, sólo hay dos “tazas” para muchas personas que tienen esa humana necesidad de descargar ese peso que a fuerzas tiene que salir.
El Tote seguía suspirando, a sus adentros y a sus afueras, por la residencia de su tío Ismael y, nada más escuchaba alguna canción de Sinatra, o veía aquel armatoste de la máquina de escribir, arrumbada en cualquier rincón de su memoria, se ponía muy serio, y prefería estar en ese lugar que todos lo llamaban el “puente”, porque te transportaba a otros lares, más a los cuates que estaban enmotados, pero el Tote estaba chamaco y no le metía a esas pendejadas. Solo quería pensar en su tío Ismael y en esos momentos que, sabía, no volverían nunca más.
Y fue en esa esquina de la Calle Cucurpe y Vicente Guerrero, en esa como “cuchilla, que todos llaman “el puente”, que le cayó el veinte, en este caso, la lluvia de estrellas que lo iluminó para dar un rol y dimensionar su colonia, la Magdalena Mixhuca, en esos momentos, en que la imaginación te abre los ojos y te dice que disfrutes lo mucho que tienes a tu alcance. Hay cosas que nunca volverán cuando abres las manos y están vacías, pero cuando las tenías a tu disposición ni caso les hacías: disfrútalas, y lo vuelvo a decir, para verlas reflejadas en esas estrellas.
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Jorge Manriquez Centeno es reseñista y está en proceso de publicar su obra poética y narrativa. Es egresado de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM y de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO), así como de otros estudios de posgrado.
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