épicas del sur

«Gladiadores» Cuento ganador del Concurso

Publicamos el cuento ganador del Concurso de Cuento Eduardo Kovalivker 2023, Gladiadores del escritor cubano Pedro Luis Azcuy Flores.

Gladiadores
Autor: Pedro Luis Azcuy Flores

A Mayito, alias El Máquina
A todos los estibadores portuarios:
Salud, suerte, y aumentos salariales

Yo tiré sacos con El Máquina. ¿Y qué hay de relevante en eso?, se preguntarán. Ya las proezas laborales no llaman la atención. Solo si has sido un gladiador del Puerto, comprenderías cómo llega a serte útil una temporada de esclavo, y cómo, aunque pase el tiempo, se sigue uno emocionando al observar la foto donde estamos los más unidos de aquella brigada azul: Los Industriales.
En la foto posó solo una parte de la brigada: el 64895, el 45678, el 88345, el Usabaré (que no recuerdo su número) y el 88688, un servidor. Claro, como yo me quedé con la fotografía, nadie notó el detalle en un plano alejado de la esquina izquierda, cuando el flash atrapó al 67987: Mayito, alias El Máquina. Corría en busca de más lingas para adelantar el trabajo:

—¡Oigan, modelos, dejen el floreo que hay pincha!
El Máquina: un tipo de unos cincuenta y siete años que rozaba los 1.70 de estatura, un tanto delgado, pero fibroso al punto de llevar cada músculo y vena del cuerpo en constante exposición. Un hombre que no pensaba, no fumaba, no bebía ni se la gastaba en los prostíbulos… ese era El Máquina. Todo en función de su mujer y sus cinco hijos.
Por aquellos días trabajé en mi primer barco. Se comenzaba la jornada a las 6:30 AM y yo, escogido para rellenar una brigada, estaba parado en la fila. Llevaba un mes exacto de contrata y era de los más sonados entre los estibadores nuevos: El Chama, el fuerte del 21, con la cabeza rapada y una trenza china, de resistencia a full y que nunca vagueaba. Una promesa tirando sacos.
Los estibadores Fijos siempre figuraban en la lista para trabajar en los barcos, de ahí que algunos vendían sus turnos a los Contratas nuevos que quedaban sin trabajo bueno para el día o la semana. Con los barcos era posible ganarse hasta cien dólares convertibles en una semana, en dependencia del lugar que alcanzara tu brigada, y tirando los comodísimos sacos de arroz. Si eras Contrata y querías pelear, que te vieran los Jefes de Brigada para que en solo unos meses te dieran el título de Fijo, tenías entonces que someterte y cobrar la mitad. De lo contrario, muchas veces te dabas el viaje al Puerto por gusto y debías esperar otro día o semana para lo bueno; o enredarte en las montas de sacos para los camiones; o rellenar los vagones de trenes donde se trabajaba solo por unos kilos en moneda nacional. Siete horas más intensas que un maratón…
Por suerte, yo estaba metido en la pelea. Un jefe de Brigada se había fijado en mi trabajo y me recomendó para rellenar una ausencia en Los Industriales. Era el puesto para un barco de Nitrato de Amonio:
—Es fuerte la pincha, Chama, pero así te vas ganando el Fijo. Si lo haces bien, te pongo en punta pa’ cuando entre el próximo arroz…
Y fue así como me uní a los gladiadores de Industriales, y cuando por primera vez escuché hablar de El Máquina. Nadie estaba dispuesto a ser su pareja, pero luego me enteré que su compañero desde hacía unos 13 años era el 67890, el siempre mencionado: Talibán. Desde que este se marchó, se realizaba un sorteo donde el ganador (más bien el perdedor) asumía de pareja con El Máquina.
—¿Quién es El Máquina ese? —pregunté.
—Aquel viejito —me respondieron.
—No jodas, Negrón. ¡Hoy lo coge el novato del año!
—Chama, tranquilo, no te meta’ ahí…
Comprendí que me habían soltado en una brigada ganadora, pero que en ese momento estaba en segundo lugar por causa de la lluvia. El día anterior la brigada de Los Tigres trabajó completo el turno donde no coincidíamos en la mañana, y en la tarde, cuando tocó el turno a Los Industriales, por el mal tiempo cerraron la sección de carga del barco. Resultado: Los Tigres nos sacaban casi un turno de ventaja; cinco mil y pico de sacos de ventaja. La brigada que terminara en primer lugar, era la que más cobraría en Pronto Despacho.
—¡Hoy vamo’ a tirar 12.000! Ellos van a 9000 por turno y en dos días están cogíos…
—Coño, Máquina, ¿12.000?
