En Café Naranjo publicamos un Capítulo de la novela Agua de paraíso, de Alberto Marrero, premio de novela Alejo Carpentier.
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¡De que van, van!
Consigna de la Zafra del 70
Era difícil no cortarse con las hojas de la caña. Difícil no achicharrarse con el calor del mediodía y respirar un vaho caliente, con las mangas de la camisa extendidas como si hubiese frío, sofocado por el ejercicio continuo de la mano empuñando la mocha. Solo el rocío de la madrugada alivia en las primeras horas, si bien la humedad llega a ser fastidiosa, sobre todo si persiste el fango producido por las lluvias de días anteriores. Cuando llovía, nos quedábamos en el albergue, arrebujados en las hamacas. Algunos estudiaban o escribían cartas. Yo me propuse comenzar a leer en francés las siete novelas de En busca del tiempo perdido, de Proust, y Marcela las de García Márquez, Sábato y Vargas Llosa.
En la entrada del campamento situaron un cartel que decía: «Los diez millones van». Nadie albergaba dudas de que la ansiada meta se cumpliría. Por eso trabajábamos con entusiasmo. Los macheteros habituales decían: Gente tan fina no aguantará, no sirven para esta tarea; pero nosotros aguantábamos, a pesar de que el sudor y la fatiga hiciera resbalar las mochas que iban a parar al otro surco, o a la pierna de alguien, y el herido tuviera que ser evacuado hacia la enfermería, o hacia La Habana cuando la herida era de muchos puntos y se corría el riesgo de infección.
El mejor era Farinelli. Su experiencia de la Umap le permitía cortar sin aparente esfuerzo. Las mujeres tuvieron que dar una batalla para que las autorizaran a incorporarse a la zafra, pues, por orientaciones recibidas, ellas debían trabajar aparte, en una empresa de cultivos varios, anexa a un instituto de investigaciones científicas en San José de las Lajas. Cuando se conoció la noticia, Marcela dio la voz de alarma y, bajo su conducción, solicitaron una entrevista con el decano. Este las escuchó con paciencia y luego prometió que trasladaría el asunto al rector. Marcela dijo que primero ellas debían conocer su criterio. Las cosas se defienden mejor cuando uno mismo está convencido, se atrevió a encarar al viejo combatiente antimachadista y más tarde colaborador del Directorio, notable intelectual y escritor de numerosos ensayos críticos sobre Arte y Literatura. El decano se limitó a sonreír y dijo que iba a apoyarlas. Todas gritaron de alegría y corrieron a dar la noticia a sus respectivos novios. Al final solo autorizaron a un grupo, alegando problemas de capacidad en los albergues. Del lobo un pelo, dijeron. Marcela se las agenció para que sus amigas de La Cofradía fueran seleccionadas.
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Ellas cortaron caña a la par de nosotros. Sus normas eran más bajas, pero cortaban sin quejarse, y algunas más temerarias intentaron igualar a los hombres. Marcela fue una de ellas, hasta que cayó desmayada en un surco y hubo que ingresarla en el puesto médico, con las manos llenas de ampollas y unas fiebres que el médico atribuía a la insolación y al exceso de esfuerzo físico. Para mayor desgracia, tenía piojos.
Está mal de la cabeza, me atreví a decirle a Farinelli delante de ella. Rabiosa, gritó que no me metiera en su vida. Su inesperada reacción me hizo pensar que había un motivo más profundo: estaba molesta por no haberme acostado con ella después de tantos retozos eróticos, desde la adolescencia. En verdad, la culpa era compartida. No pocas veces, entre besos y masturbaciones mutuas, quise penetrarla, pero ella se rehusaba por temor a un embarazo. Una vez le mostré unos preservativos chinos y me dijo que podían romperse, y la prueba eran los miles de chinitos que nacían a cada minuto. Mirándola acostada en la camilla, concebí un plan, una solución definitiva; sin embargo, al otro día Marcela tuvo que abandonar el campamento.
