Hoy en Café Naranjo publicamos el cuento, «La yayo» de Jorge Manriquez Centeno, texto que forma parte su libro denominado «En la colonia», del que hemos presentado algunos capítulos.
LA YAYO
Jorge Manriquez Centeno
1
Es momento de hablar de la Yayo, porque todo tiene su momento, como la gota que derrama del vaso y le da su significado.
Abro los ojos y estoy en el patio del 41, vecindad donde vivimos muchos años. La Yayo me deja jugar a las canicas con mis primos y Andrés, quien está triste, pues su papá se fue y no volvió. “Tote, ¿verdad que lo volveré a ver?” Me quedo callado. No abro el hocico. La Yayo me ha dicho: “En boca cerrada, no entran moscas.” Dos que tres se me han colado sin que me dé cuenta, y saben de la chingada las muy babosas. La Yayo dice que ha de ser porque hablo mucho y como con la boca abierta. Le prometí no hacerlo.
La vida no sólo es dulzura. Es un forzoso acoplamiento a las circunstancias, guiado por los gritos y consejos de la hermana, quien despierta en las mañanas cantando hasta en inglés, con esos cambios de voz tan impresionantes. Luego, nos prepara el desayuno con café de olla o atole de guayaba, bolillos con ate y queso, que tanto me gustan, y siempre nos dice: “Barriga llena, corazón contento.”
Cuando no hay insumos, lo que caiga es bueno. Si no, a esperar a que venga nuestra madre por la noche. En aquellos días, la luna me daba miedo. Me gustaba más cargarme con la energía del sol, como Birdman, y correr por el patio de la vecindad.
La Yayo nos ayuda con nuestras tareas y es bien canija: jugamos en la calle, pero siempre está mirándonos de reojo, así como los retrovisores de los carros. Aunque luego, empujados por las circunstancias, que a veces te precipitan contigo mismo o parecen llevarte en sus tapetes voladores, mi hermana Teresita y yo, con el apoyo de doña Susanita, le entramos a lo de las ventas de gelatinas.
Mi hermana Teresita y yo somos almas gemelas, de esas que van a la escuela de la mano. Por los consejos de la Yayo tratamos de verle el lado bueno a las cosas y eso que, muchas veces, están todas derramadas.
Ana, Adriana y Silvia son unas bebés. No se dan cuenta de nada. Duermen con las canciones de la Yayo, donde hay estrellas, lunas, soles. Eso sí, Silvia se cuece aparte: llora todo el tiempo, como si supiera con esos gritos que no hay para tragar. La Yayo es la única que la tranquiliza con canciones de cuna, que ni a colchón llega, pero mece bonito la Yayo, tanto que me estoy echando una pestañita.
Otros que se cuecen aparte son mi hermana Lupe, que no vive con nosotros y mis hermanos Polo y Luis, el Torero,como le dicen. De ellos hablamos en otro lado.
2
Teresita y el Tote están en primero de primaria. Ya quieren que suene la “chichara” de la escuela para platicarle a su hermana mayor el recuento del día. Suena. Al salir, la ven justo enfrente de aquel portón. En su bolsa de mandado, lleva algunas verduras y frutas. En su mandil, trae algunos dulces. (Aún los estoy saboreando, carnala.)
Le sonríen. Ella está esperándolos. Sonríe. Sus sonrisas se entrelazan formando un arcoíris.
Mejor un trébol de la buena suerte, ya que, a veces, les dice: “Suerte, hermanitos.” Otras veces se le olvida, pero su cara lo dice todo cuando, al verlos salir de la escuela, se ilumina. Sabe que sus hermanos pequeños están buscando su porvenir en la escuela. Por ello les dice: “El estudio es la base del éxito”, con machacona insistencia, así como cuando está moliendo granos, semillas, en el molcajete, o está dando vueltas y vueltas al atole que puede desparramarse como muchas cosas en la vida. También cuando revisa y revisa las libretas para ver calificaciones, tareas e indicaciones de la maestra Olga.