—Dale, Negrón, deja la pendejá…
—Maestro, ¿usted es El Máquina?
—Sí, muchachón, y usted es…
—Leo.
—Mejor di tu número, es más importante.
Observé en mi pulóver, ya que aún no lo tenía memorizado.
—88688.
—Que nunca más se te olvide, compadre.
Y nunca más lo olvidé. Incluso memoricé el número de cada uno de nosotros.
—Jey, Máquina, no se ha hecho el sorteo y el novato quiere tirar sacos contigo.
—Con novatos no, Negrón.
—Tranquilo, puro ¿de dónde tú me conoces?
El Negrón y El Máquina sonrieron al unísono.
—Está bien eso.
—Suave con la niña, Máquina.
—¿Qué niña que cojones, Negrón?
—¡Ah, porque La Chama es brava!
—Asere, ¿que bolá contigo?
—Está jodiendo, chamaco. Calma, que el día es largo —me dijo El Máquina y se dirigió luego al Negrón—. Tranquilo, yo lo cuido, si explota lo mandamos pal’ tonel a que barra. Se verá bien con la escoba en la mano…
—¿Y cuánto cobra el que barre? —pregunté.
— La mitad del dinero.
—Usted está loco, Negrón, ¡yo soy Iron Man! ¿Y cuánto nos buscamos en este barco, Máquina?
—Si cogemos primer lugar, el Nitrato deja de 30 a 40 fulas.
—¿En cuántos días?
—En cinco o seis. Pero llevamos dos y no te toca el completo, Chama.
—Algo es algo. Me hace falta el dinero.
—A todos, Chama, a todos —dijo el Negrón.
Nunca había estado tan cercano a un barco. Es una especie de barrio que flota, y de repente, ante esa monstruosidad, había un grupo de gladiadores listos para la pelea. Aunque también a nuestro lado estaba la brigada de Los Tigres, esperando para lanzarse al abordaje y desactivar su respectiva bodega.
Cuando dieron la señal para que abrieran las compuertas, a toda velocidad subimos por las escaleritas de sogas y cumplí uno de mis sueños de niño: subirme a un barco. Pero resuelto el asunto, no tuve tiempo para disfrutar la vista. Debíamos llegar hasta la sección de carga para después meternos en el infierno de Nitrato de Amonio que nos tocaba vaciar.
La sección de una bodega abordo es inmensa, quizá demasiado, y cabían 3 o 4 brigadas. Los charcos del Nitrato espaciados por el piso olían a orine. Todos los estibadores iban con sus botas de goma, pero a mí aún no me habían dado el módulo de ropa. Andaba en unos Nike viejos y con solo unos pasos el Nitrato se coló entre los zapatos y empezaron a arderme los pies.
El sol comenzaba a asomarse y nosotros esperábamos a que los grueros trajeran los manojos de sogas…
—¡Lingas, lingas, traigan las lingas! —gritaba El Máquina con los puños cerrados y apuntando al cielo. Todos sonreíamos con su locura, hasta que al fin llegaron las sogas y las desenganchamos acomodándolas sobre el piso para armar los entongues.
Comenzamos a rellenar la linga a nuestra izquierda. No más se tiró el primer saco, advertí las pezuñas desnudas de El Máquina: sus manos eran como garras con callos en los dedos índices, anulares, las falanges, y ni hablar de las palmas. Atenazó el saco, más bien lo apuñaló, por sus dos esquinas y yo hice lo mismo:
—Lo importante es ir parejos. Como cuando se baila, Chama.
Y sí, tirar sacos era como una danza en pareja donde había que sincronizarse para no gastar al compañero. Con pasos cortos al frente, pasos largos en diagonal, ambos estirados agarrando el saco al mismo tiempo para luego lanzarlo sobre la linga.
Al principio tuve algunos desajustes:
—Estás dando el paso muy largo, Chama —me decía en voz muy baja El Máquina.
Y es que los sacos se deformaban debido a la humedad, se aplastaban y casi adquirían la dureza del cemento. Entonces había que perder una valiosa fracción de segundo, y de fuerza, para destrabarlos.
Debíamos acomodarlos en hileras de a veinte, donde cada entongue contaba con una altura de diez sacos. Pero aquella mañana había prisa y amarramos los entongues a una altura de doce sacos. Pal’ carajo, ¡que aguantaran el sobrepeso las grúas!
Avanzábamos bastante rápido, la verdad. Lo demostraban los gritos colectivos para elevar el ánimo de la brigada. Aunque había algunos que gritaban por pura borrachera o arrebato, pues se sabía a todas luces quienes eran los marihuaneros, los pastilleros o los borrachos.
Todo marchaba viento en popa, hasta que superamos al número de lingas y otra vez debíamos esperar por los grueros. En ese momento varios Gladiadores, yo diría que todos excepto El Máquina, aprovechamos para tomar un aire durante la espera.
