épicas del sur

GLORIA GERVITZ Y LAS MIGRACIONES DE LOS CLAVELES ROJOS

GLORIA GERVITZ Y LAS MIGRACIONES DE LOS CLAVELES ROJOS

“Con la admiración de toda la vida, para mi maestra Gloria Gervitz (+)”

Por Jorge Manriquez Centeno

“El tiempo es oro”

Diciembre. Mi sueño es confuso. Estoy en casa de la maestra Gloria Gervitz, situada en Santa Mónica, Estado de México. Como se me hizo tarde, me quedé a dormir. Veo sus muñecas de porcelana que están en la habitación. Me sonríen. Desde entonces, cada vez que veo una muñeca de porcelana me sonríe.

Me alisto. Me veo largo rato en un espejo colgante. Es un tiempo inconmensurable.

(Le voy dando vueltas a ese espejo.)

Estoy en su biblioteca. Salgo a la terraza. Me encanta su vista a un amplio jardín con pasto verde y flores que se desparraman, más que estás en un sueño donde los minutos te van envolviendo con sus metáforas. Escucho el “buenos días” de la maestra. Conversamos. Dice: “Te voy a llevar a un restaurant donde el café de olla y el pan dulce son deliciosos. ¡Vámonos de una vez! ¡El tiempo es oro!” “El tiempo es oro: termina por llevarse todo con sus reflejos”, pienso, pero no le contesto.

Estaciona su carro “de toda la vida” por la Fuente de Cibeles del Distrito Federal. Vamos a ese restaurant y, cierto, el pan dulce es delicioso. Estamos animados, hablando de tal o cual autor. Después, vamos al Parque España, que tanto le gusta, y me dice: “A lo que venimos.” Por arte de magia, le extiendo unos poemas. Dice pormenores sobre lo que, desde su punto de vista, hay que retrabajar o considera que son versos sosos, rimbombantes, “que sólo tu debes ponderar su valía.”

Vamos por un helado. Platica de sus días infantiles en ese parque y con esos nuevos bríos, comienza a leer una nueva parte de Migraciones, su poemario de toda la vida.

Desde esos años (2000 o 2001) hasta ahora, los años se han ido como un chasquido de dedos.

Leo Migraciones en su jardín verde, con sus pinturas verdes, que hacen “volar los cantos de aves picudas”. Son cantos que revientan las tardes en las manos, porque estoy leyendo esos versos de todos los tiempos. Cierto, maestra: “El tiempo es oro.”

(El espejo cuelga por otro lado.)

Finales de los noventa

Desde hace tres años, Mario Hernández Sandoval y yo acudimos las tardes de los martes y jueves hábiles a un taller de narrativa, que también se ha decantado por la poesía que, desde nuestra óptica, hacen volar mariposas en nuestras manos abiertas. Éramos imparables, tal y como lo constataban las pilas de poemas que iban acrecentándose en la mochila de espalda de Mario que, cuando se la colocaba, cual joroba, deslumbraba de céfiros y trinos.

Mi portafolios se expandía por las dulces tardes acariciadas por las hojas que iban flotando por el mar. Las marejadas de tiempo estaban en esa oficina pública defeña en la que trabajé durante varios años. Mario consideraba que mi texto sobre esa oficina estaba plagado de poesía. Me decía “Poeta en ciernes”, así con mayúscula inicial, como uno debe dirigirse a esos seres que representan la luz en un mundo lleno de inquinas y maldades.

Yo le encomiaba sus rimas propiciatorias de arcoíris. Eso veíamos por las calles, escuelas, casas, donde nuestra vista se posaba, así como las palomas bajan columpiando su ternura.  La lente de la poesía, cual poderoso microscopio, nos daba pormenores.

También los telescopios con los que mirábamos el cielo nos acercaban a esos ángeles y demonios que, por ahí, vagaban. Decantábamos nuestros escritos en fuentes brotantes de metáforas. Empecé a maquilar poemas, así como tortillas de nixtamal. Éramos una ametralladora de adjetivos. Caminábamos bien por la Tierra. Pero… Vamos pasito a pasito.

(Hay que cambiar de posición el espejo.)

