épicas del sur

10 Minialbertos Cordiales, De Alberto Guerra Naranjo

10 Minialbertos Cordiales, de Alberto Guerra Naranjo

Hoy, para celebrar la entrega del Cisne Salvaje al colectivo de Café Naranjo, publicamos “10 Minialbertos Cordiales”, de Alberto Guerra Naranjo. Enhorabuena queridísimos escritores del Café, en especial a Alberto Guerra por su liderazgo en este proyecto que ya cumple 20 años, haciéndolo bien por la literatura cubana, hispanoamericana y mundial.

CAPITÁN, MI CAPITÁN

         El capitán de corbeta Alberto Jiménez, diploma de oro en la academia naval, de familia humilde, íntegro, amigo de sus amigos, comenzó a sentir voces que perturbaban sus sueños. 

       Provenían de su cabeza, y para disiparlas, al principio, optó por escuchar música estridente de grupos de rock, de los que jamás hubiera imaginado convertirse en adepto; luego, decidió fumar largas horas apartado en la cubierta; pero con el paso de los días aquellas voces se multiplicaron.

      Ya no solo perturbaban sus sueños de marinero inquieto, también lo sorprendían en pleno ejercicio de su faena como capitán, hasta que no pudo más y decidió relatarlos al médico de a bordo, como si fuera un escolar de primaria que se quejaba ante el maestro por la indisciplina del resto del aula.

      Contó que las voces venían acompañadas de ruidos inquietantes, y que, en los últimos tiempos, como para completar sus descalabros de capitán maldito, aparecieron ciertas imágenes en su cabeza.

    Dijo que se veía como un caminante cansado, al límite del desaliño, cargando un penoso saco de libros por el separador de 5ta avenida, una calle tan ancha y tan larga, que él recorría de una punta a la otra, sin más explicación que no fuera acallar las voces o silenciar los ruidos.

      Usted tiene que ayudarme, doctor, suplicaba y las lágrimas en sus ojos eran como el océano por donde navegaba el propio barco en el que un marinero pretendía fumar solitario en la cubierta.   

     Alberto Jiménez, soltaba alaridos de espanto como si estuviera en el infierno; de paso, sin quererlo, sorprendía a los demás en la vía pública, quienes se apartaban de prisa, comentaban aquellos descalabros, aferraban sus manos a las de sus hijos, y cruzaban a la acera de enfrente, no fuera a ocurrir una desgracia con un tipo así.

      Pero el infortunado con voces y ruidos también era víctima de los malditos escolares que le tiraban piedras. Podía sentir sus carcajadas de muchachones traviesos, los gritos, las burlas, sus desprecios, y el dolor en la espalda por el impacto de algún ladrillazo.

    Entonces, desajustado y con un bulto de libros a cuesta, tomaba un soplo de aire en algún banco de 5ta avenida, para después continuar su caminata sin fin.

    En ocasiones, ahogado en lágrimas, no tenía otro remedio que imaginarse capitán de corbeta, el buen capitán de corbeta Alberto Jiménez, de un barco bien seguro en altamar.

ESO LE OCURRE A CUALQUIERA

Aún con la imagen del enorme policía en su cabeza, Sergio Navarro no tuvo otra opción que llegarse a la hilera de taxis de aquel solitario aeropuerto de Múnich y solicitar los servicios del taxista que le pareció más confiable.

Acomodó su maleta y prefirió viajar en el asiento junto al chófer para, en su desastroso inglés de secundaria básica, explicarle que a la salida del aeropuerto una joven debió esperarlo con un cartel que dijera, Bienvenido a Múnich, Sergio Navarro, pero un policía lo desvío hacia un cuarto para revisar su maleta y la joven se fue, al comprobar que entre los pasajeros jamás salió un negro flaco.

Eso le ocurre a cualquiera, dijo el taxista en un inglés tan chapurreado como el de Sergio, para después concluir más rotundo, Yo mismo soy turco, ya te puedes imaginar.

Ah, pero lo peor de todo no era eso, estimado taxista, lo peor era que él, Sergio Navarro, humilde escritor de ficciones, invitado a una gira literaria por Múnich, Weimar y Berlín, como si fuera un Carpentier, un García Márquez o un Juan Rulfo de este tiempo, no tenía la más mínima idea de dónde quedaba su hotel.

Eso le ocurre a cualquiera, repitió el taxista.

