épicas del sur

Stalin: La ley soy yo – lectura





Prólogo

Agarré al bodeguero por el cuello de la camisa. Su cuerpo mantecoso y sudado se deslizó sobre el mostrador, y a pesar de repugnarme, acerqué nuestras caras para no alzar la voz. 
         —¿Dices que ya se te acabó el azúcar? 
         El tipo era adicto a robarnos gramo a gramo los productos de la libreta. Ese era su negocio y todos lo sabíamos. Me miró con miedo, mucho miedo. Eso mejoró mi ánimo a pesar de la resaca que me descuartizaba. 
         —Ya se acabó toda, te lo juro —tartamudeó. 
         Acerqué su cara aún más. De reojo noté a una viejita y a una madre con su hijo. Esperaban pacientes a que yo terminara de apretarle las tuercas al bodeguero. 
         —Tus ganancias ilícitas quedan confiscadas —sentencié. 
         El bodeguero, en un temblor, me tendió un puñado de billetes arrugados. Los agarré y desaparecieron en el bolsillo
de mi chaqueta de cuero. Con eso ya era posible resolver algún trago de ron mañanero para matar el ratoncito. 
         La viejita se me acercó y dijo:
         —Pregúntele si le queda arroz.
         Miré al bodeguero y solo alcé las cejas.
         Él asintió.
         —Si les cobras un peso de más, prepárate —gruñí 
antes de soltarlo.
         Al alejarme noté que los ojos de ambas mujeres me 
escoltaban a modo de despedida, pero me fue imposible precisar si era con miedo o admiración. 
         El sol apenas asomaba por encima de las paredes y ya el calor era asfixiante, con amenaza de lluvia en la tarde y mosquitos toda la noche. Saqué mi pañuelo para quitarme el sudor de mi cara, y maldije por no haber agarrado al menos un pomito de agua antes de salir a la calle. 
         Los revendedores, con sus gestos de doble y triple sentido, emigraban huyéndole al sol en sus puntos de venta, repletos de productos a sobre precio de la shopping y otros abortos de la maltrecha economía cubana: café con chícharos, champú adulterado con lavavajilla, cuartos y muslos de Dios sabe qué y carnes de podrida dulzura, que en ningún caso reemplazaban mi urgente necesidad de encontrar azúcar. 
         Tres cuadras más allá me esperaba la próxima bodega. Desde lejos pude ver que no había cola alguna, solo un bodeguero malhumorado, e intuyendo de antemano la respuesta, pregunté: 
         —¿Tienes azúcar? 
         El calor, el polvo y el tiempo, aquellos tres sabuesos infernales, me devoraban a grandes mordiscos y me sentía demasiado flojo para repetir el espectáculo anterior.
Ya andaba bastante lejos de mi casa en la calle Barcelona, más allá de Monte. Calculé la distancia hasta la siguiente bodega, si era sensato probar suerte o si era mejor abortar la empresa. Coño, justo cuando más necesitaba un vaso de agua con azúcar para paliar aquella resaca de mierda, ¡y se escondía la muy cabrona! Por un instante consideré la hazaña aún más desesperada de luchar algún analgésico en una farmacia, pero al momento deseché la idea: en la Habana de hoy es más fácil comer faisán que conseguir aspirinas. Estaba pensando en algún método de suicidio medieval cuando un grito me sacó de mis contemplaciones.
         —¡Stalin!
         Al volverme vi a un personaje rechoncho con ropa femenil, que desprendió una mueca sensual por sus bembas inyectadas de silicona: Marlon Mariano, un pillo que, entre otros diversos oficios, era santero especializado en turistas y sus asuntos de amor. Demasiado tarde para fingir no haberlo visto, no me quedó más remedio que resignarme y saludar:
         —Qué vuelta, Marlon.
         —Te veo un poco desmejorado —el personaje inclinó la cabeza hacia un lado con preocupación—. ¿Qué te pasa?
         —Necesito azúcar.
         La sonrisa se volvió descarada y Marlon Mariano, a quien apenas una semana atrás había sacado de un buen lío en pleno Paseo del Prado, soltó con sorna:
         —Tremenda resaca, niño.
         Ni me molesté en responderle pues mis ojos hablaban por sí solos. El tránsfuga me cogió por el brazo y empezó a arrastrarme en plena calle.
         —¡Ven, que yo tengo!
         —No hace falta, yo resuelvo... —traté de liberarme con discreción, pero Marlon me agarró con más fuerza. 
         —¿Que no...? Te debo una grande y lo mínimo que puedo hacer por ti es darte un poquito de dulzura, pipo. Mi suerte estaba echada. Caminé bajo el sol implacable a remolque de aquel pájaro viejo a quien había librado del peligro de las uñas largas y afiladas de su contrincante: un furioso travesti que le había vendido tabaco en vez de marihuana al extranjero de turno, sometido bajo la tutela espiritual de Marlon Mariano.
         —Qué yuma más pesa’o —se acaloró, como si solo hubieran pasado minutos desde el incidente—. En vez de aceptar que le cogieron la baja, empezó reclamar sus veinte fulas de mierda, como si fueran una fortuna en su maldito Frankfurt.
         —Tranqui —intenté calmarlo, pues su voz chillona amplificaba mi dolor de cabeza—. Tú sabes que esa gente camina con los codos.
         Se había formado aquella pelea por un poco de marihuana falsa, ya que el yuma en cuestión, un rapero alemán con diente de oro y bíceps bien entrenados, se creyó un tipo experimentado en cualquier submundo, y fue lo bastante imbécil como para intentar redimir su dolor de teutón estafado por una mariquita cubana. ¡Que se joda, coño! Se lo ganó y bien ganado por subestimarnos. No sería aquella la primera ni la última vez que el más humilde de los cubanitos se la aplicaba al más pillo de los extranjeros.