De cómo dos insignes poetas en ciernes fueron desplumados

A finales de los años noventa, los poetas en ciernes fueron a un taller impartido por Gloria Gervitz, quien desde 1976, venía escribiendo un libro-poema: Migraciones, que se iba transformando en diferentes partes, tituladas “Shajarit”, “Yizkor”, “Leteo”, “Pythia”. Mario Hernández tiene un poemario. Lo trae en el regazo de su corazón. En mi poder está maquilada una novela sobre una oficina defeña, así como muchos poemas: el papel puede con todo, desde hacer avioncitos y mirar pasar tu vida, hasta colgar palabras, para regodearte con ellas. Estábamos felices, porque seríamos coordinadores de literatura municipales. El canto de la poesía y sus conexiones con los funcionarios “culturales” para eso daban y para más.

“Tu trabajo es rimbombante y repetitivo”, dice Gloria Gervitz. Sus palabras se incrustan y se expanden, como fiebre que nubla mi mente, más cuando agrega: “Te faltó más enjundia o más silencio, no lo sé. La poesía son dardos que se te clavan en el corazón y con esa sangre escribes. Pero tú eres el autor de ese capítulo, que quieres darle tintes de prosa poética y ese poema que leíste está plagado de adjetivos. Tú tienes la última palabra.” Pero no tengo palabras. Se las llevo el viento de la desdicha. Lo mejor es sentarme y hacerme pequeñito… Luego, irme a caminar por ahí, y a perderme en la desdicha.

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La frustración es un tormento. Es mejor cerrar los ojos y no pensar en nada, pero ni madres, seguí pensando, como buen pisciano que soy y fui al día siguiente a ese taller, que más bien eran charlas, donde nadie “tijereteaba” tus textos, como estábamos acostumbrados. En ese punto, la maestra aclara: “nadie debe meterles mano a tus textos, conforme con sus consideraciones, dado que pierde la esencia de su creador”. Recuerdo que sólo los poemas de Damaris Alpízar Puñales fueron elogiados por la maestra. Reproduzco uno:

              A ORLANDO, GUERRERO DEL ABSURDO

              El hombre regresó de la guerra,

              despedazado,

              envejecida su carne,

              marchita su mirada.

              Regresó sin victorias,

              sin nada que contar.

              Llegó y dijo:

              “Mujer, he llegado,

              la guerra es aburrida.”

              Y la mujer,

              que lo esperaba ferozmente

              desde siglos atrás,

              guerreando ella sola contra el olvido,

              la ausencia y las tardes solitarias,

              se sentó a su lado,

              miró sus ojos derrotados

              y secó la frente del hombre con su mano fría,

              sin una queja,

              sin un reproche.

“Antes de correr, deben caminar”

Seguimos acudiendo a ese taller de Gloria Gervitz, donde nos va leyendo versos de Migraciones. Luego va revisando trabajos y, uno a uno, explica la falta de metáforas, las rimbombancias, entre otras, de que adolecían nuestras “creaciones”. Todo desde su enfoque.

La maestra dice a los que permanecimos en el taller que debemos encontrar nuestras voces propias, que era lo que les faltaba a nuestros trabajos, seudoliterarios y huecos, como troncos carcomidos por las polillas. “Los poetas malditos, los poemas de Octavio Paz, tienen sus voces propias, potentes voces, y ustedes son una mala copia de esos versos inmortales.”

“Antes de correr, deben caminar”, dijo con una profundidad que nos dejó huecos cual abismos perdidos en sus propios ecos, y por ahí fueron a parar esa novela y esos poemas, enredados por tanto “tijereteo” de ese taller de narrativa. Claro, eso se dice fácil ahora, pasados tantos años, pero en aquel momento estábamos “enamorados de nuestras creaciones”: no queríamos desprendernos de esos textos.

Gloria Gervitz nos comenta que quizás la falta de voz propia se deriva de escasas lecturas, con excepción de Damaris Alpízar Puñales, a quien le elogia otros poemas. Con los lentes que nos ha facilitado, y que vamos graduando, alcanzamos a advertir la valía de los poemas de Damaris, tal vez porque no era parte de aquel infortunado taller de narrativa.