Por si acaso, llegado a ese punto de la conversación, Sergio optó por hacer silencio para no contarle lo que tal vez no le ocurría a cualquiera. El taxímetro desde que salieron del aeropuerto había marcado 20 euros y en el bolsillo del pantalón él solo llevaba los 50 exactos que le había prestado su vecino taxista.

¿De dónde  eres?

Soy cubano.

Cuba, Buena Vista Social Club, dijo, sonriente, el taxista, mientras Sergio también sonreía sin dejar de observar que el taxímetro ya había pasado los 60 euros.

A los 69 exactos el taxi se detuvo frente a un hostal y Sergio, además de los 50, como compensación, dedicó un libro de los suyos al taxista turco.

La literatura sirve para algo, se dijo y partió al hostal con los dedos cruzados. En efecto, allí estaba su nombre, así que el joven escritor suspiró aliviado mientras recibía una única llave con la que abrió todas las puertas de los pasillos hasta llegar a su habitación.

Cuando orinaba como recurso para aliviarse de las tantas tensiones de su primer viaje a Europa, sintió sonar el teléfono.

Una voz masculina con acento argentino le informaba que él, el Doctor Peter Wentrup y la estudiante Yeline Valdés, lo habían esperado en el aeropuerto, pero se marcharon al no verlo salir; entonces, como para desahogarse otra vez, Sergio le contó el ligero imprevisto ocurrido con aquel policía.

Unos minutos más tarde tocaron en la puerta de la habitación y era el Doctor Peter Wentrup, un alemán enorme de voz gutural con acento argentino, quien le dio un fuerte abrazo, dijo, Bienvenido a Múnich, Sergio Navarro, entregó un sobre con 3 mil euros de honorarios por la gira literaria de aquella semana, sonrió amplio, pero cuando casi se iba, detuvo su descomunal mole junto al marcó de la puerta y concluyó, En cuanto al asunto de ese policía, descuida, hombre, eso le ocurre a cualquiera.

A Sergio Navarro, un rato después, volvió a venirle a la cabeza la imagen de aquel enorme policía; entonces, la asoció con la del amable Doctor Peter Wentrup, de extraño acento argentino y, sin pensarlo un instante, buscó hojas, bolígrafo y, allí mismo, se puso a escribir un cuento en donde ambos, policía de aeropuerto y profesor de Instituto, eran, no más, la misma persona.


REALISMO MÁGICO

Mi querida abuela Migdalia, que en paz descanse, vio televisión por primera vez en la década de 1970, cuando mi padre, por méritos acumulados a golpe de zafras, se ganó un refrigerador Impud y un Televisor soviético, Electrón 205, a pagar a plazo y por descuento de su salario.

El asunto era que para Migdalia, algunas cosas que ocurrían en la pequeña pantalla resultaban inconcebibles y nos lo hacía saber todas las noches, cuando la familia completa estaba frente al televisor.

Díganme cómo es posible, carajo, que si a ese lo mataron en las Aventuras de las 7 y media, ahora me aparece vivito y coleando en la novela de las 9, gritaba mi querida abuela Migdalia, a punto de las lágrimas, y nosotros no encontrábamos las palabras justas para explicarle.



ACLARACIÓN NECESARIA

Acabo de ahorcarme con la soga del vecino.

Primero, aparté las ropas de la tendedera; luego, hice un nudo en la viga del techo y con el lazo de abajo alrededor del cuello, me dejé caer.

 Ahora mi cuerpo se balancea prudente y ya tengo un charco de orina en el piso, como un ahorcado de barrio que se respete.

Pero no lo quería hacer, bastante insistí a mi hermano para que viniera, Enrique, necesito pasar unos días con ustedes, olvidarme de esa soga y de la tendedera, por Dios.

 ¿Hasta cuándo iba a estar yo sentado sobre el muro de la bodega, como si formara parte de él?

No puedo, Armandito, no puedo; mucho trabajo, compadre, y miren esto.

El vecino, por fin, ha descubierto que falta la ropa de su tendedera y grita a su mujer, Robaron, Minerva, robaron, pero después, casi sin quererlo, detiene su vista frente a mis ojos saltones, nota el balance de mi cuerpo gracias a su soga, descubre que no hubo robo alguno, sabe que yo sería incapaz, la ropa está en el piso, vecino,  solo tomé  la soga un momento, necesitaba apretarme un poco el cuello, nada más.


