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Finca Vigía de Alberto Guerra Naranjo

Finca Vigía de Alberto Guerra Naranjo

Finca Vigía, cuento del escritor Alberto Guerra Naranjo obtuvo el codiciado Premio Nacional de Cuento Ernest Hemingway en el año 1998 y aquí en Café Naranjo con gusto se lo compartimos, sobre todo a los nuevos lectores que tal vez lo desconozcan.

Finca Vigía de Alberto Guerra Naranjo

FINCA VIGÍA

Esta vez navegarás con más suerte, dijo Hemingway. Estaba de pie, frente a su Royal, calzado en mocasines, y sobre la piel del viejo antílope. Con ayuda de un lápiz anotó la cuenta de las palabras escritas en el día y dio por terminado el trabajo. Limpió el sudor de sus manos en la bermuda, acomodó las cuartillas y se detuvo en los rayos de sol que filtraban por las ventanas laterales. La cabeza del venado colgada en la pared, la colección de dagas nazis, las escopetas y las cañas de pescar, relucieron con fuerza ante esos rayos. Caminó hacia la ventana del frente, apoyó los brazos en el marco y miró afuera. Los árboles aún daban buena sombra, aunque los más cercanos, con sus raíces, continuaban levantando el cemento y las lozas del interior. Miró a las mesas del jardín, el polvo de las mesas del jardín, luego se detuvo a contemplar, sin mucho asombro, los movimientos de un joven y de dos mujeres cargados de paquetes. Entraban, dejaban los bultos en la casita de madera y volvían a salir. Sobre un camión los brazos de otro joven, negro, descamisado, sudante, alcanzaban las cajas. Las piezas de cerámica quedaron para el final y una de las mujeres rogaba que tuviesen cuidado no fueran a romperse. Hemingway se aburrió de mirarlos, dijo: En esa casita de madera han dormido gentes muy raras, pero ningunos como Sartre y su media naranja, Simone. Luego, regresó frente a su Royal, tomó las cuartillas otra vez, las manoseó como si fueran lo mejor que había escrito en mucho tiempo, y las volvió a colocar. Miró al venado, al sinnúmero de objetos y de animales muertos que colgaban de las paredes y sonrió. Sobre el estante el vaso y la botella de whisky estaban vacíos. Tomaré ginebra entonces, dijo, y dio dos pasos en busca de la mesita donde le esperaban un grupo de botellas. Demoró unos segundos preparando el trago, inclinado, sonriente, como si fuera un niño de barbas muy blancas y bermudas enormes. No estoy trabajando muy bien, dijo, me impongo la maldita disciplina, pero es preferible parar, impedir que el pozo se seque. No permitas jamás que tu pozo se seque. Disfrutó el primer trago y lo acabó de un golpe, luego volvió hacia la mesita y repitió las acciones en busca del segundo. Cada vez que podía secaba las manos en su bermuda, miraba al sitio de la Royal y cambiaba la vista hacia fuera. Durante el cuarto trago eructó ginebra como si fuera un puerco, terminó bostezando y fue a sentarse junto a la veladora.

Ella era una de esas mulatas, aptas para contemplar por largo tiempo; aburrida, cruzó una pierna y por contagio quedó atrapada en su propio bostezo. Nada como un trago después del trabajo, dijo Hemingway. Desde su posición la veladora dejaba entrever un pedazo de muslo y el viejo Ernest, con suspicacia, me hizo señas. No está mal la chica, ¿verdad?, dijo. Pero veladoras como esta no me soportan, duran un par de meses y luego se largan. Hemingway se puso de pie, soltó un ruidoso pedo, muerto de risa, y la muchacha me miró como si fuera un asqueroso culpable. No supe qué hacer, me limité a sonreír ante la ocurrencia del maestro y la vi taparse la nariz, para después darme la espalda. El escritor caminó unos pasos en busca de la puerta y señaló a una vieja con uniforme semejante al de la joven mulata. Las resignadas son esas, dijo, todavía sonriente, llevan quince, veinte años aquí y se la pasan contando los días que les faltan para jubilarse. Después, volvió a mirar la botella de ginebra, frotó sus manos otra vez en la bermuda y me dijo: Si no fuera por estos raticos y por esos rayos de sol, no sé qué sería de mí. ¿Viste cómo iluminaban al venado?

