Luna del amor inolvidable
Giraldo Aice
Prólogo
Aventurando una eventual clasificación de los prólogos, puedo comenzar por el más carismático: el pavorreal, donde el autor despliega sus plumas de cola y, como si estuviera mirándose por dentro, saca toda la artillería del idioma para deslumbrar a los lectores —y a veces lo consigue.
Luego, viene el osito del cariño, que es como la abuela del autor, prodigando elogios a mansalva, con aquellos prólogos que
rezuman mieles por los cuatro costados. Los académicos son esos prologuistas empeñados en demostrar que conocen las técnicas habidas y por haber, de las que toma muestras de la obra, para demostrar la solidez de sus conocimientos.
El pedante sabelotodo es como los narradores de filmes, en casa o en el cine, que te van contando lo que estás viendo, de manera que al final ya no necesitas leerte el libro. Hay otros tipos, pero con esta muestra me parece suficiente. Por mi parte, prefiero el anti-prólogo, donde se comienza dando criterios de lector. Por ejemplo, Luna del amor inolvidable la he leído de un tirón. Es lo que suele decirse una lectura fácil. Amena.
Ahora, surgen los problemas. Debo definir qué tipo de lector soy, para que el lector que no pertenezca a esa categoría no se sienta estafado.
Pues bien: soy una lectora desprejuiciada. No es relevante lo que digan los personajes, comenzando por la ideología, la raza o el sexo, la exposición de los escenarios, la descripción de los hechos; me importa que estén bien escritos. Solo rechazo de manera irrevocable el discurso del odio, los llamados a la violencia y cualquier justificación a la violación de los Derechos Humanos.
El propio autor advierte que este libro no es apto para menores ni para personas con una moralidad estricta en lo referido al sexo. Y hace muy bien con aclararlo, porque no son pocas las escenas o, mejor dicho, los diálogos —esta novelita está constituida por dialogo puro— donde se describe o se hace referencia al sexo.
Más que una lectura, este trabajo produce la rara impresión de ser uno el oyente escogido por casi todas las personas del barrio, para venir a dar fe de un suceso que resultó extraordinario para ellos, en momentos en los que las urgencias de la vida han llevado a muchos a convertir el amor en una mercancía, en un artículo de trueque.
Y aquí es donde le encuentro la importancia medular a esta obra, en aquel discurso subyacente, pero bastante accesible al conocedor medio de la realidad cubana, como si la gente buscara en el sexo un refugio contra la inclemencia de la realidad. Desde luego, hablo del ciudadano común. Las elites del poder y los grupos crecientes de individuos que van logrando la independencia económica, de seguro tienen otros modos de espantar las desidias de la vida. Al menos tienen con qué hacerlo; pero siguen siendo minoría.
He tenido el privilegio de leer varios manuscritos de este autor. Puedo afirmar, categóricamente, que Luna es, por así decirlo, el menos elaborado de sus trabajos. Tal vez sea por la característica de ser la reelaboración de un testimonio grupal, en el que mantiene oculta la oreja peluda.
Lo consustancial a toda su obra es la intención de reflejar, con toda la fidelidad posible, la realidad cubana de estos tiempos, sin afeites y sin exageraciones. Y de acceder, con el telescopio de su talento y la perspicacia de un detective, hacia segmentos poco conocidos o desconocidos en absoluto.
En su premiado y reconocido libro de relatos Luna del amor infame, encontramos la referencia a dos tratamientos psicoanalíticos. Eso ocurre por primera vez en las letras cubanas. Y, para citar otro ejemplo, en El son de la malayerba, su primera novela policial, aparece el detective privado clandestino, una figura que en lo real ya existe.
En la novela El viento de la eternidad, todavía inédita también, el ya gastado tema del jineterismo aparece bajo una nueva luz, esto es, los grupos casi mafiosos que arman celadas para cazar extranjeros solventes. Todo ello, para decirle a los lectores y críticos que no se vayan con la de trapo tras la lectura de esta novela, porque Aice va a levantar la apuesta en cada nueva entrega, en tanto cada una es
parte de un proyecto general que bien pudiera nombrarse, parafraseando a Balzac, como La tragedia cubana.
Estela Cruz Mondador
INTRODUCCIÓN
El contenido de este trabajo tiene una fuerte carga erótica, aunque la intención no fue escribir una novela de esa categoría. Se trató de reconstruir la historia de una secuencia de hechos reales, acaecidos alrededor de una relación amorosa, donde el sexo ocupaba el eje central de la trama, tanto en los protagonistas como en los vecinos.