Pasaron dos semanas sin tener noticias de ella. Una tarde se presentó de vuelta. Me dijo que asistió a la puesta en escena de Fidelio, de Beethoven, por la Ópera de Leipzig. Como el personaje de Leonora, me corté el pelo, ¿qué te parece? ¿No habrá sido por los piojos?, bromeé.
La gente la recibió con aplausos y besos, excepto Zuque y Yordanka, que la criticaron por regresar tan pronto. Qué boba eres, debiste haber prolongado la convalecencia, dijeron. Alguien me comentó que se produjo un fuerte encontronazo entre las tres y que Marcela gritaba como una loca, pero a la mañana siguiente las vi conversar en paz durante el desayuno. Cuando pregunté a Marcela sobre lo sucedido, me dijo que no escuchara chismes, y se montó de un salto en la carreta.
Esa misma jornada me situé en un surco contiguo al de Farinelli y comencé a imitar sus movimientos. Él se dio cuenta y aceleró el ritmo hasta sacarme la lengua. ¡Aguanta, carajo, que no puedo más!, grité desfallecido. Entonces el muy sinvergüenza se echó a reír y me dijo: Nunca mires hacia el final de la carrilera, concéntrate en el plantón que tienes delante y alcanza una cadencia, sin paradas que te enfríen, sin otro deseo que no sea derribar lo que tienes delante y avanzar, siempre avanzar, como en ciertos momentos de la vida, a eso yo le llamo…Sí, sí, ya me imagino, lo interrumpí con voz sofocada: El Tao de los Diez Millones.
En el campamento teníamos una radio base que divulgaba noticias, resultados de emulación, efemérides, un paquete de consignas preestablecidas y música. Como dirigente estudiantil, recibí indicaciones de no permitir música extranjera, aparte de la que se difundía por las emisoras nacionales. Así se lo comuniqué al guajirito encargado de manipular el equipo que, a pesar de la sobreexplotación a que fue sometido, jamás se rompió durante los meses en que permanecimos allí.
Los sábados por la noche organizábamos fiestas. Las muchachas elaboraban pudines, ensaladas de macarrones, bocaditos de pasta y otras chucherías, pero nada de alcohol. El decano lo prohibió categóricamente para evitar broncas, lujuria y borracheras, según sus propias palabras. El viejo nos acompañó unas semanas, hasta que se enfermó y tuvo que delegar sus funciones en una profesora. No obstante, hubo de todo un poco. En un chequeo de emulación, una brigada se fue a las manos con otra por unos porcentajes imprecisos; la lujuria flotaba en el aire, en los bostezos de los novios al amanecer, y en cuanto al alcohol, la gente siguió bebiéndolo a escondidas.
Recuerdo una anécdota muy graciosa ocurrida después de la partida del decano. Terminábamos un campo de caña, como solíamos decir, «atacado por todos los frentes», cuando, en un claro abierto en el centro de aquella selva, apareció de súbito una litera con una colchoneta protegida con nylon. ¿Y esto que coño hace aquí?, grité. Marcela me miró con ojos chispeantes. Nos reunimos hipnotizados alrededor de la litera y, sin más, se produjo un estallido de carcajadas.
Surrealista, dijo Yordanka.
Si Lam hubiese visto esto no hubiera pintado La silla, sino La litera, dijo el negro Felo.
