Por Alejandro Muñoz Mustelier
En alegres recorridos entre el surco ardiente, proveedor de frutas, viandas y alguna carne magra, y el cine del pueblo, hogar de Humphrey Bogart, Ingrid Bergman, Burt Lancaster y Tony Curtis, Plácido Navarro tropezó con las dos cosas que iban a cambiar su vida para siempre: primero, las carnes firmes y el rostro angelical de Magalys, el romance delicioso por los rincones del pueblo y un futuro con retoños de aquella hembra inigualable; y la segunda cosa con que tropezó, fue la promesa de uno o dos balazos en la sien si no abandonaba el pueblo, el romance, y a la hembra. Así comienza Los Conjurados.
Mientras, en los camerinos de Tropicana las coristas corren a abrazar, con las tetas en ristre, al gran Marlon Brando. En el firme de la Sierra Maestra los guajiros corren por sus vidas, los perros de presa les dan caza, las balas les susurran al oído que ha llegado la hora. En el lobby del Hotel Nacional Meyer Lansky es una figura de fondo. En el cabaret Shanhai hay embestidas en seco de un superman negro, al que Freddy, acaso un Freddy de apellido siciliano, gusta de promover entre sus amigos. En el campo hay mujeres con el estómago vacío, en las guardarrayas niños con el estómago hinchado de lombrices, en las cunetas hay hombres con los estómagos agujereados, con las cuencas vacías, con los testículos segados con tijeras de castrar: sindicalistas, maestros, ortodoxos, comunistas, da igual, todos tienen las entrañas hacia afuera, todos tienen la vergüenza contra el dinero. Los personajes históricos –que no son pocos en la narración- no se limitan ser el atrezo de la historia, sino que participan en ella activamente, sólo los personajes ficticios, hijos del autor, se atreven a recordarnos que es esta una obra de ficción. Es fácil darse cuenta, por tanto, que tras Los Conjurados hay una investigación histórica exhaustiva, desde la vida y legado de Louis Chevrolet, las peripecias del joven profesor de taquigrafía Fulgencio Batista, los excesos de tantos ilustres personajes en cabarets, clubes y prostíbulos, hasta la vida guerrillera de la Sierra Maestra, el combate, la casi insoportable existencia de los miembros del movimiento 26 de julio.
Los Conjurados muestra una década de los cincuenta llena de oposiciones, es este el escenario sobre el que se levanta toda la trama, los contrastes: los negros y los blancos, el campo y la ciudad, los ricos y los desposeídos, y como protagonistas los extremos de estos opuestos: el negro guajiro, pobre; y el blanco, terrateniente acaudalado, cosmopolita. En Los Conjurados, Ambos extremos del entramado social de la época se tocan, no necesariamente para cancelarse u odiarse, esta novela está desprendida de estos estereotipos de enemistad de clases, los extremos se tocan, sí, y muchas veces buscan la que creen es la salida común a sus problemas: la radical, joven y sangrada revolución.
Pero la novela no sólo exhibe sus contrastes en la trama, sino en propio estilo narrativo, a ratos con un registro alto y solemne, como de libro de historia, y a veces coloquial, fresco, rápido, tanto que en más de una ocasión parece el libro un interlocutor al que le preguntas, y te responde así, campechano, y cuando por causas de horario o compromisos impostergables paras de leer, sientes que lo echas de menos, como a un amigo, como a un socio, y piensas en ese momento de retomar la lectura casi con manos frotadas. Con una pizca de real- maravilloso, sólo una pizca, un guiño literario, su autor termina de escribir la fórmula de esta novela.
Los personajes tienen volumen, varias dimensiones, incluso los castigados por la historia nacional, a ratos muestran trazas de humanidad, motivo por el cual son más culpables luego, y pueden ser odiados con más razón. Y los personajes positivos, como héroes clásicos, se dan a las pasiones, y sienten miedos, y les duele el estómago ante el cañón de una Thompson, o de un revolver cargado, por lo que el lector sabe que cada pequeña proeza es doblemente convincente, porque la hace el personaje querido, y porque de esa misma forma, torpe o temblorosa, la hubiéramos hecho nosotros.
Los Conjurados cierra un ciclo histórico en 1959, entra en el cambio de época hacia sus últimas páginas, pero a diferencia de otras novelas que tratan el final de este proceso, no cierra el ciclo de interrogantes. Hasta donde llega esta historia, tras la muerte de tantos hombres por la causa revolucionaria, tras los estómagos vacíos, los estómagos hinchados, los estómagos agujereados, tras las cuencas vacías y los testículos segados con tijeras de castrar, es todavía una pregunta válida al final del libro qué pueden hacer los conjurados, los que siguen vivos, para lograr que todo haya valido la pena. Pero más allá de esto, Los Conjurados nos invita analizar nuestra propia época, entender todo lo que de aquellos objetivos se ha logrado, y todo lo que no; además todo lo que sí, pero ya no.