Pero el gordo me impidió responder. Con su Nikon en las manos, y los dientes muy amarillos, intentó enfocar el ángulo del estante, empecinado en la Royal. Faltó poco para que me aplastara contra la pared. Tuve ganas de empujarlo hacia adentro, verlo tropezar con la soga divisoria y que en el aire diera una voltereta. Era muy probable que la cámara se le hiciera pedazos y dejara en el piso de Finca Vigía un par de dientes amarillos como recuerdo. Hemingway, con un gesto, me pidió que lo dejara tomar su fotografía y se largara a otra parte. Cómo ha cambiado el viejo, pensé, por menos que eso, Lisandro Otero, aunque se empeñe en negarlo, fue trompeado en pleno Floridita por los años cincuenta. Cuando el gordo estaba a punto de tirar, la veladora se interpuso entre la cámara y lo que había enfocado.

 Permiso, señor, le dijo, ¿usted pagó la tarifa por la fotografía?

 ¿Eso también hay que pagar?, preguntó él.

 Sí, dijo la muchacha, y fue otra vez a sentarse.

La mujer del gordo, otra indiscreta con cámara, que no había escuchado la conversación, levantó el brazo y le pude ver los largos y goteantes pelos del sobaco. Sentí asco, para nadie resultaba agradable contemplar esos pelos; menos, después de oler la agridez del marido, excitado detrás de la cámara. Me molestaba, además, no responder por culpa suya la interrogante de un escritor de la talla de Hemingway. Como si abundaran semejantes oportunidades.

Sabes, Henry, dijo contentísima la gorda, calzaba el mismo pie tuyo, mi amor. Ven a ver.

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Pero el gordo apenas miró, se limitaba a secarse el sudor con un pañuelo empapado.

 Sabes, Marta, las fotos se pagan, le dijo. Ella, incrédula, miró a la veladora, que afirmó moviendo ligeramente su cabeza.

 Entonces la guardo, dijo, pero ven a ver, Henry, calzaba tu mismo pie, amor.

 Sabes, gustaría subir esa torre, dijo el gordo cambiando de tema, después caminó unos pasos hasta la escalera. Marta, contemplativa, disfrutó cada uno de esos pasos, suspiró y me dijo:

 ¿Verdad que es igualito?

 Se dan un aire, dije.

 Usan hasta el mismo número.

 Y son del mismo pueblo, concluí.

Busqué complicidad en la veladora, quería burlarme a lo cubano de esa gorda, pero la muchacha me cambió la vista.

 ¿Te animas y subes con nosotros la torre?, dijo ella muy bajo. Los precios son caros, arriba podremos tomar fotos sin que se den cuenta.

 Vayan ustedes, prefiero quedarme, dije.

 Nos esperas, entonces.

Jamás había tenido tanta relación con los turistas. Andaban conmigo a retortero desde muy temprano y ya me tenían harto. Los constantes, Sabes, Marta, y Sabes, Henry, estuvieron a punto de hacerme estallar. Cuando los vi en las escaleras sentí alivio, me libraría de ellos por un tiempo y eso reconfortaba. Quedé solo, para conversar con el maestro, hambriento, nervioso, con el cansancio de las calles de La Habana en mis pies. Iba a responder su pregunta, decir que había visto esos rayos, que iluminaban muy bien al venado, pero de repente otro par de turistas se interpuso. Me aparté como pude, mis tripas sonaron y la veladora me volvió a mirar. Para ella debí ser el tipo más puerco y desgraciado del mundo, me lo hizo entender solo con un gesto. Debí haber comprado el pan con pasta que encontré barato en La Habana Vieja, pero no lo hice, creí que mis obesos amiguitos me invitarían a almorzar. Estaba allí, con hambre, nervioso, frente al maestro, víctima de embrujos turísticos y de la mirada con odio de una hermosa veladora. Quise apartar de mi lado al par de tipos para no perder mi puesto en la ventana, pero ya era tarde, con sus cuerpos sudantes me bloqueaban y Hemingway hizo unas señas para que les cediera el lugar.

Esta vez navegarás con más suerte, repitió, cuando me hice espacio en una ventanita de los laterales. En ese ángulo nos sentimos tranquilos, había muy poco que husmear (la colección de botas, relojes, bisutería menor) comparado con las cabezas de antílopes, tigres, leopardos, colgadas en las paredes o alfombrando el suelo de otras habitaciones. Incluso, el torrente de cartas en eterno desorden sobre la cama, detenido como la última vez, superaba a esta zona de la casa. El grupo de turistas deambuló por los pasillos exteriores como si fueran ratones en busca de espacio. Sumergían sus cabezas, sedientos, descuidados, implacables, deseando a cualquier precio un poco de contagio. En varios orificios de la vieja casona pude ver sus gestos de tipejos en trance, subieron la escalera de la torre, caminaron afanosos rumbo a la piscina, enfocaron con sus cámaras la menor insinuante que les acercara al fantasma de un Hemingway, escurridizo para ellos, pero amistoso y cordial para mí. Esta vez navegarás con más suerte, había dicho. Unas palabras que conocía de memoria. Llevaba cinco años escuchándolas, el mismo día, y salida de los labios de la misma persona. Era una especie de cumplido que me desconcertaba. Navegar con más suerte no dependía de él ni de mí, sino de las velas, del estado del tiempo, de la angustia, del azar, de un jurado, de vicios, de clichés. A pesar de la oleada turística, esa vez las dijo como siempre. Luego miró a la veladora (la mulata continuaba abrumada en sus bostezos), al sitio donde estaba su Royal, a la mesita con botellas, a mis ojos de hombre nervioso, cruzó los brazos y preguntó:

