épicas del sur

Bolero Mustelier, Alberto Guerra Naranjo

Salud amables lectores del Café Naranjo, nuevamente retomamos las publicaciones de nuestro blog literario y esta vez a lo grande, a continuación publicamos el cuento «Bolero Mustelier», de Alberto Guerra Naranjo.

Nuestro mayor deseo que lo disfruten; no dejen de compartir en las redes sociales, los comentarios serán altamente apreciados.


BOLERO MUSTELIER

Alberto Guerra Naranjo


Su sueño de juventud fue integrar alguna vez el cuerpo de baile de Tropicana. Ella, Carola Mustelier, contaba con suficiente talento para haberlo logrado; y con voluntad de hierro, prestancia natural, hermoso cuerpo de mulata blanconaza de un metro setenta, y hasta con la preparación necesaria gracias a las clases particulares de Cundo Marín, el profesor más prestigioso de Marianao. Pero en la vida existían zonas demasiado ingratas con algunos sueños, y ver a la bailarina de mármol en la entrada de Tropicana, después de cuarenta años de ausencia, fue una buena razón para que se le aguaran los ojos dentro del Chevrolet. Un paraíso bajo las estrellas, se dijo, y de repente la golpeó el aire fresco de la mañana, salido de los árboles, como en sus buenos tiempos, y se imaginó bailando en el famoso cabaré como si fuera Amalia Aguilar, la bomba atómica, o como alguna de Las Mulatas de Fuego en plena efervescencia sobre el escenario, o como Joséphine Baker, la leyenda de la Danza Silvestre, fenómenos del movimiento erótico que arrancaban aplauso y deseo hasta en la mesa del más insensible. Imaginó, también, a los difíciles Santo Trafficante y Meyer Lansky aplaudiendo desde un sitio oscuro en el salón; a las coristas levantando al unísono sus bellas piernas; imaginó las luces de colores inundando el escenario, las botellas de champán regando espuma al destaparse, las de Bacardí, las de cerveza Polar; imaginó a la orquesta contagiando a todos con el mambo espectáculo de Pérez Prado, la algarabía de los bailadores, los rostros de los borrachos yanquis, los abanicos de las mujeres en acción, las guayaberas, el sudor marcándose en las axilas, los señores de alcurnia en trajes a pesar del calor que azotaba sin misericordia, el movimiento general, la risa colectiva, el baile eufórico, la fiesta intensa en Tropicana, un paraíso bajo las estrellas. Logró salir del carro con dificultad; primero el bastón, después una pierna, la otra, Despacio, tenemos todo el tiempo, Carola, le dijeron, la ayudaron, la mimaron, con un exceso de dulzura que ella encontró sospechoso, pero para no desentonar se mantuvo en su papel de viejita dócil, como si el proceso que se tramitaba con su cuerpo resultara inevitable. Quien lo iba a pensar, carajo, yo era la belleza en persona y ahora parezco un guiñapo, se dijo, cuando estuvo delante del cartel enorme que anunciaba el sitio donde soñó por años, y ya no pudo más, se echó a llorar a lágrima viva sobre el hombro de Hidalgo Sarmiento, su amigo de juventud, quien también compartía el sueño de integrar alguna vez aquel selecto cuerpo de baile, y ahora equilibraba a duras penas su propio cuerpo y el de ella, para no caer de nalgas en el pavimento. Ambos, por suerte, fueron atendidos de urgencia por Yosvany, un nieto de Hidalgo que a tiempo evitó la caída, pero a regañadientes, Ahora estoy complicado, mi cielo, eso yo lo resuelvo, no te preocupes, así decía con el móvil pegado a la oreja, lamentando no poder encontrarse, como tenía previsto, con la mujer que lo desquiciaba desde hacía meses y que en pocas horas se iría de viaje, tal vez para siempre, sin que al menos pudieran despedirse a lo grande, en alguna habitación alquilada, desnudos y con cervezas, llorosos y pensativos, amantes y calculadores, como ambos merecían. Después de impedir el resbalón de los