—¡Lingas, lingas, traigan más lingas que Los Tigres están arriba!
—Vamo’ bien, Máquina, coge un time —le gritó el Negrón.
—¿Ustedes quieren cobrar menos? ¡Estos grueros trabajan pa’ Los Tigres…!
Gritó incesante El Máquina, hasta que volvieron los grueros con los manojos de sogas.
De tanto tirar sacos, el Nitrato se colaba entre los guantes hasta pelar las manos. Por eso los experimentados cargaban a mano limpia, ya que tarde o temprano había un momento en que la sangre goteaba por los brazos y tenías que seguir. Si paraba 1 se paraban 2 y después 4… se retrasaba el entongue y los grueros, satisfechos, cogían vacaciones. A veces uno debía continuar casi al borde del desmayo. Alucinando. El mundo se volvía un saco y no se pensaba en nada más. Cuando tratabas de distinguir a tus compañeros, solo veías sombras moviéndose.
—Hoy vamo’ a subir 12.000 pa’ recuperarnos de la lluvia de ayer —gritó por enésima ocasión El Máquina, y yo volteé para mirarlo fijo a los ojos.
Observé una masa rojiza entre el olor a Nitrato de Amonio y unas temperaturas quizá superiores a cuarenta grados. Quise encararlo, pero sentí un rafagazo de voluntad tras distinguir esa silueta dando el valor para no desmayarse; para no explotar frente a todos.
Dos horas después, casi pasados cuarenta minutos del horario de merienda, aún no la habían traído.
También nos estábamos quedando sin agua:
— ¡Vamo’ a parar por agua! —gritó alguien al Jefe de Brigada.
—Está al llegar —le respondieron.
—¡Pero rápido, que vamo’ a desmayarnos…!
Media hora después aun estábamos sin merienda y sin agua…pero nadie había parado.
Un tipo de más de 1.90 metros de estatura, y unas sobradas doscientas libras, se tambaleaba y terminó apoyándose a un entongue de sacos. Luego se inclinó con las manos puestas sobre las rodillas para tranquilizar la respiración.
—¡Hay que tener espíritu, carajo! —gritó El Máquina con las manos abiertas apuntando al cielo—. Coge un diez, White, ando ‘alante en mis lingas y te ayudo a cerrar tu entongue…
Así era El Máquina, pero siempre había cabrones que no daban el cien por ciento, pues sabían que ahí estaba él para adelantar.
—Bájale el ritmo, Máquina, nos están cogiendo pal’ relajo.
—Tranquilo, Chama, al que es hombre, tarde o temprano le da vergüenza…
Efectivamente, tenía razón, porque al rato siempre alguien gritaba:
—Caballeros, ¡dejen el descaro que este viejito no para…!
Y así se contagiaba la brigada. El Máquina era mucho más que un tipo superdotado en resistencia. Era un líder en su pedazo de mundo. “Al que es hombre, estar vagueando, tarde o temprano le da pena”. Memoricé.
Media hora después llegó la merienda. El más oportuno pan con jamón que yo recuerde, y con lata de refresco incluida. Pero incluso tras lavarse bien las manos, el olor y la textura babosa del Nitrato, como si no fuera suficiente llevarlo incrustado en el cuerpo, se mezclaba con la comida e iba a parar en tu interior.
Recuerdo al Máquina en aquella jornada merendando el químico a mi lado:
—Chama, no te me pongas bravo con esto que te voy a decir.
—¿Qué cosa?
—Extraño al Talibán. Es el único que de verdad puede seguirme. Veinte años juntos. Vanguardias Nacionales. Ganamos cinco veces los Nacionales Inter Puertos. Siempre estuvimos en las brigadas más calientes…
Y sí, en realidad tuve el tiempo para comprobar que era cierto. Se comentaba, como si fuera una leyenda, que juntos rendían por tres parejas. Y cuando conocí al Talibán, me percaté que ser musculoso no era el único indicador de la fortaleza. El tipo era todo nariz y boca, pero de antebrazos como Popeye el Marino.
—¿Y qué fue de su vida, Máquina?
—Na’, dijo que no aguantaba más este país de mierda y que se iba pa’ Ecuador. Pero eso es mentira, me dijeron que anda por cuanto Chupa-chupa hay en la Habana, y que está bebiendo mucho. Necesito verlo, tengo un mal presentimiento.
—Asere, tú eres fanático al Talibán.
—¡Fue al único al que no le pude sacar los pines!
—A mí tampoco me vas a gastar, Máquina. Además, pienso ser escritor.
—Tú viene’ bien, pero por algo todavía te dicen el Chama. Y mira, mejor no hablemos más basura, que nos ponemos lentos y hoy doblamo’ turno.

