épicas del sur

La visión de los muertos, Rainer Castellá Martínez

La visión de los muertos, Rainer Castellá Martínez

Café Naranjo publica el cuento La visión de los muertos, de Rainer Castellá Martínez, premiado en el certamen Hermanos Loynaz 2022.

La visión de los muertos

Mayo de 1860. Santa María del Puerto del Príncipe

I

El padre Valencia percibió cómo se filtraba el hedor a través de los ventanales; y también unas nubecillas que iban formando espirales alrededor de las columnas. Se apresuró en doblar a la derecha, y saludó con leve movimiento de cabeza a unas monjas cabizbajas que pasaron por su lado con el rosario entre las manos. A medida que avanzaba, a sus ojos las columnas iban ganando en deformidad y tamaño.

Le empezó a inquietar la agitada respiración del esclavo a su lado. De golpe, se detuvo frente al umbral amurallado, como si en él se le hubiese dibujado el mismísimo Demonio.

—¿Padre…, ha visto algo? —balbuceó el esclavo.

—¡Hijo mío!… Se supone que haya visto… ¿qué? —fingiendo.

—No sé… En todo caso preferiría escucharlo de un hombre sabio como usted.

El párroco volvió a oír el quejido ahogado del esclavo. Le resultaba desagradable, al punto que no pudo evitar que una mueca le invadiera el rostro. No discernía él, si en verdad, sería o no el reflejo del Diablo lo que tenía ante sí, debido a la penumbra; al tono lúgubre que despedía el muro, apenas alumbrado por unas antorchas que, en hileras, habían sido colocadas en lo alto de la pared. Guardó silencio un instante; y luego le puso la mano en el hombro:

—Solo Dios conoce los secretos del universo. Yo soy un humilde siervo mortal.

En los ojos del negro se encendió una luz punzante:

—Ni lo diga, padrecito; usted es un santo: un emisario divino.

El cura se sonrojó un tanto. Le retiró la mano del hombro, a la vez que sentía un sano orgullo por la educación de excelencia que recibiera Jacinto. Se trataba de un esclavo con relativos privilegios. Jamás había pisado los cañaverales, a menos que fuese para llevar en la calesa a la niña Gertrudis, la Condesita de Asencio.

Los Asencio formaban parte de las familias más ricas, notables e influyentes entre los hacendados de la región. El conde había llegado a simpatizar con las ideas abolicionistas durante los sucesos acaecidos cuando la célebre Conspiración de la Escalera; y no habría sido por razones de índole moral, sino económicas. Consideraba la esclavitud como algo innecesario: un verdadero lastre para el desarrollo industrial de la Isla. Lo distinguía, además de su ideal progresista, el amor entrañable hacia la hija, huérfana desde los tres años, y a quien jamás se le resistía, no habiendo capricho suyo que no estuviese dispuesto a cumplir.

El esclavo Jacinto había nacido en la casona de la villa; hijo de una hermosa doméstica, quien —según se rumoraba— solía calentar las sábanas del conde. Así la niña Gertrudis creció viéndolo como a alguien de la familia, más que simple esclavo. A petición suya, el conde accedió a que fuese alfabetizado bajo los preceptos del catolicismo, con la tutela del propio padre Valencia; y a que, fuera de sus labores de calesero, ayudara en lo que este le indicase, como muestra de aprecio hacia un párroco que gozaba de gran prestigio, y con reconocidos méritos en tareas de humanidad. No había que olvidar que el conde era el principal benefactor del patronato que sustentaba el hospital Lazarote, destinado, entre otros enfermos, a los leprosos.