viejos, Yosvany se sintió desgraciado, molesto con la vida, bajo presión, no solo por querer estar en otra parte, sino porque poco faltó para que el costoso móvil también cayera al pavimento. Debía servirles de chofer a tiempo completo, si quería tener el carro a tiempo completo después, Solo por hoy, que quede claro, así le había dicho a su padre, quien hundido en un sillón, frente al televisor y lejos de tomarlo en serio, le advirtió que también, entre otras cosas, debía impedir accidentes como ese, por causa de alguna emoción inesperada. Hacía más de cuarenta años que Carola Mustelier no venía por Tropicana ni por su Marianao querido; llevaba más de cuarenta años viviendo fuera del país, siempre con el deseo de regresar pospuesto, por una u otra razón, hasta que las cosas cambiaron cuando uno de sus nietos le contó que se estaba comunicando por Facebook con un habanero, cuyo familiar, años antes, había trabajado en Tropicana. Hazme un favor, pregúntale más a ver si lo conozco, pidió ella y después de varios intercambios de mensajes electrónicos, se enteró, como si no pudiera creerlo, Mira qué cosas tiene la vida, Dios mío, que el muchacho cubano era nieto de Hidalgo Sarmiento, su novio de juventud, y a partir de entonces, restablecido el contacto, ya tuvo suficiente motivo para el viaje. Lo primero que pidió a Hidalgo fue que nada más pisara La Habana alquilarían un carro, como en los viejos tiempos, para juntos hacer un recorrido, quizás el último de sus vidas, por los lugares en que alguna vez se sintieron jovencitos cargados de sueños y ahora estaban allí, en Tropicana, el sitio donde ambos habían trabajado, amado, sufrido y aprendido desde los años cincuenta. Hidalgo era uno de los parqueadores que alcanzaba autos de último modelo a sus dueños o indicaba a los choferes el espacio donde acomodarlos, siempre con el deseo de ser quien alzara a una de aquellas despampanantes coristas en el escenario, y luego a otra, y a otra, sin que se notara esfuerzo físico alguno, solo elasticidad y destreza, ejercitación y movimiento, energía y voluntad de hierro, tal como lo exigía en sus clases el profesor Cundo Marín, mientras a lo lejos, tal vez, sentía la encantadora voz del negro Nat King Cole, en traje blanco, con el pelo desrizado y brilloso. Carola Mustelier, en cambio, como camarera atareada ante tantos clientes de clase alta, recorría mesas con bandejas y platos, mientras admiraba a Bebo Valdés frente a la orquesta, contaminando el ambiente con su ritmo batanga, como enorme Caballón de dotes musicales y de conquistador de faldas, que no perdía un minuto para regalarle flores, ofrecer algún piropo preciso o invitarla a dar una vueltecita por ahí, cuando terminaran, Nena, por tu madre, no me digas que no. Vueltecita que jamás dimos, yo era una mujer decente, aunque las malas lenguas afirmaran lo contrario, que quede claro. Ah, pero en la vida existían zonas demasiado ingratas con algunos sueños, y por más que intentó poner a pruebas la fuerza de su baile en las convocatorias, por mucho que gestionó con personajes influyentes, por más que fuera elogiada en las clases particulares de Cundo Marín delante de todos los discípulos, por mucho que deseó que faltara alguna bailarina en el momento de comenzar el espectáculo y que alguien la llamara de urgencia como en las películas; por más que se imaginó en el escenario moviéndose al ritmo ensayado por las coristas, bajo el mando del gran Rodney Niera, el más exigente e imaginativo coreógrafo del mundo y el más triste también por sus defectos, que la hubiera convertido en estrella de haberlo deseado, Dios mío; por mucho que visitara a su padrino Angelito, el mejor santero de Marianao, y escuchara atenta su dictamen sobre cómo obtener éxito en la vida, por más que