 ¿Qué traes ahora, muchacho? Aquella era la interrogante impuesta detrás del cumplido. Yo debía apartar mi vista de sus ojos, dejarla correr hacia las mesas empolvadas de la pequeña terraza.

 Algo sin importancia, maestro, otro de mis cuentos raros.

Hemingway sonreía, descruzaba los brazos, los apoyaba sobre el marco de la ventanita, como si fuese una chica con barbas en plena serenata y sentenciaba a la manera de un clásico:

 Para un escritor todo tiene importancia, nunca lo olvides.

 Trata sobre lo que va a pasar en la premiación, le dije, como si ya estuviera pasando.

 Si es un buen cuento, siempre se puede explicar.

 Un escritor lleva años empeñado en ganar este concurso. Describo el día de la premiación, eso es todo.

 Eres tú mismo. ¿Entonces, dónde está lo raro?

 En el cómo lo digo, maestro, en describir con detalles.

 Muy bien interesarse por el cómo; se debe escribir para escribir cosas perfectas, decía el pesado de Sartre. ¿Pero eso es todo?

 Incluyo mi conversación con usted.

 ¿Y mis tomaderas de ginebra por falta de whisky?

 Sí.

 ¿Los pedos, y mis eructos con las veladoras?

 Sí.

 Recuerda, amigo, que a los mitos se les perdonan estas pequeñeces. Podrían acusarte de iconoclasta si no los convences. Eso hicieron conmigo. Escribí Aguas primaverales y se negaron a publicarla, solo el bueno de Scott pudo atreverse. Me burlaba de Sherwood, la suya era una novela tan espantosamente mala, necia y afectada, que no pude menos que satirizarla en una parodia. ¿Acaso te burlas de mí?

  De ninguna manera, maestro.

 Todo muy bien entonces. Está bien que te burles de los malos, pero no de los buenos. Ojalá convenzas a ese maldito jurado. ¿Qué edad tienes ahora, muchacho?

 Veinticinco.

 También tuve veinticinco y también viví de ilusiones.

 Pero los suyos fueron otros tiempos, maestro.

 No lo creas, quizás no había concursos como este, pero había que vivir con lo que te pagaban por un cuentecito en las revistas.

 Eso aquí es muy difícil.

 ¿Y piensas que en mis tiempos no lo fue? No todos los que escribieron a mis veinticinco publicaron sus cosas.

 No es igual, maestro, este mismo concurso jamás ha publicado al ganador.

 Ves, eso sí es grave. Publicar es el anhelo más preciado del que escribe. Creí que era un concurso importante.

 Lleva su nombre, eso lo hace importante.

 Gracias.

 Pero no lo es, porque no se publican los premios.

 ¿Y cuáles son los malditos concursos que publican, muchacho?

 La Gaceta de Cuba, y Revolución y Cultura, por ejemplo.

 ¿Son revistas?

 Sí.

 ¿Y cómo diablos no mandas a esas revistas?

 Mando, pero nunca gano, maestro.

 ¿Quiénes son los que ganan?

Tipos como Alberto Guerra, un negro con ínfulas de gran escritor, que hace unos cuentos malísimos. O como José Miguel Sánchez, tan narcisista que parece loco, lleno de andariveles, si usted lo viera dudaría mucho que fuera escritor. O como Ronaldo Menéndez, un friqui que se cree Dios porque ganó el Casa de las Américas. Y otros, que mejor no menciono.

 No conozco a esos tipos, muchacho, pero nunca muestres tan fácil tus rencores. Es bueno conservar el rencor solo para que los aplastes con tu escritura, para nada más. Siempre es difícil abrirse paso en cualquier parte, no lo olvides.

 Pero lo suyo fue en París.

 Cierto, París era una fiesta. Éramos muy pobres y muy felices.

 Usted, Scott, Gertrude.

 Pobre Scott, lo mató su corta vista, el espejismo de sus veintitantos y una maldita mujer llamada Zelda. Era muy bueno Scott.

 ¿Y Faulkner? ¿Qué tal las cosas con Faulkner?