No eran raras las ocasiones en que el sacerdote franciscano recordaba con tristeza la imagen de la condesa sumida en la agonía, con la mano en alto zigzagueando al vacío, al practicarle la extremaunción. Tras cada paso que acusaba el filo del suelo, el semblante hiriente en su lecho de muerte le ocasionaba una sensación más perturbadora que ahora mismo el jadeo de Jacinto. Una respiración capaz de sepultar incluso los murmullos de los enfermos; o el correcorre de los roedores que daban rienda suelta a su propio festín, y abandonaban los nidos en cuanto se hundía el ocaso en la niebla indulgente del cielo. Tal parecía que en el hospital de San Lázaro cada criatura que habitaba en sus celdas se aferrase a la conquista de los fantasmas que cosechaban suspiros bajo el fértil auspicio de la muerte.

«Muerte, muerte injusta, muerte brava, muerte inútil», se decía una y otra vez en su interior el cura franciscano, a medida que el corazón le latía presuroso, y que sus pupilas rebotaban en la lumbre de las farolas, hasta ir a asfixiarse en los espacios tétricos que imperaban en las columnas. «¡La decimotercera!» —que se erguía como velero en alta mar ante el fuego de San Telmo—: contaba, intuitivo, al tiempo que la brisa golpeaba suavemente su nariz. No tuvo otra elección que interrumpir la marcha. Los ojos del esclavo parecían escaparse de sus órbitas para rodar por el hábito estrujado y sudoroso del sacerdote. Y su respiración se colaba por sus oídos como silbido agónico, una especie de eco que imperaba por sobre el proveniente de las celdas a sus espaldas.

—Hijo mío, ¿acaso no lo has escuchado…?

Jacinto negó varias veces con la cabeza, mientras el párroco reparaba en los anclajes de las pilastras. De pronto, se volteó encarando al esclavo con marcado interés. Intentaba a toda costa desentrañar el misterio que supuso encerraban sus labios.

—Juraría que respiras por la boca… como un potro salvaje —exclamó.

El esclavo negó, medio atontado. Y una fina línea de sudor le empezó a surcar la frente en dos mitades iguales, al tiempo que sus ojos dejaban de orbitar con desafuero. Cerró la boca, y contuvo del todo la respiración; por si aún quedaban dudas. Dio paso adelante, y una expresión esperanzadora se trazó en su rostro al comprobar que no era él la causa del misterio: un ruido estremecedor resonaba claramente en las paredes, al punto de sacudir las columnas. Esto provocó que perdiese él un tanto el equilibrio; y que sintiese como que se le aflojara el cuerpo, a merced que estaba de aquel graznido estridente que le heló la sangre.

Se arrodilló hundiendo la cabeza, y con palpable desespero se dirigió al cura:

—¡Padre: los demonios! Esos malditos demonios…, que de nuevo vienen en busca de otras almas desgraciadas.

Se refería a la peste que había azotado a la villa del Puerto del Príncipe, quince años atrás; esa que, entre tantas, había cobrado la precoz muerte de la condesa de Asencio. Con mano trémula, señaló al frente. Los ojos del cura escudriñaron en la dirección que él le señalaba, hasta tanto la visión le permitía: el imperfecto umbral que destellaba en las celdas de los enfermos. Durante unos segundos, se mantuvo en un estado de quieta vigilia, hasta que el escalofrío le encogió el vientre tras la nueva emersión de chirridos. La columna, ¡sí!: era la última por su cuenta. Había recorrido estas galerías tantas veces… La última antes de salir a la inmensa terraza central, que ahora le serviría de cojín para soportar el impacto de su caída. Sopló entonces un viento frío, que comenzó a dispersar el reflejo de las llamas. Y, por si no fuere suficiente, a la antorcha contigua a él se le hizo añicos el filamento.

El cura tuvo la sensación de que una rara energía irrumpía macabra en el recinto, vaticinio del holocausto. Con la poca voluntad que sobrevivía en su espíritu imperfecto, localizó a puro tacto el hombro de Jacinto; y tiró de él con fuerza. Este lo siguió tanto como le fue posible: apenas dos metros adelante, y siempre a la derecha.


