épicas del sur

El hijo de Elegguá

Por Mauricio Felipe Garay Quiñonez

Mi abuelo Gualajo nació el 13 febrero 1927. Se vestía los lunes con prendas rojas y negras, se fumaba un tabaco antes del amanecer y trazaba círculos y flechas en el suelo. Luego dejaba una totuma con miel y manteca de corozo sobre el altar del Abridor de caminos, Dueño de las 4 esquinas, le saludaba dando 3 toques en el suelo, le soplaba aguardiente y le dejaba un tabaco encendido junto a tres semillas de pimienta. Después colgaba una piñata tras la puerta y cantaba en dialecto congo sujetando los elekes de su cuello:

 Omi tuto, Ana tuto, Tuto okan, Tuto laroye, Tuto elei.

Después del café caminaba hasta su huerta a plantar plegarias verdes que elevaba hacia el cielo, con la mirada siempre puesta en la tierra.

Para garantizar una buena floración, mi abuelo, si era luna creciente, cargaba en su mochila siete pedacitos de coco, llaves de puertas, anzuelos, una trampa de ratón, un pequeño garabato de guayaba, y distintos juguetes de niño (bolitas, pitos, trompos, maracas).

Pero si la luna menguaba, guardaba en su mochila, para engordar las raíces, una concha de jicotea, monedas, piedras de mar y plumas de gallo, porque para el abuelo huerta y jardín eran sagrados, y siempre decía que la botánica era el arte de secar las plantas entre hojas de papel y de injuriarlas en griego y latín. 

Cuando el Ají se tornaba rojo y cuando florecían las berenjenas recordaba que los días del hombre son como las flores del campo que el viento desaparece con su lánguida caricia. Cuando el Aguacate sufría las inclemencias del verano comprendía que, al igual que los árboles, los seres humanos crecen hacia arriba, elevándose del suelo y buscando la luz, también hacia abajo, adentrándose en la oscuridad y echando raíces.

El abuelo Garabato, o Gualajo, así le decían sus vecinos, amaba su soledad, pues quería vivir entre la verde espesura para enfrentarse solo a los hechos esenciales del universo y ver si podía aprender lo que la vida tenía que enseñarle a través del devenir circular de la naturaleza. Cuando la brisa alborotaba las ramas, un leve aturdimiento le nublaba la conciencia. Se quedaba pasmado, debido a la taciturna fiesta del viento, olvidado de sí mismo, sintiendo en sus pulmones un aire inundado de penetrantes fragancias que atraían a los insectos polinizadores, sintiendo en la piel frenéticos zumbidos, sensuales cantos de aves que poblaban por momentos sus ardientes soledades, y vislumbraba en el barullo de alas la caricia de las verdades inevitables.

En sus años de pleno verdor fue mujeriego y poco casero, bohemio y muy hábil para trabajar pero poco escrupuloso. Le decían el rompemonte. Fue de esos habladores que pueden vender hasta lo imposible si se les deja hablar. Le gustaba la calle, el timo y las estafas políticas. Era un negrito guapo y bailarín, de esos que rasgan piedras con los pies.

Para él, el trabajo en el huerto conservaba cierto prestigio religioso, ya que ver crecer las plantas le producía una especie de horror delicioso, como una tranquilidad teñida de terror. 

Después de tantos años de trabajo en el campo, se hizo sabio y savia. Pudo realizar una compleja fotosíntesis filosófica para florecer por dentro, para adquirir la felicidad de necesitar muy poco y la sabiduría de nunca esperar nada. Por eso cantaba borracho un bolero que inventó:

Si quieres ser feliz un día, bebe un vaso de vino; si quieres ser feliz una semana, cásate; pero si quieres ser feliz toda tu vida, labra tu propio jardín.

Que algunas personas se empeñen en trabajar un trozo de tierra para volverlo un edén evidencia una necesidad de sosiego y equilibrio. Desgarrados entre su existencia mortal y su pretensión de permanencia, entre deseos de orden y miedo al caos, entre el imperio de su razón y el desorden avasallador de sus instintos, su único propósito, su razón de ser, es fundir arte y naturaleza creando la belleza que promete felicidad.
En sus días de melancolía, cuando las evocaciones de Valentina  inundaban su conciencia, el abuelo bebía mucha chicha, le arrancaba bluses a la armónica, y quemaba cogollos de maraca chafa.