atendiera la voz de un taita esclavo encarnado en el propio Angelito, e intentara cumplir al pie de la letra aquel dictamen; por más que echara con sumo cuidado los debidos polvos religiosos en las esquinas del salón, en el baño de las coristas y hasta en los camerinos, Carola Mustelier, la mulata blanconaza de salir, con tan buena figura como ellas, incluso más fina y con clase, Sin nada que envidiarles, tú, jamás contó con una mínima oportunidad de demostrarse, de progresar un poco con la gracia de su baile, y eso era triste, demasiado triste. Esta noche bailamos aquí, dijo Carola Mustelier, con los recuerdos forcejeando un buen lugar en su memoria, e Hidalgo aceptó la idea moviendo afirmativo la cabeza. Solo por hoy, que quede claro, fue la frase que Yosvany repitió a su padre antes de iniciar aquel extraño recorrido, con dos viejos hablando de tiempos de antes en el asiento de atrás, y allí estaba, en Tropicana, recostado al Chevrolet, escuchando peroratas de una vieja emocionada al máximo, con planes de regresar en la noche y con intenciones de llegarse ahora mismo a las Playas de Marianao, como si él, Yosvany Sarmiento, no tuviera vida propia, carajo, asuntos urgentes que resolver, tal vez el último contacto con Yuneisy, la nena que lo desquiciaba y que para colmo de las coincidencias en pocas horas iba a largarse al mismo lugar de donde había regresado Carola Mustelier, a Miami. Lo primero que hizo Yosvany aquella mañana fue pasar un trapo húmedo al Chevrolet antes de llegarse a San Rafael, el asilo de ancianos donde vivía su abuelo. Esperó a que Hidalgo, con ayuda de una enfermera, comprobara el buen funcionamiento de su marcapasos, se cambiara con calma de viejo el pijama de dormir, se vistiera con su guayabera de los años sesenta, el pantalón 6 de gabardina, la gorra a cuadros, los zapatos de dos tonos, se colocara ante el espejo sus dos planchas de dientes postizos, estuviera seguro de haber traído sus pastillas en una jabita de nylon, repartiera besos de viejo caliente a las trabajadoras jóvenes que lo celebraban, se despidiera de sus amiguetes de asilo con la solemnidad de tipo que revive viejos tiempos (amiguetes que desde la mesa de dominó le desearon éxito en su visita a Tropicana) y mientras Yosvany decía por el móvil, eso yo lo resuelvo, mi amor, no te preocupes, lo acompañó al Chevrolet, esperó a que se sentara despacio, sin apuros, que calmara sus nervios de ex novio repleto de recuerdos inútiles y le mostrara el papelito con la dirección donde se alquilaba la anciana. Ah, qué tiempos aquellos, dijo Hidalgo, parece mentira que estemos aquí. Entraron solemnes en el Arcos de Cristal, uno de los salones más originales que se hubieran construido jamás, y el viejo, ganado por la nostalgia, cerró los ojos, suspiró, y pudo ver a La Señora Sentimiento, Elena Burke, gorda y poderosa detrás de un micrófono, mientras la multitud aplaudía con delirio una de sus rotundas canciones de desamor. Pero como si no bastara, la memoria le permitió representar buena parte de las estrellas que habían actuado en aquel paraíso y apareció la enérgica Moraima Secada, con su peluca a punto de caer, mientras cantaba, Ese que está ahí, es el culpable de toda mi agonía. Aparecieron, además, el puertorriqueño Cheo Feliciano; el chileno Lucho Gatica; la argentina de tango amable y de tantas películas, Libertad Lamarque; la fogosa, rítmica y fuera de serie Rita Montaner, acompañada al piano por el gran Bola de Nieve, quien mostraba los dientes blanquísimos al público y se sentía como artista de alto vuelo; la excelente sonera Celia Cruz y el imprescindible Benny Moré, sobre sus zapatos de dos tonos, de movimientos únicos dentro de sus bataolas, para cantarle a Marianao, qué lindo eres, como nadie lo había hecho jamás.