DESEQUILIBRIOS

Confieso que habíamos acabado de tener un sexo rico.

Como cada cuál vivía con la persona equivocada, disfrutábamos de nuestros encuentros secretos como si el mundo fuera a acabarse y, cuando podíamos, a golpe de nuestro sexo costoso, nos olvidábamos de todo por un tiempo.

Confieso, además, que ella tarareaba en la ducha, mientras yo, en la cama, como amante dichoso, sin imaginar la debacle que se nos venía encima,  atendí esa llamada a mi móvil:

Sé dónde  están y qué hacen, pero no se preocupen; usted, solo dígale que hablo desde el hospital. El niño ha muerto.



FENTANILO

Un padre en EU despidió a su hijo de 16 años cumplidos, quien se iba a dormir a su cuarto después de haber sacado a orinar al perrito en paseo rutinario por la cuadra y todo pareció normal hasta el día siguiente cuando a la madre del joven le resultó extraño que con lo tarde que era éste aún no se  hubiera despertado.

Entonces, fueron al cuarto y vieron a un hijo convulsionante y a punto de morir con solo 16 años. Llamaron a los paramédicos, corrieron junto a ellos al mejor de los hospitales posibles, pero en vano, el joven quedó fulminado y convertido de repente en un vegetal.

Más tarde el padre descubrió que su hijo esa noche había contactado por Internet a un vendedor de drogas para luego, en el cuarto, consumir la mitad de una píldora, porque la otra estaba en la gaveta.

Los detectives encargados del caso, junto a los médicos,  le fueron explicando las propiedades mortíferas del fentanilo, que así se nombraba dicha droga mortal, causante de más de 100 mil muertes al año en los Estados Unidos y también causante de que en Filadelfia, en Kesington, exista todo un barrio repleto de adeptos que caminan despacio e inclinados como zombis salidos de cualquier película barata sobre el tema.

También le informaron que una pequeña dosis de fentanilo bastaba para matar una vaca, que hasta algunos policías con solo tocarlo tuvieron que ser hospitalizados y que los traficantes,en los últimos tiempos, acostumbraban a mezclarlo con heroínas y otras drogas.

Pasado unos días, los padres decidieron desconectar a su querido hijo de las máquinas para terminar el sufrimiento, pero cuando transcurrieron unos meses, ya concientizados de la problemática con que azota el fentanilo, sobre todo a aquellos que no son adeptos, decidieron crear una Fundación sin ánimos de lucro, para ofrecer batalla.

Te puede interesar: Cuatro cuentos cortos de Albeiro Montoya Vásquez


CANICAS

En los últimos tiempos me cruzaba con Aguaoscura, casi todos los días.

Así le apodamos porque el padre era trabajador de Aguas albañales de Marianao y nos regalaba bolas descubiertas en las alcantarillas, que les decía canicas.

Aguaoscura en Antonio Maceo se sentó a mi lado durante toda la escuela primaria. Parecíamos hermanos de distintos colores; él, blanco pálido; yo, negro chocolate, pero hermanos al fin; siempre juntos, incluso, luego de caernos a trompadas una tarde por causa de unas bolas de más, o de menos, y por los enchuchadores de 6to.

Diversas razones me alejaron del barrio más adelante y dejamos de vernos varios años. Tal vez 30, 40, 50.

El asunto era que Aguaoscura y yo, después de reencontrarnos en las calles, nos dedicábamos ahora, cada cual a su manera, por supuesto, a la misma vaina: desandar los caminos del Infierno.

Yo, como escritor de ficciones, asumía el peso estético  de mis personajes y sus desgracias por obligación, pero por poco tiempo.

Aguaoscura, en cambio, al haberse convertido en un famoso loco de remate, por mucho que lo intentara, a pesar de sus gritos de espanto en las calles, pocas veces había podido regresar de su infierno.

Era triste verlo moqueante, barbado y sucio, con tanto desaliño.

A veces, cuando me veía,  lograba escapar de sus calamidades por unos minutos, para premiarme con alguna sonrisa de escuela primaria.

Dime, Albertico, decía, no creas que olvido aquellos juegos de bolas.

Entonces, a pesar de nuestros 60 años cumplidos,  yo no tenía más remedio que detener el tiempo en su memoria, o intentarlo lo mejor que pudiera.