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La brisa sacudía con saña los goterones de sudor que les bañaban las mejillas como a cipreses. Se les venía encima un individuo alto y delgado, con un espeso bigote que le cubría los labios. Llevaba unos espejuelos redondos ajustados a la nariz aguileña; esa que vino a detenerse a centímetros del rostro del sacerdote:

—Padre, padre…

Sería todo lo que Jacinto alcanzaría a oír. Era lo que repetía, una y otra vez, aquel sujeto, de cuya expresión se adueñaba una perpetua agonía. Apenas tardó en hacerse notar la sombra de la ventisca, que comenzó a escurrirse, cual manto infernal, sobre la compacta amalgama de cadáveres que eran depositados en el suelo entre medio centenar de hombres robustos.

En su estupor, el esclavo no conseguía reaccionar a las palmadas del padre Valencia, quien le alcanzaba en esos momentos un pañuelo, para que se cubriese la boca. Dudó en tomarlo. Por un segundo, hasta hubiese anhelado que aquellos aterradores chirridos procediesen de su tortuosa respiración; o incluso del murmullo agudo de los enfermos en las celdas. ¡Pero no!: estaba convencido de que tendría él que procurar su origen en ese insólito fenómeno que ahora lo corroía, envolviéndolo en una siniestra e irreductible desazón.

«Padre, padre», remachaba en su conciencia el eco de aquellas palabras, como un lamento. La peste, la aviesa peste causante de que la niña Gertrudis quedase huérfana de madre, había vuelto por nuevas víctimas… ¿Qué pecado tan grande debería seguirse pagando en estas tierras? «¡Dios, sálvanos!; y perdona nuestras culpas y aléjanos del mal. Destruye las tinieblas con tu luz divina, y perdónanos por todos y cada una de nuestras faltas. Amén».

II

Rezaba el conde en la capilla de la finca dos días después, rogando por la salud de la niña Gertrudis. El doctor le había aconsejado que la sacara de la casona de la villa. El aire fresco del campo le haría bien a ella; y le ayudaría a lidiar con esa terrible enfermedad que ocasionaba la muerte sin respetar edad ni sexo.

Por su parte, no lejos de allí, otro ritual de muy distinta índole tenía lugar:

—No hay privilegio alguno para los vivos en el mundo de los muertos. ¡No los hay! —insistió a Jacinto la anciana de manos huesudas, con los ojos cerrados, mientras cortaba el aire entre bocanada y bocanada de humo de tabaco.

Soledad era la esclava más vieja y sabia del batey. El pañuelo rojo que llevaba en la cabeza no solo le cubría las canas, sino que igual la había protegido del inclemente sol en los ardientes veranos tras el trapiche, función que ejecutara hasta el cansancio durante la infancia y primera juventud; hasta el día en que preparó un brebaje para el mayoral que lo dejaría tieso y ladrando como un perro por el resto de su vida. Lo hizo luego de que él se dispusiera a azotar a aquel negro con ínfulas de liberto, que sostuviera amoríos con la por ese entonces jovencita y agraciada Soledad. El mayoral quedó, enfrente de la dotación, con el látigo en alto; al tiempo que las pupilas comenzaban a inflárseles y las córneas se le agrietaban, rojizas. Le faltaba el aire; y así estuvo, boqueando, hasta que cayó al suelo y empezó a convulsionar como loco. Transcurridos unos minutos, se puso en pie y, como un poseído, fue víctima de un ataque incontenible de risa, a la par de que no podía recordar absolutamente nada; ni siquiera reconocerse a sí mismo. Ya no tenía las pupilas inflamadas, ni las córneas rojizas. Tampoco se le veían vestigios de asfixia, ni malestar alguno que pudiera asociarse con efectos del ocultismo relativo a los dioses africanos; esos que, al parecer, habían actuado en comunión para que él pagase así sus perversidades. No le condonaron del todo la deuda por su crueldad. No podría librarse del más humillante castigo: el mayoral siguió ladrando y olfateando como perro, hábito que lo incitó a esfumarse de por vida. Cuenta la leyenda que, tan malo resultaba como ser humano, que, así y todo, ya en monte cerrado, se transformó a gusto en un perro rastreador de cimarrones. No obstante, hay quienes aseguran que aquello no resultó en verdad un castigo divino por el tanto cepo y latigazos a los esclavos; ni a causa de la invocación a los dioses de Soledad por haberse metido con su negro; sino que se debía a algo más terrenal: al brebaje que la muchacha se las ingeniara para darle a él de beber. «¡Brujería efectiva!», le decía de pequeña a Jacinto la niña Gertrudis, quien se mofaba de las historias de los negros allá en África; aunque no podía ocultarle, por más que tratara, que a ella le encantaban aquellas fábulas llenas de mitología y exotismo.