Por su parte, Carola Mustelier también había cerrado los ojos y pudo verse en plena madrugada, al finalizar el espectáculo, cuando ya no quedaban clientes, si acaso algún yanqui borracho que como alma en pena todavía deambulaba con su vaso de ron, y ellos, el enorme personal de servicio, recogían mesas, doblaban manteles, levantaban sillas, fregaban montones de cubiertos y platos, barrían los restos de la noche, echaban agua con manguera al por mayor, y comentaban o chismeaban sobre las actuaciones de las estrellas invitadas, o sobre cualquier acontecimiento de turno.


Podían comentar con cuidado sobre la vida íntima de Martín Fox, el dueño del inmenso cabaré, quien de guajiro pobre en Ciego de Ávila, vendedor de viandas en un carricoche ambulante, había llegado a La Habana a ganarse la vida como jugador de bolita, trampeando a los incautos que encontraba; había comprado Tropicana al empresario Víctor de Correa, bajo la presión de una deuda de noventa y dos mil pesos, después de desafiarlo a cojones para que se largara, ametralladora en mano, jugándoselo todo con esa carta de sangre;
había extraído del Sans Souci al Mago Rodney para que se luciera como coreógrafo; había modificado aquel espacio sin cortar un solo árbol, con ayuda del buen arquitecto Max Borges, quien hizo maravillas como el salón Arcos de Cristal; había sorteado, como pocos empresarios, las presiones de tipos tan peligrosos como Los tigres de Masferrer; había duplicado el sueldo de Nat King Cole, a veinte mil pesos, debido a su calidad y a su éxito de público, una consideración que, entre otras, hizo confesar al gran músico, cierta noche en la

barra, que le gustaba Cuba porque aquí lo trataban como a un blanco; había dejado de ser en pocos años el guajiro Martín Fox para convertirse en un personaje de leyenda, dueño del mejor espectáculo que existía sobre la tierra y del mejor cabaré, siempre rodeado de estrellas, con millones de pesos en su caja fuerte y mucho glamour.
Podían comentar con más cuidado aún sobre la lepra que azotaba al pobre Rodney Niera, tan apasionado, tan buen artista, tan cariñoso, tan exigente, coreógrafos como él, que combinaran danza de primera, sexo y erotismo de buen gusto, no existían en ninguna parte del mundo, y pruebas había de sobras para demostrarlo, ¿alguien podía mencionar espectáculos con más éxito que Vudú Ritual, Ritmo y Color, Mayombe, Carnaval Carioca, Copacabana, o Tambó?, ¿alguien podría afirmar que Montmartre o Sans Souci eran cabarés superiores a Tropicana desde que Roderico Niera, El Mago Rodney, había asumido el reto de los trabajos coreográficos? Ah, pero las recaídas por su enfermedad a veces lo alejaban del escenario, sus amores imposibles de varón lo deprimían demasiado y esos guantes puestos todo el tiempo para disimular la lepra, lo convertían en el personaje más triste de toda Tropicana, tú. Podían comentar sobre el escándalo aquel donde el negro Nat King Cole cantaba El manisero, encandilando a todas las mujeres sin excepción, incluida la esposa de un alto oficial batistiano que no pudo más y se puso de pie, Si me lo pintan de blanco doy un millón de pesos por acostarme con él, gritó y todos los clientes de clase alta murieron de risa, menos el marido que, indignado, con la cara roja como un tomate, logró sentarla y la señora se compuso, pero poco después volvió a levantarse, eufórica, para gritar más alto, Ni me lo pinten de nada, tráiganmelo así mismo, carajo, mientras el oficial, abochornado, entre risa y murmullo, la sacaba a rastras del paraíso y Nat King Cole continuaba en su canción de El manisero, sin comprender una sola palabra. Ellos, los trabajadores, comentaban, chismeaban, reían, pero dejaban los salones impecables, listos para la próxima vez, bajo la mirada escrutadora del exigente Tilín, un sobrino de Rodney Niera que había venido a abrirse paso en La Habana, y era el Jefe de Servicio, quien no dejaba un segundo de piropear a la bella Carola Mustelier, aunque supiera que a la salida, en el parqueo, Hidalgo, su novio celoso, siempre esperaba para acompañarla. Cierta madrugada, cuando apenas había un alma en la calle, minutos antes de haberse escuchado un petardo y algunos disparos, Párense ahí, cojones, una patrulla de policía los detuvo junto al Lido. Ellos comentaban que cuando coincidieran sus días francos vendrían a ver Nido de ratas, con Marlon Brando, pero dejaron de caminar de inmediato, apretaron sus manos muertos de pánico, esperaron a que saliera de la oscuridad un gordo de uniforme apretadísimo, mocho de tabaco en la boca y una Thompson en la mano. ¿A ver si me explican qué hacen despiertos a esta hora?, fue la primera pregunta que escucharon e Hidalgo, tartamudo, nervioso, como si estuviera en una prueba de fuego, respondió, Nosotros trabajamos en Tropicana, señor, mientras otro policía con Thompson, también salido de la oscuridad, le sonó un culatazo en la espalda. El joven Hidalgo cayó junto al muro del cine sin tiempo para tocarse el dolor y Carola Mustelier soltó un grito de espanto, como si implorara la aparición de algo que intercediera por ellos en la madrugada. ¿Así que trabajan en Tropicana?, el gordo continuó con sus interrogantes, ¿Y entonces, quién coño explotó ese petardo si por aquí no hay un alma, a ver?, Nosotros no fuimos, señor, suplicó Carola y el gordo, calibrador, entusiasta, goloso, la empujó contra el muro del cine, abrió sus piernas con una de sus piernas, Deja ver si andan armados, partía de cabrones, dijo, mientras palpó despacio, de abajo arriba, de arriba abajo, en pleno recorrido registró cada resquicio del cuerpo, cada curva, con su aliento de policía pegado al cuello de tan linda mujer, cinturita de avispa extraviada en la noche, tetas a gusto dentro del ajustador, nalgas salientes y duras como de bailarina intensa, mulata blanconaza aparecida en plena madrugada, después de haber sonado un petardo en Marianao, A ver, ¿cómo me explican esto, partía de cabrones?, erección de pinga de policía a la vista de Hidalgo en el suelo, muerto de dolor por culatazo inesperado, muerto de asco por lo que ese gordo estaba haciendo, muerto de miedo por el próximo golpe que pudieran propinarle. Una lágrima, apenas perceptible en aquella oscuridad, comenzó a descender por su mejilla, como mismo descendía la mano intrusa en su novia e Hidalgo tuvo ganas de morir allí mismo, pero no pronunció una palabra, alguna frase que pudiera salvar su autoestima, reivindicarlo como hombre ante Carola Mustelier, aunque perdiera la vida de un balazo. Al General nadie lo tumba con petarditos, carajo, dijo el otro policía con la boca de la Thompson en la boca de Hidalgo Sarmiento, Que griten Viva Batista y se vayan, pidió el gordo, todavía amasador, deleitado, más goloso, con su mano en la nalga de Carola Mustelier, pero el otro dijo, No, aunque griten lo que quieran, a éste me lo llevo para la Quinta Estación. ¿Te acuerdas del Salón Mambí?, preguntó ella e Hidalgo volvió a afirmar con un movimiento de cabeza. Ay, El Mambí, dijo el viejo, qué manera de gozar en El Mambí.