En días de turnos corridos, se reanudaba la marcha tras el almuerzo. La presencia habitual de platos fuertes nos hacía sentirnos privilegiados ante la floja alimentación de casa.
Recuerdo que a esa hora el Puerto era sinónimo de fiesta de disfraces, debido al sol de las primeras horas de la tarde. Lo mismo te tropezabas con estibadores que parecían ninjas, o espantapájaros… y los más veteranos eran casi nudistas, inmunes al sol, y con el tiempo habían adquirido colores de piel bastante uniformes. El Máquina siempre andaba ligero de vestimenta, y de estómago también, pues nunca se atragantaba de más para que el cuerpo le respondiera rápido.
—Voy a hablar con los cocineros… ¡que así to’ el mundo se pone inútil! —solía decirnos.
—Coño, Maquina, suave… —le respondían casi siempre.
Al rato se retomaba la eficiencia, pero nunca como en la mañana.
—El cuerpo hace lo que tú lo obligues, Chama, el lío está en no andar pensando basura. Eso es lo que te frena —me repetía en voz baja, todo ojos El Máquina, antes de regresar a su estribillo—. ¡Lingas, traigan más lingas que ya los Tigres están cojíos!
Y otra vez las rezongas, y otra vez las risas… y otra vez su voz movilizando a la brigada a través de los días, las semanas y los meses.
Me gustaría escribir que en mi primera jornada con los Industriales no me detuve ni un instante a causa del cansancio, pero estaría mintiendo. En par de ocasiones el sol, las plantas de mis pies, los antebrazos y manos en carne viva, me obligaron a coger un aire.
—Busca la escoba, Máquina —gritaban sonrientes algunos camaradas.
—Dejen eso, que este es mi relevo —respondía El Máquina, y su voz me daba una fuerza extraña—. Respira profundo, Chama, y no pienses mucho pa´ que tú veas. Acuérdame afuera pa’ darte un par de botas, que así no aguantas mañana…
Y seguíamos tirando sacos.
Consciente estoy de que a veces el Máquina, para que yo no explotara frente a todos, le bajaba un tanto a su ritmo. Y es que nadie recuerda haberlo visto cansado, hasta esos días definitivos en que comenzamos a notarlo cabizbajo, silencioso, y entonces dábamos el extra para rendirle tributo. Incluso, tras su retiro inesperado, puesto que aún nos era útil, entre varios Gladiadores de diferentes brigadas hicimos colectas de fin de mes para calzarle el mísero subsidio estatal. Pero estoy diciendo de más, ya que al 67987, Mayito alias El Máquina, es menester recordarlo estoico y sin ponernos lentos, como estoicos anduvimos en aquella jornada, donde sí que tiramos los doce mil sacos y recortamos distancias porque a Los Tigres no les fue muy bien que digamos. La derrota se les veía en sus caras mientras nos cruzábamos en las taquillas para recoger las ropas y toallas; de camino a las duchas, todos por igual a quitarnos de encima los restos del maldito Nitrato de Amonio; o luego en el comedor para recargar nuestras municiones en la tarde. Era indudable que la confianza estaba en los rostros de los Industriales. Todo apuntaba que íbamos a quedar de primeros. Y claro que lo hicimos, pues teníamos a El Máquina.
Como guinda al pastel, mi primera jornada en los Industriales coincidía con la fecha de cobro. El comentario general era sobre cuánto necesitábamos que pagaran lo acumulado, y que no congelaran otra vez el dinero.
Hice la fila en la ventanilla. Todo ese inmenso grupo de gladiadores cansados, hambrientos y borrachos, no demoraron en formar más de 3 o 4 discusiones. Esperé con calma, tenía acumulada varias montas de vagones en el Tren y varios dobles turnos que darían alguito aceptable para mi primer mes. Calculaba al menos unos 30 dólares convertibles… pero solo me pagaron las montas y lo demás quedó acumulado hasta el próximo pago: Es mejor no llevar la cuenta y esperar tranquilo, fue el comentario general. Al menos es el trabajo indicado para eso, pensé, y luego con el tiempo aprendí que tirar sacos es una forma de vivir con la mente en blanco. Por increíble que parezca, te hace olvidar cualquier problema.