Se sentaba en la hamaca de la sala a contemplar una foto color humo espeso donde ella parecía no haber muerto nunca, como si no fuera un retrato, sino que se estuviera asomando en una ventana, con sus ojos vivos observando todo en ese cuarto lleno de cosas muertas, un armario escueto donde duerme un gato, baúles que parecen ataúdes demasiado anchos, dos gaitas largas enfermas de silencio, sillones destrozados. Ese escenario había sido su reino. Ahí se habían trenzado los huesos del abuelo con la viejita seca que le daba agua de totumo y trocitos de alcanfor, para la tos, cuando llegaba oliendo a cuero y desdicha, con sus botas derrotadas y un sudor de caminos lejanos sobre las polainas y los hombros. La abuela era una pura emanación, no quería irse, este rancho decrepito era su imperio. Su rostro estático era un llamado, un embrujo que llegaba desde los árboles a sacudir las palmas del techo; una fuerza basta e ineludible dispuesta a mantener el ejercicio de su vigilia, decidida a seguir siendo, seguir durando, seguir inhalando mas allá de sus pulmones, su lengua, su saliva, sus huesos. La abuela Valentina, era dueña de la respiración nocturna de la casa que era como un cuerpo gigantesco que se nutria de la melancolía del abuelo bajo el follaje de los aguacates.

Garabato, para no revolcarse en su pasado, pasaba todo el día arando la tierra y preparando composta en un hueco descomponedor. Ayudando a las plantas a sostener sus frutos percibía la nostalgia de lo que una vez fue y de lo que nunca pudo ser. La pasión por construir su huerto se nutría tanto del afán de evadirse de la realidad, como del anhelo de regresar a la naturaleza.

En el plenilunio realizaba ofrendas al pie del palo “Indio encuero”, al que le ataba un pañuelo rojo a la mitad del tronco; le daba siete vueltas a la ceiba llevando dos velas encendidas, luego degollaba tres gallos blancos que aún no se habían apareado y liberaba los añejos bálsamos de la Khora y el Balafón.

Aquella era una ceremonia solemne en la huerta que se tragaba los rezos, como tierra reseca bebiendo lluvia de verano; al final, el rito ascendía hasta el mismo cielo, vertiendo la sangre donde se agarraban las salientes raíces de la Ceiba.

Para él, hundirse en su hamaca y ver crecer lo que plantaba era la fuente de gozo más genuina, porque entre las dos sílabas de la palabra Huerto cabían la inmensidad de sus sueños y frustraciones. 

Sí nuestras tentativas de retornar al paraíso están condenados al fracaso, el empeño de labrar la tierra es la única gloria que nos queda. Porque las plantas y los jardines culturan a la gente que cree cultivarlas a ellas. Nos muestran el humus de la vida mediante el placer soberbio de dirigir la naturaleza con vanas planificaciones que destilan lo absurdo de toda esperanza.

Mi abuelo ayunaba todos los 19 de diciembre y, antes del ocaso, sacrificaba un chivo negro del que únicamente se comía el corazón, regalaba el resto de la carne y preparaba el pellejo para cambiarle el cuero a su tambor litúrgico.

Tenía un vigilante oculto entre las matas de plátano: era una rustica escultura de madera de un Orisha del panteón Yoruba.
Osain Iroko es  la naturaleza misma y la energía de la farmacopea. En el ser humano está posesionado en la parte izquierda del cuerpo. Los conocimientos de Osain se utilizan para salvar la vida y alejar la muerte. Es médico, sabio y dueño de todos los secretos de la selva. Es conocedor de todas las plantas, animales y minerales. Es un Orisha adivino, dueño absoluto del monte y de las cosechas, cazador y gran conocedor de las propiedades mágicas de las hierbas. Se refugia en un palo de coco o de aguacate. Tiene un solo ojo, una sola pierna, un solo brazo hecho de ramas, una oreja grande para escuchar el tintineo de las estrellas, y una pequeña que es por la que escucha las plegarias.