Afloraron en sus memorias y también en sus bocas, a veces interrumpiéndose para situar primero la orquesta de su preferencia, temas famosos, coritos, canciones con las que pudieron bailar hasta el delirio en aquellos únicos e irrepetibles primeros tiempos del Salón Mambí. Recordaron la voz ronquísima de Pello el Afrokán, acompañado por sus rubias despampanantes, una a la derecha, otra a su izquierda, que se movían sabroso, como negras de solar, al ritmo de una enorme orquesta detrás, con María Caracoles, o con Mozambique, bajo un tumbao sencillo que provocó furor en los sesenta y que ahora, gracias al tarareo de Hidaldo, a sus palmadas rítmicas, hizo que Carola Mustelier soltara de golpe el bastón, para moverse amplia, sin complejos, delante del personal que organizaba mesas, y pronto la palmada colectiva de aquellos trabajadores se fue incorporando, y los jóvenes bailaron con los viejos, como si un encuentro así desde siempre estuviera destinado, a golpe de música y de recuerdos, con un goce rico, auténtico, visceral, entre dos generaciones tan distantes, tan distintas. A Yosvany le parecía increíble el alboroto que habían logrado esos dos en Tropicana, y así le contaba a su padre con el móvil pegado en la oreja, mientras iban por 5ta avenida rumbo a Las Playas de Marianao. Son candela, papá, decía Yosvany, muerto de risa, como si aún no pudiera creerlo, y Carola Mustelier e Hidalgo Sarmiento, con los ojos aguados por la felicidad, apretaron sus manos como mismo hacían de novios a finales de los años cincuenta. Almorzaron en El Palenque, invitados por Carola Mustelier, quien con la barbilla sobre las palmas de sus manos, tal vez agotada de tanto baile, recordó que las orquestas que tocaban en los clubes de Las Playas de Marianao, eran exclusivas y de público selecto, pero todo lo contrario ocurría a unos metros de allí, justo entre las calles 112 y 120, sobre la mismísima 5ta avenida, donde había un sinnúmero de puestos de fritas, bares y cantinas de mala muerte, repletas de orquestas tan buenas como las de los clubes, que tocaban para un público de blancos pobres, negros y mulatos, con El chori como líder indiscutible, amenizando las noches de La Habana, al punto de que un periodista escribió en el New York Times que quien no visitara Las Playas de Marianao a ver a El Chori, no había visitado La Habana, lo que hizo a Marlon Brando ir directo a deleitarse con el timbalero más original que existía, antes de pasar por Tropicana, y verlo con su grupo de pailas, bongós, tambores, botellas con agua a distintos niveles para sacarles sonidos distintos, junto a su vaso repleto de ron. Yosvany, apelando a un último recurso, interrumpió para contar su asunto de urgencia con Yuneisy, dijo que la muchacha se había casado con un arquitecto francés y en la madrugada se iría a vivir para siempre a Miami, donde un viejo la esperaba con dinero, casa y carro, como garantía rotunda de la felicidad, pero ellos, Yuneisy y Yosvany, necesitaban despedirse como se debía en esos casos, Abuelo, dame un par de horitas, por favor, terminó diciendo y Carola Mustelier, emocionada, dijo que ella, como pocas mujeres, comprendía sobre asuntos de despedida y de regresos después de cuarenta años, Aprovecha la tarde, muchacho, concluyó, y si pueden, en la noche los invito a Tropicana. En Tropicana Carola se puso de pie, acomodó el bastón a un lado y pidió a Hidalgo que la acompañara, Yosvany y Yuneisy también lo hicieron y las dos parejas fueron a bailar en la pista con Necesito una amiga, el bolero que cantaba Isaac Delgado. No solo ellos abandonaron sus mesas, la mayoría de los clientes del Paraíso bajo las Estrellas estuvieron dispuestos a bailarlo despacio, con la suavidad que indicaba ese bolero. Hidalgo, emocionado, dio las gracias a Carola Mustelier por permitirle vivir otra vez los viejos tiempos, Parecía que íbamos a casarnos sin problemas, dijo, y envejecer bailando en una de esas casitas lindas de Marianao. Carola entonces se detuvo y en el medio del baile dijo, Quien tiene que agradecerte soy yo, Hidalgo, más que volver a Tropicana solo vine a pedirte perdón, y el viejo, dichoso por estar allí, detenido junto a quien fuera la mujer de sus sueños mientras decenas de parejas bailaban, la miró sonriente, pero sin entender la frase en su sentido completo. Acompáñame afuera, por favor, dijo Carola, necesito tomar