Café Naranjo se viste de frescura con la nueva entrega de tres minicuentos de las escritoras del Café Kenia Rodríguez, Yuraima Trujillo y Asel María. Sería grato saber que les haya gustado, deje el comentario y comparta.
«Llego a preguntarme a veces si las formas superiores de la emoción estética no consistirán, simplemente, en un supremo entendimiento de lo creado. Un día, los hombres descubrirán un alfabeto en los ojos de las calcedonias, en los pardos terciopelos de la falena, y entonces se sabrá con asombro que cada caracol manchado era, desde siempre, un poema.»
Alejo Carpentier, Los pasos perdidos» (1953)
La noche de Rabopuerca
Asel María
Después de la cena y la mermelada de mangos, Julio Rabopuerca se metió en la cama que le habían improvisado, en la misma habitación donde dormía el bebé. Se acostó con un salto
en el estómago, feliz por la promesa de matrimonio que le había hecho a su novia.
Por la madrugada lo despertó la urgencia de ir al baño; quedaba al final del pasillo, tendría que cruzar la cocina y pasar frente a todas las habitaciones. Lo aterraba que el viejo lo sorprendiera vagando por la casa a oscuras; los guajiros tienen siempre un machete bien afilado para proteger a sus hijas adolescentes.
Todo estaba en silencio. La luna iluminaba la camita del crío. Rabopuerca sintió que su vejiga le iba a estallar. Se acercó al bebé, lo alzó con cuidado y lo acostó, con un arrullo, en el jergón improvisado. Con un suspiro vació su vejiga en la camita del bebé. Ya aliviado, esperó unos segundos hasta que el colchón de esponja absorbió la evidencia. Alzó de nuevo al bebé, lo balanceó con ternura y lo regresó a su camita. Un inesperado hedor lo llenó de angustia: la criatura había dejado sobre el jergón del huésped un rastro parduzco y maloliente.
(El minirelato forma parte de su novela «La más jugosa de todas las palabras».
Asel María Escritora: Asel María, Manzanillo , Cuba.
Fidelidad
Kenia Rodríguez Poulot
Pancho y yo nos conocimos hace cinco años pero le di poca importancia. En realidad, él no me hacía falta. Nunca fui huérfana en cuestiones de amor y lo dejé en segundo plano. Sin embargo, Pancho jamás me traicionó. Incluso, con él nunca he tenido que protegerme, su lealtad es incuestionable. En cambio yo si lo he engañado muchas veces. El problema es que Pancho es muy callado, no es cariñoso, no dice ni hace cochinadas como los otros. Eso lo pone en desventaja, amén de estar muy bien dotado. Pero mi vida amorosa cambió, estoy en mala racha y de vez en cuando, abro la gaveta, le pongo las pilas y Pancho me provoca exquisitos orgasmos.
Kenia Rodríguez Poulot. Santiago de Cuba, Cuba.
Semillas al viento.
Yuraima Trujillo Concepción
No recuerdo cuando llegó la rara ave por primera vez, a picotear los insectos pegados al cristal de la ventana. La casona es una edificación vieja, de muros manchados por el tiempo y algunas yedras serpenteando desde la base hasta la cúpula. Cuando el viento bate fuerte se siente crujir cada esquina de la construcción y uno podría creer que se escuchan voces cuando hay mucho silencio. Es por eso que nadie la habita, cuando la compré su valor era tan bajo que no dudé ni un segundo en cerrar el trato. Por mi oficio de escritor no existe mejor lugar para perderme en mis pensamientos, abrazado por el silencio y una soledad que a veces llega a pesar. La tarde que la desconocida ave casi rompe su pico contra mi ventana, fue la primera vez que me sentí acompañado. Era toda azul, con ojos como de persona que me miraban fijo. Busqué algunas semillas y, con cuidado, para no espantarla, abrí de para en para los ventanales de cristal. No escapó, ni siquiera revoloteó un poco, permaneció impávida, como si hubiera estado esperando. Coloqué las semillas en la mano y alargue hacia ella mi brazo. Ni siquiera se molestó en mirar lo que le ofrecía, con un batir repentino de alas paso volando sobre mi cabeza, se coló en la habitación y fue a detenerse sobre la mesa de trabajo. Era bastante inusual aquel comportamiento para un ave de su tipo, pero un poco de compañía a veces hace tanto bien, que termine por aceptar a la nueva inquilina sin darle más vueltas al asunto. — ¿Te apetece comer algo, no sé, quizás seriales, granos de maíz? —dije en la noche, cuando me disponía a comer y ella seguía mirándome fijo. Me reí de mí mismo por la idea infantil de hablarle sabiendo que no podía comprenderme. Pero me equivoqué. Dió algunos brincos hasta mi plato y tomó para si un trozo de carne que engulló con rapidez. Desde esa noche comencé a poner en la mesa un plato también para la criatura de plumas azules. Al caer la medianoche se acurrucaba junto a mi almohada y me dormía viendo sus ojos clavados en mí. Desde la tarde justa de su llegada, comenzaron a morir las yedras que presionaban la casona, las manchas oscuras causadas por el tiempo se desprendieron sin dejar rastro de que en algún momento estuvieron allí. También desaparecieron las voces y el crujir que parecían ir y venir con el viento. De alguna manera todo parecía más bonito. Comencé a salir un poco más de la antigua edificación, dando con mi nueva amiga breves paseos por la arboleda. Volaba a ras del suelo, como si siguiera mis pasos. Poco a poco fui necesitando ver sus ojos inusuales a la hora de dormir, y su picoteo divertido en el plato de comida sobre la mesa. Aunque parecía que había logrado domesticarla, jamás me permitió acariciarla y me surgía el temor de que una tarde cualquiera decidiera marcharse, tan repentinamente como había llegado. Terminé de escribir mi novela con ella a mi lado, siguiendo con la vista el movimiento de mi mano escribiendo sobre el papel. En su compañía las palabras parecían brotar en torrente, sin esfuerzo, como si una voz mágica dentro de mi mente me dictara las oraciones precisas. Cuando puse el punto final del último capítulo, me miro fijó y puedo jurar que su pico se torció un poco, intentando sonreír. Supe que el día al que tanto temía había llegado, porque por primera vez desde su llegada caminó hacia la palma de mi mano, y rozó su cabeza contra ella. En la noche intenté mantenerme despierto todo el tiempo que pude, pero fui cerrando los ojos, con su mirada clavada en mí, hasta quedarme dormido. En la mañana ya ella se había marchado. Una pluma azul sobre mi almohada era el único recuerdo de que todo aquello no había sido un sueño. Esperé durante días su regreso, pero no volvió. Ya comencé a escribir mi segunda novela, las palabras no fluyen como antes, la yedra ha comenzado a subir por el cuerpo de la casona, que vuelve a mancharse de negro. Un chirrido agudo brota de todas partes, como si la casona gritara de dolor, y las voces han vuelto a cantar con el viento. Yo las ignoro y lanzo mi puñado de semillas, con los cristales de las ventanas abiertos de par en par.
Yuraima Trujillo Concepción. Cuba.
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