Afuera de la clase, platicamos con Gloria Gervitz: nos lleva al inmenso mar de la “Oda marítima” y a la febril mirada de la “Oda triunfal”, de la autoría de Pessoa. Nos leyó el poema “Réquiem”, de Anna Ajmátova. Nos condujo a algunos textos de Clarice Lispector: “observen que es prosa, pero con unas metáforas deslumbrantes”. Tierra Baldía y los poemas de T. S. Eliot nos abrieron un laberinto inusitado, que tuvimos la dicha de recorrer.

“Hay que gritarle a la vida, pero con voz propia”, dice la maestra, y fue cuando leímos, de nueva cuenta, el poemario La soledad se hizo relámpago, de la autoría de Agustín Labrada, y Duramar, de Antonio Leal, y entendimos el significado de las palabras de la poeta Gloria Gervitz, ahora convertida en nuestra maestra.

(El espejo es un péndulo que va de un lado, y luego al otro.)


“Detector de mierda incorporado”

Gloria Gervitz dice: “Lo más complicado de ver es lo que tenemos al lado. Con la poesía es más difícil, porque lo que vamos escribiendo surge de lo más profundo de nuestro ser. Es silencio o furor, lo que internamente te carcome o extasía. El barro en tus manos es una obra de arte o un pedazo de polvo humedecido, que tarde que temprano se solidificará.”

Agrega: “El gran Ernest Hemingway, en una parte de una entrevista, dejó esto para la posteridad: ‘El don más esencial para un buen escritor es tener un detector de mierda incorporado, a prueba de golpes. Ese es el radar de un escritor y todos los grandes escritores lo han tenido.’Cada uno de ustedes, por su cuenta, debe tener ese detector para reconocer qué le falta y qué les sobra a sus trabajos. No hay recetas.” Nadie dice nada.

Añade: “La poesía siempre impone su ritmo, sus voces e imágenes. Estos días, he observado pretendidos poemas que, desde mi punto de vista, están huecos. Bien lo dijo Huidobro: ‘El adjetivo, cuando no da vida, mata.” Hay casos, como en los versos de los poetas malditos, cuyos adjetivos nos abisman como hoyos negros con voces grandiosas y luces radiantes. Éxtasis y silencios. Pero hay que andar con cuidado. Acuérdense de lo que dijo Huidobro: “¿Por qué cantáis la rosa, oh, poetas? ¡Hacedla florecer en el poema!”

1999-2000…

Mario y yo, poetas en ciernes desplumados sin lago donde saciar nuestra desgracia, ahora estamos hermanados por la desdicha. “¿Qué hacer para confirmar lo dicho y testificado por la maestra Gervitz?”. Coincidimos: “Vamos a explorar opiniones de otros poetas, que nos confirmen o desdigan lo expresado por la maestra Gervitz.” Fuimos a Villahermosa y tomamos el taller de poesía del maestro Teodosio García Ruiz. Lo escuchamos ahondarse en los recovecos del mundo. Aunque no puede ver, el maestro lo va delineando en sus versos. Luego escucha nuestras “creaciones”, y confirma lo dicho por Gloria Gervitz.

Después, fuimos al taller del maestro Efraín Bartolomé, leímos sus monumentales poemas, y los comparamos con nuestras “creaciones” y confirmamos lo dicho por Gloria Gervitz y Teodosio García Ruiz. Acudimos a unas pláticas sobre la poesía norteamericana impartidas por el poeta Alberto Blanco, quien gentilmente nos dio a conocer el mundo de la poesía beat. Asistimos a otros talleres: como teléfono descompuesto, la voz del infortunio nos enmudeció. Y leímos a los autores recomendados por esos maestros y, sentados en el malecón del “bule” de Chetumal, reconocimos que teníamos que caminar por otros senderos.

La literatura tiende a abrir los recuerdos, que son como una fuerte llovizna que aún está mojando esas calles, risas… 

Seferis, Ajmátova, Cummings, Williams, Lispector, Pizarnik…

Varias veces, la maestra me obsequió algunos libros, y me prestó obras que consideró esenciales para mi formación literario. Leímos las Residencias, de Pablo Neruda; Poemas humanos, de César Vallejo, y otros más. Como otras ocasiones, me da su opinión sobre unos textos, en los cuales va anotando sus consideraciones. ¡Gracias, maestra!