         Al travesti lo había mandado p’al carajo. El tabaco que estaba vendiendo como marihuana era el de la bodega, y al alemán con su diente de oro le hice una advertencia, que después de mucho parlotear por fin logré que le entrara en su cabeza rapada y durísima.
         El caso era que Marlon Mariano me debía un favor, porque cualquiera de mis colegas policías hubiera metido preso a ambos por jinetear a un yuma... y ahora el amable samaritano buscaba pagarme dicha deuda al cambio más bajo posible, pero un vaso de agua con azúcar en ese momento era demasiado precioso para protestar por ello.
         Bajamos Águila, doblamos por Gloria y en la cuadra siguiente entramos a un solar, perseguidos desde las sombras por miradas y susurros.
         Marlon Mariano sacó una llave y exclamó: 
         —¡Hogar, dulce hogar!
         Abrió la puerta y entramos. Era un apartamento minúsculo. La barbacoa que lo reducía a la mitad de su altura, apenas me permitió quedarme de pie. La pared del fondo era dominada por los santos, adornados por unas flores marchitas.
         —Te haré una consulta —anunció mi anfitrión, magnánimo, mientras en su diminuta cocinita mezclaba dentro de un vaso de agua una generosa cantidad de azúcar.
         —No creo en esas cosas.
         —¿Entonces qué tienes que perder? —me tendió el vaso.        
         Bebí todo de golpe y enseguida disminuyeron los
mareos. Sin embargo, mi cabeza aún parecía machacada por un taladro.
         Marlon Mariano puso otro vaso de agua en el piso, a su lado extendió una estera, se sentó en ella y encendió una vela. 
         Luego me indicó una silla.
         —Tráela p’acá.
         Dudé un instante. Pero cuando me insistió con señas impacientes, decidí que obedecer era la mejor forma para salir de todo lo más rápido posible.
         Cogí la silla y me senté delante de él.
          —Quítate los zapatos —me dijo.
         Lo miré sentado allí abajo en su estera, sin moverme ni decir palabra alguna. Ningún maricón me iba a hacer quitar los zapatos en la sala de su casa. Él entendió.
         —Cómo quieras —suspiró antes de agarrar un lápiz para aplicarme su interrogatorio:
         —Nombre completo.
         —Anderson Petróvich Komarov Felix.
         De nuevo su boca mostró esa sonrisa demasiado dulce. 
         —Ay, mi Stalin, no sabía que eras ruso-haitiano. 
         Aborrezco que me recuerden que el planeta entero
es tierra de nadie para alguien con esta mezcla, ni hablar del apodo que por culpa de ella se me pegó. Aunque de algún modo siempre me reconfortaba acordarme de otros que sufrieron una suerte similar, como aquel negro musculoso, entrenador del gimnasio bajo la sinagoga Beth-Shalom, en el Vedado, que por sus despiadadas sesiones solíamos recibir con un eufórico heil Hitler, mientras en la puerta el rabino sonreía con indulgencia.
         Hice una mueca y respondí:
         —Me toman más por ruso que por haitiano.
         Marlon Mariano me echó una mirada seca.
         —Si te conocieran por el nombre de tu madre, te llamarían
         Baby Doc.
         —No metas a mi madre en el asunto, ¿entendiste? 
         Asintió con prisa y se concentró en ordenar sus enseres regados sobre la estera. Realizaba sus rituales con tanta diligencia que el tiempo parecía estirarse hasta el infinito y al taladro que perforaba mis sesos se unieron de nuevo los mareos. Cuando estaba a punto de levantarme, Marlon Mariano por fin tiró los caracoles. Hizo notas detalladas y luego de meditarlas, como si el tiempo no existiera, me miró con cierto afectado dramatismo y dijo:
         —Está por llegar alguien que a usted le traerá la felicidad.
         —Espero que sea bonita.
         —No dije que fuera mujer —susurró.
         Me mordí la lengua para no decirle cuatro cosas al muy maricón, que prosiguió despreocupado:
         —Pero usted debe poner los pies en la tierra.
         —¿Y no los tengo puestos? —gruñí y pataleé para demostrar su contacto íntimo con ella.
         Marlon Mariano apuntó con el mismo lápiz hacia sus notas, y continuó:
         —Pero es usted un hombre muy autosuficiente. 
         —Me andas buscando las cosquillas, no te pases... 
         Molesto, encogió los hombros.
         —Si no sabe la ley con que debe vivir aquí, usted lo
aprenderá en el otro mundo.
         —¡¿Que yo no conozco la ley?! —mi voz siseó bajita
como el silbido de un fusible—. ¡Soy policía!
         Cerré los puños, y el chasquear de mis dedos resonó en la sala. Poco impresionado, Marlon Mariano puso sus
apuntes en el suelo y concluyó:
         —Una cosa piensa el borracho y otra el bodeguero. 
         Me entraron ganas de darle una paliza para ver si al
muy pájaro se le bajaban un poco las ínfulas de creerse el mensajero del más allá.
         —¿Tú no recuerdas con quién estás hablando? —Por supuesto—dijo muy en serio—. Con Orula. 
         En mi cabeza el taladro aumentó sus revoluciones,
mezclando sesos con rabia:
         —¡P’a la pinga Orula y tú y todos tus santos también! 
         Me levanté y pateé los caracoles que volaron por la
sala. Salí dando un portazo y atravesé una vez más el solar, bajo las miradas y comentarios en las sombras. Alcancé
la calle a zancadas, y el sol implacable me obligó a caminar con pasos más mesurados. De pronto me sentí mejor. Del diablo son las cosas, ¿quién lo iba a decir? La rabia me había quitado la resaca.

























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