Con la sonrisa más infantil del universo, y como si aún, a la salida de la escuela, tuviéramos nuestros bolsillos repletos de canicas o de bolas, le decía:

Tremendos juegos, compay, tremendos juegos.



LA INVENCIÓN DE MORELL

El invierno, como nunca antes, entraba en su apartamento de Berlín y el señor Joe Morell, bajo una manta boliviana, al menos pudo encender el móvil, porque estrictas regulaciones de estado prohibían, de manera terminante, encender el gas.

Como recurso para atenuar el frío, recurrió a la contemplación de sus andares  turísticos por medio mundo y fue a la galería de fotos, no sin antes maldecir guerras, noticias falsas, epidemias, sanciones y el copón bendito, ahora convertido en bumerán.

En busca de calor imaginario, el señor Joe Morell pudo verse en una calle de Nueva Delhi sobre un elefante y se sintió feliz, se vio en Tijuana con un ancho sombrero de charro mejicano y se sintió feliz, pudo verse en África junto a un grupo de niños descalzos y se sintió feliz, se vio en La Habana junto a una negra jacarandosa y se sintió  feliz.

Pero cuando pudo verse en Corrientes, la famosa calle de Buenos Aires, junto a decenas de familias cubiertas con cartones y periódicos para atenuar el invierno, una idea insensata lo iluminó enseguida.

Madre mía, como no se me ocurrió antes, se dijo y al amanecer llegó a sentirse el alemán más original del planeta.

Despertó entre cartones y periódicos como si fuera un sudamericano en desgracia y se sintió satisfecho por su invento.

Pero al señor Joe Morell jamás le pasó por la mente que ya sus vecinos y el resto de los europeos, bajo absoluto secreto en sus apartamentos, empleaban el mismo paliativo universal contra el invierno.


Te puede interesar: La sexta caballería de kansas, Argenis Osorio Sánchez

UNA CAMISA BLANCA

Por fin se cumplía su viejo sueño de convertirse en barman de La milagrosa.

 Acababan de llamarlo por el móvil, a él, a Clemente Cisneros, que se presentara a ocupar esa plaza de inmediato, ah, y que no dejara de llevar una camisa blanca.

Por fin los Orishas le cumplían, Dios mío, no era fácil  mantener a 3 hijos pequeños y a una esposa peleona, sin un trabajo fijo. Ese de barman venía como anillo al dedo.

Pero como la llamada lo sorprendió en casa del Rubio Villegas, quien viajaba en unas horas a Madrid, Clemente no tuvo otro remedio que decirle, Rubio, tú no tendrás una camisa blanca por ahí?, acaban de llamarme desde La milagrosa, y Villegas, muerto de risa y con un vaso de ron en la mano, advirtió que no sólo le regalaría una camisa blanca, sino dos, siempre que le permitiera tomarle unas fotos preparando tragos detrás de la barra.

No hay problemas, mi hermano, confirmó Clemente antes de echarse a correr hacia La Milagrosa con su camisa blanca.

 Pero al llegar, el custodio, un mulato medio tiempo con cara de pocos amigos, por mucho que Clemente explicó que era el nuevo barman, impidió su entrada hasta que no vino el dueño en persona a rescatarlo.

Más tarde, cuando el custodio preguntó qué se le ofrecía, caballero, El Rubio Villegas argumentó que necesitaba ver a su amigo, el barman que empezó a trabajar hoy, pero el custodio no pudo contenerse la risa, Barman, ni barman, el negro ese, carajo, acto que al Rubio no le gustó ni un poquito y se lo hizo saber con mirada de profundo desafío.

Dentro del bar, Villegas, más relajado, consumió varias cervezas y también se dio gusto tomando fotos a Clemente desde distintos ángulos y hasta lo obligó a prepararle tragos difíciles. 

No obstante, cuando estuvieron solos en la barra, lo alertó, Hermano, cuidate del custodio, tremendo racista.

Clemente, con la dicha de sentirse pleno en aquel sitio, solo soltó un suspiro amplio. 

Ese nuevo trabajo que le llegaba como caído del cielo, donde aplicaría lo aprendido durante tantos cursos de barman, no se lo quitaba nadie. Me oyó, hermano, nadie.

Ah, pero los Orishas solían resultar caprichosos, muy caprichosos, y nunca debían retarse con semejantes argumentos, así pensó después. 

Cuando pasó una hora, El Rubio Villegas y Clemente se despidieron con un fuerte abrazo y se desearon muchísima suerte, hermano.

