En la entrada de hoy de Café Naranjo, «9 Minialbertos del Siglo XIX hacia atrás», de Alberto Guerra Naranjo.
LA DEUDA DEL CAUTIVO
Esa vez mandó a pedir papel, tinta y pluma de ganso. Así, teniendo libre de cadenas el espíritu, sería menos dura la prisión del cuerpo. Escribir sobre asuntos inventados no costaba un céntimo en oro, ni existía joya en el mundo que pudiera compensarlo, eso había descubierto en las distintas mazmorras, a lo largo de su vida y, para su buena suerte, contrario al destino de otros reos, era su mejor forma de escape.
Tiempo atrás, antes de ser excomulgado, por causa de las deudas que contrajo como comisario de abastos de los barcos reales, también fue esclavo del griego Dali Mamí, por cinco años, e intentó la fuga en cuatro ocasiones, pero ya no contaba con energías de soldado, ni con edad favorable.
Prefería, entonces, aprovechar la luz filtrada entre barrotes, agradecer la vela endeble en la noche, no sin antes dar gracias a Dios por la ocurrencia, y escribir sin descanso, como si no quedara otro remedio, sobre las desventuras en burro de un gordito hablador y de un tal Alonso Quijano en Rocinante, que, desde un tiempo a esa fecha, desandaban con soltura crucial en su cabeza.
EL PEOR DE LOS AÑOS
Excelencia, toca a mí informaros en detalle sobre lo ocurrido en nuestra Universidad de Santo Domingo, en fecha reciente de este 1586, entre nuestro don Rodrigo Díaz Cortez y el maldito corsario inglés Drake.
Como bien sabe usted, nuestra isla, La Española, posee el grandísimo honor de haberse convertido, desde 1518, en el primer sitio de Las Indias en fundar una universidad; eso mismo explicaba a don Rodrigo Díaz Cortez, venido de Alicante, con la honrosa misión de escribir un informe para su majestad, a quien nuestro claustro recibió con los honores correspondientes.
Argumentaba a Díaz Cortez, en recorrido junto a varios profesores, que nuestra universidad se había fundado con los mismos derechos y prerrogativas que las de Salamanca y Valladolid, gracias al empuje de nuestros domínicos, quienes, luego de veinte años de persistencia, lograron acreditarse la bula In apostulatus culmine, ganancia imprescindible para nuestro prestigio, cuyos pliegos, con emoción, le mostraba yo en ese momento.
Expliqué, además, que, a pesar de las adversidades, en una isla atacada por ciclones, contrabandistas, corsarios; habitada por negros salvajes, por indígenas no menos salvajes, por mestizos de baja condición moral, todos socarrones, impuntuales, adeptos a las mujeres fáciles y a las peleas de gallos, todos vagos irredimibles, y habitada por pocos blancos de recio carácter, nos sobrepusimos de estas dificultades atendiendo, inclusive, a estudiantes de las islas cercanas y hasta del continente; e impartiendo con gusto materias como Artes, Teología, Cánones y Leyes.
Entonces, de súbito, como si se tratara de una pesadilla inexplicable, con su espada tinta en sangre, apareció ante nosotros el mismísimo corsario inglés Drake, convirtiendo este año de 1586 en uno de los peores para La Española y para nuestra universidad.
Por cierto, Excelencia, aún se desconoce la razón por la que el denostado corsario, antes de arrasar con todo lo que encontró por delante, arrebató de mis manos los pliegos de la bula In apostulatus culmine, única prueba de nuestro prestigio y, de paso, como para multiplicarnos el dolor, también atravesó con su espada al bueno de don Rodrigo.
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UN RECTOR DEL CRIMEN
En este Virreinato del Perú, más que el virrey, reina el desatino, y yo, como rector de la Universidad de San Carlos de Lima, además de negarme a participar en las audiencias, siempre he declinado ejercer como alcalde del crimen.
Pero el virrey, amenazador, insolente, rayano en la pedantería, casi como si me envidiara, insiste en que esas otras funciones también me competen y tengo la obligación de salir a las calles como un torpe soldado.
Sufro cuando abandono el claustro. En más de una ocasión, he llorado a lágrima viva por causa de semejante desatino. Perdonadme, Dios mío, si he sido un pecador y me estás castigando.
Soy un pacífico hombre de letras, no tengo nada que ver con ambiciones, intrigas, Francisco Pizarro, ni con quienes lo ejecutaron por traidor a la Corona.
Si de algo me precio es de haber pertenecido a los fundadores de esta universidad y de estar presente en agosto de 1574, fecha en que elegimos a San Carlos como su santo patrono.
Recuerden que fui un fraile cuyo único deseo ha sido dictar, en castellano puro, Teología o Sagrada Escritura, al grupo de estudiantes que escuchaba mi apasionado verbo, casi todos los días, y es para eso que sirvo, no para andar persiguiendo criminales, en claro desafío a tantos rostros de indios y de cholos, que se comunican en lenguas tan bárbaras como el guaraní, mapudundun, quechua, aimara y vaya usted a saber en cuántas otras.