Se esperaba siempre con paciencia de monje en el parqueo, el transporte portuario que regresaba a cada quien a su suburbio. En días de cobro el ambiente estaba relajado, pues llevaban algún dinero en el bolsillo.
Yo había palabreado con El Máquina llegarme hasta su casa y probarme un par de botas que me iba a regalar. Mi módulo seguiría en espera quizá otro mes, según me habían dicho, ya que siempre se demoraba con los novatos.
Montamos en la guagua y no más arrancó, comenzó la rumba. Negros y blancos y mulatos y jabaos tocaban en los asientos plásticos de forma ensordecedora, y hasta parecía que con la música iban recuperando las fuerzas. En días de cobro siempre había fiesta, alcohol y putas. Y como si estuviera sincronizado en esa fecha del mes, se respiraba impaciencia mientras doblamos por una esquina cercana al hotel Saratoga. Ahí fue que me mostraron uno de los tantos claves para resolver. Y me asomé por la ventanilla para observarlas de a dos y de a tres esperando en los balcones.
Con un poco de imaginación, más el hambre de comida y sexo, casi podía sentir sus diferentes perfumes y sabores. Y cuando nos detuvimos en un semáforo, las chupa-chupas entre risas comenzaron a hacer señas. Todos los gladiadores sacamos nuestras cabezas por las ventanillas: “Ahorita les caemos”, gritaron varios. “Pero no den tanta muela y suban”, respondían ellas con las sayas extra cortas y las lycras y sus bollos bien marcados. Esas caras de putas fueron demasiado para algunos de los gladiadores, que al instante se sacaron sus pingas por las ventanillas y comenzaron a agitarlas al aire… “Con eso no van a hacer nada”, gritaban ellas… “Pero hombres… bajen…”, repetían sin cesar y la gente en la calle debían de hacerse los ciegos o los sordos.
—Como pierden tiempo estos locos —me dijo sonriente El Máquina.
La guagua continuó el camino. De repente El Máquina sacó la cabeza por la ventanilla y comenzó a mirar hacia atrás:
— ¡Eh!, ¿te embullaste, Máquina?
—¡Chofer, chofer, déjame aquí!
—¿Y qué hay de las botas?
—Bájate, seguimos a pie.
Tras bajarse, El Máquina se dirigió con apuro hacia un tipo en la esquina. Iba vestido con buenas ropas, pero muy sucias, caneca de ron en un bolsillo y dando los pasitos del borracho. Fui tras El Máquina a toda carrera, creyendo que era cosa de broncas o algo así…
—Carajo, Talibán, ¡así quería pillarte!
—¡Coño, Mayito! —le respondió, no recuerdo si antes o después de un fuerte abrazo.
—¿Qué está pasando, compadre?, regresa al Puerto, que aún me queda vida útil —le dijo con tono un tanto grave.
—Cojones, ¿de qué hablas, Mayito?
—Que tengo cáncer, hermano —susurró El Máquina, e intentó sonreír mientras me señalaba—. ¡Si hasta me tienen tirando sacos con este juvenil!
—¿El Máquina e’ pareja?, ¡te casaste con la fea! —me sonrió discreto el Talibán y después bajó un tanto la mirada.
Reanudaron el abrazo palmeándose fuerte en sus espaldas.
—No todos somos máquinas, Máquina —le escuché decir bajito mientras yo, por primera vez, comprendía algo importante.

Seudónimo: Charlie


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Comentarios

3 respuestas a ««Gladiadores» Cuento ganador del Concurso»

  1. Avatar de Edel Morales

    Muy bueno, creo haberlo escuchado o leído antes. Felicitaciones para Pedro Luis.

  2. Avatar de Reinier del Pino
    Reinier del Pino

    Muy buen cuento. Feliicidades por el premio.

  3. Avatar de Africa Prats
    Africa Prats

    No he estado nunca en el puerto. Pero supongo que ahora sí. Muchas gracias, Pedro

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