aire, contarte algunas cosas. Los árboles de Tropicana cumplían a gusto su papel, permitiendo que la noche fuera menos calurosa para Hidalgo y Carola, quienes apartados del baile y de las mesas, necesitaban conversar sobre asuntos de antes, aunque estuvieran vigilados de cerca por Yuneisy y Yosvany, quienes por una parte deseaban cuidarlos y por la otra bailar hasta el agotamiento en su última noche, con la orquesta de Isaac Delgado que para colmo tocaba Quiéreme mucho, dulce amor mío, que amante siempre te esperaré, como para complicar las cosas. Después del suceso con los policías junto al cine Lido, Hidalgo, amenazado de muerte, tuvo que abandonar el trabajo en Tropicana, esconderse en una finca en Pinar del Río, donde tenía familia, y olvidarse de regresar por buen tiempo. Con el dinero de sus ahorros para casarse con Carola, terminó por comprar el Chevrolet que ahora manejaba Yosvany, y que antes manejó su hijo, cuando se decepcionó del mundo y le dio por tomar demasiado. Decidió ser taxista de piquera, establecerse para siempre por allá. Parecía un alma en pena manejando a cualquier hora por las maltrechas carreteras de Pinar del Río, con una botella de Matusalén al alcance, y hasta comenzó a conspirar de buena gana contra el gobierno. Seis meses después, por suerte, Batista abandonó el poder, triunfó la Revolución, entraron los barbudos por el oriente de La Habana y él lo hizo por el oeste junto a una hermosa pinareña, más por despecho con Carola que por su amor completo hacia su nueva novia, y cuando se enteró que estaba andando el proceso para confiscar Tropicana, él mismo fue uno de los milicianos que solicitó con gusto participar en el inventario, plato por plato, mantel por mantel, cuchara por cuchara, más por un odio inmenso hacia Tilín Niera, que por cualquier otro asunto, pues se había enterado en una revista que compró en Pinar del Río y que leyó miles de veces junto a varias botellas de ron, lo mismo en la finca que en cualquier fonda de paso, como si no pudiera creerlo, madre mía, que Carola Mustelier, la mujer de sus sueños, y el maldito Jefe de Servicio, pinareño también, mira qué cosas, habían hecho una boda sonadísima, justo dos meses después de los sucesos del cine Lido. Antes de morir de viejo, Tilín me lo contó todo, dijo ella. ¿Qué cosa?, dijo él. Tilín Niera esperó a que la parejita avanzara unas cuadras, que estuvieran más allá de La Liga contra La Ceguera, pasaran la gasolinera de 41, se acercaran a la cuadra del cine Lido, donde ponían Nido de ratas con Marlon Brando, mira qué cosas, y cuando lo creyó oportuno bajó del carro, miró a los lados para cerciorarse de que no había un alma en la calle y lanzó el petardo, luego sonó dos disparos, volvió a sentarse y esperó a que los patrulleros, tal como habían convenido por cuatrocientos pesos, hicieran lo suyo. Cuando el gordo, amasador, deleitado, goloso, con su mano en la nalga de Carola Mustelier, dijera, Que griten Viva Batista y se van, el otro debía refutarlo, decir, No, aunque griten lo que quieran, a éste me lo llevo para la Quinta Estación, entonces el pobre diablo de Hidalgo se cagaría de susto y en ese instante, justo después de esa frase, como caído del cielo, en respuesta al grito de súplica de Carola Mustelier, un Cadillac frenó en seco, y por la ventanilla apareció la cabeza salvadora de Tilín Niera, Buenas noches, dijo, ¿pasó algo con los muchachos, sargento?
Vamos, Carola, necesito bailar un poco más, dijo Hidalgo medio triste, cabizbajo, como si buscara el punto donde cambiaron las cosas aquella madrugada junto al cine Lido y cerró los ojos para borrar la aparición de los policías, el petardo y los disparos, el culatazo, las amenazas de muerte, el miedo aterrador de aquella noche, los pantalones orinados por el susto, su inobjetable cobardía, su prestigio de varón hecho trizas, la escapada hacia Pinar del Río, la boda de Carola con Tilín, la soledad en el campo, sus comatosas borracheras y todos los años que siguieron hasta ese último encuentro, pero le resultó imposible. Ella, por su parte, sintió el aire fresco de la noche en Tropicana, rincón enorme de tantas nostalgias, miró a los árboles, apretó la mano del viejo con delicadeza y suspiró, como si comprendiera que en la vida existían zonas demasiado ingratas con algunos sueños, y que a los dos, esa noche, les vendría bien otro bolero.