«Mido el tiempo, lo sé, pero ni mido el futuro, que aún no es; ni mido el presente, que no se extiende por ningún espacio; ni mido el pretérito, que ya no existe. ¿Qué es, pues, lo que mido?», se preguntaría san Agustín en Confesiones, y así mismo me pregunto yo ahora, después de obedecer como un estúpido a un maldito virrey; alguien que impuso a un rector de mi categoría ejercer como alcalde del crimen, para que persiguiera a bandidos de poca monta, como estos infieles que me han atrapado y están a punto de cortarme la cabeza.
INGRATITUD
Cuatro de nuestros valiosos jóvenes, justo hace un año y seis meses, con pleno consentimiento de sus padres y minuciosos arreglos para efectuar el viaje, abandonaron estudios en nuestra Universidad de San Pablo de México con el fin de aplicar Teología, Sagrada Escritura y Retórica, en la prestigiosa Universidad de Salamanca, allende los mares.
Nuestro claustro en pleno, señoría, se niega a continuar trabajando bajo circunstancias que nadie merece. Tanta abnegación de sus docentes, no debía pagarse con descrédito y necesitamos favorables respuestas ya. Facer España, tarea común, nunca se olvide.
Desde que el célebre humanista Francisco Cervantes de Salazar, el día 3 de junio de 1553 dictara la lección que inauguró nuestra universidad, acompañado por figura tan notable como Fray Alonso de la Veracruz, discípulo de Victoria en Salamanca, nos sobran evidencias de nuestras calidades como claustro de primer orden.
Nos sobran, además, las escrituras donde se expresa nuestro interés en que la universidad mejicana goce de los mismos privilegios que tiene la de Salamanca, e incluso la de San Carlos de Lima, para que nuestros vecinos no nos denosten, ni continúen enviando a sus hijos a estudiar tan lejos.
En cuanto al viaje de estudios de estos últimos jóvenes, según nuestras averiguaciones, se ha confirmado, de buena fuente, que ninguno llegó a Salamanca.
Uno de ellos murió por causa de repentinas fiebres en el mismísimo Puerto de Veracruz; otro se aventuró como marino de un barco con rumbo a África y los otros dos, por quedar encandilados con La Habana, han corrido peor suerte: viven justo en La Calle de los mercaderes, olvidados para siempre de los altos estudios, entre peleas de gallos, juergas constantes, o amancebados con negras y mestizas.
PREMONICIÓN
La aldea en pleno fue sorprendida por violentos cazadores de otra tribu.
Amarraron nuestras manos y pies, mientras intentamos una inúltil protesta.
Con regocijo enorme, nos llevaron en filas donde el mar.
Negociaron un rato largo con unos extraños que nos metieron en el vientre de una enorme chalupa.
Vinieron mareos insoportables, vómitos, gritos, latigazos, mis pestes confundidas con las pestes de los míos.
Éramos esclavos y al llegar a otras tierras seríamos vendidos a precios diversos, lo supe por aquellos con mayores experiencias.
En alguna plaza pública se dispersaría mi familia para siempre.
Un enorme cañaveral me esperaba, una mocha o un machete, un barracón, un cepo, un bocabajo, latigazos.
Tendría hijos con alguna esclava y esos hijos tendrían otros hijos esclavos que tendrían otros y así hasta el infinito.
Incluso, una de mis descendientes debería haber tenido hijos con el escritor Alberto Guerra.
Pero, para mi buena suerte, los extraños se asustaron por causa de las fiebres colectivas y, muy nerviosos, nos sacaron al sol.
Con prisa, como si se arrepintieran por habernos traído, nos lanzaban cubos de agua.
Entonces, sin pensarlo un instante, lo juro ante los dioses, preferí lanzarme al mar.
GLOBALIZACIÓN
Al Barón Alexander von Humboldt, aquella nevada tarde de 1803 en Berlín, le causó inmensa alegría comprobar la sensación de placer que sintió su amigo, el Barón Wolfram von Strausfeld, al degustar, por primera vez en su vida, una taza de té, mezclada con un par de turrones de azúcar.
A miles de kilómetros de allí, en cambio, justo en el puerto de Bombay, el joven Rabrimdranath sufría de serias convulsiones y de altas fiebres mientras maldecía el té en su delirio, porque, según dijeron sus colegas, a este joven un par de hijos se le habían muerto de hambre en fecha reciente, y como necesitaba conservar este nuevo trabajo para que no ocurriera lo mismo con su mujer y el resto de sus hijos, se esforzaba demasiado como acomodador de toneladas de hojas de té en las bodegas de los barcos.
Pero a la izquierda de Berlín, y a pocos menos kilómetros de distancia, en una isla del Caribe repleta de cañaverales, el negro Quintín, con sus manos ampolladas al máximo, llevaba horas enfrascado en el trapiche del ingenio para que el guarapo de caña terminara convertido en barras de azúcar y, aunque no tuvo fiebres altas, ni convulsiones, ni había perdido un par de hijos, el sudor y la sangre de sus manos se mezclaba en el guarapo, mientras maldecía, con furia y en silencio, aquellos excesos de trabajo.