 Hablamos de gente buena, muchacho, no de alcohólicos, ni de trasnochados.

 Perdone, maestro, pero Faulkner también era bueno.

 Eso es otro espejismo, un sureño resentido jamás podría serlo.

 Con su estilo influyó a los mejores de Latinoamérica.

 No me jodas. Si has venido a joder mejor te largas.

 Y usted también los ha influido.

 Ves, eso está mejor. Cuéntame de esas influencias.

 Casi todos los de ahora comienzan leyéndolo.

 ¿Y estudian la técnica del Iceberg?

 Y repiten lo del detector de mierda.

 Me alegro.

 Pero tratan de imitarlo demasiado.

 Imitar demasiado siempre es grave, muchacho.

 Sí, siempre.

 Eso, nunca imites demasiado.

 No, nunca.

 Eso es.

Hemingway quedó pensativo, como si repasara cada una de nuestras palabras. Rascó su cabeza, miró a la veladora, al grupo de turistas que pasó junto a nosotros y dejó correr su vista hacia la altura de la torre. Pareció indispuesto, en la conversación algo no había funcionado. A ningún escritor, famoso en vida, podría agradarle que años después lo utilizaran para nombrar un concurso donde no se publicaban sus ganadores. Además, nunca debí haber criticado a quienes imitaban su estilo, al menos no en su presencia. Pero no pude contenerme. Demasiados escritores del país malograron sus buenas ideas tratando de lograr la economía hemingwayana, en una tierra completamente barroca. Muchos cuentos influidos por la técnica del iceberg quedaban como bodrios imprecisos, de tanto que ocultaban sus dos terceras partes bajo el agua. En los encuentros de Talleres Literarios fui testigo de cómo el fantasma de Hemingway sepultaba el talento de numerosos fanáticos de Los asesinos. A su vez, en los llamados escritores de primera línea, esa lógica (poco funcional para nosotros si se tomaba al pie) había lacerado por más de treinta años. Desde Finca Vigía, el maestro, resultaba un fantasma muy grande, peligroso y demasiado cercano.

 ¿Alguna otra cuestión en tu cuento, muchacho?, dijo.

 Me describo nervioso, con un telegrama en el bolsillo. A quienes les pasan telegramas probablemente cojan premios. Llegan temprano y se sientan a esperar en una de esas mesitas.

 ¿Y tienes ahora un telegrama en tu maldito bolsillo?

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 Así es.

Puta madre. Bien te dije que esta vez navegarías con más suerte. En literatura los premios no te hacen un buen escritor, pero el dinero hace falta. Y el reconocimiento por parte de algunos estúpidos con cierto poder. Así pasa entre nosotros.

 Bueno ese consejo, maestro.

 Cuando terminé Fiesta, sabía que contaba con buen material, todo era cuestión de ubicarla. Debes saber ubicar tu maldita obra aunque no ganes concursos. No te des por vencido.

 Claro como el agua, maestro, no me daré nunca por vencido.

 Así me gusta que pienses. Un hombre puede ser destruido, pero no vencido. ¿Has oído eso, muchacho?

 Es como un lema para los luchadores.

 Y para los escritores.

 También para los escritores, maestro.

 Cuando la vieja Gertrude me dijo que Allá en Míchigan, era un cuento inacrochable yo tenía tu edad, podrás imaginarte mi cara en aquel cuartico parisino. Uno debe escribir con mucha confianza y también con mucho cuidado. Pero basta de sermones, tú debes conocer lo que dije sobre el iceberg y sobre el detector de mierda. Continúa, continúa.

 También hablo del par de gordos que vinieron conmigo.

 Ya los he visto.

 Ella insiste en encontrar un parecido entre su maridito y usted.

 ¿Crees que ese maldito gordo se me parezca en algo, muchacho?

 Él mismo no se lo cree, pero es la moda, ella responde a la moda.

 Menos mal que tiene más tino que esa gorda.

 Creo que lo odia por culpa de ella.

 Mucho mejor, amigo, mucho mejor. ¿Me quieres decir de dónde los sacaste?

 Los conocí esta mañana, él es escritor y ella profesora de alta cocina. Un amigo me envió un paquete de hojas, fui a buscarlo, y de paso me invitaron a salir.

 ¿Notaste que no quisieron pagar?

 Continúa siendo un buen observador, maestro.

 Y escribiendo quinientas palabras al día, muchacho.

 Me han hecho caminar por los lugares donde usted acostumbraba.

 ¿Por El Floridita?

 Y por La Bodeguita.

 ¿Quieres contar todo eso, muchacho? Desde el comienzo, a toda máquina y desde el comienzo.