Estamos platicando y adentrándonos en escritores que ni te imaginas: Seferis, Ajmátova, Pessoa, Cummings, Williams, Lispector, Pizarnik, muchos más que están en esos lienzos verdes de su mente, y que va pincelando en sus clases en Chetumal, y ahora en un taller que impartió en Mérida, Yucatán. La voy a ver al Distrito Federal y estamos en 1998, 1999, 2000, 2001, 2002, 2003… y van pasando los años, y, de repente, no la encuentro, no contesta el teléfono, no está en su casa… quién sabe qué pasó… pasa el tiempo…

Abro un libro, veo una tarjeta con información de una de sus presentaciones, y ¡grandioso!, está el dato de uno de sus editores, checo en la Internet, le hablo, me pasa su correo, es 2017. Nos contactamos a través de esa vía que no requiere de tanto cablerío. Nos pasamos los números de celular y, sin darnos cuenta, estamos en el año de 2018, en esa larga plática amaneciendo en San Diego, perdiéndonos en ese “flujo de enredaderas”, en esa “fragilidad de la corteza del otoño”, donde todo puede pasar, quedar dentro del agua, siempre con esa fuerza de encontrar tu propia voz, porque tenemos tantas cosas prestadas que no son de nosotros, son de los otros. La poesía se atasca entre tantas palabras presuntuosas, porque no son tuyas, son de los protocolos de los funcionarios culturales, de querer quedar bien.

Tenía tantas ganas de publicar por aquellos años, maestra, pero tenía razón, es mejor leer, madurar y escuchar la voz de la poesía que te pueden llevar al cielo o al Infierno. Hay precipicios que te llevan al fondo de ti mismo.

Horas y horas de lecturas, revisiones, correcciones y aún sin encontrar el camino para esos ecos de la memoria, que están arremolinándose en mi cerebro.

“No te precipites, si vuelves a retomar la poesía o la narrativa, todo llegará a su tiempo. Llevo más de 40 años confeccionando, calibrando un solo poema. Si tienes el don, tarde que temprano saldrá. Mientras tanto, lee, disfruta a los grandes. Si no lo tienes, pues no lo tienes. Punto.” Cierto, maestra.

Pasado el tiempo, platico con la maestra. Está contenta, y ahí, en un departamento en San Diego, convertido en biblioteca, donde gentilmente me da hospedaje, me habla de la parte nueva de Migraciones, que llamamos el “mercado”, y, sin aviso, empieza a leerla. “Gracias, maestra, por la lectura de esos versos monumentales.” En una de las ocasiones en que la visité, habló del frenesí por escribir: “desde que me conoces, hubo temporadas de largas sequías. Pensé que todo había llegado a su fin, pero no, tengo pila para rato. No tengo claras las razones. Con las poesía no hay recetas ni respuestas certeras”, y lee:

y el mercado llenándose de las altísimas vocales del zapoteco

y las voces llenándose de flores

y un enamorado empinándose una cerveza tras otra para darse valor

y una marimba con el corazón astillado

acompañándose y emborrachándose cantan:

                                                                  ¡Ay Zandunga!

                                    ¡Qué Zandunga, mamá, por Dios!

                                               ¡Zandunga que por ti lloro

                                                     prenda de mi corazón!

Tuve la dicha inigualable de escuchar esa fabulosa nueva parte de Migraciones, en su voz que, como látigo, late acompasadamente, y luego sonrío cuando la maestra dice: “Ahora sí creo que es la última versión de Migraciones.” Me dice que todo “ha fluido sin diques, sin la altanería de las mayúsculas. Creo que estoy en la parte más fecunda de mi carrera”. Acto seguido, toma el libro y me hace ella misma una “Fe de erratas”. La maestra dice: “Bueno: ¿qué me traes para trabajar?” Lee mis poemas y con su letra garigoleada escribe que están garigoleados esos versos. Vuelve a decir: “Tú tienes la última palabra.” Otros le agradan y dice: “desde mi punto de vista”. Me gusta cuando expresa: “Tienes mucha enjundia. No te das por vencido. Observo una gran transformación en tus, ahora sí, creaciones. A seguirle.”

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“en las migraciones de los claveles rojos donde revientan cantos de aves picudas

y se pudren las manzanas antes del desastre

ahí donde las mujeres se palpan los senos y se tocan el sexo

en el sudor de los polvos de arroz y de la hora del té…”

Me imagino aquellas pláticas con Mario, en esas horas en que leíamos alternadamente, e íbamos por esas como brechas interconectadas de Migraciones[i], esas voces diversas.