Té con azúcar, dijo el Barón Wolfram von Strausfeld, saboreando, aún con la taza en su mano, menuda combinación, querido Humboldt, extraordinaria.
APELLIDO
El mayoral Crispín Guerra siempre fue un degenerado, y se jactaba en contra de nosotros a golpes inmisericordes de látigo; sobre todo cuando el amo podía verlo con su jarra de champola desde el portal o cuando aparecía montado en su hermoso caballo.
Justo en esos instantes, el mayoral se ensañaba conmigo más que con el resto y hubo veces en que el amo, como si se le removiera la conciencia, lo mandaba a parar, Basta de abusos, Crispín, carajo, que lo matas.
Es que, según decían las malas lenguas, también yo era hijo del amo con Santa, la negra más hermosa que tuvo jamás este ingenio y, tal vez, por saberse hermano mío, se mortificaba demasiado el mayoral.
Ah, pero los domingos, incluido aquel en que nos rebelamos y le cobré las cuentas, con unos tragos de aguardiente encima, entraba al barracón y escogía a alguna negra joven para desaforarse.
Más de una vez lo sentimos gemir como un pobre infeliz, más de una vez lo escuchamos gritar, borracho y ahogado en llantos, que en el fondo, aunque fuera libre y mayoral, él era igualito que nosotros, los Guerra de esta dotación, porque a todos, incluyéndolo, por si acaso nos olvidábamos del apellido, con hierro caliente, el amo había ordenado marcarnos una G en las espaldas.
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OTRA HISTORIA DE AMOR
En pleno ejercicio de la felicidad, deberíamos haber corrido descalzos por el bosque.
Incluso, muertos de risa y tomados de las manos, deberíamos haber tenido derechos a mostrar nuestro amor a cuatro vientos.
Pero, para desgracia de ella y de mí, solo éramos un par de jóvenes con susto que corrían descalzos por el monte.
Al principio, lo hicimos tomados de las manos; después, la penosa realidad se impuso como una bofetada.
Corríamos descalzos por el monte, eso fue cierto, pero con perros de caza a punto de atraparnos y con los rancheadores muy seguros de cobrar su recompensa.
En cambio, para fortuna nuestra, y eso no lo pensaron ellos, ni los amos, ni los perros, al final de ese monte, como el mayor de nuestros secretos cimarrones, nos esperaba un dulce abismo.
MÓVILES
Hermanos míos, los he llamado aparte, luego de tan pródiga cena, porque ya preocupa en grado sumo que nuestra querida madre continúe con su ensarta de alucinaciones, a las que llama sueños, que le aparecen en su imaginación mientras teje.
Lo peor, queridos míos, no es que sueñe o tenga pesadillas, eso es asunto de humanos y a nadie le importa; lo peor es que ya lo ha contado a cuatro vientos y todos en este pueblo, hasta el verdulero, la toman por una señora desquiciada.
¿Acaso no recuerdan ustedes cuando nos dijo que soñó con personas que flotaban más cerca de la luna que de nosotros?
¿Acaso ya olvidaron cuando nos habló de embarcaciones donde sus tripulantes topaban con un mundo lejano, con gente pintorrajeada y desnuda pescando en sus costas?
¿Acaso no recuerdan cuando dijo que soñó con personas que guardaban música para escucharla cuando desearan y sin necesidad de que estuvieran de cuerpo presente, ni los instrumentos, ni los ejecutantes?
¿Acaso ya olvidaron cuando nos confirmó que habrá gente que volará por los aires de un pueblo a otro, metidos en pájaros enormes?
Pero lo que acaba de decirnos esta noche en la cena ya es el colmo, es la gota que por fin derrama el vaso y por esa causa los he apartado.
Si al menos fuera nuestro padre el soñador las cosas estarían justificadas, la embriaguez que provocan los vinos de taberna justifican cualquier desafuero, pero no es el caso.
Cuando nuestra querida madre dijo esta noche que alguna vez cada cual llevará consigo un pequeño artefacto del tamaño de la mano y que con él podríamos comunicarnos en todas las variantes posibles, estemos donde estemos, seamos quienes seamos, en mi humilde parecer ese sueño, o pesadilla, seamos claros, se torna muy peligroso.
Nuestra madre ha sido invadida por demonios, queridos míos, y mañana mismo, a primera hora, me llegaré a informarlo a donde debo.
La Santa Inquisición, como es debido, sabrá salvarla.
Alberto Guerra Naranjo.
La Habana, 1963. Licenciado en Historia y Ciencias Sociales. Premio de Cuento de La Gaceta de Cuba en 1997 y 1999, Premio Internacional de relatos cortos en Valladolid y Premio Internacional de cuentos José Nogales en Huelva, ambos en España. Ha sido traducido a varios idiomas, ha publicado varios libros de cuentos y tiene publicadas sus novelas La soledad del tiempo, con 4 ediciones y Los conjurados, por la editorial Malpaso de Barcelona y por editorial Letras cubanas, única novela finalista entre 407 en el Premio Internacional Torrente Ballester, 2022.
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