Tuve deseos de negarme, contar podría ser tan abrumador como la caminata. Pero el rostro expectante del maestro pesó más. Calculé una hora para el comienzo de las premiaciones y cedí a la tentación. Escuché la voz de la gorda desde la carpeta del Hotel Vedado. Colgué el teléfono y me senté en el lobby. Fui observado por el custodio y por algunas carpeteras, como si fuese un pobre diablo. No hay quien sienta más desdén por un pobre diablo, que un pobre diablo con uniforme, recordé haber leído. Había quedado en encontrarme con ellos, los gordos, temprano en la mañana, luego caminaríamos por la parte vieja de la ciudad y en la tarde nos llegaríamos hasta Finca Vigía. Solo habíamos hablado por teléfono. Ella era de Jalisco y él de Míchigan. Así me contaron mientras avanzamos por Zanja en busca de La Catedral.

 Ese es mucho terreno, muchacho, debieron tomar algún taxi, ¿no crees?, dijo Hemingway.

 Preferimos caminar, dijo el gordo, ella asintió con cara de india en apuros, y yo, sencillamente, les señalé la calle. Recorrimos toda Zanja a mi paso. Un buen paso. Dos gordos renuentes y sudados en silencio maldijeron mi paso, hasta que nos vimos en el bulevar de Obispo. La mujer no pudo más y pidió recostarse en el muro del parque.

 Sabes, Henry, dijo, mis pies parecen jamones.

Henry no respondió, tampoco hizo intentos de mirar el par de jamones. Quedó extasiado en el letrero del restaurante de enfrente.

 Flo-ri-di-ta, dijo, y se rascó la cabeza, gustaría tomar mojito como Hemingway.

 ¿Verdad que se parecen?, me preguntó la gorda. Hasta tienen los gustos

      iguales.

 Maldita gorda, dijo Hemingway, ¿no tenía otro con quién comparar?

 El mojito es en La Bodeguita, dije.

 ¿Y aquí cuál ser?, preguntó el gordo.

 El daiquirí.

 ¿Te animas, Marta?, dijo Henry, y ella no lo pensó dos veces. Entramos. Otra vez me pareció que un portero me miraba como si fuese un pobre diablo. Convencido de que mis amiguitos no iban a consumir, al menos quise disfrutar del aire acondicionado y reponerme de la caminata. Nos sentamos.

 Debe ser bueno el trago que inventar Hemingway, dijo el gordo.

 Era un genio, Henry, hasta inventó tragos, dijo ella.

 Malditos imbéciles, dijo Hemingway, ¿no le dijiste que no fui yo quien inventó ese trago?

 Él no inventó el daiquiri, lo modificó un poco solamente, dije.

 En eso radica su genialidad, sonrió Henry, los genios no inventan, modifican.

 ¿Y quién fue ese inventor?, preguntó Marta.

 Le dijiste que Jennings S. Cox, un norteamericano, un poco menos imbécil que su maldito gordo, dijo Hemingway.

 No, no sé quién fue, dije.

 En sus ratos libres, este pobre ingeniero, muerto de calor, experimentaba con la coctelería en una mina de Oriente, explicó el maestro, hasta que una noche dio con la combinación perfecta: zumo de limón, ron, azúcar y hielo triturado. Le puso Daiquirí en honor a la playa, apréndete eso, muchacho.

 ¿Y cómo lo tomaba Hemingway?, preguntó ella.

 ¿Le dijiste a esa maldita gorda que doble y sin azúcar?, dijo Hemingway.

 Doble y sin azúcar, dije. Después me llegué hasta el baño, al regreso los gordos me esperaban en la puerta. Siempre supe que no iban a consumir.

 Es muy caro ese trago, dijo Marta.

 Hemingway era millonario, pero nosotros no, dijo él.

 ¿Y no le diste un bofetón en mi nombre a ese gordo?, preguntó Hemingway.

 No vale la pena, dije.

 Pos claro que no vale la pena, dijo Marta apoyando el inmenso cuerpo en su adorado Henry, aquí los precios están disparados.

 ¿Y qué querían esos dos?, dijo Hemingway, el daiquirí es caro porque lo

      hice famoso.

 Cuando tú seas famoso, Henry, también tendrás que inventar un trago, dijo la gorda.