(Ahora que lo veo no sé cuál era la suerte de la Yayo. Aunque jovencita, siempre estuvo procurándonos, pero somos muchos. Aunque chamaca, ella ha podido con todos, mientras mi mamá está trabajando, y mi papá ni sus luces: se pierden por ratos. Parece no tener pila o la poquita que tiene la desgasta en alcohol, porque ¡ah, como huele al mendigo alcohol! En esos días, no me gusta el olor de las camisas, sobacos de mi padre, Juan Güero. Cuando anda “de capa caída”, como dicen mis tíos, me le acerco poco. Luego, viene la “Manda”, se reanima, va al taller, nos trae de comer, deja su “semana”, y las cosas son como esa plumita que voy soplando para que no se la lleve el viento y la atrape en la palma de mi mano. Mi papá vuelve a ser un alma de Dios. Pero… vuelve la “mula al trigo”, dice mi mamá. Mi padre da vueltas y vueltas a ese círculo que por eso le llaman vicioso. Con todo, es el mejor papá del mundo.)
A veces, la Yayo lleva a sus hermanos al “kiosko” del “Pueblo” de la Magdalena Mixhuca. Les gusta correr a su alrededor. Las pequeñas Ana, Adriana y Silvia se imaginan tantas cosas, pero sus muñecas están rejodidas, pero el Tote no les dice nada. Hay cosas que es mejor que se queden en las nubes.
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También los lleva a la Ciudad Deportiva, donde corren por el pasto. Van al parque: dan vueltas en el carrusel metálico y el Tote les va ganando en el “pasamanos”. No pisa tierra y siente que está en el cielo. (Como muchas veces le pasará en la vida, que lo regresará, a bola de putazos, a la realidad.)
Como no podía llevarlos al balneario “Elba”, menos a “Oaxtepec”, muchas veces les llenó con agua la tina de latón, y se daban un buen chapuzón.
Quedaron por ahí sus consejos. Quizás estén dando la vuelta a la manzana, o cuando pienses que está sonando la “chicharra” de fin de clases, y quieres ver a tu hermana a la entrada de aquel portón para darle un abrazo.
Quieres regresar a aquella pila de agua, refrescarte el rostro con esa agua para que te vaya devolviendo sus facciones. Un momento, sólo un momento más, hermana, quédate ahí dónde estás para ver tus acciones con el reflejo del sol.
“Está bien”, dices y sonríes. De repente, siento tu mano recorrer mi cabello con esa despeinada suave de los recuerdos. Estoy escuchando tu voz, que es inigualable y que hoy le está dando la vuelta al mundo.
Es un luminoso momento. Necesito, ahora, este momento en que estás nuevamente conmigo, carnala, donde vamos juntos a la casa y abres la ventana, te pones a barrer y trapear, haces la comida, y me pongo a hacer la tarea y, empiezas a cantar con esa entonación y con esos gestos tan tuyos. El ritmo de la canción se va extendiendo, como agua sobre el pavimento.
La memoria es un remolino de recuerdos. Los sucesos que me dieron forma estaban ahí, agazapados en ese cuarto de vecindad. Otros van corriendo a lo largo y ancho del patio, y los estoy viendo con aquella enorme lupa de mi abuela Dolores con la que me leía maravillosos pasajes de la Biblia.
La memoria es comodina: puede hacer a un lado etapas cabronas, donde hubo gente que estuvo a tu lado dándote ánimos, y a quienes, con el paso de los años, nunca les retribuiste ni una pisca de lo tanto que dejaron de hacer por ti y por toda esa bola de chamacos mocosos que, muchas veces, no paraban de llorar, pidiéndote más comida. Como dije, no sabía cuál era el porvenir de la Yayo, quien se desprendió de tanto para formarnos.
En el espejo, mis ojos brillan furiosamente, pero nada puedo hacer para regresar el tiempo: las monedas que me diste para los recreos pareciera que se han ido por la alcantarilla de los años, que todo lo engullen. Sólo queda cerrar los puños para sentir esas monedas
Hay veces que las sombras de la noche te ocultan, pero las risas hacen florecer las voces, tu voz, carnala, Yayo, que estuviste ahí, sembrando tréboles, en estos claroscuros mordaces de la vida. Gracias, carnala.
Jorge Manriquez Centeno es reseñista y está en proceso de publicar su obra poética y narrativa. Es egresado de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM y de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO).
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