Las pláticas, lecturas de por las tardes en su casa de Santa Mónica, luego en San Diego, esos cafés a los que fuimos, con la mirada siempre puesta en Migraciones. ¿Se acuerda de la lectura de algunas páginas Del tiempo y el río, de Thomas Wolfe?, que, al terminarlas de leer, dijo: “Hasta cierta edad fui una voraz lectora. Luego escribí poesía sin parar, ya que los libros son inmortales y nosotros mortales. Este libro te electriza el alma. Me gustaría estar en ese andén de trenes de Altamont, y observar el hocico negro y enorme de la locomotora. Escucha esto: ‘En medio de la bruma bañada en el oro otoñal, todos miraban con los labios entumecidos y un vacío angustioso de temor, gozo y pesadumbre en su corazones. ´”[ii] Dice: “Ese martilleo que va narrando el autor es grandioso: esas son las luces y contraluces de la poesía. Es prosa poética imperecedera, como las obras de Clarice Lispector o Margarite Yourcenar.”

(Ahora estoy releyendo la versión de Migraciones de la Editorial Mangos de Hacha. Hay viento, el espejo colgante se bambolea. Refleja otros caminos de Migraciones.)

Nos volvimos a ver en el ciclo de “Protagonistas de la Literatura Mexicana”, en la Sala Manuel M. Ponce de Bellas Artes, y es 15 abril de 2018[iii], donde fue, al fin, homenajeada. De ahí nos fuimos a comer al Danubio, y aquella mesa alargada con las risas de sus amigas y amigos, y su alegría era genial, maestra, más que me tocó al lado de Saul Kaminer, pintor y escultor, y platicamos de su obra, de cómo la conoció y de algunas de sus creaciones que fueron las portadas de varias ediciones de Migraciones

Me da gusto saber que le otorgaron el Premio de Poesía Pablo Neruda 2019, que tenga tantas presentaciones de Migraciones en muchos países.

Me parece que, antes de la pandemia, otra vez la fui a visitar a San Diego y luego nos fuimos comunicando a través de correos electrónicos. Son maravillosos, maestra.

Por correo le digo que nos veremos pronto, y que ya encontré mi voz: estoy escribiendo relatos. La poesía está a punto de brotar. En uno de ellos, me dice: “LO QUE ESCRIBAS QUE SEA TUYO, TUYO, TUYO DE TI, DE TUS EXPERIENCIAS Y CON TU PROPIA VOZ, NO CON VOCES PRESTADAS, NO LAS NECESITAS”, así con mayúsculas, como para que me entren las palabras. Nos hablamos vía celular. Luego, apareció y recrudeció la pandemia del coronavirus…

“Estamos vivos, maestra”, replicamos tocando las campanas y las vamos tañendo, y de nuevo le comento: “¿Cómo es posible que, en nuestro país, no tenga usted el reconocimiento que se merece?” Ríe y dice: “La poesía se impone, no te preocupes.”

(El espejo da el último giro: 180 grados: estoy leyendo algunos de nuestros correos.)

Pero todo el año allá en la memoria florecen geranios

En sus correos comienza con ese “Querido Jorge”, que tanto valoro. En varios de ellos externa su preocupación por lo que estaba pasando en todo el mundo, y en particular en México a causa del “coronavirus”, y, de repente, mi celular vibra, mi corazón vibra, porque al dar un click puedo escuchar su inconfundible voz. Hablamos de Abraham: el amor de su vida y de las nuevas ediciones en el extranjero de Migraciones…

Otros correos. Su risa en esa llamada donde me dice que era una ironía ese cáncer cuando nunca había fumado. Sus ganas de vivir. Ese “te quiero, Jorge, amigo de toda la vida”, me dan unas inmensas ganas de llorar, más cuando escucho: “Tengo miedo, quiero vivir.”

(Descuelgo el espejo.)

“Tiene razón maestra, no soy inmortal”.  Estoy escribiendo poesía. 

También quiero vivir.




Jorge Manriquez Centeno

Jorge Manriquez Centeno es reseñista y está en proceso de publicar su obra poética y narrativa. Es egresado de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM y de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO).


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