A la niña Gertrudis le gustaba escabullirse en las noches de verano, cuando el cielo parecía como una alfombra salpicada de estrellas, hasta la barraca de los esclavos para oír sus historias, amenizadas por cánticos tribales y repiques de tambores. Jacinto nunca tuvo el valor de acompañarla. Ni de pequeño. Si el conde los descubría, pagaría muy caro el precio por su falta. Él siempre tuvo claro que, a pesar de ser esclavo consentido, no era un hombre libre; y ni decir que jamás recuperaría la confianza del padre Valencia, si este se cerciorase de sus cuitas con la señorita. Bastante tenía él ya con la punzante mirada del párroco cada vez que se desvivía por ella, sobre todo desde la época en que sus caderas se ancharon y tuvieron que comprarle, en la casa de moda más exclusiva de la capital, una nueva talla de corsé.

Jacinto se creía que llamándole en público «la niña Gertrudis», y escondiendo los ojos —fingiendo, como hacía desde pequeño en cuanto algo le atemorizaba—, bastaría para confundir al cura, quien en realidad se hacía por conveniencia el de la vista gorda. Desde que eran ellos unos mocosos, el padre aparentaba no darle importancia, mientras les inculcaba el catequismo, a aquel «especial» afecto que le tributaba Jacinto a la hermana de crianza. En particular, se refería a ella de esta manera respetuosa frente al cura y el conde, en pueril intento por apartar de la mente de ellos cualquier posible sospecha sobre el verdadero sentimiento que lo dominaba.

—Sí, Sole: es la puritita verdad. «La niña Gertrudis» y yo somos como hermanos… Aunque, no te niego que esos ojitos verdes que parecen te atragantan de golpe, como la maleza del monte…

Entonces la negra Soledad se llevaba el índice al párpado inferior, guiñaba el ojo, y lo sonsacaba: «¡Conque esos ojitos verdes!»; le reiteraba entre irónicas carcajadas. Luego se ponía muy seria, y agregaba en voz baja: «Que no se te olvide que, para los blancos, por muy bien que ellos te traten, tú no eres más que un esclavo. El calesero de la señorita…; y nada más. ¡Qué no se te olvide nunca, mijo! Porque tanto ir y venir, de aquí para allá, te puede trastornar los sesos… Antes de que se te olvide, mírate el pellejo; y sabrás que somos lo que somos».

—¡Bah!, Soledad… Tú siempre echando resabios.

—Negrito zalamero… ¡Habrase visto! —y lo botaba de la cocina, no sin que él, antes, se llevara unas frutas frescas del canasto, porque «la niña Gertrudis» se lo pedía para ir de excursión al río.

Era un paseo al que el conde no opondría la menor resistencia siempre que fuese ella en compañía de alguien más; mejor si se trataba del párroco. Los recuerdos se posarían en la consciencia de Jacinto como la grata tibieza del río. Cuando la apacible corriente absorbía los destellos de la luz en sus veranos más densos, recorría él con sus tímidos ojos el hilo de agua que se confundía con el sudor de la niña subiendo desde la orilla con las faldas en alto; ese sudor que le nacía discreto, en su fino mentón… Y esos ojitos verdes que se lanzaban sobre el carruaje como cocuyos enormes: ningún otro detalle podría llegar a ser tan bello, tan sublime, tan perfecto; ninguno podría llenar su silencio, oculto en un caparazón de tácitas emociones.

