Por Reinier del Pino Cejas. (Más de este escritor)
No existe mejor manera de pasar el Día del escritor que la que tuve el privilegio de disfrutar durante la jornada de ayer. La invitación del consagrado escritor cubano de ficciones Alberto Guerra a participar del espacio Café Naranjo, en el Centro Cultural Dulce María Loynaz fue un regalo de lujo para este guajiro de Caimito.
Que mi primera vez en este lugar fuese también acompañado en la lectura por el poeta Roswell Borges ya fue valor añadido a la magia del momento. Todo eso aderezado por la compañía de escritores del grupo Café Naranjo, su complicidad, esa sensación de conocernos de toda la vida, aunque apenas nos hemos encontrado personalmente una o dos veces y convivimos en el escenario virtual.
La guinda del pastel fue el auditorio de jóvenes, de adolescentes llenando la sala, su valentía de animarse a leer, su reacción ante lo que escucharon, sus aplausos.
Disfrutamos de la lectura de uno de los capítulos de la novela Los Conjurados, de Guerra Naranjo. Nos deleitamos también con su proverbial instinto pedagógico que deja a uno sin saber si es el escritor o el maestro el que habla, misterio solo develado cuando uno lee sus obras y descubre que son la misma esencia.
Nos dijo Alberto que asociar salva, que escribir salva, que leer salva.
Borges nos atrapó con su mística, su juego de palabras, sus imágenes estridentes a veces y otras sutiles, casi imperceptibles si no anda uno despierto para su obra. Nos abrazó con su don de gente y su capacidad para traer desde Santa Clara un libro, un blíster de medicamentos o para convocar a los amigos de antaño en un encuentro capitalino.
Luego tuvimos la dicha de un recorrido guiado por la casona de Dulce María. Me recreé ante el vitral, ante los salones francés y colonial, ante las maravillas que me hicieron sentir más cerca de la poeta enorme. Sobre todo la vi en el silencio de su capilla. “Selva de mi silencio, en ti se mellan todas las hachas; se despuntan todas las flechas; se quiebran todos los vientos”.
Excelentes anfitriones en el Centro Cultural Dulce María Loynaz. Excelente anfitrión Alberto Guerra Naranjo, hombre con tino igual para juntar, asociar y salvar a quienes apostamos por la palabra. Luego hubo brindis en el Hurón Azul de la Uneac con trovadores de fondo. Hubo también que regresar y devolver La Habana a sus albaceas de turno.
¡Qué malo está el transporte! ¡Qué cara está la vida! ¡Qué calor hay a bordo de este taxi rutero! Fue esa la banda sonora de mi tarde del Día del escritor. La escuchaba lejana. Como un eco que se pierde en la distancia. Como un susurro casi imperceptible. Yo regresé leyendo a mi barrio entrañable, repasando las horas de alegría entre versos, los rostros satisfechos de aquellos muchachos “con los ojos velados de tinieblas y asombros” irrumpiendo en el mundo de la literatura, de la mano de Alberto, de la nuestra.
Muchas gracias a Café Naranjo. No existe mejor manera de pasar el día. Un día cualquiera. Cerraría mi diario, si tuviera diario con el texto siguiente:
“Llegué a casa flotando. Sin batería en el celular y sin corriente eléctrica. Besé a mi esposa y a mi hija. Tomé un baño y cené como un recluso el día de la visita. Me recosté pensando en Dulce María Loynaz, en lo buena que es la vida. Dormí con la certeza de que tendría sueños agradables y de que la literatura salva”.
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