Es un desprendimiento aleatorio de una investigación que ya se acerca a las cuatro décadas, donde intento acotar las líneas fundamentales del pensamiento psicológico cubano —y que ya tiene en circulación la aplicación clínica, en el libro Terapia Cauzal, publicado en el 2012. Aunque aparecen frases y oraciones propias de la novela rosa, tampoco es una novela rosa. Semejante discurso sobrevive en el cauce de la comunicación social, pese a la política oficial de rechazo a lo que llaman lecturas fáciles, cimentada sobre los criterios de una elite cultural mojigata y sostenida por sucesivos ministros de cultura. En este segmento social no encontramos ni siquiera vestigios de la propaganda, pese a la artillería de cerca de doscientas emisoras de radio, una treintena de canales de televisión incluyendo los seis de alcance nacional—, los diarios de circulación nacional y los semanarios de provincia.
Contando, además, con la camisa de fuerza de los maestros y profesores de todos los niveles de enseñanza, obligados a insertar las ideas oficiales en cada turno, debe ser una herida narcisista para los ideólogos y jerarcas políticos, el hecho cierto y comprobable de que cada vez su ideología penetra menos sectores de la población. De tal suerte, en los segmentos representados en el libro de relatos Luna del amor infame, que tiene también cierta carga erótica, tampoco aparece aquel discurso. Como no aparece en mis novelas inéditas El viento de la eternidad, Nunca digas que el dolor te mata y El son de la malayerba. La primera, centra su atención en la prostitución, nombrada como jineterismo por la gente del gremio y que ya se ha instalado en el discurso social. Toda su carga erótica, que la tiene, proviene de los métodos utilizados por ciertos equipos de caza, cuyas presas preferidas son extranjeros y funcionarios bien posicionados. Desde luego, la carnada siempre es una chica joven y agraciada, entrenada por una matrona experimentada y acompañada en el proceso por otros cómplices, que trabajan lo mismo a la sombra que a plena luz del día, con técnicas refinadas y cuyos frutos preciados son los matrimonios o las relaciones consensuales duraderas.
La malayerba trata, como su título lo declara, sobre el consumo y el tráfico de drogas en Cuba, centrando su atención en la mariguana, con cierto nivel de carga erótica también, como es usual en estos segmentos sociales, donde el cannabis debe parte de su prestigio al hecho cierto de que cataliza los sentidos y predispone a la mente para idealizar a la pareja.
La presencia de la sexualidad en toda mi narrativa no se funda en la intención de usarla como gancho para lectores aficionados al tema, sino como reflejo del discurso y el pensamiento de aquellos espacios que no existen en los medios oficiales, o son presentados con las deformaciones propias del discurso ideológico prejuiciado.
De cualquier manera, siempre estoy intentando hacer lo mejor, y hacerlo mejor; de tal suerte, no doy por terminada una obra hasta alcanzar la aprobación de mis lectores de manuscritos, de la mayoría absoluta de ellos, porque en definitiva lo importante es producir en el lector medio el infinito placer que genera una buena lectura.
Muchas gracias.
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1
(Él)
Ella me gustó mucho desde el mismo instante que la conocí. Esa es una frase gastada por el uso, pero realmente no hay otra que exprese con exactitud la impresión que me produce. Sin
embargo, no tenía nada extraordinario, a juzgar por lo que las heroínas de las novelas y los filmes de amor nos suelen presentar una belleza etérea, un busto fascinante, una sonrisa encantadora, o un cuerpo escultural y unos ojos de bruja.
Ni siquiera vestía con elegancia. No tenía ese vaivén provocativo en las caderas, ni desplegó jamás ese andamiaje sutil de gestos y poses que las vampiresas tejen ante los ojos del hombre que las mira.
Era, y lo sigue siendo, una mujer común. Pero, por algún extraño sortilegio, sentí como si me lloviera encima un baño de pétalos tibios al conocerla. Imagino que entonces me pongo como un pavo real, con las plumas de colores desplegadas, y me le acerco con mi mejor sonrisa —por lo menos con lo que creía era mi mejor sonrisa, la de conquistador.
Pero nada de esto hizo mella en su carácter hermético. A mis preguntas de aproximación galante respondió con monosílabos secos, cortantes. Eso fue frente a la única pizzería del pueblo. Más tarde volví a verla en la terraza de la casa de mi padre. Estaba agachada, acariciando con ternura a un cachorro. Había visto cientos de mujeres acariciando perros, pero esa imagen se me quedó grabada para siempre.
Estuve varios minutos contemplándola. De pronto se volvió, y vi como le cruzaba por la mirada una especie de ráfaga de aversión y creí que definitivamente ya no tendría la menor oportunidad con ella.
(Ella)
Lo vi como alguien a la que una no puede aspirar. Tenía la mirada dura, y me confundían sus palabras amables. No sabía que decirle. Su presencia me atemorizaba, me crispaba los nervios.