Pero después, mientras crecían, ya no resultó igual. Fue como si hubieran arrojado a los pies de la cama de la muchacha una alfombra de lirios secos. «La niña Gertrudis» no quería, ¡no le permitía!, bajo ningún concepto, que entrase a su habitación. ¡No esta vez!; no ahora que ella se había ido convirtiendo en toda una mujer. Jacinto le insistía desde el corredor; mas el conde le cerraba el paso. Al notar la expresión hosca en su rostro, recordó de inmediato las palabras de Sole. Cabizbajo, se dio vuelta con rapidez, y partió hacia la cocina.

Soledad no estaba, aunque sí avizoró aquellas manos suyas en el aire mostrándole la cruel realidad: «No eres más que un negro… El calesero de la niña Gertrudis», se repetía con furia al tiempo que la desesperación le hacía perder los estribos; tanto que comenzó a golpearse la cabeza con ambas manos. «Sole, Sole, Sole…» Y creyó entonces percibir el eco de sus sabias palabras por entre las llamas del fogón. No soportaba más la saña que se aferrada al lívido desparpajo de unos sentimientos nobles, que a nadie deberían dañar más que a sí mismo. Fatigado, angustiado por el triste descubrimiento, se dejó caer en el taburete cercano a la puerta:

—Sole: verdad que más sabe el Diablo por viejo —con los ojos mustios—. Tú estuviste clara desde un principio. Nadie te puede engañar; ¡nadie!

 Sintió que un inquieto cosquilleo lo enervaba, proveniente desde lo más profundo de sus entrañas, hasta quebrarle la garganta. Como si hubiese sido él llevado a un estado de posesión infernal, que llegaba incluso a perturbarlo en extremo, lo tomó desprevenido la intempestiva presencia del conde, quien requería de él con urgencia para hacerle llegar una nota al padre Valencia.

Ya en camino, hizo un alto procurando poner en orden sus ideas… ¿Le sería posible, así, trastornado como se hallaba por tamaña desgracia? «La niña Gertrudis» ni siquiera quería verlo. Él, que siempre había estado a su lado: lo hizo en sus momentos felices; en los instantes en que la ahogaba la soledad; en esos nimios e intrascendentes episodios en los que ella le dejaba con la respiración agitada por esos ojitos verdes que sobresalían entre la maleza… O a orillas del río en donde por primera vez se atreviera a rozar su piel blanca, blanda y lisa como hoja; en donde se atreviera, igualmente, a soñar con sus besos, con escucharle pronunciar palabras de amor insaciable, no la levedad amortajada de su sonrisa y la ternura con que se teñía una simple hermandad… No. No le bastaba. ¡Nunca le bastó!; y la negra Sole lo había adivinado.

Dejó escapar un suspiro profundo, liberador; y apartó por prudencia el carruaje del trillo. Aún le quedaba como una legua de camino hasta Puerto Príncipe. El cielo formaba una especie de pesebre que acompañaba a su sombra a distancia prudencial. Allí, calzó la rueda trasera del carruaje con una pesada roca, para no dar lugar a que el desnivel hiciese que el coche fuere a parar al río. Echó a andar en dirección a una cabaña de la que emanaba, metros más adelante, una extraña humareda a través de las ranuras del techo de yagua. Por la puerta entreabierta se filtraba un murmullo que le resultó horripilante, y, a la vez, muy familiar. Se llevó las manos a los oídos… ¡Qué absurdo! Nada podría afectarle ya. De todos modos, su vida iba extinguiéndose a la par de cada uno de los latidos agónicos de «la niña Gertrudis». Y gritó, mirando al cielo, implorante:

—Sálvala, Sole; sálvamela. Haz que uno de esos brebajes, y no como el que le diste al mayoral, revierta el espectro maligno que haya ido a alojarse en ella; y que la desgracia caiga en los ojos del mal… ¡Que la desgracia caiga!

