Tenemos el placer de publicar hoy en el Café Naranjo, 1985, de Jorge Manriquez Centeno, esperamos que lo disfrute y nos ayuden a difundir nuestra literatura.
1
Todo es un instante.
En ese abrir y cerrar de ojos, voy en el metro.
Siento un fuerte bamboleo.
No es mi imaginación.
Anuncian: “No hay servicio.”
Salimos a la calle.
Algo está pasando.
Todo está cambiando.
Hay mucho movimiento y ruido de ambulancias.
Hay calles llenas de polvo, humo, piedras, palas, picos, cuerdas, agua, mucha agua, por favor, manos que buscan cuerpos aún con vida entre los escombros de casas que se desplomaron sin piedad sobre familias, vecinos, pero por suerte algunos no estaban ahí; edificios altísimos que se derrumbaron casi de repente y quedaron como “sándwiches de concreto” con personas atenazadas, que gritaban de tanto dolor sin que sus parientes (llorando también) pudieran hacer nada, pero ahí estábamos muchos chilangos, defeños y defeñas, y nos dimos ánimos en esa pila de polvo, humo, tierra y lodo, y sacamos la casta y formamos parte de las brigadas de ayuda, y fuimos a muchos lugares a apoyar en las labores de rescate.
Empezamos a hacer a un lado piedras, fierros retorcidos, muebles rotos como mi alma que no podía descansar porque el tiempo era vital, “valía oro”, para encontrar alguna señal de vida. Sacamos cuerpos, afortunados cuerpos, aunque maltrechos, pero con vida, y escarbábamos haciendo a un lado tantas piedras, muebles destrozados y buscamos cuerpos, señales de vida y nada;
y pasamos por el “Hotel Regis”, y vimos la hora,
y quisimos volver a recargarnos en esas piedras de sueño,
pero son las 7:19,
y quiero que sigas ahí, “Hotel Regis”,
con tu lustroso nombre
sin caer,
con las manecillas siguiendo las horas,
no quiero despertar
para que todo siga igual,
y ajusto mi reloj para ir al Hospital Juárez a buscarte, amigo, y me pareció ver tu bata blanca, impecable, tus zapatos blancos impecables, y tu estetoscopio pulsándote el corazón; y en la réplica del día después nos abrazamos y lloramos por ti, y me acordé de ti, Mónica, de tu colección de cassettes, y las melodías de Supertramp, que aún están cargando la memoria, dándole forma al “Edificio Nuevo León”, imponente como este recuerdo.
En todo ese ajetreo fui a mi casa, que estaba en la calle Torquemada, de la colonia Obrera, que era de mi abuelo Magdaleno, fallecido años antes. Por los movimientos trepidatorios del temblor, al edificio donde se situaba se le rajaron paredes y techos.
Tuvimos que subir por la escalera de caracol para llegar a la casa, llenar algunas maletas y bolsas de plástico con nuestras cosas, y bajar, en remolino, dejando los recuerdos atrás, pues se nos podía venir encima todo. Nos gritaban, pero sabía que esa escalera nos protegía, abuelo
La maquinaria pesada demolió el inmueble, esa querida casa.
Desde entonces, algo empezó a cambiar en el Distrito Federal. Se me fue perdiendo.
Aparte, no tenía trabajo ni dinero ni perspectivas de un mejor porvenir.
“Todo es momentáneo. Ya vendrán tiempos mejores”, dice mi madre y me quedo callado.
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2
Desde el temblor, muchas cosas murieron y es mejor que no estuvieras aquí, abuelo Magdaleno. Seguramente no hubieses querido bajar por esas escaleras, dejar atrás las partidas de ajedrez, el café de “Villarías” y los cascos de bombero.
El abuelo era un bombero insigne, condecorado como héroe en el incendio de la ferretería “La Sirena”, donde salvó muchas vidas entre fuego, el lodo y el coraje de sus quemaduras. Quién sabe por dónde quedó su clarinete, su traje de gala.
Únicamente rescatamos algunas piezas de aquel juego de ajedrez, que aún guardo en mi memoria. La escalera de caracol aún recorre estos recuerdos.
Aún escucho esos ruidos metálicos, ecos brillosos de las escaleras de caracol, arremolinando esas noches en la azotea de tu casa, nuestro patio-azotea, y ese ruido impulsa el sonido de tu clarinete y hay un sol iluminándote, abuelo Magdaleno, y la luz baja con la música de jazz, y es un jazz lento y acompasado, sólo como el jazz puede hacerlo, en forma lenta y acompasada, dejándome con lágrimas en mis ojos, porque te estoy recordando, viejo roble.
Varias veces fui de nuevo a los escombros del “Edificio Nuevo León” a buscarte, Mónica, y no estabas, amiga, no estabas, y ya no volveré a subir esas escaleras para ver las estrellas desde tu ventana y hoy, en este espacio deshabitado, las estoy viendo, te estoy viendo, imaginando, y sí, eres tú cantando, otra vez, “The logical song”, y cuando te dije, “Qué chingón está ese “Please tell me who i am, who i am, who i am´, ¿verdad?”, me contestaste: “Eso es lo más difícil de saber en la vida, Tote.”
Después de muchos años, estoy en Tlatelolco y recorro esos senderos y me siento en un reloj de piedra, en ese espacio de concreto amplio y desolado, y te digo: “Amiga, ha pasado mucho tiempo y, aunque te parezca absurdo, aún no sé qué hacer con mi vida.”
“Please tell me who I am, who I am, who I am.”
Por favor, dime:
“Please tell me who I am, who I am, who I am.”
Please.
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