 Lo llamaremos Marta, en tu honor, dijo Henry, y ella se detuvo a besarlo en pleno Obispo. Caminamos despacio, ellos observadores, yo, con mi mano en el bolsillo palpando el telegrama. La gorda, con la curiosidad universal de las mujeres, nos hizo detener en las vidrieras, en portales con tarimas de artesanía nacional y en cualquier parte donde algún vendedor mostrara productos. Los manoseaba, preguntaba los precios, calculaba, para luego dejarlos junto a un dueño maldiciente y desilusionado. Por su parte, el gordo, con ínfulas de gran escritor, me invitaba a adentrarme en las pequeñas librerías particulares, comentaba la pobreza de las ediciones cubanas, encontraba autores y textos famosos de su país, se deslumbraba por mis conocimientos literarios, especulaba, comentaba sobre la gran novela que escribiría, pero tampoco compraba. En mis paseos por Obispo jamás fui tan importunado como en esa mañana. A la vista de todos era un jinetero en compañía de dos puntos muy gordos. De tanto proponerme langostas, camarones, chatinos y arroz moro, sentí hambre. Pude ver un carricoche vendiendo pan con pasta, pero era probable que mis amigos también fueran vencidos por el hambre y decidieran comer algo.

 Ese es el Ambos Mundos, dije.

 No me estás ayudando, muchacho, dijo Hemingway.

 Yo no admirar tanto a ese escritor, dijo Henry, aborrezco sus novelas. Son ridículas, mal escritas, prefiero sus cacerías en África que su literatura.

 Imbécil, dijo Hemingway, repite lo que otros escriben. Nunca hagas eso, muchacho, piensa siempre por ti mismo.

 No le creas, él lo admira, dijo la gorda, también sabe de Hemingway, y mucho que se le parece. ¿Verdad que se le parece?

 Claro, maestro, debo pensar siempre por mí mismo.

 Deja ya de contar sobre esos gordos, dijo.

 Como quiera.

 Jamás fui un gringo tacaño, de eso puedes estar seguro. Y ese gordo lo es tremendamente.

 Lo odia a usted por no odiarla a ella. Aunque se sea gordo no es fácil dejar de ser uno por los caprichos de su mujer.

 Cierto, debe ser terrible que lo comparen conmigo siendo tan gordo y tan mal escritor. Porque debe ser un mal escritor, eh, muchacho.

 No he leído nada suyo.

 Sigue contando, entonces.

 Después nos llegamos al mar.

 ¿Estuvieron en la bahía?

 Sí.

 ¿Qué tal los llevó el sol de las doce?

 Muy fuerte, maestro, pero no se quisieron mover.

 ¿Miraban los barcos, El Morro, La Cabaña, la estatua de Jesús en la otra orilla, y te preguntaban?

 Sí, pero ¿Cómo usted lo sabe?

 ¿Y la gorda se apartó y comenzó a rezar, mientras él te llamaba?

 Así es, maestro, así es.

 Lástima de aguas tan sucias, dijo el gordo, ¿Te gusta el mar?

 Ese gordo esperaba que dijeras, claro que me gusta, pero escuchó otra cosa, dijo Hemingway.

 No soporto el mar, dije.

 Es extraño que no gustes del mar, sonrió Henry con cierta malicia, a Hemingway privarle el mar.

 Y en el Pilar, maldito gordo, pesqué las mejores agujas y los mejores atunes que se hayan visto.

 Dicen que con su barco detectó submarinos en la guerra, pero no lo creo, dijo Henry.

 Dicen no, idiota, lo hice, y cuento con testigos para confirmarlo.

 Y que Gregorio, el capataz, le inspiró El viejo y el mar.

 Gregorio y muchos otros Gregorios, dijo Hemingway, en literatura los personajes nunca son uno mismo, sino muchos. Pero dime, ¿por qué rayos aborreces el mar?

 Porque perdí un hermano, dije.

 Lo siento, dijo el gordo.

 Eso es muy duro, muchacho, dijo Hemingway, también he perdido amigos en el mar.

 Fue cuando los balseros salían a montones, dije, en el 94, se ahogó, o lo ahogaron, nunca se supo.

 Buena razón para odiar, dijo el gordo, y señaló las aguas sucias, a mí tampoco me gusta.

 Mejor nos vamos, dije.

 Y saliste de allí con tremendo nudo en la garganta, dijo Hemingway. Luego miró hacia la pequeña terraza. En las mesas con polvo había rostros nerviosos y conversadores; alrededor de la casita de madera comenzaban a rondar un numeroso grupo de personas. Pude ver algunos amigos, gente que participaba por primera vez, y otros, con caras de miembros del jurado.

 ¿Ese de barba y espejuelos quién es?, preguntó el maestro. No tardé en descubrir, entre la multitud, a un personaje mediano, casi encorvado, rostro pálido y brazos con ausencia total de agricultura, que saludaba a la especialista literaria.

 Debe ser del jurado, dije.

 ¿Y ella?

 Es la especialista, se llama Ángela, corre con casi todo lo del concurso.

 Ángela, bonito nombre, dijo, hace un rato la vi cargar paquetes en compañía de dos negros.