La luz que se filtraba por el techo de la cabaña se fue disipando; y Jacinto percibió la energía fatal que atraía hacía sí. La repentina oscuridad de su conciencia se hizo eco en los vestigios meditabundos de la cabaña abandonada. Poseído por una cólera delirante, estalló en sonoras carcajadas que silenciaron los truenos, y la lluvia ácida que ofrendaba el cielo como puntas de flechas. Pasaría allí toda la noche resguardado de la furia del tiempo, abrigando en la memoria el desconcierto de la noche en el hospital Lazarote. La imagen se reiteraba una y otra vez: el fuego de los cuerpos quemados en la terraza para evitar la fatal propagación de la peste. Harto de llamas, observó que la lluvia levantaba, en el repunte irascible del cielo, unas violáceas pinceladas, convulsas bajo el inusitado vuelo de las auras que rasgaban el cielo con sus garras, como un telón de teatro a medida que el espanto de las balas, rastrillos y azadas se les hacía letal.

Solo una de ellas se había negado a la fuga. El hedor a carne chamuscada le seducía, como corresponde a su especie. Con el pico desgarraba la quebrada piel de los cadáveres, como si llevase un paño de preparos medicinales para sanarles. Sus zarpas flameaban con cuidado entre las formas del fuego, saltarinas y excitantes, hasta llegar a los pies del padre Valencia; quien contemplaba, admirado, la actitud del tan raro ejemplar. Jacinto fecundaría en sus ojos, o más bien anudaría en sus pupilas, el asombro insólito del aura blanca que se estremecía en su conciencia como señal divina; y su memoria se cubrió con una encantadora luz que disipaba las tinieblas.

El amanecer no solo traería consigo un novedoso remanso de albores, sino el fin de la epidemia. Alaridos gozosos recorrían las callejuelas de Puerto Príncipe. Trillos, senderos y montes se erigían de nuevo en el milagro de la vida. La negra Sole fue quien primero acudió al encuentro de Jacinto. Era casi mediodía cuando apareció en las inmediaciones de la finca. Tiraba de las amarras por puro instinto: virtud utilitaria que servía de trazo a los caballos para que de por sí desandasen el camino de vuelta. Apoyado en la mano de la anciana esclava, el calesero, que nunca antes se había sentido tan así como ahora, fue conducido a la casona. El conde salió a su encuentro en el zaguán. Recobraba el brillo en su semblante. Pero Jacinto no lo podía ver. Demasiada luz habitaba en sus ojos.

—Jacinto, ha sido un milagro… ¡Gertrudis, Gertrudis: parece que vive!

Con la voz quebrada, Jacinto le respondió:

—Vivirá, amo; no lo dude: «la niña Gertrudis» vivirá.

La expresión del conde volvió a apagarse, de súbito, en cuanto se dio cuenta de lo que sucedía. La esclava Soledad movía su mano derecha de un lado a otro frente a la cara de Jacinto, con el aliento contenido, y como queriendo tragarse las lágrimas por la emoción. El conde fijaba la atención en sus ojos. Por mucho que escrutaba, en ellos no conseguía vislumbrar las pupilas. Se llevó una mano al pecho; y se apartó para que Soledad, con la ayuda de otro esclavo de la finca, le condujesen a su aposento.