Uno de aquellos sábados, Farinelli puso discos de los Beatles, The Doors y The Rolling Stones. Todavía hoy ignoro de qué argucias o favores se valió para lograr que el guajirito violara mis instrucciones. Las voces del famoso cuarteto de Liverpool, Jim Morrison y Mick Jagger retumbaron en el campamento. Los de lengua inglesa no daban crédito a lo que oían en los altavoces. Pasada la sorpresa, fingí complacencia; en cambio, Puntilla protestó, pero nadie le hizo caso, ni su propia gente. Cuando quiso entrar a la fuerza en el local de la radio base, varias naranjas volaron por sobre su cabeza. Acobardado, se refugió en el albergue, desde donde continuó amenazando con denunciar la indisciplina ante el rector de la universidad. Cabrón chivato. Esa misma noche regaron no sé qué polvo urticante en su sábana, y fue tanto el escozor y el nerviosismo que le produjo que tuvieron que trasladarlo de inmediato hacia un hospital. A diferencia de Marcela, Puntilla no regresó a la zafra. Qué alivio.
Pero volvamos a la revuelta musical, o a la «rebelión en la granja», como años después la llamó Farinelli. Las parejas bailaban con frenesí sicodélico, ejecutando contorsiones rocambolescas. Los profesores no se turbaban y hasta parecían disfrutar de la fiesta. Marcela me arrastró a la improvisada pista y comenzó a moverse como una culebra. Nunca pude descifrar cómo lograba bailar con esos movimientos ondulatorios, de la cabeza a los pies, tan parecido a los del animal.
Zuque, Felo, Yordanka, Ana Iris e Iván no estaban entre los bailadores. Yo sabía que ellos acostumbraban a organizar tertulias secretas con botellas de Coronilla que adquirían en el pueblo y abundantes mariquitas, frutas, papas fritas y carne rusa reelaborada por la mano prodigiosa de Yordanka. Zuque era la animadora principal de aquellas peñas en cajas de madera dispuestas en forma de herradura, donde se declamaban poemas a la luz de un bombillo y se discutía sobre literatura, cine, historia y política. Sabía que no me invitaban para no buscarme problemas como dirigente estudiantil. A Marcela tampoco la invitaban, porque si ella viene, vendrá Javier, me soplaron que dijo Zuque una vez ante el reclamo tenaz de Ana Iris.
En un momento en que el guajiro cambiaba de disco, propuse a Marcela visitar el espacio de Zuque. ¿Qué espacio?, preguntó divertida. Entonces le conté sobre la tertulia. Furiosa, corrió en dirección al taller. En un santiamén ya estaba en medio del círculo echando pestes. Son todos unos hijos de puta, sin mí no habría mujeres en este campamento, y ustedes los hombres estarían aburridos o botándose pajas en los platanales, gritaba mirando en redondo las caras paralizadas por su violenta irrupción. Zuque preguntó cómo nos habíamos enterado y yo le respondí que por el aliento a rayos que largaban los domingos por la mañana. A rayos no, a Coronilla, nuestro aguardiente patrio, rectificó mientras se recogía el pelo crespo con una cinta. La miré de reojo y me di cuenta de que no llevaba ajustadores debajo de la blusa, y que su cara de mulata achinada tenía un hermoso bronceado. Todos los hombres deseábamos a Zuque, y sé de algunos que se babeaban en su presencia.