 Son regalos para los premiados.

 También bajaron bocaditos y dulces.

 Necesito ahora varios de esos bocaditos, dije.

 ¿Y son buenos los regalos?

 Más o menos, maestro. A quienes ganan el Premio del Mar, por ejemplo, les regalan corales o agujas disecadas, también los invitan a cenar con los gastos pagados en cualquier restaurante de primera.

 Ese premio no es tuyo entonces, muchacho, tú odias el mar.

 Cierto, yo odio el mar.

 ¿Y qué otros regalos dan en este maldito concurso?

 Mil pesos al Gran Premio y esas cenas que le dije.

 Pero no publican los premios.

 No, no publican los premios.

 Mierda, entonces, dijo.

 Algo es algo, maestro, me gustaría estar un par de noches en Marina Hemingway, aunque no me publiquen el cuento. Llevaría a mi jevita y la pasaríamos muy bien. Cogeríamos buena borrachera en su honor.

 ¿Es buen lugar Marina Hemingway?

 Pregúntele a esas muchachas que piden botellas en 5ta Avenida.

 Háblame de eso, amigo, ¿quiénes son esas muchachas?

 Es una historia que mejor no le cuento, maestro.

 Ves, nunca dejes de contar lo que insinuarte, de lo contrario fracasas.

 Pero el asunto de esas muchachas es preferible dejarlo.

 Como quieras, pero ten presente el consejo.

 Lo tendré presente.

 Tampoco veo que sea desastroso el paseo con los gordos.

 Póngase en mi lugar, fue un paseo donde no me invitaron siquiera a un refresco. No merece que siga contando, además, estoy nervioso, dentro de poco dan los premios.

 ¿Quieres decir que vas a dejar el cuento de los gordos a medias?

 Por los gordos me preguntó usted mismo, no fui yo quien quise contar.

 ¿Sabes el riesgo que corres?

 Me imagino, maestro, pero no puedo.

 Haz un esfuerzo, estás con un telegrama en tu maldito bolsillo y puedes ganar.

 Mejor lo dejo así. Nosotros hablando y ellos allá arriba.

 Como quieras.

 Gracias, maestro.

 Esos también deben ser del jurado, dijo, y señaló a una mujer delgada, entrada en los cuarenta, con unos labios intensamente pintados, que saludaba con la efusividad de quien conoce al detalle las interioridades del concurso. Junto a ella un joven, pequeño, barrigón, sonriente, insistía en saludar a quien fuera, con aires de buen funcionario.

 No los conozco, pero deben ser del jurado, dije.

 Ella parece buena persona, aunque se pinte de esa manera los labios.

 Sí, tiene mirada de buena persona.

 Pero el joven trata de serlo.

 ¿Por qué dice eso, maestro?

 Desconfía de los que saludan demasiado.

 Al menos es joven, no es malo que en un jurado se cuente con jóvenes, dije.

 Ojalá sea buen escritor; si lo es, no importa mucho que sea buena persona.

 ¿Por qué?

 Porque ningún escritor es así, muchacho, ninguno. Somos demasiado individuales para intentarlo. Nos llevamos bien con un grupo y odiamos a otro con la misma intensidad.

 Usted sabe más de esas cosas. Lo tendré en cuenta.

 Si uno gana es bueno no conocer el jurado. Quedas libre de remordimientos.

 Tengo en el bolsillo un telegrama y no los conozco.

 Cuando me dieron el Nobel desconocía al jurado.

 Eso fue en el cincuenta y cuatro, maestro.

 En el cincuenta y cuatro, muchacho.

 Ha llovido bastante.

 Recuerdo que después de un banquete, aquí mismo, dije: Como ustedes saben, hay muchas Cubas. Pero al igual que La Galia, se pueden dividir en tres partes: los que pasan hambre, los que subsisten y aquellos que comen demasiado.

 Ustedes eran del último grupo, maestro.

 Y tú perteneces al primero.

 Llegarás tarde a la premiación, dijo Marta tocándome la espalda. Los gordos me miraron complacidos y señalaron hacia la casita de madera. Sentí escozor en el estómago, mi corazón multiplicaba su bombeo, apenas quedaban personas en la parte de afuera.

 Nos hemos tirado muchísimas fotos, dijo Henry. Esta Marta ser lista, muy lista.

 Y tú, amorcito, serás tan famoso como Hemingway, dijo ella.

 Ojalá Dios te oiga, dijo él, pero vámonos ya.

Caminaron. Quedé atrás, mis pies apenas me respondían. Miré a la veladora, a la Royal, al venado, al maestro por última vez, y le dije:

Que tenga un buen cumpleaños, deséeme suerte.