Luego, uno volvió  a su faena de barman y el otro, ya medio borracho, caminó a la salida.

Una pregunta, compay, dijo el custodio mulato y medio tiempo.

Usted dirá?

Con lo decente que usted parece, cómo usted puede ser amigo de un negro así?

Aquella fue la gota que desbordó el vaso, diría El Rubio Villegas unas horas después. 

El trompón que ofreció en pleno rostro hizo caer al custodio como un elefante en desgracia y las puertas, de repente, se abrieron de par en par.

 El ex barman Cisneros contempló aquella escena con custodio desmayado en el piso y con Rubio Villegas, nervioso,  echado a correr para esconderse hasta la noche, y poco le faltó para llorar, pero se contuvo, sin otro remedio que no fuera desabotonarse la camisa despacio, salir con tremendo desencanto detrás de la barra y largarse, mientras un custodio lo maldecía muchísimo.

Lamentable desenlace destinaron los Orishas, se dijo Clemente.

 Menos mal que El Rubio, antes de partir al aeropuerto, para aliviarte un poco, mi hermano, advirtió rotundo, puso 200 de los buenos, dentro del bolsillo de su camisa blanca.


Te puede interesar: “Bos Taurus”, de Alberto Guerra Naranjo

LA VISITA

Esta mañana, mientras revisaba el móvil tranquilo en  el portal, una mujer cincuentona se detuvo en la reja, me miró en silencio por unos segundos y, para mi sorpresa, preguntó por la doctora Odalys, mi hermana, abogada del Bufete Colectivo de Marianao.

Explicó, además, como para dejar constancia, que ella era la doctora Mercedes, amiga íntima de sus colegas de trabajo, las abogadas Yelsomina, Niurka y Mirta, un equipo de los mejores que ha existido.

Ah, qué tiempos aquellos, dijo.

Luego, volvió a mirarme en silencio por unos segundos que parecieron siglos y se marchó despacio. 

Yo, impactado por aquella visita, con el móvil en la mano, parecía un zombi de alguna película de serie B.

En más de una ocasión, sin saberlo, he brindado algo de dinero a la doctora Mercedes, cuando la veo tirada en las aceras como si estuviera en su cama, muy cerca de sus bultos de loca.

Has leído en Café Naranjo, “10 Minialbertos Cordiales”, de Alberto Guerra Naranjo. Ayúdanos a llegar a más personas, comparte, gracias.



alberto guerra naranjo bn

Alberto Guerra Naranjo.

Licenciado en Historia y Ciencias Sociales. Profesor, guionista, escritor, promotor cultural. Cuentos suyos aparecen publicados en revistas y antologías junto a los de Juan Rulfo, Jorge Luis Borges, Tarkowsky, Nabokov y Montalbán, entre otros. Su obra ha sido traducida al inglés, francés, portugués, alemán, italiano, croata, finés, checo y chino mandarín. En 2018 obtuvo Premio Internacional de Relatos Cortos sobre Discapacidad en Valladolid y Premio Internacional de Cuentos José Nogales, en Huelva, España. Mención Especial por Picassos en el Aire, en Premio Cortázar 2023. Ha publicado la novela “La soledad del tiempo”, libro de cuentos “Blasfemia del escriba”, y su novela “Los conjurados”, entre otros.


Publicado

en

,

Autor:

Comentarios

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

  • Como Gotas De Agua de Alberto Guerra Naranjo

    Como Gotas De Agua de Alberto Guerra Naranjo

    De la Habana de hoy y de siempre publicamos en Café Naranjo el cuento de Alberto Guerra Naranjo, “Como gotas de agua”, nuestro deseo: que lo disfruten. Gracias. Como gotas de agua.Alberto Guerra Naranjo Mi hermano y yo jamás fuimos parecidos ni en el físico ni en las ideas. Pero desde pequeños y en contra…


  • 1985 Por Jorge Manriquez Centeno

    1985 Por Jorge Manriquez Centeno

    Tenemos el placer de publicar hoy en el Café Naranjo, 1985, de Jorge Manriquez Centeno, esperamos que lo disfrute y nos ayuden a difundir nuestra literatura. 1 Todo es un instante. En ese abrir y cerrar de ojos, voy en el metro. Siento un fuerte bamboleo. No es mi imaginación. Anuncian: “No hay servicio.” Salimos…