Esta estatua, muy parecida a un espantapájaros, era la mediadora entre las fuerzas cósmicas y la savia telúrica que alimenta las raíces de las plantas, entre el cielo y la tierra, pues quien trabaja la tierra se convierte en aliado de la luz, pero ninguna planta crece sin pequeñas y turbias dosis de tinieblas .

 Para Gualajo, ofrendarle al agua, tributarle a los astros y cuidar vegetales era vincularse e intimar con la esencia oculta de la tierra que lo sostenía; labrar le permitía huir de sus oscuros remordimientos y olvidar, concentrándose en el presente, los errores que sitiaban su memoria.

Para recuperar fuerzas perdidas, eliminar malas energías que asedian el cuerpo y alejar las vibras negativas, mi abuelo realizaba, en luna nueva, un ritual de limpieza:

 Colocaba un coco seco, pintado de blanco, encima de un plato delante del altar de Eleguá o detrás de la puerta de la entrada de casa y  encendía velas rojas por tres días. Al tercer día, con el pie izquierdo o con una escoba, hacía rodar el coco por toda la casa, desde atrás para adelante, quemando tabaco y pidiéndole a Shangó que limpie su hogar de todo mal. Es primordial que el coco entre por la puerta trasera y salga por el frente. El coco no se puede tocar con las manos y se debe pasar, varias veces, por debajo de la cama.  Al día siguiente, Garabato dejaba el coco en una de las esquinas de un cruce de cuatro calles. Pero si creía que la energía recolectada en el coco era muy potente, debía romperlo sobre una tumba o arrojárselo a las aguas turbias del rio San Jorge.

Mi abuelo era capaz de escuchar la labor de las lombrices que agujerean el suelo bajo sus pies. Creía que los malos sentimientos eran como larvas famélicas que roen nuestro corazón. Mientras daba lombrices a los pollos y desgranaba maíz para las gallinas, decía: Nosotros criamos animales para cebarnos a nosotros, y nos cebamos a nosotros para engordar gusanos. Un rey gordo y un simple mendigo son idéntico bocado, dos platos para un mismo mantel.

En alguna parte había escuchado que existen miles de especies de lombrices de tierra, que ellas solas son casi el 70 por ciento del peso total de todos los animales que habitan el planeta, y se ocupan de regenerar la estructura del suelo con sus perseverantes excavaciones, remueven y perforan toneladas para garantizar aireación y porosidad, escarbando galerías que hacen posible la filtración de aguas y nutrientes, además de abrirle el paso a las raíces que penetran la tierra.

Garabato rumiaba mucho su propia muerte, cada día la alimentaba sin temores y regaba sus lágrimas sobre las gardenias de valentina. Siempre quiso emprender esa marcha sin retorno con serenidad y dignidad, en paz consigo mismo, pues sabía que morir tranquilo representa el mayor logro de la existencia. Es la prueba palmaria de que se ha vivido plenamente. Había demostrado el valor de protagonizar su propia peripecia vital, por lo que quería decir adiós a esta realidad sin tantos aspavientos y con estoica gratitud.

En su huerto aprendió que es tonto vivir como si no hubiera fecha de caducidad, o atemorizado ante la posibilidad de perecer. Abonando la tierra para sus coles, cebollas, begonias, dalias y gardenias lograba aliviar su angustiosa sensación de finitud; la perspectiva de convertirse en humus, bien sea porque sus cenizas sean diseminadas entre las aguas del río o porque sus sedimentos mortales lleguen hasta las tripas digestivas de gusanos hambrientos, este festín le resultaba de una consoladora y resignada belleza.

¿Qué paisaje final divisó cuando sus ojos se apagaron, qué flores olfateó después de que la última onda cerebral borró la superficie de su conciencia?

Mi abuelo se volvió polen, saltó la cerca de su patio y confirmó que el universo era un infinito jardín. La embriagadora fragancia de sus flores flotará largo tiempo en el silencio que se abra después de este punto final.

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