Ya lo hice antes, muchacho, dijo, esta vez navegarás mucho mejor, pero recuerda que los concursos no importan. Escribe, aunque no ganes, que vas a ganar.

Me vio bajar los escalones detrás del par de gordos, tomar el pavimento y entrar en la casita. Miró a la veladora, que continuaba con la mitad del muslo al descubierto y preparando las primeras condiciones para cerrar. Sobre sus piernas apoyaba la cartera y un pequeño espejito; se peinaba, se maquillaba y, de vez en vez, soltaba un bostezo. Hemingway pensó: Buena hembra. Caminó hacia la mesa de los tragos, sirvió otra ginebra y se plantó frente a la Royal. Claro que puedo intentar, se dijo, hay todavía suficiente agua en este pozo. Dejó el trago a medias encima del estante, secó las manos en la bermuda, tomó el lápiz y escribió que, en compañía de un par de gordos, un joven de veinticinco, con telegrama en el bolsillo, se abría paso entre la multitud. No pudieron avanzar demasiado, pero distinguían lo que pasaba delante sin mucho contratiempo. Frente a un público ansioso por conocer los resultados de otro azaroso concurso, los personajes que representaban a las diferentes instituciones ya tenían entre sus dedos las piezas de cerámica, los cuadros, las agujas disecadas y los diplomas que recibirían algunos elegidos con telegrama. Mientras, los tres miembros del jurado se disputaban la lectura del acta y Ángela, la especialista, pronunciaba las palabras inaugurales. Dijo que el concurso contaba ese año con el apoyo de prestigiosas instituciones: El Instituto Cubano del Libro, La Unión de Escritores y el Partido Municipal, que más de doscientos trabajos, en su mayoría con excelente factura y gran derroche literario (sic), llegados de todos los rincones del país, hicieron al jurado realizar un esfuerzo encomiable. Señaló hacia la esquina donde continuaba el susurro sobre el asunto del acta y pidió un fuerte aplauso. Ellos se sintieron jurado ante tantas palmadas de tipos nerviosos y lo demostraron con buenas sonrisas. Hemingway estaba agotado, jamás en su literatura había descrito ceremonias tan singulares. A duras penas pudo colocar el papelito del acta en las manos de la mujer, porque el integrante más joven, con sumo descontrol egocentrista, estuvo a punto de arrebatarla. Pero el maestro insistió y, a fuerza de escritura, dejó al joven barrigón desconcertado. Ella sonrió con la pintura a flor de labios y se hizo un profundo silencio. Los concursantes desearon por enésima vez que fueran sus nombres los que salieran de esa boca. Algunos cerraron los ojos para no mirar. Otros se imaginaron felices con un cheque de mil pesos o sentados ante una mesa repleta de alimentos nostálgicos. Los labios de la mujer mostraron otra enorme sonrisa y luego dijeron: Acta, Finca Vigía, a los veintiuno del mes de julio del año en curso, se reúne el jurado integrado por. El muchacho apretó el telegrama, sus tripas volvieron a sonar y los gordos lo miraron expectantes. La mujer, convencida de que su rostro, sus labios, eran los más atendidos, entonó la voz para pronunciar un nombre, un simple nombre, el nombre del nuevo ganador. Pero basta por hoy, dijo el maestro, señalando hacia la veladora, me conformaré con mirar esos muslos, antes de que se vaya.

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Alberto Guerra Naranjo

Alberto Guerra Naranjo nació en La Habana en 1963. Es Licenciado en Educación, especialidad Historia y Ciencias Sociales, promotor cultural, profesor de humanidades, de guiones audiovisuales y de Escritura Creativa. Cuentos suyos aparecen en revistas y antologías junto a cuentos de Navokov, Tarkovsky, Carpentier, García Márquez, Rulfo, Borges y otros. Varios de sus textos han sido traducidos a idiomas como el inglés, portugués, francés, italiano, alemán, danés, checo, croata y chino mandarín. Ha publicado varios libros de ficción entre los que destaca su novela La soledad del tiempo, que cuenta con 4 ediciones y su novela Los conjurados (editorial Malpaso, Barceloa, España, 2022). Es el único escritor cubano que ha obtenido dos veces el importante premio nacional de cuentos convocado por la revista La Gaceta de Cuba, en 1997 y en 1999. En 2018 obtuvo el Premio Internaciona de Relatos Cortos sobre Discapacidad en Valladolid con su cuento Miserias del reloj y el Premio Internacional de Cuentos José Nogales con El pianista del cine mudo, ambos en España. Con el audiovisual de su cuento Los heraldos negros, donde fue guionista, obtuvo el Premio Internacional Broad Casting Caribe, 2012.


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