Alberto Guerra Naranjo nació en La Habana en 1963. Es Licenciado en Educación, especialidad Historia y Ciencias Sociales, promotor cultural, profesor de humanidades, de guiones audiovisuales y de Escritura Creativa.

Cuentos suyos aparecen en revistas y antologías junto a cuentos de Navokov, Tarkovsky, Carpentier, García Márquez, Rulfo, Borges y otros. Varios de sus textos han sido traducidos a idiomas como el inglés, portugués, francés, italiano, alemán, danés, checo, croata y chino mandarín.

Ha publicado varios libros de ficción entre los que destaca su novela La soledad del tiempo, que cuenta con 4 ediciones y su novela Los conjurados (editorial Malpaso, Barcelona, España, 2022).

Es el único escritor cubano que ha obtenido dos veces el importante premio nacional de cuentos convocado por la revista La Gaceta de Cuba, en 1997 y en 1999. En 2018 obtuvo el Premio Internacional de Relatos Cortos sobre Discapacidad en Valladolid con su cuento Miserias del reloj y el Premio Internacional de Cuentos José Nogales con El pianista del cine mudo, ambos en España. Con el audiovisual de su cuento Los heraldos negros, donde fue guionista, obtuvo el Premio Internacional Broad Casting Caribe, 2012.


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