La jabada Yordanka nos hizo beber un vaso de aguardiente, para que se pongan rápido a tono con los demás, explicó. Nos sentamos en unos cajones empercudidos que traquearon con el peso. Como si nada hubiese ocurrido, en segundos se reanudó el debate en torno al neorrealismo italiano en el cine y su influjo en algunos cineastas cubanos como Titón, Julio García Espinosa y otros; luego saltaron al erotismo en el cine, momento que Felo aprovechó para disertar sobre las extravagancias cinematográficas de Andy Warhol, cuyas películas sin trama solo conocíamos de oídas, gracias a los comentarios de cinéfilos que las vieron en el extranjero. De ahí saltaron al capítulo VIII de Paradiso, la novela de Lezama que algunos conocían exclusivamente por ese segmento de profusa carnalidad y que provocó el espanto de los puritanos de la época, ignorando otros no menos «subidos de tono». De Paradiso cayeron en anécdotas de broncas y saetazos entre artistas y escritores, como las diatribas de Sartre y otros pensadores franceses contra Camus («Campesino endomingado», le decían). La envidia siempre ha sido un mal endémico de la farándula, dijo Yordanka. Iván asintió con un movimiento de cabeza. A continuación, la emprendieron con el poemario Fuera de juego, de Heberto Padilla y la obra de teatro de Antón Arrufat Los siete contra Tebas. Ambos libros sonaban en los círculos intelectuales a partir de un cuestionado premio de la Uneac en el 68 y eran centro de una pelotera más ideológica que artística, así más o menos lo explicó Zuque, y mostró dos ejemplares forrados con carátulas de la revista Bohemia, una precaución indispensable para poder leer lo que nos diera la gana sin regaños y otras complicaciones. En el acto emergieron opiniones divergentes, entre ellas la mía. Son libros tendenciosos y, en definitiva, menores, sentencié. Oye, Javier, piensa con tu propia cabeza y no repitas lo que oyes como un papagayo, me increpó Ana Iris, que ya se las había ingeniado para acomodarse junto a Marcela. Me molestó su ataque, también sus dedos finos y largos repletos de anillos, la bocaza de puta, el cuerpo musculoso a base de ejercicios, el pelo de rubia falsa. Poco tiempo después, cuando pude leer dichos libros con serenidad, comprendí cuán superficial fue mi apreciación. Pasarían años para que yo me decidiera a expresar libremente mi punto de vista, en un aula repleta de alumnos tan jóvenes como éramos nosotros entonces, mirando sus caras aburridas, como si nada les sorprendiera o les interesara.
En un momento Iván introdujo el tema de la energía orgónica, del sicoanalista austriaco Wilhelm Reich, algo ya superado desde el punto de vista teórico y práctico, pero que para nosotros seguía siendo una primicia. Volví a intervenir diciendo que no creía que un acumulador moviera ninguna energía en el cuerpo humano ni mucho menos que resolviera problemas sexuales. Cierto, pero el tipo no se equivoca cuando afirma que vivimos sexualmente reprimidos por una suma de causas, entre ellas las moralinas estúpidas, dijo Yordanka mirando a la cara de Felo, que esta vez permaneció inmutable. Zuque habló de nudos de energía que frenaban el placer. Qué falta le haría a Javier que le zafaran esos nudos, terció Ana Iris dirigiéndose al círculo. ¡Qué falta nos haría a todos!, gritó Marcela y levantó el vaso para que le sirvieran más aguardiente. Mi madre bebe para ignorar las puterías de mi padre, pero yo… ¿para qué carajo bebo yo? ¿Tú lo sabes ,querido primo? Le pedí que se callara, por favor, van a pensar que estás borracha.
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Luego la conversación giró hacia la zafra. En este punto todos coincidimos en que se alcanzarían los diez millones. Pero al negro Felo le dio por preguntar qué pasaría si no se lograban, a ver, si la caña no alcanza y los centrales se paralizan, ¿ustedes se imaginan qué pasaría? Por unos segundos quedamos pasmados, sin palabras. ¿Acaso perdiste la cabeza? ¿Te cayó mal el alcohol? ¿Cómo puedes imaginar siquiera esa posibilidad? Poco faltó para que nos comiéramos vivo a Felo, siempre con una preguntica aparentemente ingenua en la boca, capaz de fantasear historias que te contaba con absoluta impavidez. Hipocondríaco contumaz, una tarde lo vi vaciar su mochila en busca de un medicamento y quedé anonadado por la cantidad de blísteres de pastillas que cargaba, pomos de jarabe, ungüentos, vendas, cilindros de esparadrapo, desinfectantes, antibióticos, aspirinas, en fin, una farmacia ambulatoria. Cada vez que alguien se sentía mal, iba a ver a Felo para que le diera algo de su fabuloso botiquín, incluso el médico del campamento. Qué locura, reí halándole la melena pasuda, estilo Black Panthers, que él cuidaba con delicadeza casi obsesiva. Ah, hombre de poca fe, exclamó Zuque y le tiró una cáscara de plátano. ¡Felo tiene razón y ustedes son unos pendejos que no se atreven a dudar!, gritó Marcela. Silencio. Solo Yordanka hizo un gesto como si fuese a hablar, pero calló. Al comprobar que sus palabras no fueron bien recibidas, Marcela sonrió, se rascó la cabeza (¿piojos otra vez?) y cambió de tema. Dijo que acababa de leer una novela del colombiano García Márquez. Es la historia de un pueblo erigido en medio de la selva y una familia extravagante que crece y se derrumba como el mismo pueblo; hay un maleficio en la familia que provoca que cada cierto tiempo nazcan niños con cola de puerco. Javi, ¿tú crees que si tuviéramos un hijo nos saldría con esa asquerosa cola? Zuque le pidió que no hablara tan alto, chica, nos van a descubrir por tu culpa; pero ella siguió hablando de la novela y riéndose cada vez más alto.