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El conde se sintió en la obligación de ir al trasfondo del asunto; y no perdió tiempo. Apenas se aseguró de que la recuperación de su hija era palpable y definitiva, comandó una cuadrilla de rastreadores para descubrir qué había sucedido con Jacinto la noche en que lo mandó a Puerto Príncipe por el padre Valencia, para que le practicase a la señorita Gertrudis la extremaunción. La lluvia había borrado las huellas en el camino; pero dieron con la pesada roca que usara el esclavo para anclar la rueda del carruaje; y ya no les fue difícil hallar la cabaña junto al río. En el piso de tierra hallaron la nota que él había escrito para el sacerdote; pero nunca se supo mucho más. Los motivos por los que Jacinto había quedado ciego, y lo que realmente habría sucedido aquella noche tormentosa, fue desde ese entonces un tema tabú para la familia Asencio. Cuando retornaron los rastreadores, Soledad se atrevió a maldecir al conde frente a todos. Sin embargo, la felicidad que sentía al recuperar a su hija, y el fin de la epidemia, eran motivos suficientes para que él pasara por alto semejante afrenta.

—Al final, somos lo que somos —dijo a modo de conjuro, mascando el tabaco, y entre sorbo y sorbo de alcohol; esos con los que se enjugaba la boca, antes de expulsarlos como ofrendas a sus santos.

Cuentan que la bruja Soledad invocó, con toda su sabiduría milenaria, a las energías oscuras para que una maldición mayor cayese sobre los Asencio y le devolviese la vista al negrito Jacinto. Nunca se supo si, en verdad, lo consiguió; como tampoco qué fue de la ilustre familia. Lo cierto es que, poco tiempo después, el conde vendió la casona en la villa y el ingenio, y se fue con su hija; dicen que a Madrid.

¿Qué fue de Jacinto? La historia lo recuerda conduciendo ciego su carruaje, pintoresco y pomposo como era el negrito, con su traje de calesero; y que el aura blanca sobrevolaba siempre desde lo bajo guiándole el trayecto, como si en ella hubiesen encarnado los ojos del esclavo. Se afirma que los otros aseguraban que, aquella noche, un aura blanca como la que apareció en el hospital Lazarote también se posó en la ventana de la habitación en donde la niña Gertrudis agonizaba, aunque bien pudo ser para guarecerse de la lluvia. Al parecer allí permaneció toda la noche, hasta que asomándose el alba ella emprendiera el vuelo, se presume que a iluminar los campos y ciudades. Hay, incluso, quien dice haberla visto en el carruaje, junto a Jacinto, cuando al mediodía retornó a la finca. Nadie puede afirmarlo en realidad con todas las de la ley; como tampoco desmentirlo. Lo cierto es que el calesero Jacinto emprendió un viaje sin retorno por los trillos de la Isla en su vistoso carruaje, llevando en la memoria la visión única de aquellos ojitos verdes de «la niña Gertrudis»; esos que le parecían lo atragantaban de golpe, como la maleza del monte. A pesar de que recordaba las palabras de Soledad: «no hay privilegios para los vivos en el mundo de los muertos», él no estaba del todo convencido. Porque, de algún modo, sí los había tenido: el privilegio de ser un vivo con visión divina en el mundo de los muertos. En el de los vivos, le había sido suficiente con fijarse en su piel; y ¡no!: No pretendía ver nada más.



La visión de los muertos, Rainer Castellá Martínez

Rainer Castellá Martínez

Santa Clara. Villa Clara. Cuba.

Narrador, poeta, articulista, crítico de Arte. El Conjunto de su obra ha sido traducida al inglés, italiano, francés, portugués y alemán. Premio Nacional de narrativa Hermanos Loynaz 2022 por el libro de ficción histórica La Visión de los Muertos. Finalista en el Premio Internacional de Novela “Ciudad Ibera de Tugia” España 2023 con la novela negra histórica El Último Burgués. Ha obtenido disímiles premios nacionales e internacionales.


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Una respuesta a «La visión de los muertos, Rainer Castellá Martínez»

  1. Avatar de Jorge Luis
    Jorge Luis

    Excelente La visión de los muertos.

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