Cuando me habló en la pizzería, me entraron unos deseos locos de orinar. Pese a su presencia de hombre rotundo, tenía como una aureola de niño desamparado. El perrito me hizo pensar en él, y me incliné para acariciarlo; entonces, de pronto, sentí su presencia y me volví aterrorizada, temiendo que él descubriera lo que realmente estaba sintiendo.
Era como si sus ojos me desnudaran por dentro. Me sentía indefensa ante esa mirada como de fiera, como de tigre antes del ataque final. Estaba atenazada por dos fuerzas contrarias: el deseo de entregarme, de correr hacia él y abrazarlo, y la compulsión instintiva de huir, de alejarme.
(La menor de las tías)
Andábamos juntas cuando se conocieron. Ella era mucho más idiota que ahora. Se puso nerviosa cantidad cuando él se le encimó ronroneando como un gato. En cuanto nos alejamos le dije:
— A ese cabrón lo conocí en la fábrica; se pone así con todas las mujeres. No te embarques.
(Él)
Volví a verla en la ciudad. Estaba casada y parecía una ovejita atendiendo al esposo. Perdí toda esperanza. Yo también estaba casado. Tenía, además, una amante en el taller de cerámica. Luego de verla a ella, mientras mi amante practica ba su deporte favorito —una felación lánguida, demorada— a veces me daba por fantasear que estaba con ella y al hacerlo me sobrevenían unos escalofríos enervantes, produciendo, invariablemente en tales ocasiones, una eyaculación violenta, para disgusto de mi pareja.
Eso se convirtió como en un juego. Si quería complacer a mi felatio flemática, me entretenía pensando en cualquier cosa —los editoriales de la prensa, lo jodida que estaba la situación — hasta que esta loca empezara a gemir e iniciara un movimiento coital acelerado con la boca. Ahí pensaba en ella, y mi amante se complacía en sorber todos mis jugos, con un rictus de satisfacción infinita.
Al principio de esta relación, luego de ese ritual hacíamos el amor como Dios manda; pero pronto me di cuenta de que en realidad a esta loca le importaba muy poco el sexo natural y, sin darme cuenta, al menos con ella dejó de importarme también. Cierto es que ella había adquirido una habilidad asombrosa en tal ejercicio, pero en definitiva los encuentros con ella me dejaban con una insatisfacción que poco a poco se fue haciendo crónica. Nunca se lo dije. Ni lo comenté con nadie. Tal vez por eso de tarde en tarde sentía el impulso de castigarla y nada le producía un agravio mayor que el hecho de quedarse a medias, en una eyaculación precoz.
Ya sabes que para lograrlo solo tenía que cerrar los ojos y pensar en ella.
Durante mucho tiempo pensé que el goce que sentía en esos casos se debía al efecto devastador del castigo; pero pronto me di cuenta, por mera casualidad, de que el goce verdadero venía desde lo inconsciente —adonde había desterrado el recuerdo de aquella muchacha común, que ya parecía destinada a habitarme por dentro, para siempre.
(Ella)
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No soy muy pensadora. A veces lo recordaba y sentía un calorcillo en el pecho. Se había distanciado, lo veía poco, y pensar que era un imposible me producía vértigos. El que fue mi primer esposo es un buen hombre. Trabajador, atento, gentil conmigo y mi familia. Humilde. Habíamos iniciado el noviazgo en la escuela. Me asediaba, y yo lo rechazaba con desdén. En realidad, no había sentido interés por ningún muchacho todavía.
Todas las de mi grupo tenían noviecitos. Y mis amigas me empujaban hacia él, hablándome de sus ojos lindos, de que lo estaba matando y eso. Me casé por embullo, pero ya el matrimonio nuestro no daba para más. Ahora toda mi familia me instaba a seguir con él, y eso estaba demorando la separación.
El día que le dije que yo ya no estaba sintiendo nada se derrumbó totalmente. Le cogí lástima. Andaba por todas partes como un perro apaleado, y redoblé mis atenciones para aliviar en algo su pena.
Giraldo Aice (Manatí, Las Tunas, 1955) poeta, narrador e investigador independiente.
Ha obtenido una docena de premios en los géneros de poesía, cuento y teatro. Tiene 5 libros publicados. Tres de narrativa (agotados en su versión impresa), una antología de poesía y un libro teórico. Poemas y relatos suyos aparecen en antologías de Cuba, México y España.
Tiene varias novelas inéditas, un libro de ensayo (Los caminos que convergen en la ópera prima, una guía para la escritura de una primera novela, Premio Taller de la Crítica 2006) y tiene en terminación la versión definitiva de su trabajo teórico, tal vez la primera teoría general psicológica de Cuba, cuya aplicación clínica apareció publicada en 2012 (Terapia Cauzal, eae, Alemania)
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