Ante las protestas del grupo, tuve que llevármela a empujones hacia unos matorrales donde, de repente, se prendió de mi cuello y comenzó a besarme. Supuse que este era tu plan, me dijo sin despegar sus labios de los míos. ¿Qué plan?, pregunté extrañado. Tu plan de acostarte conmigo, mi plan de permitirlo cuando te decidieras, dijo con un fuerte aliento de Coronilla que le subía de adentro, y empezó a desnudarse, primero los jeans y luego el pulóver, bajo el cual emergieron unas teticas duras, frescas y punzantes, finalmente el blúmer. Nunca pensé que las cosas me iban a salir tan fáciles; mucho menos que ella, a su vez, tuviera un plan. O un contra plan. O un plan de emergencia. Antes de acoplarnos me coloqué el preservativo chino, pero ella me lo arrancó de un tirón. Si la criatura nace con rabo de puerco la llevamos al médico para que se lo extirpen, dijo tendiéndose sobre la hierba con las piernas abiertas. Besé sus pechos y ella me pidió que los mordiera, que los pellizcara sin piedad. Recorrí con la lengua su vientre arqueado, sus muslos tensos, su grieta jabonosa. Cuando por fin la penetré, emitió un gritico de dolor. Fundidos en un solo cuerpo, escuchamos el trino inconfundible de María Callas en Casta diva en lugar de la voz nasal de Jagger. ¿Es verdad lo que escucho?, preguntó Marcela acelerando el movimiento de su pelvis. Sí, cariño, es verdad, le respondí. Entonces, ¿ahora sí estamos en el cielo?, balbució arañándome con sus uñas en los brazos y la espalda. No, mi amor, estamos en el suelo, coño, dije, y empujé más hondo.
Nos quedamos tendidos un largo rato, mirando al firmamento, hasta que ella se quejó de que un bicho la había picado en las nalgas. Nerviosa, se sacudió y comenzamos a vestirnos. De regreso al campamento, Marcela me mostró un escarabajo negro. Este hermoso animalito que ves aquí representa la habilidad aparentemente inhábil, la perfección aparentemente imperfecta, dijo. La misma pedantería de su gran amigo, pensé dispuesto a que ninguna entelequia filosófica perturbara el sentimiento de regocijo que arrastraba. En la puerta del albergue me esperaba Farinelli. Al acercármele, sonrió, dándome a entender que él también había concebido un plan para esa noche, un plan que me vino como anillo al dedo.
Sin comentarios, dijo guiñándome un ojo, y ambos nos fuimos a dormir.
Alberto Marrero Fernández (1956).
Presidente de Escritores de la UNEAC.
Poeta y narrador. Ha recibido el Premio de poesía Julián del Casal, el Premio Nicolás Guillen de poesía, el Premio Alejo Carpentier de novela y el premio Aniversario del Triunfo de la Revolución de novela policial.
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